– Vayamos a la biblioteca -indicó Fogarty echando a andar por el vestíbulo hacia la habitación de la izquierda.
La biblioteca, adonde Frank le había llevado en sus viajes, era el lugar al que se había referido Bobby como el estudio cuando se lo describió a Julie. Así como el exterior de la casa semejaba el mundo de fantasía Hobbity a pesar de su estilo español, aquel aposento parecía, exactamente, el lugar en donde uno se imaginaría a Tolkien cogiendo papel y pluma para crear las aventuras de Frodo. Aquella cálida y acogedora habitación se hallaba iluminada por una lámpara de bronce de pie y otra de mesa que parecía una genuina Tiffany o, al menos, una imitación excelente. Los libros se alineaban en las paredes bajo un techo artesonado, y una mullida alfombra china, verde oscuro y beige por el borde y verde pálido en el centro, enriquecía un suelo de roble. El acabado de la inmensa mesa de caoba tenía un lustre cálido. El sofá reina Ana estaba tapizado con un tejido que complementaba perfectamente con la alfombra. Cuando Bobby se volvió para mirar el sillón de orejas en donde había visto por primera vez a Fogarty aquella misma mañana…, se quedó atónito al ver allí sentado a Frank.
– Le ha sucedido algo -explicó Fogarty, señalando a Frank.
La sorpresa de Bobby y Julie le había pasado inadvertida pues parecía suponer que habían acudido a su casa porque sabían que encontrarían allí a Frank.
La apariencia física de Frank se había deteriorado desde que Bobby lo viera por última vez a las 5.26 horas de aquella tarde, en las oficinas de Newport Beach. Si sus ojos estaban hundidos entonces, ahora semejaban pozos profundos; asimismo, sus oscuras ojeras se habían ensanchado, y algo de aquella negrura parecía haberse extendido dándole una tonalidad grisácea. Su anterior palidez parecía saludable comparada con aquello.
Sin embargo, lo peor de aquel hombre fue el gesto inexpresivo con que les miró. Ninguna luz de reconocimiento animó sus ojos: parecía mirar a través de ellos. El desmadejamiento de los músculos faciales era perceptible. La boca estaba abierta dos o tres centímetros, como si el hombre hubiera intentado hablar durante mucho rato antes sin conseguir recordar la primera palabra de lo que quería decir. Bobby había visto pocos pacientes con caras tan vacías como aquella en el Hogar de Cielo Vista, y habían sido los más retrasados, varios grados por debajo de Thomas.
– ¿Desde cuándo está aquí? -preguntó Bobby, mientras avanzaba hacia Frank.
Julie le agarró del brazo y lo retuvo.
– ¡No lo hagas!
– Llegó poco antes de las siete -respondió Fogarty.
Así que Frank había viajado durante casi otra hora y media después de dejar a Bobby en la oficina.
– Lleva aquí más de tres horas y no sé qué diablos puedo hacer con él -dijo Fogarty-. Vuelve en sí a ratos, mira cuando se le habla, e incluso responde más o menos a lo que se le dice. A veces, se muestra realmente locuaz, habla y habla, no contesta a las preguntas pero, sin duda, quiere hablar a alguien, y no podrías hacerle callar aunque le taparas la boca. Por ejemplo, me ha contado muchas cosas de usted, más de las que yo quisiera saber. -Frunció el ceño diciendo esto y sacudió la cabeza-. Es posible que ustedes dos estén lo bastante locos para dejarse arrastrar por esta pesadilla, pero yo no, y me duele verme envuelto en esto.
A primera vista, el doctor Lawrence Fogarty daba la impresión de ser un abuelo afable que en su día había sido el tipo de médico devoto y desinteresado a quien reverenciaba su vecindario, conocido y adorado por todos. Llevaba todavía las zapatillas, el pantalón gris, la camisa blanca y el cardigan azul con que Bobby lo había visto por primera vez, y aquella imagen se completaba con unas gafas de lectura por encima de las cuales les escudriñaba. Con su abundante pelo blanco, sus ojos azules y sus facciones redondeadas, podría haber pasado por un perfecto Santa Claus si hubiese pesado veinte o veinticinco kilos más.
Pero, al mirarlo con más detenimiento, sus ojos azules eran acerados, no afectuosos. Sus facciones redondeadas eran demasiado blandas y no revelaban tanto gentileza como debilidad de carácter, pareciendo haber sido adquiridas a lo largo de toda una vida de epicureismo. Su ancha boca procuraba una atrayente sonrisa al benigno «doc» Fogarty, pero sus generosas dimensiones servían, igualmente, para dar aspecto de depredador al verdadero «doc» Fogarty.
– Así, que Frank le habló de nosotros -dijo Bobby-. Pero nosotros no sabemos nada de usted, y creo que necesitamos saberlo.
Fogarty frunció el ceño.
– Será mejor que no sepan ustedes nada de mí. Será mejor para mí. Sólo llévenselo de aquí, llévenselo a donde les plazca.
– Si quiere que le libremos de Frank -dijo, con frialdad, Julie-, tendrá que contarnos quién es usted, cómo encaja en todo esto y qué sabe de este asunto.
Cruzando su mirada con Julie y luego con Bobby, el anciano dijo:
– Él no había estado aquí desde hacía cinco años. Hoy, cuando vino con usted, Dakota, quedé estupefacto, pues pensaba haber terminado con él para siempre. Y, cuando ha vuelto esta noche…
Frank seguía con la mirada perdida pero ladeó la cabeza. Su boca continuaba entreabierta, como la puerta de una habitación de la que su ocupante huye precipitadamente.
Mirando con gesto agrio a Frank, Fogarty prosiguió:
– No le había visto jamás así. No querría tenerlo a mi cargo en su estado normal, y no digamos cuando parece casi un vegetal. Está bien, está bien, hablaremos. Pero cuando hayamos hablado, él quedará bajo su responsabilidad.
Fogarty se colocó detrás de la mesa de caoba y ocupó una butaca tapizada con el mismo cuero marrón oscuro que el del sillón de orejas en donde estaba derrumbado Frank.
Aunque su anfitrión no les había ofrecido asiento, Bobby se encaminó hacia el sofá. Julie le siguió y, en el último momento se deslizó por delante de él para sentarse en el extremo del sofá más cercano a Frank. Luego, dirigió a Bobby una mirada que pareció querer decirle: eres demasiado impulsivo, y si él gime, o suspira o escupe saliva, le tocarás para consolarle y, entonces, desaparecerás al instante camino del infierno, de modo que mantente a distancia.
Quitándose las gafas de leer y poniéndolas sobre el papel secante, Fogarty entornó los ojos y se pellizcó la nariz con el pulgar y el índice como si quisiera combatir una jaqueca, ordenar sus pensamientos o ambas cosas. Luego, abrió los ojos, los miró parpadeando por encima de la mesa y empezó a hablar:
– Soy el médico que asistió a Roselle Pollard cuando ésta nació hace cuarenta y seis años, en febrero de 1946. Soy también el médico que asistió a cada uno de sus hijos… Frank y James… o Candy, como prefiere llamarse ahora. Con el tiempo, traté a Frank para curarle las enfermedades usuales de la niñez y la adolescencia, y por esa razón él cree poder recurrir a mí ahora, cada vez que se encuentra en un aprieto. Pues bien, se equivoca. Yo no soy un maldito doctor de televisión que aspira a ser el confidente de todo el mundo. Yo los traté, ellos me pagaron, y eso debiera ser el fin de todo. El hecho es… que traté sólo a Frank y a su madre, porque ni las chicas ni James estuvieron jamás enfermos, a menos que hablemos de enfermedades mentales, en cuyo caso los tres estuvieron enfermos desde su nacimiento y nunca se recobraron.
Como Frank tenía la cabeza ladeada, un hilo plateado de saliva escapó de la comisura derecha de su boca y le resbaló por la barbilla.
Julie dijo:
– Entonces, usted conoce, evidentemente, los poderes que tienen los hijos de…
– A decir verdad no lo supe hasta hace siete años, el día en que Frank la mató. Entonces, yo ya estaba jubilado, pero él vino a mí, me contó más de lo que yo hubiera querido saber y me arrastró a esta pesadilla pidiéndome que le ayudara. ¿Cómo podía ayudarle yo? ¿Cómo puedo ayudar a nadie? Sea como sea, esto no es asunto mío.
– Pero, ¿por qué tienen ellos semejantes poderes? -preguntó Julie-. ¿Conoce usted alguna explicación, alguna teoría?
Fogarty rió. Fue una carcajada seca y agria que habría frustrado todas las ilusiones que Bobby se había hecho acerca de él si esas ilusiones no se hubieran disipado ya dos minutos después de haberle conocido.
– ¡Ah, sí! Tengo teorías, y también mucha información para sustentarlas, parte de ella un material que ustedes desearán no haber conocido jamás. No seré yo quien se deje envolver en este enredo, no puedo ayudarles ahora y luego pensar sobre ello. ¿Quién podría? Es un enredo enfermizo, retorcido y fascinante. Mi teoría es que eso comienza con el padre de Roselle. Se suponía que su padre había sido un jornalero ambulante que dejó embarazada a la madre, pero yo siempre supe que eso era un embuste. Su padre fue Yarnell Pollard, hermano de su madre. Así que Roselle fue el fruto de la violación y el incesto.
Una sombra de angustia debió de nublar el rostro de Bobby o Julie, pues Fogarty soltó otro ladrido hiriente, a todas luces divertido por su reacción solidaria.
El viejo médico exclamó:
– ¡Oh, eso no es nada! Eso es lo menos importante del asunto.
El Manx rabicorto llamado Zitha montaba guardia escondido entre las azaleas, cerca de la puerta principal.
La antigua casa española tenía antepechos en las ventanas. El segundo gato, negro como la noche y llamado Darkle, saltó por ellos buscando la habitación en donde el anciano se había reunido con la joven pareja. Darkle apretó el hocico contra el cristal. Las persianas interiores impedían el fisgoneo, pero los anchos listones, sólo entornados, permitieron a Darkle ver la habitación a trozos, alzando o bajando la cabeza.
Al oír pronunciar el nombre de Frank, el gato se puso rígido pues Violet había hecho lo mismo en su cama de Pacific Hill.
El anciano estaba allí, entre los libros, y la pareja también. Cuando todos se sentaron, Darkle tuvo que bajar la cabeza para atisbar entre otros dos listones entornados. Entonces, vio que Frank no sólo era el tema de la conversación sino que además estaba presente, sentado en un sillón de alto respaldo que formaba ángulo con la ventana, de modo que se le veía parte de la cara y una mano desmadejada sobre el ancho brazo forrado de cuero marrón.
Apoyado sobre su mesa y sonriendo sin ganas mientras hablaba, el doctor Fogarty semejaba un gnomo que surgiera reptante de su guarida bajo un puente, no contento con esperar el paso de los niños desprevenidos, preparado para devorar su espantosa cena.
Bobby se recordó a sí mismo que no debía dejar volar su imaginación. Necesitaba mantener una perspectiva imparcial sobre Fogarty para determinar la verosimilitud y el valor de lo que les contara el anciano. Sus vidas podían depender de ello.
– La casa fue construida en los años treinta por Deeter y Elizabeth Pollard. El había hecho algún dinero en Hollywood produciendo un montón de películas baratas del Oeste. No una fortuna, pero sí lo suficiente para asegurarse de que podía renunciar al cine y a Los Angeles, que él odiaba, para trasladarse aquí, montar un pequeño negocio y vivir tranquilamente el resto de su vida. Tuvieron dos hijos: Yarnell, que tenía quince años cuando vinieron aquí en 1938, y Cynthia, de sólo seis años. Hacia el año 1945, cuando Deeter y Elizabeth murieron en un accidente de automóvil (chocaron de frente con un borracho, procedente del valle de Santa Inés), que conducía un camión lleno de hortalizas, Yarnell se convirtió en el hombre de la casa a los veintidós años y en tutor legal de su hermana, de trece.
– Y… -dijo Julie-, ¿dice usted que la violó?
Fogarty asintió.
– Estoy seguro de ello. Porque al año siguiente Cynthia se hizo retraída, lacrimosa. La gente lo atribuyó a la muerte de sus padres, pero yo creo que Yarnell se aprovechó de ella. No sólo por querer las relaciones sexuales y no se le podía culpar de mal gusto pues ella era una criatura preciosa…, sino también porque le agradaba ser el hombre de la casa, le gustaba la autoridad. Era de esos tipos que no son felices hasta que su autoridad es absoluta, su dominio completo.
Bobby se espantó al oír la expresión «no se le podía culpar de mal gusto», pues denotaba la profundidad del abismo moral en que vivía Fogarty.
Haciendo caso omiso de la desazón con que le miraban sus visitantes, Fogarty continuó:
– Yarnell tenía una voluntad férrea, era temerario y había causado muchos disgustos pero, principalmente, los relacionados con las drogas. Era consumidor de ácido antes de que la gente lo consumiera, incluso antes de que se conociera el LSD. Peyote, mezcalina… todos los alucinógenos naturales que se puedan destilar de cactos, setas y otros hongos. Por entonces, la cultura de los estupefacientes no florecía tal como la conocemos ahora, pero circulaba toda clase de porquería. Él se familiarizó con los alucinógenos por su amistad con un actor que había actuado en muchas películas de su padre, y empezó cuando tenía quince años. Les cuento todo esto porque mi teoría es la clave de todo cuanto desean saber ustedes.
– ¿Acaso será la clave el que Yarnell fuera un consumidor de ácido? -preguntó Julie.
– Sí, eso y la circunstancia de que dejara embarazada a su propia hermana. Con toda probabilidad las sustancias químicas causaron daño genético, y muy grande cuando él cumplió los veintidós. Acostumbran a hacerlo. En su caso, una lesión genética muy extraña. Si añadimos a ello que la reserva de genes era muy limitada por ser Cynthia su hermana, podemos suponer que había grandes probabilidades de que los retoños fueran engendros de una especie u otra.
Frank dejó escapar un gruñido sordo; luego, suspiró.
Todos le miraron, pero él siguió ausente. Aunque sus ojos parpadearon aprisa por un momento, no fijaron la mirada. La saliva siguió escurriéndose por la comisura derecha de su boca; un reguero le colgaba de la barbilla.
Aunque Bobby pensaba que debía agenciarse un Kleenex para limpiarle la cara a Frank, procuró contenerse, sobre todo porque temía la reacción de Julie.
– Así, pues, un año después de que sus padres murieran, Yarnell y Cynthia vinieron a mí, y ella estaba embarazada -continuó Fogarty-. Me relataron esa historia del jornalero ambulante que la había violado, pero sonaba a falso, y enseguida me figuré cuál era la verdadera historia al observar cómo se comportaban el uno con el otro. Ella procuró disimular su embarazo llevando ropa suelta y quedándose en casa durante los últimos meses, y yo no pude comprender nunca esa actitud; era como si ellos pensaran que el problema se resolvería por sí solo un día u otro. Cuando recurrieron a mí, el aborto quedó descartado. ¡Qué diablos, si ella estaba ya en las primeras fases del parto!
Cuanto más escuchaba a Fogarty más le parecía a Bobby que el aire de la biblioteca se enrarecía, haciéndose cada vez más denso, con una humedad tan agria como el sudor.
– Asegurando que quería proteger a Cynthia todo lo posible contra el escarnio público, Yarnell me ofreció unos cuantiosos honorarios si conseguía mantenerla fuera del hospital y hacerla tener el bebé en mi consultorio, lo cual sería un poco arriesgado si habían complicaciones. Pero yo necesitaba el dinero, y si algo se torcía había medios para enderezarlo. Por entonces yo tenía a aquella enfermera, Norma… una mujer extremadamente flexible con las irregularidades.
Fantástico, pensó Bobby. El médico sociopático había encontrado a una enfermera sociopática, una pareja que habría hecho un buen papel en el torbellino social del personal médico de Dachau o Auschwitz.
Julie puso una mano sobre su rodilla y le apretó como si el contacto le infundiera fuerzas para pensar que no estaba oyendo en sueños a un doctor lunático.
– Deberían haber visto lo que salió del horno de esa chica -continuó Fogarty-. Un verdadero engendro, tal como esperarían ustedes.
– Aguarde un momento -dijo Julie-. Si mal no recuerdo, usted dijo que el bebé era Roselle. La madre de Frank.
– Y lo era -asintió Fogarty-. Y era un pequeño engendro tan espectacular que habría valido una fortuna en cualquier atracción de feria si alguien hubiera querido arriesgarse a exhibirla arrastrando la cólera de la ley. -El anciano hizo una pausa para disfrutar por anticipado de su siguiente noticia-. La pequeña era hermafrodita.
Por un instante, la palabra no significó nada para Bobby, pero al fin exclamó:
– ¿No querrá decir… que tenía los dos sexos, masculino y femenino?
– ¡Oh, eso es, exactamente, lo que quiero decir! -Fogarty saltó de su butaca y empezó a pasear, estimulado de repente por la conversación-. El hermafroditismo es una lacra de nacimiento extremadamente rara entre los humanos, y tener la ocasión de asistir al nacimiento de un hermafrodita es una oportunidad asombrosa. Tenemos el hermafroditismo transverso, con presencia de órganos externos de un sexo e internos del otro, el hermafroditismo lateral… y otros tipos más. Pero la cuestión es ésta: Roselle representaba el más raro de todos, poseía los órganos completos de ambos sexos, tanto externos como internos. -Con estas palabras, Fogarty cogió de una estantería un texto médico de consulta y se lo pasó a Julie-. En la página cuarenta y seis encontrará fotos del tipo de hermafroditismo al que me refiero.
Julie pasó el volumen a Bobby con gran celeridad, como si estuviese manipulando una serpiente.
Por su parte, Bobby lo dejó a un lado sobre el sofá, sin abrirlo. Con su imaginación, lo último que necesitaba era la ayuda de fotografías clínicas.
Las manos y los pies se le habían enfriado, como si la sangre se hubiese agolpado desde las extremidades hasta la cabeza para nutrir su cerebro, que era un furioso remolino. Deseó poder dejar de pensar en lo que les contaba Fogarty. Era demasiado fuerte. Sin embargo, lo peor de todo era que, a juzgar por la extraña sonrisa del médico, lo escuchado hasta entonces era sólo el pan de aquel atroz emparedado; la carne estaba todavía por llegar.
Reemprendiendo sus paseos, Fogarty siguió:
– Su vagina estaba donde cabía esperar verla, y los órganos masculinos un poco desplazados. Evacuaba la orina por la parte masculina, pero la femenina parecía completa para la reproducción.
– Creo que ya nos hacemos cargo -interrumpió Julie-. No necesitamos los detalles técnicos.
Fogarty se acercó a ellos y los miró atentamente con ojos chispeantes, como si estuviese narrando una deliciosa anécdota médica que hubiera cautivado a generaciones de entusiasmados colegas en todos los banquetes celebrados en aquellos años.
– No, no, si quieren ustedes comprender todo lo que sucedió a continuación, deberán comprender primero lo que era ella.
Aunque su mente estaba dividida en muchas partes, compartiendo los cuerpos de Verbina, de todos los gatos y de la lechuza que estaba sobre el porche de Fogarty, Violet percibía lo que estaba recibiendo sobre todo por los sentidos de Darkle, que seguía encaramado al antepecho de la ventana de la biblioteca. Con el fino oído del gato, Violet no se perdía ni una palabra de la conversación aunque el cristal fuera bastante grueso. Y quedó fascinada.
Raras veces pensaba en su madre, aunque Roselle estuviera todavía presente de muchas formas en la vieja casa. Al fin y al cabo, raras veces pensaba en los seres humanos, exceptuando a ella misma y su hermana gemela y más ocasionalmente a Candy y Frank, porque tenía muy poco en común con las demás personas. Su vida estaba con los seres salvajes. En éstos, las emociones eran mucho más primitivas e intensas, el placer mucho más fácil de encontrar y de disfrutar sin necesidad de sentirse culpable. No había conocido a su madre verdaderamente ni había estado cerca de ella. Y Violet no se habría acercado a ella aunque su madre se hubiera mostrado dispuesta a compartir el afecto con alguien que no fuera Candy.
Pero, ahora, Violet quedó cautivada por lo que contaba Fogarty, no porque fuera una noticia nueva para ella (que lo era) sino porque todo cuanto afectase a la vida de Roselle surtía un profundo efecto en su propia vida. Y, entre las incontables actitudes y percepciones que Violet había absorbido de las incalculables criaturas salvajes cuyos cuerpos y mentes compartía, la fascinación por sí misma era la suprema. Tenía un narcisismo animal hacia el cuidado de su cuerpo, hacia sus propios deseos y necesidades. Desde su punto de vista, nada tenía interés en este mundo si no la servía, la satisfacía o entrañaba la posibilidad de su felicidad futura.
Comprendió, vagamente, que debía buscar a su hermano para decirle que Frank se hallaba a menos de dos kilómetros de ellos. No hacía mucho, había percibido el viento musical que anunciaba el regreso de Candy.
Fogarty dio la espalda a Bobby y Julie y rodeó otra vez su mesa para caminar junto a las estanterías, apretando con el índice los lomos de los volúmenes para subrayar su relato.
Mientras el médico hablaba de aquella familia que, aparentemente, había buscado la catástrofe genética, Julie pensó sin querer que la aflicción había visitado también a Thomas aunque sus padres hubiesen llevado unas vidas sanas y normales. El destino jugaba de forma cruel sin distinguir entre inocentes y culpables.
– Cuando Yarnell vio la anormalidad del bebé, estoy seguro de que habría querido tirarlo a la basura… o, por lo menos, internarlo en una institución. Pero Cynthia no quiso separarse de él, dijo que era su hijo, deforme o no, y le dio el nombre de su difunta abuela, Roselle. Sospecho que quería conservarlo sobre todo porque percibía cuánto le repelía a él, y deseaba tener cerca a Roselle como recordatorio permanente de las cosas que él la había obligado a hacer y sus consecuencias.
– ¿No se pudo recurrir a la cirugía para hacerla de un sexo o del otro? -preguntó Bobby.
– Eso es más fácil ahora. Era problemático entonces.
Entretanto, Fogarty se había detenido ante la mesa para sacar una botella de Wild Turkey y un vaso de uno de los cajones laterales. Se sirvió unos dedos de whisky y volvió a cerrar la botella sin ofrecerles una copa. A Julie le tuvo sin cuidado. Aunque la casa de Fogarty estaba inmaculada no se habría sentido limpia después de beber o comer algo en ella.
Cuando hubo tomado un buen trago de whisky sin hielo, Fogarty continuó:
– Además, no se quería extirpar unos órganos determinados por si al crecer el niño se descubría que tenía el aspecto y el comportamiento del sexo que se le había negado. Las características secundarias del sexo son distinguibles en los bebés, por supuesto, pero no se traducen con facilidad… y menos todavía en 1946. Sea como fuere, Cynthia no habría autorizado la cirugía. Recuerden lo que les he dicho: probablemente ella manipulaba la deformidad del niño como un arma contra su hermano.
– Usted pudo haberse interpuesto entre ellos y el bebé -dijo Bobby-. Pudo haber expuesto la difícil situación de ese niño ante las autoridades sanitarias.
– ¿Por qué diablos había de haber hecho eso? ¿Por el bienestar psicológico del niño, quiere decir? No sea ingenuo. -Fogarty bebió algo de whisky-. Se me pagó para asistir al parto y mantener cerrada la boca, lo cual me pareció bien. Ellos se fueron a casa con la criatura y se atuvieron a su historia del violador ambulante.
– Y ese bebé… Roselle… -dijo Julie-, ¿no tuvo problemas médicos graves?
– Ninguno -contestó Fogarty-. Aparte de su anormalidad, la niña estuvo tan sana como un caballo. Sus facultades mentales y corporales se desarrollaron como las de cualquier otro niño, y no pasó mucho tiempo sin que se hiciera evidente, por todos sus rasgos externos, que iba a tener la apariencia de una mujer. Cuando se hizo mayor fue fácil ver que no sería nunca una muchacha atractiva, ¿comprenden? Su aspecto era totalmente opuesto al de una modelo, piernas rollizas y todo eso, pero sí lo bastante femenina.
Frank continuaba con la mirada vacía y ausente, pero un músculo de su mejilla izquierda se contrajo dos veces.
Al parecer, el whisky tranquilizaba al médico porque se sentó otra vez tras su mesa, se inclinó hacia delante y unió ambas manos alrededor del vaso.
– En 1959, cuando Roselle tenía trece años, Cynthia murió. A decir verdad, se suicidó. Se voló los sesos. Al año siguiente, siete meses después del suicidio de su hermana, Yarnell vino al consultorio con su hija…, es decir, con Roselle. El no la llamaba nunca hija, mantenía la ficción de que era sólo su sobrina bastarda. Sea como fuere, Roselle estaba embarazada a los catorce años, la misma edad en que Cynthia la había traído al mundo.
– ¡Dios santo! -exclamó Bobby.
Las sorpresas desagradables continuaban amontonándose una tras otra a tal velocidad que Julie se sintió casi dispuesta a agarrar la botella de whisky y beber directamente de ella sin preocuparle que fuera el licor de Fogarty.
Disfrutando con sus reacciones, Fogarty sorbió el whisky y les dejó tiempo para superar el trauma.
– Entonces -dijo Julie-, ¿Yarnell violó a la hija que había procreado con su propia hermana?
Fogarty prolongó la pausa para saborear el momento. Por fin, respondió:
– No, no, él encontraba repulsiva a la chica y creo que no la habría tocado por nada del mundo. Estoy seguro de que lo que Roselle me contó era cierto. -Sorbió más whisky-, Cynthia había cultivado una vena religiosa entre la fecha en que trajo al mundo a Roselle y el día en que se suicidó, y había transmitido esa pasión por Dios a Roselle. La chica conocía la Biblia de punta a cabo. Así, pues, Roselle vino aquí embarazada. Me dijo que había decidido tener un hijo. Dijo que Dios la había hecho especial… así denominaba ella el hermafroditismo, ¡especial!, porque era un recipiente puro por cuyo medio se podía traer hijos benditos al mundo. Por consiguiente, había recogido el semen de su mitad masculina para insertarlo, mecánicamente, en su mitad femenina.
Bobby saltó del sofá como si uno de los muelles se hubiera roto y aferró la botella de Wild Turkey.
– ¿Tiene usted otro vaso?
Fogarty señaló un mueble bar en el rincón, que había pasado inadvertido a Julie. Bobby abrió la doble puerta y no sólo vio más vasos sino también otras cinco botellas de Wild Turkey. Sin duda, el médico guardaba una botella en el cajón de la mesa para no tener que atravesar la habitación en su busca. Llenó dos vasos hasta el borde, sin hielo, y llevó uno a Julie.
Ella dijo a Fogarty:
– Desde luego, jamás pensé que Roselle fuera estéril. Tuvo hijos, sabemos eso. Pero creí oírle decir a usted que su parte masculina era infecunda.
– Fértil, tanto como macho que como hembra. En realidad, no podía efectuar consigo misma el acto sexual. Así que recurrió a la inseminación artificial, como he dicho.
A últimas horas de la tarde, cuando en la oficina de Newport, Bobby había intentado explicar que el viaje con Frank había semejado un recorrido en tobogán hasta el confín del mundo, Julie no había podido comprender por qué aquella experiencia le había descentrado tanto. Ahora, tenía una idea de lo que él había querido significar, porque las caóticas relaciones e identidades sexuales de la familia Pollard le ponían la carne de gallina y le infundían la sospecha de que la Naturaleza era aún más extraña y más anárquica de lo que había temido.
– Yarnell me pidió que la hiciera abortar; y, en aquellos tiempos, el aborto era bastante lucrativo, aunque ilegal y sigiloso. Pero la chica le había ocultado su embarazo durante siete meses, tal como él y Cynthia habían intentado disimular la preñez de ella catorce años antes. Era demasiado tarde para un aborto. La chica habría muerto de una hemorragia. Además, yo tenía tantas ganas de hacer abortar aquel feto como de dispararme un tiro en el pie. Imagínense el grado de la endogamia desencadenada allí: ¡la hija hermafrodita del incesto entre hermano y hermana se fecunda a sí misma! La madre de su hijo es también su padre. Asimismo, ¡su abuela es su tía abuela, y su abuelo su tío abuelo! Recuerden, una tensa línea genética… y genes dañados porque Yarnell consumía alucinógenos. Con toda probabilidad, la garantía de un engendro de una especie u otra. Yo no me lo habría perdido por nada del mundo.
Julie tomó un largo trago de whisky. Le supo agrio y le escoció en la garganta. No le importó. Lo necesitaba.
– Yo me hice médico porque el sueldo era bueno -siguió Fogarty-. Más tarde, cuando acabé en los abortos ilegales, las ganancias fueron mayores, y eso se convirtió en mi principal negocio. Escaso riesgo, porque sabía lo que hacía y podía sobornar de vez en cuando a las autoridades. Cuando tienes esos cuantiosos beneficios no necesitas programar muchas visitas, puedes tener mucho tiempo libre, dinero y ocio, el mejor de los mundos. Pero, habiendo optado por una carrera semejante, no imaginé jamás que encontraría algo de tanto interés médico, tan fascinante y entretenido como el lío Pollard.
La única consideración que impidió a Julie atravesar la habitación y dar una patada al anciano no fue su edad sino el hecho de que no acabaría su historia y se guardaría alguna información vital.
– Pero el nacimiento del primer hijo de Roselle no fue tan gran acontecimiento como había pensado que sería -dijo Fogarty-. Pese a todas las probabilidades en contra, el bebé fue una criatura sana y, según todos los indicios, perfectamente normal. Eso ocurrió en 1960, y el bebé era Frank.
En su sillón de orejas, Frank dejó escapar un leve gemido pero continuó en estado casi comatoso.
Escuchando todavía al doctor Fogarty por medio de Darkle, Violet se sentó y movió las piernas desnudas sobre el borde de la cama, privando a algunos gatos de sus cómodos cobijos y suscitando un murmullo de protesta de Verbina, quien raras veces se contentaba con compartir sólo un nexo mental con su hermana y necesitaba la animosa sensación del contacto físico. Sintiendo a sus pies el bullir de los gatos a través de cuyos ojos veía tanto como por los suyos propios y, por tanto, sin caminar a ciegas en la oscuridad, Violet se encaminó hacia la puerta abierta y el lóbrego vestíbulo del piso superior.
Entonces, recordó que estaba desnuda y volvió para recoger las bragas y la camiseta de manga corta.
No le asustaba la actitud desaprobadora de Candy… ni el propio Candy. De hecho, acogería gustosa sus violentas reacciones porque eso sería el juego supremo de cazador y presa, halcón y ratón, hermano y hermana. Candy era la única criatura salvaje en cuya mente ella no podía entrar; aunque salvaje, era también humano, y no estaba al alcance de sus poderes. Sin embargo, si él le desgarrase la garganta su sangre entraría en él y ella sería parte de él de la única forma posible. Igualmente, ése era el único medio de que disponía él para entrar en ella: abriéndose camino a mordiscos, el único medio.
En cualquier otra noche, Violet le habría llamado y le habría dejado verla desnuda con la esperanza de que su desvergüenza desatara su violencia. Pero no podía consumar su deseo ahora, cuando Frank estaba cerca y todavía sin castigar por lo que había hecho a su pobre gatita, Samantha.
Cuando se hubo vestido, regresó al vestíbulo, atravesó las tinieblas todavía en contacto con Darkle, Zitha y el mundo silvestre, y se detuvo ante la puerta del dormitorio de su madre al que se había trasladado Candy después de su muerte. Vio una fina línea de luz por la rendija.
– ¡Candy! -dijo-. ¿Estás ahí, Candy?
Cual recuerdo de guerras pasadas o presentimiento de la guerra futura, el fogonazo cegador de un relámpago seguido de la explosión ensordecedora del trueno sacudió la noche. Las ventanas de la biblioteca vibraron. Fue el primer trueno que Bobby oía desde aquel estruendo sordo y distante, cuando salieron del motel, casi hacía hora y media. A pesar de los fuegos artificiales en el cielo, la lluvia no cayó todavía. Pero aunque la tempestad avanzaba despacio, estaba ya casi sobre ellos. La pirotecnia de la tormenta era el fondo idóneo para el relato de Fogarty.
– Frank me decepcionó -siguió Fogarty, mientras sacaba una segunda botella de whisky de su espacioso cajón y volvía a llenarse el vaso-. No fue nada divertido. Muy normal. Pero dos años después, ¡quedó otra vez encinta! En esta ocasión el parto fue tan entretenido como había esperado que fuera el de Frank. Un niño otra vez, y ella le llamó James. Mi segundo nacimiento virgen, dijo. Y no le preocupó lo más mínimo que el bebé fuera tan monstruoso como ella.
Dijo que era buena prueba de que el niño estaba también bajo el favor de Dios y había venido al mundo sin necesidad de enfangarse en la depravación del sexo. Entonces comprendí que la mujer estaba loca de remate.
Bobby sabía que debía permanecer sobrio, y acusaba el exceso de whisky tras casi una noche en vela. Pero imaginó que lo quemaba a medida que lo bebía, al menos por el momento. Tomó otro sorbo antes de decir:
– No querrá decirnos que ese pedazo de animal es también hermafrodita, ¿eh?
– ¡Oh, no! -exclamó Fogarty-. Peor que eso.
Candy abrió la puerta.
– ¿Qué quieres?
– El está aquí, en la ciudad -dijo ella. Candy abrió los ojos de par en par. -¿Te refieres a Frank?
– Sí.
– Peor -murmuró, aturdido, Bobby.
Se levantó del sofá para dejar su vaso sobre la mesa aunque estaba lleno en sus tres cuartas partes. De repente había pensado que ni siquiera el whisky podía ser un sedante eficaz en aquel momento.
Julie pareció llegar a la misma conclusión y prescindió también del vaso.
– James, o Candy si lo prefieren, nació con cuatro testículos pero sin órgano viril. Ahora bien, al nacer, los niños llevan los testículos bien escondidos en la cavidad abdominal y descienden más tarde durante la madurez del bebé. Pero los de Candy no descendieron, ni lo harán jamás porque no hay escroto para recibirlos. Así que los cuatro permanecieron dentro de la cavidad abdominal. Pero pienso que todos han funcionado bien, produciendo laboriosamente gran cantidad de testosterona. Y, por otra parte, hay una extraña excrescencia ósea que impide su descanso. La testosterona está relacionada con el gran desarrollo muscular, y ello explica en parte su formidable tamaño.
– Así que él está incapacitado para el acto sexual -dijo Bobby.
– Con los testículos inmovilizados y sin órgano para la copulación, yo diría que tiene todos los boletos para ser el hombre más casto que exista jamás.
Bobby acabó aborreciendo la risa del anciano.
– Pero con cuatro testículos el hombre está produciendo cantidades ingentes de testosterona y eso sirve para el desarrollo de los músculos, ¿no?
Fogarty asintió.
– Para expresarlo en el lenguaje de las revistas médicas: el exceso de testosterona durante un largo período de tiempo altera el funcionamiento normal del cerebro, a veces radicalmente, y es el factor causante de unos niveles de agresividad inaceptables en el terreno social. Y, para expresarlo en el lenguaje del profano, ese individuo está seriamente cargado de una tensión sexual que no puede liberar, por lo cual ha canalizado esa energía para darle otras salidas, principalmente actos de violencia increíble. Así, pues, es tan peligroso como cualquier monstruo que pudiera soñar un cineasta.
Aunque había dejado suelta a la lechuza cuando la tormenta se acercó, Violet siguió habitando en Darkle y Zitba y espantando su miedo cuando el relámpago despedía su fulgor cegador y el trueno retumbaba. Incluso cuando permaneció de pie ante Candy en el umbral de su habitación, oía cómo Fogarty hablaba a los Dakota de la deformidad de su hermano. Ella lo sabía ya, por supuesto, pues su madre se había referido a ello en la familia como el signo divino de que Candy era el más especial de todos ellos. Asimismo, Violet había percibido que aquella deformidad estaba relacionada con el enorme salvajismo de Candy, y que era lo que le prestaba su tremendo atractivo.
Ahora, plantada ante él, deseó tocar sus inmensos brazos, sentir su musculatura escultural, pero se contuvo.
– Está en casa de Fogarty.
Eso le sorprendió.
– Madre dijo que Fogarty era un instrumento de Dios. El nos trajo al mundo. Cuatro nacimientos vírgenes. ¿Por qué habría de amparar a Frank? Ahora, Frank está en el lado oscuro.
– Pues ahí es donde está -dijo Violet-. Y con una pareja. El se llama Bobby. Ella, Julie.
– Los Dakota -susurró él.
– En casa de Fogarty. Hazle pagar lo de Samantha, Candy. Tráelo aquí después de haberlo matado y démoslo de alimento a los gatos. El aborrece a los gatos y aborrecerá ser parte de ellos para siempre.
El temperamento de Julie, no siempre controlable, estaba cerca del punto de ignición. Mientras el relámpago sacudía fuera la noche y el trueno protestaba de nuevo, ella se recordó la necesidad de ejercitar la diplomacia.
No obstante, preguntó:
– Y, durante todos estos años, sabiendo que Candy es un atroz asesino, ¿no ha hecho usted nada para alertar a alguien del peligro?
– ¿Por qué había de hacerlo? -inquirió Fogarty.
– ¿No ha oído usted hablar de la responsabilidad social? -una frase bonita pero carente de significado.
– Varias personas fueron brutalmente asesinadas porque usted permitió que un hombre…
– Las personas serán objeto, siempre y eternamente, de asesinatos brutales. La historia está llena de asesinatos brutales. Hitler asesinó a millones. Stalin a muchos millones más. Y Mao Tsé-tung a más millones que nadie. Hoy se les tiene por monstruos pero todos tenían admiradores en su tiempo, ¿no? E, incluso ahora, algunas personas dirán que Hitler y Stalin obraron como debían hacerlo, que Mao se redujo a mantener el orden público, eliminando a los rufianes. Muchas personas admiran a esos asesinos porque son audaces y encubren su sed de sangre con causas nobles como fraternidad, reforma política y justicia… ¡ah!, y responsabilidad social. Todos nosotros somos carne, sólo carne, y lo sabemos en el fondo de nuestro corazón, y por tanto aplaudimos en secreto a los hombres con la suficiente audacia para tratarnos como lo que somos. Carne.
A esas alturas, Julie supo ya que aquel hombre era un tipo patológico sin conciencia ni capacidad para amar, sin la facultad de la empatia con otras personas. No todos eran camorristas callejeros o especializados ladrones de guante blanco como aquel Tom Rasmussen que había intentado matar a Bobby la semana anterior. Algunos eran médicos o abogados, administradores de televisión o políticos. No era posible razonar con ninguno de ellos, porque todos carecían de sentimientos humanos normales.
– ¿Por qué había de contar a nadie lo de Candy Pollard? -continuó Fogarty-. Yo estoy a salvo de él, porque su madre me llamó siempre instrumento de Dios y advirtió a sus espantosos retoños que debían respetarme. Él encubrió el asesinato de su madre para evitar que la Policía fisgoneara por toda la casa, contó a la gente que Roselle se había trasladado a una bonita localidad junto al mar, cerca de San Diego. A mi juicio, nadie creyó que aquella perra demencial sintiera un amor repentino por las playas, pero nadie hizo preguntas porque nadie quiso complicarse la vida. Todo el mundo pensó que no era asunto suyo. Y lo mismo digo de mí. Cualesquiera que sean los desafueros que Candy agregue a las penas del mundo, todos serán insignificantes. Por lo menos, dadas sus peculiares psicologías y fisiologías, esos desafueros serán más imaginativos que los de la mayoría. Además, cuando Candy tenía ocho años, Roselle vino para agradecerme el haberla ayudado a traer a sus cuatro vástagos al mundo y el haber guardado el secreto de manera que Satanás no se hubiera percatado de su bendita presencia en la tierra. ¡Así fue como lo expuso ella! Y como prueba de su agradecimiento me entregó un maletín lleno de dinero, el suficiente para hacer posible una jubilación anticipada. No pude imaginar de dónde lo habría obtenido. El dinero que Deeter y Elizabeth acumularon en los años treinta había desaparecido hacía mucho. Me habló un poco de las facultades de Candy, no mucho, pero lo suficiente para explicar el hecho de que no necesitase nunca metálico. Entonces, comprendí por primera vez que había una bendición genética asociada al desastre genético.
Fogarty alzó su vaso de whisky para proponer un brindis al que ellos no respondieron.
– ¡Por los inescrutables caminos de Dios!
Como el arcángel descendió para anunciar el fin del mundo en el Libro del Apocalipsis, Candy llegó justo cuando los cielos se abrían y la lluvia empezaba a caer fuertemente, aunque no era una lluvia negra como el diluvio de Armagedón ni una tormenta de fuego. Todavía no. Todavía no.
Candy se materializó en la oscuridad, entre dos farolas muy separadas entre sí, casi a una manzana de la casa del médico para asegurarse de que nadie en la biblioteca de Fogarty percibiría el suave sonido de las trompetas que indefectiblemente anunciaban su llegada. Mientras caminaba hacia la casa bajo la fustigante lluvia, creyó que aquel poder suyo conferido por Dios se había hecho ahora tan enorme que nada podría impedirle coger o conseguir cuanto ambicionara.
– En el sesenta y seis nacieron las mellizas, y físicamente ambas fueron tan normales como Frank -continuó Fogarty mientras la lluvia martilleaba de repente la ventana-: Allí no hubo diversión. Verdaderamente, no podía creerlo. Tres de los cuatro hijos, perfectamente sanos. Yo había esperado toda clase de lacras: por lo menos labios leporinos, cráneos deformados, caras hendidas, extremidades atrofiadas ¡o incluso dos cabezas!
Bobby cogió la mano de Julie. Necesitaba su contacto. Quería salir de allí. Se sentía arder por dentro. ¿Es que no habían oído ya lo suficiente?
Pero aquél era el problema: no sabía lo que les quedaba por oír ni qué información podría ser crucial para encontrar el medio de enfrentarse con los Pollard.
– Por cierto, cuando Roselle me trajo aquel maletín lleno de dinero, empecé a descubrir que todos los hijos eran engendros, al menos mentalmente, si no físicamente. Y hace siete años, cuando Frank la asesinó vino a mí pidiendo comprensión y cobijo… como si yo le debiera algo. Me contó muchas más cosas de ellos de las que yo hubiera querido saber, demasiadas. Durante los dos años siguientes, me visitó con regularidad, aparecía como un fantasma que quisiera espantarme y no buscar refugio. Pero, por fin, comprendió que aquí no se le había perdido nada, y durante cinco años se mantuvo alejado de mi vida. Hasta hoy, esta noche.
Frank se agitó en su butaca. Cambió de posición y ladeó la cabeza de derecha a izquierda. Aparte de eso, no estaba más despierto de lo que había estado desde que habían entrado en la habitación. El anciano aseguraba que Frank había vuelto en sí varias veces y se había mostrado muy locuaz, pero su comportamiento durante la hora transcurrida no lo evidenciaba así.
Julie, que estaba más cerca de Frank, frunció el ceño y se inclinó sobre él, escrutando el lado derecho de su cabeza.
– ¡Oh, Dios mío!
Pronunció aquellas tres palabras con un tono apagado que resultó tan efectivo a modo de refrigerador como cualquier artefacto utilizado para acondicionar el aire.
Sintiendo un escalofrío por la espina dorsal, Bobby la empujó hacia atrás y miró la cabeza de Frank. Deseó no haberlo hecho. Intentó desviar la mirada. No pudo.
Cuando Frank había desviado la cabeza hacia la derecha dejándola caer casi sobre el hombro, no pudieron verle la sien. Evidentemente, después de dejar a Bobby en la oficina y todavía sin control, Frank había seguido viajando contra su voluntad y había vuelto a uno de aquellos cráteres donde los insectos mecanizados escupían sus diamantes, pues su carne estaba hinchada desde la sien hasta la mandíbula y las gemas causantes de la hinchazón salían en algunos lugares a flor de piel, reluciendo e íntimamente incrustadas en el tejido. Por una razón u otra, había cogido un puñado para traérselas consigo, pero al reconstituirse había cometido un error.
Bobby se preguntó qué tesoros podrían estar enterrados en la blanda materia gris del cráneo de Frank.
– Ya las he visto -dijo Fogarty-. Y miren la palma de su mano derecha.
A pesar de las protestas de Julie, Bobby cogió con dos dedos la manga de Frank y tiró de ella hasta que el brazo se torció lo suficiente para mostrar la palma. Allí encontró parte de la cucaracha que había estado soldada a su zapato. Por lo menos, parecía la misma. Sobresalía de la parte carnosa de la mano con el caparazón reluciente y los ojos muertos, mirando fijamente hacia el dedo índice de Frank.
Candy rodeó la casa bajo la lluvia cruzándose con un gato negro que estaba encaramado al antepecho de una ventana. El animal volvió la cabeza para mirarle y luego pegó otra vez el hocico al cristal de la ventana.
Candy entró en el porche de la parte trasera de la casa e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.
Una pálida luz azul surgió de su mano cuando asió el pomo. La cerradura se corrió, la puerta se abrió y pasó adentro.
Julie había oído lo suficiente, demasiado.
Ansiando alejarse de Frank, se levantó del sofá, anduvo hasta la mesa y contempló inquisitivamente su whisky sin terminar. Pero no encontró respuesta alguna. Se sentía tremendamente fatigada, luchando consigo misma para contener su dolor por Thomas y esforzándose cuanto podía por sacar algo en claro de la grotesca historia familiar que les había revelado Fogarty. No necesitaba aturdirse aún más con el whisky por mucho que le atrajera.
– Entonces, ¿qué esperanza tenemos de tratar con Candy? -preguntó al anciano.
– Ninguna.
– Debe de haber algún medio.
– No.
– ¡Debe de haberlo!
– ¿Por qué?
– Porque no se le puede permitir que venza.
Fogarty sonrió.
– ¿Por qué no?
– ¡Porque es un malvado, maldición! Y nosotros somos los buenos. Quizá no perfectos, no sin deficiencias, pero así y todo somos los buenos. Y ésa es la razón de que tengamos que vencer, porque si no lo hacemos todo este juego perderá su significado.
Fogarty se respaldó en su butaca.
– He aquí mi opinión. Todo carece de significado. Nosotros no somos buenos ni malos, somos sólo carne. No cabe esperar trascendencia de un trozo de carne, pues no tenemos alma. Usted no esperará que una hamburguesa vaya al cielo después de que alguien se la haya comido.
Julie no había odiado nunca a nadie tanto como odiaba a Fogarty en aquel momento, en parte porque era un hombre jactancioso y aborrecible, y en parte porque vislumbraba en sus argumentos algo peligrosamente similar a lo que ella misma había dicho a Bobby en el motel después de conocer la muerte de Thomas. Había dicho que era inútil tener sueños, que éstos no se realizaban jamás, que la muerte estaba siempre ahí, vigilante por mucha suerte que tuvieras. Y aborrecer la vida sólo porque te conducía tarde o temprano a la muerte…, bueno, eso equivalía a decir que las personas no eran más que carne.
– Nosotros tenemos sólo placer y dolor -siguió el anciano médico-, por lo tanto no importa saber quién tiene razón o quién está equivocado, quién vence o pierde.
– ¿Cuál es su punto flaco? -inquirió, encolerizada, ella.
– Ninguno, que yo sepa. -Fogarty parecía complacido con la desesperanza de su posición. Si había ejercido la medicina a principios de los años cuarenta, ahora tendría casi ochenta años aunque pareciera más joven. Se daba perfecta cuenta del poco tiempo que le quedaba y sin duda envidiaba a cualquiera más joven; y, por la frialdad con que consideraba la vida, sus muertes en manos de Candy Pollard le divertiría-. Ningún punto flaco.
Bobby no estuvo de acuerdo, o intentó no estarlo.
– Algunos dirían que su punto flaco es su mente, su tortuosa psicología.
Fogarty sacudió la cabeza.
– Y yo se lo rebatiría diciendo que ha convertido su tortuosa psicología en una fuerza irresistible. Ha aprovechado la idea de ser el instrumento de la venganza divina para acorazarse contra la depresión, las dudas sobre sí mismo y cualquier otra cosa que pudiera hacerle zozobrar.
De improviso, Frank se enderezó en su butaca y se enderezó como si quisiera desterrar toda confusión mental, como se sacudiría un perro empapado de agua al salir de la lluvia. Y exclamó:
– ¿Dónde…? ¿Por qué yo…? ¿Es eso… es eso… es eso…?
– ¿Es eso qué, Frank? -le preguntó Bobby.
– ¿Es eso lo que está sucediendo? -dijo Frank. Sus ojos parecieron aclararse poco a poco-. ¿Ha sucedido al fin?
– ¿Qué ha sucedido al fin, Frank?
Su voz fue ronca.
– La muerte. ¿Ha sucedido al fin?
Candy atravesó sigilosamente la casa hasta el vestíbulo que conducía a la biblioteca. Cuando avanzaba hacia la puerta abierta a la izquierda, oyó voces. Apenas reconoció una de ellas como la de Frank, tuvo que hacer un gran esfuerzo por contenerse.
Según Violet, Frank estaba lisiado. El control de su facultad telecinética había sido siempre errático, por cuya razón Candy había acariciado la esperanza de cazarlo un día y terminar con él antes de que pudiera viajar a un lugar seguro. Quizás hubiese llegado el momento del triunfo.
Cuando alcanzó la puerta, vio la espalda de una mujer. No podía ver su cara pero estaba seguro de que era la misma que había aparecido rodeada de un resplandor beatífico en la mente de Thomas.
Más allá de ella atisbo a Frank, y vio que los ojos de éste se abrían mucho al descubrir su presencia. Si el matricida sufría una excesiva confusión mental para utilizar el «teletransporte», como aseguraba Violet, ahora no dejaba entrever tal confusión. Parecía dispuesto a esfumarse de allí mucho antes de que Candy pudiera ponerle las manos encima.
Candy se había propuesto convertir la biblioteca en una barahúnda, proyectando una onda de energía a través de la puerta o incendiando los libros y haciendo explotar las lámparas con el fin de atemorizar y distraer a los Dakota y al doctor Fogarty, lo que le daría la oportunidad de ir a por Frank. Pero ahora se vio forzado a cambiar sus planes al observar que su hermano estaba temblando, se hallaba al borde de la desmaterialización.
Así, pues, irrumpió en la habitación y aferró a la mujer por detrás pasándole el brazo derecho alrededor del cuello y echándole la cabeza hacia atrás para que ella y los dos hombres comprendieran que podía romperle el cuello al instante. Pese a todo, ella lanzó un pie hacia atrás, hizo resbalar el tacón por su espinilla y, por último, se lo clavó en el pie lo cual le causó un dolor insufrible; era un movimiento de artes marciales, y Candy pudo deducir por la forma en que ella intentaba contrapesar su presa que estaba muy bien adiestrada en ellas. Entonces, hizo más presión sobre su cabeza y flexionó el bíceps de forma que le oprimió la tráquea causándole el suficiente dolor para convencerla de que toda resistencia sería suicida.
Fogarty observaba todo desde su butaca, alarmado pero no lo bastante para levantarse; y Bobby saltó del sofá empuñando una pistola, pero Candy no se preocupó de ninguno de los dos. Dedicaba toda su atención a Frank, que se había levantado de su butaca y parecía dispuesto a desaparecer de allí camino de Punaluu y Kyoto y otra veintena de lugares.
– ¡No lo hagas, Frank! -le dijo, amenazador-. No huyas. Ya va siendo hora de que ajustemos cuentas, va siendo hora de que pagues por lo que hiciste a nuestra madre. Ven a casa, acepta el castigo de Dios y pon fin a esto ahora, esta noche. Yo voy hacia allá con esta perra. Como ella intentó ayudarte, supongo yo, no querrás verla sufrir.
El marido pareció dispuesto a hacer una locura; ver a Julie en su poder le desquiciaba a todas luces. Buscó un ángulo de tiro para dispararle sin tocar a la mujer; tal vez se arriesgara a darle en la cabeza aunque él estuviera agazapado detrás de su presa. ¡Iba siendo hora de marcharse!
– Ven a casa -le dijo a Frank-. Entra en la cocina, déjame terminar con esto en tu lugar y yo la dejaré marchar. Pero si no vienes dentro de cinco minutos, colocaré a esta perra sobre la mesa y ahí tendré mi cena. Frank. ¿Quieres que me sirva de alimento, Frank, después de haberte ayudado tanto?
Candy creyó oír un disparo mientras salía de allí. En cualquier caso fue tardío. Se volvió a materializar en la cocina de la casa de Pacific Hill Road, con Julie Dakota apresada todavía en el gancho de su brazo.