Apartándose sigilosamente de la ventana rota, Frank intentó sincronizar sus pasos con los del hombre del patio, esperando que cualquier ruido que hiciese sin querer al pisar cristales quedara disimulado por el avance de su enemigo. Calculó que se hallaba en la sala del apartamento, el cual estaba vacío salvo por los escombros dejados por sus últimos ocupantes y por la suciedad que, impulsada por el viento, había entrado a través de las ventanas rotas. Así pues, atravesó la habitación en un silencio relativo y llegó a un vestíbulo sin tropezar con nada.
Prosiguió presurosamente su camino por un vestíbulo que estaba tan negro como la guarida de un animal rapaz. Olía a moho y orina. Atravesó la entrada de otra habitación, siguió adelante, dobló a la derecha entrando por la primera puerta que encontró y llegó, arrastrando los pies, a otra ventana rota. Ésta no tenía restos de cristales en el marco ni miraba al patio, sino a una calle alumbrada y desierta.
Algo se agitó a sus espaldas.
El se volvió, parpadeando en la penumbra, y casi lanzó un grito.
Pero el ruido lo había hecho una rata escurriéndose por la pared entre hojas secas o restos de papel. Sólo una rata.
Frank escuchó atentamente por si oía pasos, pero si el merodeador estaba todavía dándole caza, el clic hueco de sus tacones quedó apagado completamente por las paredes que ahora cumplían su papel.
Miró otra vez por la ventana. La hierba muerta abajo, tan seca como la arena y dos veces más parda, ofrecía un amortiguador insignificante. Dejó caer la bolsa, que tocó tierra con un ruido sordo. Respingó ante la perspectiva del salto, se montó a horcajadas sobre el alféizar, agazapándose en la ventana y aferrándose con ambas manos al marco. Así se mantuvo, vacilante, durante un momento.
Una racha de viento le alborotó el pelo y le acarició, refrescante, la cara. Pero fue una corriente normal, nada parecido a los soplidos preternaturales del viento que poco antes habían sido acompañados por el sonido misterioso y poco melódico de una flauta distante.
Súbitamente, detrás de Frank, procedente de la sala, se produjo un fogonazo azul que atravesó el vestíbulo y la puerta. Aquella extraña marea luminosa fue seguida de cerca por una detonación y una onda explosiva que sacudió las paredes y batió el aire hasta transformarlo en una sustancia casi sólida. La puerta principal quedó hecha añicos; Frank oyó que sus trozos caían sobre el suelo del apartamento, dos habitaciones más allá.
Él saltó por la ventana y cayó de pie. Pero las rodillas cedieron haciéndole quedar de bruces sobre el césped muerto.
En aquel instante, un camión grande dobló la esquina. Su caja de carga tenía listones laterales y un portón de madera. El conductor cambió suavemente de velocidad al pasar ante el edificio de apartamentos sin percibir, al parecer, a Frank.
Éste se levantó de un salto, cogió la bolsa y corrió a la calle. El camión avanzaba despacio mientras doblaba la esquina y Frank consiguió aferrar el portón e izarse con una mano hasta sentar pie sobre el parachoques trasero.
Cuando el camión aceleró, Frank miró hacia atrás y escudriñó el ruinoso edificio de apartamentos. Ninguna misteriosa luz azul brillaba en ninguna de las ventanas; éstas seguían tan negras y vacías como las cuencas de una calavera.
En el siguiente cruce el camión torció a la derecha y se sumió en la soñolienta noche.
Exhausto, Frank se apretó contra el portón. Podría haberse sostenido mejor si hubiese dejado caer la bolsa de cuero, pero la agarraba con fuerza porque sospechaba que su contenido podría ayudarle a averiguar quién era él, cuál era su procedencia y de qué estaba huyendo.