Violet estaba despierta desde hacía más de una hora y durante casi todo ese tiempo había sido un halcón, remontándose a gran altura con el viento, disparándose hacia abajo de vez en cuando para causar una muerte súbita. El cielo abierto era casi tan real para ella como para el ave a la que personificaba. Se deslizó, impulsada por corrientes térmicas, el aire ofrecía poca resistencia a los deslizantes bordes delanteros de sus alas, sola entre las nubes bajas y grisáceas arriba y el mundo acurrucado abajo.
Percibía también el penumbroso dormitorio en donde su cuerpo y una porción de su pensamiento permanecían. Por lo general, Violet y Verbina dormían durante el día porque dormir por la noche equivalía a desperdiciar los mejores momentos. Ambas compartían una habitación en el segundo piso y una cama de matrimonio donde nunca las separaba más de un brazo de distancia, aunque, por lo general, dormían entrelazadas. Aquel lunes por la tarde, Verbina estaba todavía dormida, desnuda, boca abajo, con la cabeza apartada de su hermana, murmurando algo a ratos sobre su almohada. Su cálido costado se apretaba contra Violet. Ésta, aunque estuviera con el halcón, sentía el calor del cuerpo de su hermana, la piel suave, la respiración rítmica, las murmuraciones soñolientas y el olor inconfundible. También olía el polvo de la habitación, el tufo rancio de las sábanas largo tiempo sin lavar y a los gatos, por supuesto.
No olía sólo a los gatos, que dormían sobre la cama y en los alrededores del suelo o se tumbaban perezosos para lamerse, sino que vivía en cada uno de ellos. Mientras que una parte de su conciencia permanecía dentro de su propia carne pálida y otra parte se cernía con el depredador plumado, diversas facetas de ella moraban en cada uno de los gatos, ahora veinticinco después de que se fuera la pobre Samantha. Violet experimentaba el mundo mediante sus propios sentidos, mediante los del halcón y mediante los cincuenta ojos, veinticinco narices, cien patas y veinticinco lenguas de la manada. Podía oler los efluvios de su cuerpo no solamente con la nariz, sino también con las narices de todos los gatos: los leves residuos jabonosos del baño de la noche anterior; el grato y persistente aroma a limón del champú; la ranciedad que seguía siempre al sueño; la halitosis producida por los huevos crudos, las cebollas y el hígado crudo que había ingerido aquella mañana antes de irse a la cama con el sol naciente. Cada miembro de la manada tenía un olfato más sensible que el suyo, y cada uno percibía su aroma de forma diferente a la suya; los animales encontraban que su fragancia natural era extraña y, sin embargo, confortante, curiosa y, sin embargo, familiar.
Asimismo, podía ver, oír y sentir con los sentidos de su hermana, porque siempre estaba inesperadamente ligada a Verbina. Podía comunicarse aprisa y a voluntad con las mentes de otras formas de vida y desconectarse del mismo modo, pero Verbina era la única persona con quien lograba mantenerse unida. Era un nexo permanente que ambas habían compartido desde su nacimiento, y aunque Violet pudiera desentenderse del halcón o los gatos cuando lo deseaba, le era imposible desligarse de su gemela. Igualmente, podía controlar los cerebros de animales así como habitar en ellos, pero no el de su hermana. Su nexo no era el de marioneta y amo, sino algo especial y grato.
Durante toda su existencia Violet había vivido en la confluencia de muchas corrientes sensoriales, se había bañado en grandes y revueltos ríos de sonido y olor, de vista, gusto y tacto, experimentando el mundo mediante los sentidos propios y los de incontables sustitutos. Durante una parte de su infancia había sido autista, al verse abrumada por una avalancha sensorial que no podía asimilar; así que se había vuelto hacia el interior, hacia su mundo secreto de ricas experiencias, variadas y profundas, hasta aprender a controlar la afluencia entrante en vez de dejarse arrastrar por ella. Sólo entonces optó por relacionarse con las personas de su alrededor, abandonando el autismo; no aprendió a hablar hasta los seis años. No se había elevado nunca sobre las corrientes profundas y rápidas de una sensación excepcional para mantenerse en la orilla comparativamente seca de la vida donde existían otras personas, pero por lo menos había aprendido a asumir hasta cierto grado la interacción con su madre, Candy y otros.
Verbina no había podido asimilarlo nunca tan bien como Violet y, evidentemente, jamás lo haría. Había elegido una vida definida casi de forma exclusiva por la sensación, y mostraba poco o ningún interés por el ejercicio y desarrollo de su intelecto. No había aprendido a hablar, apenas se interesaba por nadie que no fuera su hermana, se sumía con alegre abandono en el océano de los estímulos sensoriales que surgían a su alrededor. Corriendo como una ardilla, volando como un halcón o una gaviota, bebiendo agua fría del arroyo por la boca de un mapache o un ratón de campo, entrando en el cerebro de una perra encelada cuando los machos la montaban, compartiendo el terror del conejo acorralado y la excitación salvaje del zorro depredador, Verbina disfrutaba con un soplo de vida que nadie, salvo Violet, podía comprender. Y ella prefería la emoción constante de aquella inmersión en la vida silvestre del mundo a la existencia mundana de otras personas.
Ahora, aunque Verbina continuaba durmiendo, una parte de ella estaba con Violet porque el sueño no requería tampoco la desconexión total de sus nexos con otros cerebros. La incesante aportación sensorial no era sólo la trama principal que conformaba sus vidas sino también el material que componía sus sueños.
Allá abajo, un rollizo ratón surgió de entre las ramillas secas y la hojarasca, por la maraña espinosa del tojo, y se escurrió a lo largo del desfiladero, alerta para detectar señales de enemigos a ras de suelo pero olvidando la muerte plumada que le observaba desde las alturas.
Sabiendo instintivamente que el ratón podía percibir el aleteo desde una gran distancia y buscaría cobijo en el refugio más cercano tan pronto lo oyera, el halcón plegó silenciosamente las alas y se lanzó en picado hacia el roedor. Aunque había compartido aquella experiencia incontables veces, Violet contuvo el aliento cuando se dejaron caer a plomo desde cuatrocientos metros para recorrer con vuelo rasante el desfiladero; y aunque ella estaba a salvo en su cama, sintió que se le revolvía el estómago y que un terror primitivo le quemaba el pecho aunque dejó escapar un chillido de excitación deleitable.
Sobre la cama, junto a Violet, su hermana dejó oír también un grito sordo.
En el desfiladero, el ratón se inmovilizó, intuyendo la arremetida del destino pero sin saber a ciencia cierta de dónde provenía.
El halcón desplegó las alas en el último instante; de súbito la verdadera sustancia del aire se hizo aparente y procuró un conveniente freno. Extendiendo las patas con los espolones por delante y abriendo las garras, el halcón apresó al ratón, justo cuando la criatura empezaba a reaccionar contra la repentina expansión de las alas e intentaba huir.
Aunque Violet se quedara con el halcón, entró también en el cerebro del ratón un instante antes de que el depredador lo apresara. Sintió, pues, el placer glacial del cazador y el pavor caliente de la presa. Desde la perspectiva del halcón notó cómo se abría la carne blanda del ratón bajo la acometida arrolladora de las garras, y desde la perspectiva del ratón sintió un dolor lacerante y percibió un horrible desgarro de las entrañas. El pájaro miró al chillón roedor entre sus garras y se estremeció con una salvaje sensación de dominio y poder, y con la convicción de que su hambre quedaría saciada de nuevo. Dejó escapar un graznido de triunfo que levantó eco a lo largo del desfiladero. Sintiéndose pequeño y desvalido entre las uñas de su alado asaltante, víctima de un miedo atroz tan intenso como para ser extrañamente afín al más exquisito de los placeres sensoriales, el ratón miró los ojos acerados e implacables y abandonó la lucha y relajó los músculos, resignándose a la muerte. Vio descender el pico feroz, notó cómo le desgarraba pero no sintió ya dolor, sólo conformidad petrificada; luego, un breve momento de dicha desbordante y por fin, nada, nada. El halcón echó hacia atrás la cabeza y dejó que los sangrientos y calientes jirones de carne le bajaran por el gaznate.
En la cama, Violet se volvió de costado para encerrarse con su hermana. Habiendo sido arrebatada de su sueño por el poder de la experiencia con el halcón, Verbina se abrazó a Violet. Y así, desnudas, pelvis contra pelvis, vientre contra vientre, pechos contra pechos, las mellizas permanecieron abrazadas y temblando sin control. Violet jadeaba sobre la tierna garganta de Verbina, y por su nexo con la mente de ésta sintió el flujo caliente de su propio aliento y el calor que comunicaba a la piel de su hermana. Ambas lanzaron sonidos inarticulados, se estrecharon con todas sus fuerzas y su respiración frenética no cesó hasta que el halcón arrancó el último jirón de carne roja y nutritiva a los despojos del ratón y con gran agitación de alas se elevó otra vez hacia el cielo.
Abajo quedó la finca Pollard: el seto Eugenia; la casa deteriorada por la intemperie, con aguijones y techo de pizarra; el Buick de veinte años que había pertenecido a su madre y que Candy conducía algunas veces; los macizos de prímulas encendidos de capullos rojos, amarillos y purpúreos en un arríate estrecho y descuidado que se extendía a lo largo del decrépito porche trasero. Violet vio también a Candy más abajo, en el rincón noreste de la extensa propiedad.
Mientras seguía abrazando a su hermana y rozando la garganta, mejilla y sien de Verbina con una serie de besos suaves, Violet dirigió al halcón para que volara en círculo sobre su hermano. Por mediación del ave le vio de pie y cabizbajo ante la tumba de la madre, llorando su muerte como lo hacía cada día desde la lejana fecha de su defunción.
Violet no lloraba aquella muerte. Su madre le había sido tan extraña como cualquier otra persona del mundo, y no había sentido nada especial cuando la mujer pasó a mejor vida. Y como Candy también tenía dones, Violet se sentía más cerca de él que de su madre, lo cual no era decir mucho, porque ella no lo conocía de verdad ni le tenía un gran afecto. ¿Cómo podía estar cerca de alguien en cuya mente no podía entrar para vivir con él y a través de él? Esa intimidad increíble era lo que la fundía con Verbina y lo que caracterizaba las múltiples relaciones que mantenía gozosa con toda la fauna que poblaba la Naturaleza. No sabía cómo relacionarse con nadie sin aquella intensa y recóndita conexión, y si no podía amar a una persona tampoco podía llorar su muerte.
Muy por debajo del avizorante halcón, Candy cayó de rodillas junto a la tumba.