Capítulo 19

Bobby y Julie cenaron en Ozzies, Orange, y luego se trasladaron al bar contiguo. Allí se encargaba de la música Eddie Day, quien tenía una voz suave y bien timbrada; tocaba piezas contemporáneas pero también melodías de los años cincuenta y principios de los sesenta. Aquello no era una gran orquesta, pero algo del primitivo rock and roll tenía un ritmo swing. Los dos pudieron bailar fox con números como Dream Lover, rumba al son de La Bamba y cha-cha-cha con cualquier cancioncilla que se colaba en el repertorio de Eddie; así que pasaron un buen rato.

Siempre que podía, a Julie le gustaba ir a bailar después de visitar a Thomas en Cielo Vista. Embargada por la música, siguiendo concienzudamente el ritmo, absorta con los arabescos de la danza lograba olvidarse de todo…, incluso de la culpa, incluso de la aflicción. Nada la liberaba de forma tan completa. A Bobby también le gustaba bailar, sobre todo el swing. La música le sosegaba pero el baile tenía la virtud de alegrarle el corazón y de adormecer aquellas partes que estuviesen doloridas.

Durante el descanso de los músicos, Bobby y Julie bebieron cerveza en una mesa, junto a la pista de baile. Hablaron de todo excepto de Thomas y a ratos trataron del Sueño…, concretamente de cómo amueblar el bungalow a orillas del mar si lo compraran algún día. Aunque no pensaran gastarse una fortuna en muebles, convinieron en que podrían darse el gusto de tener dos piezas de la era swing: tal vez un barreño de bronce y mármol de Emile-Jacques Ruhlmann y, ante todo, una máquina de discos Wurlitzer.

– El modelo 950 -dijo Julie-. Era admirable. Tubos de burbujas. Gacelas saltarinas en los paneles delanteros.

– Se fabricaron menos de cuatro mil. Por culpa de Hitler. Wurlitzer adaptó sus fábricas a la producción de guerra. El modelo 500 también es bonito… o el 700.

– Bonitos, pero no como el 950.

– Tampoco tan caros como el 950.

– ¿Te pones a contar peniques cuando hablamos de la belleza suprema?

– ¿Acaso la Wurlitzer 950 es la belleza suprema? -preguntó él.

– Justo. ¿Qué otra cosa si no?

– Para mí, tú eres la belleza suprema.

– Simpático -dijo ella-. Pero sigo queriendo la 950.

– ¿No soy la belleza suprema para ti? -Bobby agitó los párpados.

– Para mí eres un hombre difícil que no me deja tener la Wurlitzer 950 -respondió ella, disfrutando del juego.

– ¿Qué me dices de una Seeburg? ¿O una Packard Plamor? Vale. ¿Una Rockola?

– La Rockola hizo algunas cajas muy bonitas -convino ella-. Así que compraremos una de ésas y la Wurlitzer 950.

– Gastarás nuestro dinero como un marinero borracho.

– Yo nací para ser rica. La cigüeña se confundió. No me entregó a los Rockefeller.

– ¿No te gustaría ponerle las manos encima a esa cigüeña?

– La capturé hace años. La guisé y me la comí en el banquete de Navidad. Verdaderamente deliciosa, pero sigo queriendo ser una Rockefeller.

– ¿Te sientes feliz? -preguntó Bobby.

– Delirante. Y no es sólo la cerveza. No sé por qué pero esta noche me siento mejor de lo que me he sentido durante años. Creo que llegaremos a donde nos hemos propuesto ir, Bobby. Creo que nos retiraremos pronto y tendremos una vida larga y feliz, junto al mar.

Mientras ella hablaba, la sonrisa de él se ensombreció hasta dar paso a un fruncimiento de ceño.

– ¿Qué te ocurre ahora, aguafiestas? -inquirió Julie.

– Nada.

– Deja de tomarme el pelo. Has estado muy extraño todo el día. Te has esforzado por disimularlo, pero algo te preocupa.

Bobby bebió un sorbo de cerveza y luego dijo:

– Pues bien, tú tienes el buen presentimiento de que todo saldrá bien, pero yo tengo un mal presentimiento.

– ¿Tú, señor Color de Rosa?

Bobby siguió con el ceño fruncido.

– Tal vez debieras limitarte durante algún tiempo al trabajo de oficina, mantenerte apartada de la línea de fuego.

– ¿Por qué?

– Mi mal presentimiento.

– ¿Y cuál es?

– Que voy a perderte.

– Inténtalo y verás.

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