Capítulo 31

El consultorio del entomólogo estaba en la urbanización Turtle Rock de Irvine, a corta distancia por carretera de la Universidad. Unas lámparas Malibú, bajas, negras y con forma de setas proyectaban círculos de luz sobre el camino de entrada, anegado en lluvia, que conducía hasta unas puertas de roble.

Clint penetró en el pequeño porche cubierto llevando una de las bolsas de cuero de Frank Pollard y llamó al timbre.

Un hombre le contestó por el intercomunicador instalado bajo el timbre.

– ¿Quién es, por favor?

– ¿El doctor Dyson Manfred? Soy Clint Karaghiosis, de Dakota amp; Dakota.

Medio minuto después, Manfred abrió la puerta. Era por lo menos veinticinco centímetros más alto que Clint, y muy delgado. Llevaba pantalones negros, camisa blanca y una corbata verde; el botón superior de la camisa estaba desabrochado y la corbata colgaba desanudada.

– ¡Hombre de Dios, está empapado!

– Sólo humedad.

Manfred retrocedió, abrió la puerta de par en par y Clint pasó a un vestíbulo con suelo de azulejos.

Después de cerrar la puerta, Manfred dijo:

– En una noche como ésta debiera usted llevar impermeable o paraguas.

– Esto es vigorizador.

– ¿El qué?

– El mal tiempo -respondió Clint.

Manfred le miró como si fuera un ser extraño, pero a juicio de Clint, el ser extraño era el propio Manfred. El tipo estaba demasiado flaco. Era todo huesos. No podía llenar la ropa; los pantalones le colgaban sin forma por las huesudas caderas, y sus hombros empujaban la camisa como si allí debajo hubiese sólo huesos desnudos y puntiagudos. Anguloso y desgarbado, el hombre parecía haber sido construido por un aprendiz de dios con un montón de palos secos. Su rostro era alargado y estrecho, con frente despejada y mandíbulas escurridas, y su piel curtida y bronceada era tan tensa en los pómulos que parecía a punto de desgarrarse. Tenía unos peculiares ojos ambarinos, que miraban a Clint con una expresión de fría curiosidad que sin duda sería familiar a los millares de insectos que había clavado con agujas en tablas de especimenes.

La mirada de Manfred se trasladó desde Clint al agua que estaba formando un charco alrededor de sus zapatos deportivos.

– Lo siento -dijo Clint.

– Ya se secará. Estaba en mi estudio. Acompáñeme allí.

Echando una ojeada hacia la sala de su derecha, Clint vio un papel de pared con flores de lis, una gruesa alfombra china, demasiados sofás y butacas excesivamente mullidos, mobiliario inglés antiguo, colgaduras de terciopelo color vino y mesas abarrotadas de bibelots que brillaban a la luz de la lámpara. Era una habitación muy victoriana que no armonizaba con las líneas californianas de la casa.

Clint siguió al entomólogo más allá de la sala, por un pasillo corto, hasta el estudio. Manfred tenía un aire singular. Alto y zancarrón como era, con la espalda encorvada y la cabeza un poco proyectada hacia delante, parecía tan prehistórico como una mantis religiosa.

Clint había supuesto que el estudio de un catedrático estaría atestado de libros, pero en la estantería de la izquierda de la mesa había sólo cuarenta o cincuenta volúmenes. Había armarios con cajones anchos, de poco fondo que probablemente estarían repletos de bichejos, y en las paredes había incontables insectos, en cajas de especimenes cubiertas con cristal.

Cuando el anfitrión observó que Clint miraba absorto una colección en particular, dijo:

– Cucarachas. Hermosas criaturas.

Clint no hizo comentario alguno.

– Me refiero a la simplicidad de su constitución y función. Desde luego, muy pocas personas las encontraban de apariencia hermosa.

Clint no podía desechar la sensación de que los bichos estaban todavía vivos.

– ¿Qué opina usted de ese enorme ejemplar, en la esquina de la colección?

– Que tiene un tamaño desmesurado, señor.

– La cucaracha silbadora de Madagascar. El nombre científico es Gromphadorrhina Portentosa. Ésa mide más de ocho centímetros y medio. Absolutamente hermosa, ¿no le parece?

Clint siguió mudo.

Acomodándose en la butaca detrás de su mesa, Manfred dobló como pudo sus largos y huesudos brazos y piernas en el reducido espacio, como una araña grande se encogería hasta formar una bola minúscula.

Clint no se sentó. Había tenido una larga jornada y tenía ganas de volver a casa.

– Recibí un telefonazo del rector de la universidad -dijo Manfred-. Me pidió que cooperara con su señor Dakota hasta donde me fuese posible.

Desde hacía mucho, la Universidad de California en Irvine, la UCI, se esforzaba por figurar entre las primeras universidades del país. El rector actual y el precedente habían procurado alcanzar ese puesto privilegiado ofreciendo enormes sueldos y generosos beneficios marginales a profesores e investigadores de fama universal en otras instituciones. Sin embargo, antes de comprometer sustanciosos recursos en la oferta de un empleo magníficamente remunerado, la universidad contrataba a Dakota amp; Dakota para que investigara los antecedentes del posible miembro de la Facultad. Incluso un genial físico o biólogo podía tener demasiada sed de whisky, una nariz propensa a la cocaína o una desafortunada afición por las menores de edad. La UCI quería comprar capacidad intelectual, respetabilidad y gloria académica, no escándalo; Dakota amp; Dakota le servía bien.

Manfred apoyó los codos sobre los brazos de su butaca y unió los dedos de ambas manos, unos dedos tan largos que parecían tener unos cuantos nudillos de más.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó.

Clint abrió la bolsa de cuero y sacó el tarro de boca ancha. Lo colocó sobre la mesa del entomólogo.

El bicho que había dentro del tarro era por lo menos dos veces mayor que la cucaracha silbadora de Madagascar.

Por unos instantes, el doctor Dyson Manfred pareció quedar petrificado. No movió ni un dedo; sus ojos no parpadearon. Miraba pasmado la criatura que había en el tarro. Por fin, inquirió:

– ¿Qué es esto? ¿Una mistificación?

– Es real.

Manfred se inclinó por encima de la mesa y bajó la cabeza hasta que su nariz casi tocó el grueso cristal, detrás del que se agazapaba el insecto.

– ¿Está vivo?

– Muerto.

– ¿Dónde lo encontró…? ¡Desde luego no habrá sido aquí, en la California meridional!

– Sí.

– ¡Imposible!

– ¿Qué es? -preguntó Clint.

Manfred levantó la vista y le miró, ceñudo.

– No he visto jamás nada semejante. Y si yo no he visto nada semejante, ningún otro lo ha visto. Estoy seguro que es de los Phylum Artbropoda, que incluye arañas y escorpiones, pero me es imposible decir si se puede clasificar como un insecto, no hasta que lo haya examinado. Si es un insecto, pertenecerá a una especie desconocida. ¿Dónde lo encontró, exactamente? ¿Y cómo diablos puede interesar esto a unos detectives privados?

– Lo siento señor, pero no puedo revelarle nada sobre el caso. Debo respetar la intimidad del cliente.

Manfred hizo girar muy despacio el tarro entre sus manos, estudiando a su ocupante desde todos los ángulos.

– ¡Increíble! Necesito quedármelo. -Levantó la vista y sus ojos ambarinos no tenían ya una mirada fría y calculadora sino reluciente de emoción-. Necesito quedarme este espécimen.

– Bueno, yo pensaba dejárselo para un examen detenido -contestó Clint-. Pero eso de que usted lo posea con carácter permanente…

– Sí. Permanente.

– Eso depende de mi jefe y del cliente. Mientras tanto, queremos saber lo que es, de dónde proviene y todo cuanto usted pueda decirnos al respecto.

Con un mimo exagerado, como si manipulara el cristal más fino del mundo en lugar de uno ordinario, Manfred colocó el tarro sobre el secante.

– Haré un historial completo del espécimen con máquina fotográfica y vídeo desde cada ángulo y lo más cerca posible. Luego, será preciso disecarlo, si bien eso se hará con el máximo cuidado, se lo aseguro.

– Lo que guste usted.

– Escuche, señor Karaghiosis, usted parece enormemente indiferente a esto. ¿Entiende usted bien lo que le he dicho? Esto podría ser una especie inédita, lo cual sería extraordinario. Porque, ¿cómo puede pasar inadvertida durante tanto tiempo una especie que produce individuos de semejante tamaño? Esto va a ser una noticia sensacional en el mundo de la entomología, señor Karaghiosis, una noticia verdaderamente sensacional.

Clint miró el bicho, dentro de la botella.

– Sí -respondió-. Me lo figuraba.

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