Capítulo 18

Candy durmió todo el día en el dormitorio delantero que había sido el de su madre, y aspiró su especial aroma. Dos o tres veces por semana dejaba caer unas cuantas gotas de su perfume favorito, Chanel n.° 5, en el pañuelo blanco orillado de encaje que guardaba en la cómoda junto a su cepillo y peine de plata, así que cada respiración que efectuaba en la habitación le recordaba a ella. Algunas veces, despertaba a medias de su sopor para arreglar las almohadas o arroparse mejor, y el efluvio del perfume le arrullaba siempre, como un sedante; cada vez que despertaba volvía feliz a sus sueños.

Dormía en calzoncillos y camiseta de manga corta porque le costaba mucho encontrar pijamas lo bastante grandes y porque era demasiado púdico para dormir desnudo. Estar sin ropa abochornaba a Candy, incluso aunque no hubiese nadie presente.

Durante toda aquella larga tarde de jueves, el crudo sol invernal llenó el mundo exterior, pero pocos de sus rayos atravesaron las persianas floreadas y las cortinas de color rosa que protegían las dos ventanas. Las pocas veces que despertó y miró parpadeando las sombras, Candy vio sólo el reflejo grisáceo del espejo sobre la cómoda y los destellos de las fotografías enmarcadas en plata sobre la mesilla de noche. Saturado de sueño y con la reciente aplicación del perfume al pañuelo, le fue fácil imaginar que su amada madre estaba en la mecedora velándole, y se sintió seguro.

Poco antes del ocaso, Candy se despabiló, y permaneció tendido un rato con las manos entrelazadas detrás de la nuca contemplando el dosel que se arqueaba sobre la cama de baldaquín; no podía verlo pero sabía que estaba allí, y su mente conjuró una imagen vivida del tejido con dibujo de capullos de rosa. Durante un rato pensó en su madre, en los mejores tiempos de su vida, ahora desaparecidos, y luego pensó en la chica, el muchacho y la mujer a quienes había matado la noche anterior. Intentó rememorar el sabor de su sangre, pero ese recuerdo no resultó tan intenso como el concerniente a su madre.

Al cabo de un rato encendió la lámpara junto a la cama e inspeccionó la entrañable habitación: empapelado con capullos de rosa; colcha con capullos de rosa; persianas con capullos de rosa; cortinas y alfombras con capullos de rosa; cama y cómoda de oscura caoba. Dos cobertores, uno verde como las hojas de rosa y otro del color de los pétalos, colgaban de los brazos de la mecedora.

Candy fue al baño contiguo, cerró con pestillo y probó la puerta. La única luz provenía de los tubos fluorescentes en el techo, pues hacía ya mucho tiempo que había cubierto con pintura negra la alta ventana.

Durante unos momentos estudió su cara en el espejo porque le gustó su aspecto. Allí podía ver los rasgos de su madre. Tenía su pelo rubio, tan pálido que casi parecía blanco, y sus ojos azul de mar. Su rostro estaba formado por planos duros y facciones enérgicas, con nada de su belleza o gentileza, si bien la boca de labios gruesos era tan generosa como la de su madre.

Cuando se desnudó, evitó mirarse por abajo. Le enorgullecían sus poderosos hombros y brazos, su ancho pecho y sus musculosas piernas, pero sólo una simple ojeada a los órganos sexuales le hacía sentirse sucio y algo enfermo. Se sentó en el retrete para orinar porque no quiso tocarse. Cuando se enjabonó la entrepierna durante la ducha, se puso un guante que él mismo había confeccionado con dos toallas para que la carne de su mano no tocara la carne inmunda de abajo.

Se secó y se vistió (calcetines y zapatos deportivos, pantalones de pana gris oscura y camisa negra), y abandonó algo vacilante aquel refugio fiable, la habitación de su madre. Entretanto, la noche había llegado y el vestíbulo superior aparecía mal alumbrado por dos bombillas de pocos vatios de un aplique de techo cubierto por una capa de polvo grisáceo. A su izquierda, comenzaban las escaleras. A la derecha, la habitación de sus hermanas, su antigua habitación y el otro baño, cuya puerta estaba abierta; allí no había luz alguna.

El suelo de roble crujió y la raída alfombra del pasillo sirvió de poco para amortiguar sus pisadas. A veces pensaba que debería hacer una limpieza general del resto de la casa, tal vez incluso adquirir nuevas alfombras y darle una mano de pintura; sin embargo, aunque él mantuviera impecable la habitación de su madre no sentía ninguna gana de gastar tiempo o dinero en el resto de la casa, y sus hermanas mostraban poco interés o talento para las cosas del hogar.

Un murmullo de suaves zarpas le anunció la aproximación de los gatos. Candy se detuvo al borde de las escaleras por temor de pisar alguna pata o cola cuando los animales invadieron el vestíbulo superior. Un momento después, todos habían llegado al primer peldaño y le rodeaban: veintiséis nada menos, si su último recuento continuaba vigente. Once eran negros, varios más, achocolatados, o color tabaco o gris pizarra, dos eran de un dorado oscuro y sólo uno blanco. Sus hermanas, Violet y Verbina, preferían los gatos negros, cuanto más negros mejor.

Los animales se apiñaron a su alrededor, le pisaron los zapatos, se restregaron contra sus piernas y enroscaron las colas alrededor de sus tobillos. Entre ellos había dos de Angora, un abisinio, un Manx sin cola, un maltes y un carey pero la mayoría eran gatos mestizos de linaje difícilmente apreciable. Unos tenían ojos verdes, algunos amarillos, otros grises plateados o azules, y todos le miraban con sumo interés. Ninguno ronroneaba ni maullaba; efectuaban su inspección en absoluto silencio.

Candy no apreciaba mucho a los gatos pero los toleraba, no sólo porque pertenecían a sus hermanas, sino también porque en cierto modo eran, virtualmente, una extensión de Violet y Verbina. Hacerles daño o tratarlos con aspereza habría sido lo mismo que golpear a sus hermanas, lo cual él no podría hacer jamás porque su madre le había encomendado en su lecho de muerte que cuidara a las chicas y las protegiera.

Los gatos cumplieron su misión en menos de un minuto, y casi al unísono, le abandonaron. Con mucha agitación de colas, flexión de músculos felinos y movimiento ondulatorio de la piel se abalanzaron como una sola bestia a la escalera y bajaron por ella.

Cuando Candy alcanzó el primer peldaño ellos estaban ya en el descansillo y se escabullían hasta perderse de vista. Él descendió al vestíbulo inferior sin ver ni rastro de los gatos. Pasó ante el salón oscuro y con olor a rancio. Un tufo a moho surgió del estudio, en donde las estanterías estaban repletas de las enmohecidas novelas rosa que su madre apreciara tanto, y cuando atravesó el mal alumbrado comedor los desperdicios crujieron bajo sus zapatos.

Violet y Verbina estaban en la cocina. Eran mellizas idénticas. Rubias por igual, con la misma piel clara y tersa, con los mismos ojos azules de porcelana, cejas suaves, pómulos altos, narices rectas delicadamente esculpidas, labios de un rojo natural sin necesidad de carmín y pequeños dientes tan blancos como los de sus gatos.

Candy intentaba congeniar con sus hermanas y fracasaba. Por amor a su madre no podía encontrarlas desagradables, así que permanecía neutral compartiendo la casa con ellas aunque no como lo haría una familia auténtica. Son demasiado flacas -pensó-, de constitución frágil, casi endeble, y están demasiado pálidas, como criaturas que raras veces ven el sol… Y en verdad éste no las calentaba apenas por la sencilla razón de que no salían casi nunca. Sus delgadas manos lucían una buena manicura porque ambas se acicalaban con tanta constancia como si fueran gatos; pero, a juicio de Candy, sus dedos eran excesivamente largos y de una flexibilidad poco natural. Su madre había sido robusta, con facciones recias y buen color, y Candy solía preguntarse cómo era posible que una mujer tan vital hubiera parido a aquella macilenta pareja.

Las mellizas habían amontonado en un rincón de la enorme cocina varias mantas de algodón, hasta seis, con objeto de que los gatos pudieran descansar cómodamente allí, pero aquel acolchado era, en realidad, para que Violet y Verbina se sentaran en el suelo durante horas entre sus gatos. Cuando Candy entró en la habitación, las dos estaban sobre las mantas con gatos a su alrededor y en sus regazos. Violet estaba arreglando las uñas a Verbina con una pequeña lima. Ninguna de las dos levantó la vista, aunque le habían saludado ya por medio de los gatos. Verbina no había pronunciado nunca una palabra en presencia de Candy, ni una sola en sus veinticinco años (las mellizas eran cuatro años más jóvenes que él), y él no sabía a ciencia cierta si la chica era incapaz de hablar, no tenía deseo de hablar o le intimidaba hacerlo delante de él. Violet era casi tan silenciosa como su hermana pero hablaba cuando era necesario; al parecer, en ese momento no tenía nada que decir.

Candy se quedó de pie ante el frigorífico observándolas mientras ellas se afanaban sobre la pálida mano derecha de Verbina, acicalándola, y se dijo que tal vez fuera injusto al juzgarlas. Algunos hombres podrían encontrarlas atractivas, de un modo extraño. Aunque sus extremidades le parecieran demasiado delgadas, otros hombres podrían creerlas esbeltas y eróticas, como piernas de bailarinas y brazos de acróbatas. Su piel era clara como la leche y sus pechos, llenos. Dado que él se hallaba libre de todo interés por lo sexual, no estaba capacitado para emitir juicios sobre su atractivo.

Por lo general, ellas llevaban encima lo menos posible, lo mínimo que él toleraría antes de ordenarles que se pusieran más ropa. Mantenían la casa excesivamente caldeada en invierno, y vestían casi siempre, como ahora, camisetas de manga corta y exiguos shorts o bragas, iban descalzas y sin medias. Sólo la habitación de su madre, ahora la suya, estaba más fresca, porque él había cerrado allí los radiadores. Si él no hubiera estado allí para exigir cierto grado de decencia, las dos se hubieran paseado desnudas por la casa.

Con movimientos perezosos, Violet limó la uña del pulgar de Verbina; ambas miraron absortas la obra, como si el significado de la vida pudiese leerse en la curva de la media luna o el arco de la uña.

Candy registró el frigorífico y tomó un trozo de jamón ahumado, un paquete de queso suizo, mostaza, unos cuantos pepinillos y un cuarto de leche. Luego, sacó pan de un armario y se sentó en una silla de barrotes ante la amarillenta mesa.

Las mesas y las sillas, los armarios y las maderas habían sido antaño de un blanco reluciente, pero no se habían pintado desde que muriera su madre. Ahora, eran de un blanco amarillento, con esquinas y bordes grisáceos, agrietados por el paso del tiempo. El papel de la pared, con dibujos de margaritas, amarilleaba y en algunos lugares se pelaba; las cortinas de zaraza colgaban lacias, llenas de grasa y polvo.

Candy preparó y engulló dos gruesos emparedados de jamón y queso. Bebió la leche directamente del envase.

De repente, los veintiséis gatos, que habían remoloneado lánguidamente alrededor de las mellizas, saltaron a un tiempo, se encaminaron hacia la gatera que había al pie de la gran puerta de la cocina y salieron por allí ordenadamente. Evidentemente, era su hora de hacerse su limpieza. Ni Violet ni Verbina querían que sus pequeñas cajas apestaran la casa.

Candy cerró los ojos y bebió un largo trago de leche. La hubiera preferido a temperatura ambiente o incluso algo tibia. Tenía un vago sabor a sangre aunque sin el agradable regusto acre; si no hubiese estado casi helada, se habría parecido más a la sangre.

Al cabo de dos o tres minutos, los gatos regresaron. Ahora Verbina estaba tendida de espaldas, con la cabeza sobre una almohada, los ojos cerrados, los labios moviéndose como si hablara consigo misma pero sin dejar escapar ningún sonido. De pronto, tendió la otra mano para que su hermana pudiera limarle también aquellas uñas. Como tenía abiertas las largas piernas, Candy pudo ver los detalles entre sus suaves muslos. La muchacha llevaba sólo una camiseta de manga corta y unas bragas casi transparentes de color melocotón que en vez de ocultar la hendidura de su órgano sexual lo definían. Los silenciosos gatos bulleron a su alrededor, la cubrieron, más preocupados que ella por la decencia, y miraron acusadoramente a Candy como si supiesen lo que él había estado mirando.

Él bajó la vista y examinó las migas sobre la mesa.

– Frankie ha estado aquí -dijo Violet.

Al principio le sorprendió más el hecho de que ella hablase que el contenido de su frase. Luego, el significado de aquellas cuatro palabras le conmocionó como si él fuese un gong sacudido por un mazo. Se levantó de forma tan brusca que volcó la silla.

– ¿Estuvo aquí? ¿En casa?

Ni el golpe de la silla ni la brusquedad de su voz sobresaltaron a los gatos y a Verbina. Los animales siguieron soñolientos e indiferentes.

– Fuera -dijo Violet, sentada todavía en el suelo junto a su postrada hermana, y arreglando las uñas de la otra melliza. Añadió casi en un susurro-: Vigilando la casa desde el seto Eugenia.

Candy miró la noche, más allá de las ventanas.

– ¿Cuándo?

– Alrededor de las cuatro.

– ¿Por qué no me despertaste?

– No estuvo mucho tiempo ahí. Jamás lo está. Un minuto o dos, luego se marchó. Está atemorizado.

– ¿Lo viste?

– Supe que estaba allí.

– ¿No hiciste nada para impedir que se marchara?

– ¿Qué podía hacer yo? -Ahora Violet parecía irritada, pero su voz no fue menos seductora que antes-. Sin embargo, los gatos le persiguieron.

– ¿Le hicieron daño?

– Un poco. Nada importante. Pero él mató a Samantha.

– ¿A quién?

– A nuestro pobre minino. Samantha.

Candy no conocía los nombres de los gatos. Estos le habían parecido siempre no una manada de gatos sino una sola criatura, moviéndose a menudo como una, pensando al parecer como una.

– Él mató a Samantha. Le estrelló la cabeza contra una de las pilastras del final del paseo. -Por fin, Violet levantó la vista. Sus ojos parecieron de un azul más pálido que antes, un azul glacial-. Quiero hacerle daño. Quiero que se lo hagas de verdad, como él se lo ha hecho a nuestro gato. Me importa poco que sea nuestro hermano…

– Él ya no es nuestro hermano -respondió, enfurecido, Candy-. No, después de lo que hizo.

– Quiero que le hagas lo que él ha hecho a nuestra pobre Samantha. Quiero que lo aplastes, Candy, quiero que le estrelles la cabeza, que le abras el cráneo hasta que su cerebro rezume. -Violet continuó hablando en un susurro, pero él pareció cautivado por sus palabras. Algunas veces, como ahora, cuando su voz era más sensual que de costumbre, no parecía llegar tan sólo a los oídos sino también deslizarse dentro de su cabeza y extenderse por su cerebro cual una niebla-. Quiero que le golpees, le machaques, le desgarres hasta que sea sólo un montón de huesos fracturados y entrañas desparramadas; y quiero también que le arranques los ojos. Quiero que lamente haber matado a Samantha.

Candy se estremeció.

– Si le pongo las manos encima le mataré, pero no por lo que ha hecho a tu gato sino por lo que hizo a nuestra madre. ¿Acaso no recuerdas lo que le hizo? ¿Cómo puede preocuparte la venganza por un gato cuando no le hemos hecho pagar todavía por nuestra madre, después de siete largos años?

Ella pareció afligida, desvió la mirada y enmudeció.

Los gatos abandonaron la forma yacente de Verbina.

Violet se estiró y, poniéndose casi encima de su hermana, recostó la cabeza sobre los pechos de Verbina. Las piernas desnudas de ambas se entrecruzaron.

Saliendo en parte de su trance, Verbina acarició el pelo sedoso de su hermana.

Los gatos regresaron y cada uno se acurrucó contra las mellizas allá donde hubiera un hueco cálido para acogerlo.

– Frank estuvo aquí -dijo, en voz alta Candy. Pero habló mayormente para sí y sus manos se cerraron en apretados puños.

La furia le embargó cual un pequeño remolino de viento que se inicia en alta mar para tornarse pronto huracán. Sin embargo, la cólera era una emoción que él no podía permitirse; debía dominarse. Una tormenta de furor humedecería las semillas de su tenebrosa necesidad. Su madre aprobaría el asesinato de Frank, pues Frank había traicionado a la familia; su muerte beneficiaría a la familia. Pero si Candy permitía que la cólera contra su hermano se transformara en furor y luego no lograse encontrarlo, tendría que matar a otra persona porque la necesidad sería demasiado grande para reprimirla. Su madre, en el cielo, se avergonzaría de él, y durante algún tiempo le haría el vacío e incluso negaría que lo hubiese traído al mundo.

Mirando al techo, hacia el techo invisible y el lugar en el tribunal de Dios donde su madre moraba, Candy dijo:

– Estaré bien. No perderé el control. No lo perderé.

Se desentendió de hermanas y gatos y marchó afuera para ver si había quedado alguna huella de Frank cerca del seto Eugenia o en la pilastra donde había matado a Samantha.

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