Capítulo 24

Candy merodeaba.

El sector oriental de la finca de los Pollard descendía hacia un desfiladero. Las paredes eran abruptas, compuestas en su mayor parte de tierra seca y suelta, cruzada en algunos lugares por venas de esquisto rosa y gris. Sólo las raíces expansivas de una vegetación desértica y resistente, chaparros, hierba de la pampa y mezquites diseminados, impedían que las lluvias intensas erosionaran las vertientes. Algunos eucaliptos, laureles y melaleucas crecían en las paredes del desfiladero, y allá donde el suelo era lo bastante espacioso las melaleucas y los robles californianos hundían profundamente sus raíces en la tierra, a lo largo de la riera. Aquella riera era sólo una cuenca seca, pero se desbordaba durante las grandes lluvias.

Ágil y silencioso a pesar de su tamaño, Candy siguió el desfiladero en dirección este subiendo hacia arriba hasta alcanzar una cañada confluyente, cuyas paredes eran demasiado angostas para ser denominadas desfiladero. Luego, se volvió hacia el norte. El terreno continuó ascendiendo aunque no tan pendiente como antes. Paredes cortadas a pico se cernieron sobre él, y en algunos lugares el paso se estrechó hasta medir sólo unos sesenta centímetros. En las bocas de algunos de esos estrangulamientos se acumulaban ramas de espino secas arrastradas por el viento hasta el barranco, que arañaban a Candy cuando se abría paso entre ellas.

Sin el más leve retazo de luna, la noche era extremadamente oscura en el fondo de aquella hendidura, pero él raras veces tropezaba y no vacilaba ni un instante. Sus facultades no incluían la visión sobrenatural; así que estaba tan ciego como cualquier otro ante aquella negrura. Sin embargo, incluso en la más negra de las noches él sabía cuándo se le interponía un obstáculo, presentía el contorno del terreno con tal precisión que podía avanzar confiado y pisando firme. Ignoraba cómo le servía ese sexto sentido y no hacía nada para activarlo; sencillamente, tenía una percepción misteriosa de la relación existente entre él y sus alrededores, conocía su posición en todo momento y, a semejanza de los malabaristas sobre la cuerda floja pero con los ojos vendados, podía avanzar con aplomo por un cable tenso sobre las caras boquiabiertas de un público circense.

Ese era otro don conferido por su madre.

Todos sus retoños habían recibido un don. Pero las facultades de Candy superaban con mucho a las de Violet, Verbina y Frank.

El angosto paso se abrió a otro desfiladero, y Candy se volvió otra vez hacia el este siguiendo una riera rocosa, apresurándose más a medida que crecía su necesidad. Aunque cada vez más espaciadas, las casas seguían colgadas arriba, al borde del desfiladero; sus brillantes ventanas distaban demasiado para iluminar el terreno que se extendía a sus pies, pero él miraba nostálgico hacia arriba porque en aquellas casas estaba la sangre que necesitaba. Dios le había dado el gusto por la sangre, había hecho de él un depredador y, por tanto, Dios era responsable de lo que hiciera: así se lo había explicado su madre hacía mucho tiempo. Dios le quería selectivo en su matanza; pero cuando Candy era incapaz de reprimirse la culpa definitiva correspondía a Dios, porque Él había instalado la sed de sangre en Candy pero no le había provisto con la fortaleza necesaria para controlarla.

A semejanza de todos los depredadores, Candy tenía por misión entresacar del rebaño a los débiles y a los enfermos. En su caso, los miembros moralmente degenerados del rebaño humano fueron las presas indicadas: ladrones y embusteros, estafadores y adúlteros. Por desgracia, él no siempre reconocía a los pecadores cuando los veía ante sí. El cumplimiento de su misión había sido mucho más fácil cuando su madre vivía, porque ella le encontraba sin dificultad las almas inmundas.

Aquella noche, iba a esforzarse todo lo posible por limitarse a matar animales silvestres. El sacrificio de personas, sobre todo cerca de casa, era arriesgado; le exponía a atraer la atención de la Policía. Sólo podía aventurarse a matar vecinos cuando éstos hubiesen ofendido de algún modo a la familia y, por tanto, no tuvieran ningún derecho a seguir viviendo.

Si no lograse satisfacer su necesidad con animales iría a cualquier otra parte y mataría personas. Su madre, allá arriba en el cielo, se encolerizaría con él y quedaría decepcionada por su falta de control, pero Dios no podría culparle. Al fin y al cabo, él era como lo había hecho Dios.

Dejando atrás las luces de la última casa, Candy se adentró en un bosquecillo de melaleucas. Los fuertes vientos diurnos se habían agotado entre las altas colinas y escurrido por los desfiladeros hasta alcanzar el mar; ahora, el aire parecía absolutamente estático. Plantas trepadoras colgaban de las ramas de las melaleucas y cada una de las hojas largas y afiladas permanecía inmóvil.

Sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Los árboles parecían plateados a la luz tenue de las estrellas y sus trepadoras cayendo en cascada contribuían a darle la ilusión de que estaba rodeado por una catarata silenciosa. Podía distinguir incluso los jirones de corteza que se enroscaban apartándose de troncos y ramas en el perpetuo proceso de muda que daba una belleza única a esta especie.

No consiguió ver presa alguna.

Ni pudo oír el movimiento furtivo de vida silvestre en la maleza. Sin embargo, sabía que muchas pequeñas criaturas de sangre caliente se ocultaban en madrigueras y nidos secretos, en montones de hojas muertas y nichos recónditos de las rocas. Esa mera evocación avivó su hambre hasta enloquecerlo.

Extendió los brazos ante sí, las palmas hacia fuera, los dedos abiertos. Sus manos irradiaron una luz azulada, el tono pálido del zafiro, tenue como el resplandor de un cuarto creciente, que duró, quizá, un segundo. Las hojas temblaron y la escasa hierba se agitó; luego, todo recobró la quietud que reclamaba la lobreguez del desfiladero.

Una vez más, la luz azulada surgió de sus manos como si fueran linternas con una capucha cuyas faldas se hubiesen levantado un instante. Esta vez la luz fue dos veces más resplandeciente que antes, de un azul más profundo, y duró quizá dos segundos. Las hojas se agitaron, algunas de las trepadoras colgantes se balancearon y la hierba tembló a nueve o diez metros delante de él.

Perturbada por esas extrañas vibraciones, una forma se deslizó hacia Candy y pasó fugazmente por su lado. Con ese sentido especial sobre su entorno, que no se fundaba en la vista ni el oído ni el olfato, él alargó la mano a su izquierda hacia la veloz criatura. Sus reflejos, tan misteriosos como todo lo demás en él, le permitieron apoderarse de su presa. Un ratón de campo. Durante un instante, el animal quedó paralizado por el terror. Luego, se debatió en su puño pero él lo sujetaba bien.

Su poder no surtía efecto en las cosas vivientes. No podía entontecer a su presa con la energía telecinética que irradiaban sus palmas abiertas. Tampoco podía hacerla acudir a su llamada sino sólo salir de su escondite. Sí podría haber hecho agitarse una de las melaleucas o surgir surtidores de tierra y piedras, pero no podría mover ni un solo pelo del ratón empleando sólo su pensamiento. Desconocía la causa de aquellas limitaciones. Violet y Verbina, cuyos dones no eran ni mucho menos tan impresionantes como los suyos, parecían ejercer poder sólo sobre las cosas vivientes, pequeños animales como los gatos. Candy hacía que las plantas se doblegaran a su voluntad, por supuesto, y a veces los insectos, pero no era importante contra algo con cerebro, aunque fuera un cerebro tan débil como el de un ratón.

Arrodillado bajo los plateados árboles, le rodearon unas tinieblas tan profundas que no le dejaban ver nada del ratón, excepto sus ojillos relucientes. Se llevó la pequeña criatura a la boca. Ésta emitió un leve sonido de terror, más bien piando que chillando. Él le arrancó la cabeza de un bocado, la escupió y aplicó los labios al ensangrentado cuello. La sangre era dulce pero le supo a poco. Tiró a un lado el roedor muerto y alzó otra vez los brazos, palmas hacia fuera, dedos abiertos. Esta vez el fulgor de la luz espectral fue de un intenso azul electrónico. Causó un efecto sorprendente aunque no durara más que antes. Seis descargas de vibraciones golpearon con intervalos de una fracción de segundo la pared inclinada del desfiladero. Los árboles crecidos temblaron, los centenares de trepadoras colgantes batieron el aire y las hojas chocaron unas con otras dejando oír un sonido semejante a enjambres de abejas. Guijarros y piedras pequeñas salieron despedidos del suelo, y las peñas sueltas entrechocaron. Cada tallo de hierba se enderezó como el vello en la nuca de un hombre asustado, y varios terrones se desgajaron del suelo y volaron en la noche junto con una lluvia de hojas muertas, como si los arrebatara un viento huracanado. Pero ningún viento alteraba la noche…, sólo el breve fogonazo de luz azulada y las potentes vibraciones que la acompañaban.

La fauna surgió de sus escondrijos, y algunos animales corrieron hacia él para descender por el desfiladero. Él había aprendido hacía mucho que las bestias no reconocían nunca su olor como el de un ser humano. Así que tanto podían huir de él como correr a su encuentro. Una de dos, o él no tenía un olor que los animales pudieran detectar… o éstos olían algo salvaje en él, algo más parecido a ellos que a un ser humano, y en su pánico no percibían que era un depredador.

Se hicieron visibles, a lo sumo, como formas oscuras sin forma, pasaron raudos por su lado, cual sombras proyectadas por una lámpara giratoria. Pero él los sintió también con su don psíquico. Varios coyotes desfilaron brincando y un espantado mapache le rozó la pierna; pero él no les echó mano porque quiso evitar las acometidas de colmillos y garras. También estuvieron a su alcance dos veintenas por lo menos de ratones, pero él codiciaba algo más lleno de vida y cargado de sangre.

Intentó apresar lo que tomó por una ardilla y falló pero un momento después cogió por las patas traseras a un conejo. Éste chilló, agitó desesperadamente las patas delanteras, pero él se apoderó también de ellas, no sólo inmovilizando al animal sino también paralizándole de miedo.

Se lo acercó a la cara.

Su piel olía a polvo y almizcle.

Sus ojos enrojecidos relucían de terror.

Podía oír los latidos descompasados del corazón.

Le echó una dentellada a la garganta. La piel, los tendones y los músculos ofrecieron resistencia a los dientes, pero la sangre fluyó.

El conejo se debatió, no intentando escapar sino expresando resignación ante su destino; fueron espasmos lentos, extrañamente sensuales, casi como si la criatura acogiera gustosa la muerte. Al correr de los años, Candy había observado ese comportamiento en incontables animales pequeños, particularmente entre los conejos, y eso le había emocionado siempre porque le proporcionaba una sensación embriagadora de poder, le hacía sentirse equiparable al zorro y al lobo.

Los espasmos cesaron y el conejo quedó inerte entre sus manos. Aunque todavía estuviera vivo, el animal había reconocido la inminencia de la muerte y pasaba a un cierto tipo de trance en el cual, evidentemente, no sentía dolor. Esto parecía una gracia que Dios confería a las pequeñas presas.

Candy dio otro mordisco a su gaznate, más fuerte esta vez, más profundo, luego mordió de nuevo, y la vida del conejo surtió y burbujeó dentro de su codiciosa boca.

A lo lejos, en otro desfiladero, aulló un coyote. Le contestaron otros de su manada. Un coro de voces siniestras se alzó, decreció y volvió a alzarse, como si los coyotes percibieran que ellos no eran los únicos cazadores en la noche, como si olfatearan el reciente degüello.

Cuando se hubo saciado, Candy arrojó a un lado los despojos.

Su necesidad era todavía grande. Tendría que abrir los depósitos de sangre de más conejos o ardillas para calmar su sed.

Se levantó y se adentró más en el desfiladero, donde la fauna no había sido todavía perturbada por el primer uso de su poder, donde criaturas de muchas especies esperaban dentro de sus madrigueras y cobijos que se las fuera a buscar. La noche era profunda y pródiga.

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