Capítulo 36

Hacia la una de la madrugada, Hal Yamataka se encontraba totalmente absorto en la novela de John D. MacDonald, The Last One Left. La única butaca de la habitación no era precisamente el asiento más confortable sobre el que hubiese aparcado alguna vez su trasero, el olor a antiséptico del hospital le causaba siempre un poco de náuseas, y los pimientos rellenos que había cenado le volvían a la boca, pero el libro era tan absorbente que Hal pasaba por alto todos aquellos menores inconvenientes.

Incluso se olvidó de Frank Pollard durante un rato, hasta que oyó un leve silbido, como de aire escapando bajo presión, y sintió una corriente súbita de aire. Levantó la vista del libro, esperando ver a Pollard sentado en la cama o intentando salir de ella, pero Pollard no estaba allí.

Alarmado, Hal se levantó dejando caer el libro al suelo.

La cama estaba vacía. Pollard había estado allí toda la noche, durmiendo hasta última hora, pero ahora no era así. La habitación no estaba muy iluminada porque los fluorescentes de detrás de la cama estaban apagados, pero las sombras que se originaban tras la lámpara de lectura no eran suficientemente densas como para ocultar a un hombre. Las sábanas no estaban revueltas sino dobladas pulcramente sobre el colchón, y las barandillas de ambos lados seguían en su lugar, como si Frank Pollard se hubiese disuelto cual figura esculpida en hielo.

Hal estaba seguro de que habría oído a Frank Pollard bajar una de las barandillas, salir de la cama y volver a colocarla en su sitio.

La ventana estaba cerrada. La lluvia resbalaba por el cristal devolviendo la luz de la habitación con reflejos plateados. Era un sexto piso, de modo que Frank Pollard no podía haber escapado por la ventana. No obstante, Hal la revisó y comprobó que no sólo estaba cerrada sino también con pestillo.

Acercándose a la puerta del lavabo, llamó:

– ¿Frank?

Al no recibir respuesta, entró. También estaba vacío.

Sólo quedaba el angosto armario como escondite viable. Hal lo abrió y encontró dos perchas con la ropa que llevaba Frank cuando había ingresado en el hospital. También vio allí sus zapatos, junto con los calcetines pulcramente enrollados y metidos dentro de ellos.

– No puede haber pasado por delante de mí para salir al vestíbulo -dijo, en voz alta, Hal, como si quisiera insinuar que por arte de magia esa posibilidad pudiera ser cierta.

Abrió la pesada puerta y salió presuroso al pasillo. No vio a nadie en ninguna dirección.

Se volvió hacia la izquierda y marchó aprisa hacia la salida de urgencia al final del pasillo y abrió la puerta. Plantado en el descansillo del sexto piso aguzó el oído por si percibía pasos ascendentes o descendentes, pero no oyó nada; se asomó por la barandilla de hierro y miró hacia abajo, luego hacia arriba. No había nadie.

Volviendo sobre sus pasos entró en la habitación de Pollard y miró debajo de la cama vacía. Todavía incrédulo, siguió hasta la confluencia de pasillos, dobló a la derecha y se encaminó hacia la cabina acristalada de las enfermeras.

Ninguna de las cinco enfermeras del turno de noche había visto a Pollard. Puesto que los ascensores estaban frente a la cabina de las enfermeras y Pollard tendría que haber esperado allí, a la vista de todo el mundo, parecía improbable que hubiese abandonado el hospital por aquella vía.

– Pensé que usted le vigilaba -dijo Grace Fulgham, la supervisora de pelo gris de la sexta planta. Su sólida constitución, su carácter indómito y su rostro ajado pero amable habrían sido perfectos para la protagonista de El viejo remolcador Annie si Hollywood hubiese pensado en volver a hacer esa película-. ¿Acaso no era ésa su misión?

– No he salido ni un instante de la habitación, pero…

– Entonces, ¿cómo pasó por delante de usted?

– Lo ignoro -respondió, disgustado, Hal-. Pero lo importante es que… él padece amnesia parcial y está algo confuso. Tal vez esté deambulando por ahí, fuera del hospital, Dios sabe dónde. No puedo explicarme cómo pasó por delante de mí, pero hemos de encontrarlo.

La señora Fulgham y una enfermera joven llamada Janet Soto iniciaron una inspección rápida de todas las habitaciones del pasillo de Pollard.

Hal acompañó a la enfermera Fulgham. Cuando estaban inspeccionando la 604, en donde dos ancianos roncaban suavemente, oyó una música misteriosa, apenas audible. Y cuando se volvió para buscar su origen, las notas se extinguieron.

Si la enfermera Fulgham oyó la música no lo dejó entrever. Cuando, un momento después, los sones se dejaron oír algo más fuertes en la siguiente habitación, la 606, ella susurró:

– ¿Qué es eso?

A Hal le parecía el sonido de una flauta. El flautista invisible no tocaba una melodía discernible pero el flujo de notas era obsesionante.

Los dos volvieron al vestíbulo justo cuando la música cesaba otra vez y una corriente de aire barría el pasillo.

– Alguien se ha dejado una ventana abierta… o probablemente una de las puertas que dan a la escalera -dijo ella, con acento tranquilo pero algo acusador.

– Yo no -le aseguró Hal.

Janet Soto salió de la habitación del otro lado del pasillo precisamente cuando la corriente se extinguía. Les miró, ceñuda, se encogió de hombros y prosiguió hacia la siguiente habitación de su lado.

La flauta lanzó de nuevo suaves trinos. La corriente sopló otra vez, más fuerte que antes, y entre los olores astringentes del hospital, Hal creyó detectar un leve tufo de humo.

Dejando que Grace Fulgham continuara su búsqueda, Hal corrió hacia el extremo final del pasillo. Quería examinar la puerta de la escalera de urgencia para asegurarse de que no la había dejado abierta.

Por el rabillo del ojo vio que la puerta de la habitación de Pollard empezaba a cerrarse y comprendió que la corriente debía provenir de allí. Empujó la puerta antes de que se cerrara y encontró a Pollard sentado en la cama con expresión de confusión y horror.

La corriente y la flauta habían dado paso a la quietud, al silencio.

– ¿Adonde fue usted? -preguntó Hal, aproximándose a la cama.

– Luciérnagas -dijo Pollard, aparentemente obnubilado. Tenía el pelo enmarañado y su cara redonda estaba pálida.

– ¿Luciérnagas?

– Luciérnagas en un vendaval -dijo Pollard.

Acto seguido se esfumó. Durante un instante había estado sentado en la cama, tan real y sólido como jamás viera Hal a nadie, y al instante siguiente había desaparecido de una forma tan inexplicable y limpia como un fantasma abandonando su morada.

Un breve silbido, como el aire escapando de un neumático pinchado, subrayó su partida.

Hal se tambaleó como si le hubiesen golpeado. Por un momento, su corazón pareció pararse y quedó paralizado por la sorpresa.

La enfermera Fulgham apareció en el umbral.

– Ni rastro de él en ninguna de las habitaciones de este pasillo. Quizás haya ido arriba o abajo, a otra planta… ¿no cree usted?

– ¿Eh…?

– Antes de inspeccionar el resto de esta planta, tal vez sea mejor llamar a seguridad y hacer registrar todo el hospital. ¿No le parece, señor Yamataka?

Hal la miró, luego echó una ojeada a la cama vacía.

– ¿Evi…? Sí. Sí, eso es buena idea. Podría estar cagando por…

Sólo Dios sabía dónde…

La enfermera Fulgham salió de estampida.

Con rodillas temblorosas, Hal caminó hasta la puerta, la cerró y, apoyándose contra ella, miró pasmado la cama al otro lado de la habitación.

Al cabo de un rato preguntó:

– ¿Está usted ahí, Frank?

No hubo respuesta. No la esperaba. Frank Pollard no se había hecho invisible; había ido a alguna parte de una forma u otra.

Sin saber a ciencia cierta por qué estaba menos maravillado que horrorizado por cuanto acababa de ver, Hal cruzó vacilante la habitación hasta la cama. Tocó cauteloso la barandilla de acero inoxidable como si esperara que la desaparición súbita de Frank hubiese generado una fuerza elemental, dejando un residuo letal en la cama. Pero no saltaron chispas bajo sus dedos; el metal siguió frío y bruñido.

Esperó mientras se preguntaba cuándo reaparecería Pollard, si debía de telefonear a Bobby ahora o esperar a que Pollard se materializara, si aquel hombre se materializaría otra vez o desaparecería para siempre. Por primera vez, Hal Yamataka fue presa de la indecisión. Usualmente, él era rápido para pensar y actuar, pero no había afrontado nunca lo sobrenatural.

Sólo estaba seguro de una cosa: no debía permitir que la Fulgham, o la Soto o cualquier otra persona del hospital supiera lo ocurrido. Pollard había sido víctima de un fenómeno tan pasmoso que la voz correría desde el personal del hospital a la prensa. El proteger la intimidad de un cliente fue siempre uno de los principales objetivos de Dakota amp; Dakota, pero en este caso era aún más importante que de costumbre. Bobby y Julie habían dicho que alguien estaba persiguiendo a Pollard, evidentemente con intenciones violentas; por consiguiente, el mantener a la prensa fuera del caso podría ser esencial para la supervivencia del cliente.

La puerta se abrió y Hal saltó como si le hubieran pinchado con un alfiler.

Grace Fulgham apareció en el marco con aspecto desmelenado como si acabara de pilotar un remolcador a través de un mar tempestuoso.

– Seguridad ha apostado un hombre en cada salida para detenerlo si intenta marchar, y estamos movilizando a todas las enfermeras de cada planta para buscarlo. ¿Se propone usted participar en la búsqueda?

– ¿Eh…? Debo telefonear a la oficina, mi jefe…

– Si damos con él, ¿dónde le encontraremos a usted?

– Aquí. Aquí mismo. Estaré aquí haciendo algunas llamadas.

Ella asintió y se retiró cerrando sin ruido la puerta.

Una cortina para preservar la intimidad colgaba de una guía del techo, que describía un arco alrededor de tres lados de la cama. Estaba corrida hasta la pared, pero Hal Yamataka la extendió hacia los pies de la cama, bloqueando la vista desde la puerta, por si Pollard se materializaba cuando alguien llegase desde el pasillo.

Las manos le temblaron de tal forma que optó por metérselas en los bolsillos. Luego sacó la izquierda para consultar su reloj: la una y cuarenta y ocho. Pollard había estado ausente durante dieciocho minutos más o menos…, sin contar, claro estaba, esos escasos segundos en los que había vuelto a la existencia para hablar de luciérnagas en un vendaval. Hal decidió esperar hasta las dos para telefonear a Bobby y Julie.

Permaneció plantado al pie de la cama, aferrando la barandilla con una mano, escuchando el llanto del viento nocturno y el golpeteo de la lluvia contra el cristal. Los minutos se movían como caracoles sobre una pendiente, pero al menos la espera le proporcionaba tiempo para calmarse y pensar cómo explicar a Bobby lo sucedido.

Cuando las manecillas de su reloj marcaron las dos, Hal contorneó la cama y se dispuso a coger el teléfono. Justamente entonces oyó el ulular espeluznante de una flauta lejana. La cortina a medio correr, se onduló agitada por una súbita corriente.

Hal volvió a los pies de la cama y atisbo por el borde de la cortina la puerta del pasillo. No podía ser la causa de la corriente pues estaba cerrada.

La flauta calló. El aire de la habitación se tornó estático, plomizo.

Repentinamente, la cortina se agitó otra vez haciendo tintinear las anillas en la guía del techo y un fuerte soplo de aire frío barrió la habitación revolviéndole el pelo. La fantasmagórica música atonal se dejó oír de nuevo.

Con la puerta y la ventana cerradas, la única causa de la corriente podía ser tan sólo el respiradero en la pared sobre la mesilla de noche. Pero cuando Hal se puso de puntillas y alzó la mano derecha para ponerla delante de esa abertura, no sintió el menor soplo. Las estremecedoras corrientes de aire parecían surgir de la propia habitación.

Hal se movió trazando un círculo, anduvo en zigzag con la intención de localizar la flauta. A decir verdad no le sonó como una flauta cuando la escuchó, atento; fue más bien como un viento fluctuante soplando a través de varios tubos, grandes y pequeños, trenzando juntos muchos sonidos vagos pero separados hasta formar un tejido sonoro que resultaba a la vez espeluznante y melancólico, lúgubre y amenazador. Se extinguió y retornó por tercera vez. Para sorpresa y desconcierto de Hal, la música atonal parecía surgir del espacio vacío sobre la cama.

Hal se preguntó si alguien del hospital oiría esta vez la flauta. Probablemente, no. Aunque la música sonara más fuerte ahora que al principio, seguía siendo tenue; de hecho, si hubiese estado dormido la misteriosa serenata no habría sido lo bastante sonora para despertarle.

Ante su vista, el aire sobre la cama centelleó. Por un momento le fue imposible respirar, como si la habitación se hubiese transformado en una campana neumática. Sus oídos parecieron a punto de estallar, como ante un cambio rápido de altitud.

El extraño sonsonete y la corriente se extinguieron a un tiempo, y Frank Pollard reapareció con tanta brusquedad como al desvanecerse. Quedó tendido de costado, con las rodillas recogidas hasta la barbilla, en postura fetal. Durante unos segundos pareció desorientado; cuando descubrió dónde estaba, aferró la barandilla de la cama y se aupó para sentarse. La piel de alrededor de los ojos parecía tumefacta y ennegrecida, pero el resto de las facciones mostraban una palidez terrible y la cara un brillo grasiento como si no fuera sudor, sino más bien unas gotas inconfundibles de aceite. Su pijama azul de algodón estaba arrugado, con manchas oscuras de sudor y suciedad.

– Sujéteme -dijo.

– ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? -preguntó con voz quebrada Hal.

– Perdí el control.

– ¿Adonde fue usted?

– Por amor de Dios, ayúdeme. -Todavía aferrado con la mano derecha a la cama, Pollard alargó la izquierda, suplicante, a Hal-. Por favor, por favor…

Acercándose más a la cama, Hal le tendió la suya…

… y Pollard se esfumó, esta vez no sólo con un sonido silbante sino también con un alarido y un chirriante crujido de metal retorcido. La barandilla de acero inoxidable que agarraba con tanto ahínco se desprendió de la cama y se desvaneció con él.

Hal Yamataka miró pasmado las bisagras que habían unido la barandilla ajustable a la cama. Estaban retorcidas como si hubiesen sido de cartón. Una fuerza de increíble potencia había arrastrado a Pollard fuera de la habitación desgarrando el sólido acero.

Mirando todavía su mano extendida, Hal se preguntó qué le habría sucedido si hubiese agarrado a Pollard. ¿Habría desaparecido junto con aquel hombre? ¿Y, adonde? No a un lugar en donde quisiera hallarse: de eso estaba seguro.

O quizá sólo una parte de él se habría ido con Pollard. Quizá su cuerpo se hubiera descoyuntado por alguna articulación tal como lo ocurrido con la barandilla. Quizá su brazo se hubiera desgajado del hombro con un crujido casi tan estridente como el de las bisagras de acero, y quizás él se hubiera quedado gritando de dolor con la sangre brotando a borbotones de las venas cercenadas.

Retiró aprisa la mano como si temiese que Pollard pudiera reaparecer de repente y cogérsela.

Cuando rodeaba de nuevo la cama hacia el teléfono, temió que las piernas le fallaran. Las manos le temblaban tanto que casi dejó caer el auricular, y le costó lo suyo marcar el número del domicilio de los Dakota.

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