Capítulo 50

Después de haber prestado servicio durante todo el día, Hal Yamataka respondió a una llamada de Clint y se presentó en la oficina a las 6.35 del martes para montar guardia en caso de que Frank regresara después de que los demás se hubiesen ido. Clint le recibió en la sala de recepción y le dio instrucciones mientras tomaban café. Fue preciso ponerle al corriente de lo sucedido durante su ausencia y, después de haber escuchado todos los detalles, añoró otra vez la jardinería como profesión alternativa.

Casi todos los miembros de su familia tenían un negocio de jardinería o poseían una modesta guardería infantil, y a todos les iba bien, muchos ganaban más que Hal trabajando para Dakota amp; Dakota, y algunos mucho más. Su familia, tres hermanos y varios tíos bien intencionados, intentaban convencerle de que trabajara para ellos o participara en su negocio, pero él se resistía. No era que tuviese nada contra la administración de una guardería, la venta de accesorios de jardinería, la proyección de paisajes, la poda de árboles o incluso la propia jardinería. Pero en la California meridional, la expresión «jardinero japonés» era un tópico, no un oficio, y él no podía soportar la idea de ser una especie de estereotipo.

Durante toda su vida, había sido un lector asiduo de novelas de aventuras y misterio, y ansiaba ser un personaje como los protagonistas de sus libros. Sobre todo, un personaje que encajara en las novelas de John D. MacDonald, porque los héroes de John D. eran tan clarividentes como valerosos, tan sensitivos como broncos. En el fondo de su corazón, Hal sabía que su trabajo en Dakota amp; Dakota solía ser tan ordinario como la labor diaria de un jardinero, y que las oportunidades para mostrar heroísmo en la seguridad de la industria eran muchas menos de las que imaginaban los profanos. Pero vender un saco de pajote, o una lata de insecticida o un ramo de caléndulas no significaba ser una figura romántica ni tener la posibilidad de serlo algún día. Y después de todo, la propia imagen era a menudo la mejor parte de la realidad.

– Si Frank aparece por aquí, ¿qué debo hacer con él? -preguntó Hal.

– Meterlo en un coche y llevárselo a Bobby y Julie.

– ¿Quieres decir a su casa?

– No. A Santa Bárbara. Marcharán allí esta noche y se hospedarán en el Red Lion Inn para poder comenzar mañana a indagar sobre los antecedentes de la familia Pollard.

Frunciendo el ceño, Hal se inclinó hacia delante en el sofá de la recepción.

– Creí haberte oído decir que no esperan ver otra vez a Frank.

– Según Bobby, Frank se está desmoronando; no aguantará esta última serie de viajes. Ésa es sólo su impresión.

– Así, pues, ¿quién es su cliente?

– Frank, mientras no los despache.

– Eso me suena a cuento. Sé sincero Clint. ¿Por qué se han comprometido tanto con este tipo, máxime cuando el asunto parece hacerse cada vez más descabellado y peligroso?

– A ellos les gusta Frank. A mí me gusta Frank.

– Dije que fueras sincero.

Clint suspiró.

– Que me condenen si lo sé. Bobby volvió aquí fuera de sí, como un espectro. Pero no quiere abandonar. Se diría que está asiendo el toro por los cuernos, al menos hasta que Frank reaparezca, si lo hace. Ese hermano suyo, ese Candy, parece el diablo en persona, demasiado protervo para manejarlo. Bobby y Julie son tercos a veces pero no estúpidos, y yo espero que abandonen esto ahora que han visto la inmensidad del trabajo, un trabajo bueno para Dios pero no para un detective privado. Pero aquí seguimos.


Bobby y Julie se reunieron ante la mesa con Lee Chen mientras éste les pasaba la información que había conseguido hasta entonces.

– El dinero podría ser robado pero es utilizable -dijo Lee-. No he encontrado ese número de serie en ninguno de los billetes sucios… federales, del Estado o locales.

Bobby había pensado ya en diversas fuentes de las que Frank podía haber obtenido los seiscientos mil dólares, ahora en la caja de la oficina.

– Busca un negocio con un gran movimiento de metálico, donde no siempre se vaya a un banco con los recibos al final de la jornada, y tendrás un posible blanco. Digamos, un supermercado: permanece abierto hasta medianoche, y al gerente, un hombre consecuente, no se le ocurrirá cargar con un montón de metálico para su depósito automático en un Banco, de modo que habrá una caja en el supermercado. Una vez cerrado el local, si fueras Frank te «teletransportarías» adentro y emplearías tal o cual medio para abrir la caja, pondrías la recaudación del día en una bolsa, y te desvanecerías. No encontrarás grandes sumas, unos doscientos mil cada vez, pero si asaltas tres o cuatro supermercados en una hora, tendrás un buen botín.

Evidentemente, Julie había estado cavilando sobre lo mismo, porque dijo:

– Casinos. Todos tienen salas de recuento que puedes localizar en los cianotipos. Pero también tienen habitaciones secretas para hacerlo. Como cámaras acorazadas. Fort Knox les envidiaría. Empleas las facultades psíquicas que tengas para localizar una de esas habitaciones secretas y utilizando el «teletransporte» te introduces en ella cuando esté desierta, y entonces no te queda más que coger lo que te plazca.

– Frank vivió algún tiempo en Las Vegas -repuso Bobby-. Recordarás que te hablé sobre el solar adonde me llevó y donde había tenido una casa.

– Y no se limitaría a Las Vegas -dijo Julie-. Reno, Tahoe, Atlantic City, el Caribe, Macao, Francia, Inglaterra, Montecarlo…, cualquier parte en donde se apueste fuerte.

Aquella conversación sobre el fácil acceso a cantidades ilimitadas de dinero apasionó a Bobby aunque no pudiera explicarse por qué. Después de todo, Frank era quien podía practicar el «teletransporte», no él. Y, además, estaba seguro de que no volverían a ver a Frank.

Extendiendo una serie de impresos sobre la mesa, Lee Chen dijo:

– El dinero es lo menos interesante. Me pedisteis que averiguara si los polis van tras el señor Luz Azul, ¿no?

– Candy -corrigió Bobby-. Ahora tenemos un nombre para él.

Lee frunció el ceño.

– Yo prefiero señor Luz Azul. Tiene más estilo.

Entrando en la habitación, Hal Yamataka intervino:

– No confío en el juicio sobre estilos de un tipo que lleva zapatos y calcetines rojos.

Lee sacudió la cabeza.

– Nosotros, los chinos, hemos pasado miles de años elaborando una figura impresionante que represente a todos los asiáticos para hacer perder el equilibrio a estos desventurados occidentales, y vosotros, los japoneses, lo echáis todo a perder haciendo esas películas Godzilla. Quien haga películas Godzilla no puede ser inescrutable.

– ¡Ah! ¿Sí? Preséntame a alguien que entienda una película Godzilla después de haber visto la primera.

Formaban una pareja interesante: uno, delgado, moderno, de facciones delicadas, un hijo entusiasta de la era del silicio; el otro, cuadrado, ancho, con una cara tan contundente como un martillo, un individuo que tenía tan alta tecnología como una roca.

Pero para Bobby lo más interesante era que, hasta aquel momento, no había reflexionado sobre el hecho de que un porcentaje desproporcionado de la pequeña plantilla de Dakota amp; Dakota era asiático-americano. Había dos más, Nguyen Tuan Phu y Jamie Quang, ambos vietnamitas. Cuatro de los once empleados. Aunque él y Hal gastaban bromas a veces sobre el Este y el Oeste, Bobby nunca había pensado que Lee, Hal, Nguyen y Jamie compusieran un cuadro inferior de empleados; tenían su personalidad, tan diferentes unos de otros como las manzanas de las peras o las naranjas de los melocotones. Pero Bobby intuyó que aquella predilección por los colaboradores asiático-americanos revelaba algo acerca de sí mismo, algo más que una ceguera racial evidente y admirable, pero no podía imaginar lo que era.

– Y nada resulta más inescrutable que el concepto general de Mothra -dijo Hal-. Por cierto, Bobby, Clint se ha ido a casa con Felina. Todos deberíamos tener esa suerte.

– Lee nos estaba hablando del señor Luz Azul -dijo Julie.

– Candy -corrigió Bobby.

Mostrando los datos que había extraído de diversos registros policiales de todo el país, Lee explicó:

– Casi todas las agencias policiales empezaron a estar enlazadas por ordenadores hace sólo nueve años. Es decir, el acceso electrónico a sus archivos se remonta a esa fecha. Pero, durante ese tiempo, ha habido setenta y ocho asesinatos brutales en nueve estados, y todos tienen las suficientes similitudes para sugerir la posibilidad de un único causante. Cuidado, es sólo una posibilidad. Pero el FBI se interesó lo bastante el año pasado para dedicar a ello un equipo de tres hombres, uno en la oficina y dos en el exterior, para coordinar las investigaciones locales y estatales.

– ¿Tres hombres? -exclamó Hal-. Eso no suena a alta prioridad.

– El Bureau se demora siempre demasiado -dijo Julie-. Y, como durante los últimos treinta años, las espectaculares sentencias criminales no han estado de moda, los chicos malos les superan en número más que nunca. Tres hombres a jornada completa…, eso es un serio compromiso a estas alturas.

Escogiendo un impreso del montón que había sobre la mesa, Lee resumió los datos esenciales en él.

– Todos esos asesinatos tienen los siguientes puntos en común: primero, se mordió a las víctimas, a casi todas en la garganta, aunque casi ninguna parte del cuerpo es sagrada para ese individuo; segundo, muchas de las víctimas fueron apaleadas y sufrieron lesiones en la cabeza. Pero la pérdida de sangre causada por los mordiscos, usualmente la vena yugular y la arteria carótida en la garganta, fue el principal factor causante de la muerte en cada caso, cualesquiera que fuesen las otras lesiones.

– Entonces, además de todo eso, el tipo es un vampiro, ¿no? -dijo Hal.

Tomando en serio la cuestión, pues, verdaderamente era preciso considerar cada posibilidad en aquel extraño caso por muy extravagante que pareciera, Julie dijo:

– No un vampiro en un sentido sobrenatural. Según lo que hemos averiguado, por una razón u otra la familia Pollard posee grandes dones. ¿Recordáis a ese ilusionista de la televisión, el asombroso Randi, que ofrece cien mil pavos a quien demuestre poseer poderes psíquicos? Pues ese clan Pollard le dejaría en bancarrota. Pero eso no significa que esas personas tengan algo sobrenatural. No son demonios, ni poseídos, ni hijos del diablo…, nada de eso.

– Es sólo una porción extra de material genético -repuso Bobby.

– Exacto. Si Candy actúa como un vampiro, mordiendo a la gente en la garganta, eso es sólo la manifestación de una enfermedad psicológica -dijo Julie.

Bobby recordó claramente al gigante rubio que arremetió contra él y Frank en la playa negra de Punaluu. Aquel individuo era tan formidable como una locomotora. Si Bobby tuviera como única alternativa enfrentarse con Candy Pollard o Drácula, tal vez optara por el sempiterno conde. Nada tan sencillo como un diente de ajo, un crucifijo o una estaca bien colocada arredraría al hermano de Frank.

– Otra similitud -siguió Lee-. En aquellos casos en que las víctimas no habían dejado abiertas puertas o ventanas, no hubo nada que demostrara cómo había podido entrar el asesino. Y en muchos casos la Policía encontró puertas y ventanas cerradas por dentro a conciencia, como si el asesino hubiese escapado por la chimenea después de la carnicería.

– Setenta y ocho -murmuró Julie. Y se estremeció.

Lee dejó caer el papel sobre la mesa.

– La Policía cree que hay más, tal vez muchos más, porque algunas veces ese individuo ha intentado borrar su rastro, las mordeduras, mediante la mutilación o incluso la incineración de los cuerpos. Aunque los polis no se dejaran engañar en esos casos, cabe concebir que los engañaran en otros. Así que el total podría superar los setenta y ocho, y eso sólo durante los últimos nueve años.

– Buen trabajo, Lee -aprobó Julie. Y Bobby le secundó.

– Aún no he terminado -repuso Lee-. Primero pediré una pizza y luego seguiré indagando.

– Hoy has estado aquí más de diez horas -dijo Bobby-. Has sobrepasado la llamada del deber. Tómate algún descanso, Lee.

– Si crees, como yo, que el tiempo es subjetivo, entonces tendrás una reserva infinita. Más tarde, en casa, me estiraré unas cuantas horas hasta hacer de ellas dos o tres semanas, y mañana volveré renovado.

Hal Yamataka sacudió la cabeza y suspiró.

– Me duele reconocerlo, Lee, pero eres endiabladamente bueno para esos misteriosos disparates orientales.

Lee sonrió, enigmático.

– Gracias.


Después de que Bobby y Julie marcharan a casa y prepararan allí una maleta para el viaje a Santa Bárbara y después de que Lee regresara a la sala de ordenadores, Hal se instaló en el sofá del despacho de los jefes, se quitó los zapatos y puso los pies sobre el velador. Tenía todavía consigo el ejemplar en rústica de The Last One Left que había leído dos veces y que había empezado a releer la noche anterior en el hospital. Si Bobby hubiera acertado al decir que quizá no volviesen a ver a Frank, él tendría una velada tranquila y probablemente, podría leer la mitad del libro.

Tal vez su felicidad en Dakota amp; Dakota no estuviese relacionada con la perspectiva de las emociones con la remota posibilidad de ser un héroe, evitando un trabajo. Tal vez lo que más afectase a su decisión sobre la profesión a seguir, fuera el reconocer que no podía segar hierba o podar un seto y leer un libro al mismo tiempo.


Derek se sentó en su butaca. Apuntó el mando a distancia hacia el televisor y lo encendió.

– No quieres ver las noticias, ¿verdad? -preguntó.

– No -contestó Thomas. Estaba echado en su cama e incorporado sobre las almohadas mirando cómo se oscurecía la noche más allá de la ventana.

– Bien. Yo tampoco. -Derek pulsó botones en el mando. Una nueva imagen apareció en la pantalla-. ¿No quieres ver un juego?

– No. -Lo que quería hacer Thomas era vigilar a. la «cosa malévola».

– Está bien. -Derek tocó otro botón y los rayos invisibles hicieron que la pantalla mostrara una nueva imagen-. ¿No quieres ver cómo los tres comparsas se hacen los graciosos?

– No.

– ¿Qué quieres ver?

– No importa. Lo que tú quieras.

– ¿De verdad?

– Lo que tú quieras -repitió Thomas.

– ¡Caramba, eso es estupendo! -Derek hizo pasar muchas imágenes por la pantalla hasta encontrar una película sobre el espacio en donde los astronautas con trajes espaciales fisgaban en un lugar fantasmal. Derek dio un suspiro de satisfacción y dijo-: Esta es buena. Me gustan sus sombreros.

– Cascos -le corrigió Thomas-. Cascos espaciales.

– Me gustaría tener un sombrero como ése.

Cuando alcanzó otra vez la gran oscuridad, Thomas decidió no proyectar un cordón mental hacia la «cosa malévola». En su lugar, compuso un dispositivo de mando a distancia, disparando algunos rayos invisibles. ¡Chico, eso funcionaba mejor! ¡Zas! En un instante estuvo con la «cosa malévola», y también la sintió con más fuerza, tanto que se asustó y cerró el dispositivo y regresó todo entero a su habitación.

– Tienen teléfonos, en los sombreros -explicó Derek-. Mira, están hablando a través de sus sombreros.

En el televisor, los astronautas visitaban ahora un lugar todavía más fantasmal, fisgándolo todo, que era lo que más hacían los astronautas, aunque a veces les pasaran cosas feas y desagradables en aquellos lugares fantasmales. Los astronautas no aprendían nunca la lección.

Thomas apartó la vista de la pantalla.

La volvió hacia la ventana.

La oscuridad.

Bobby estaba asustado por Julie. Bobby sabía cosas que Thomas ignoraba. Si Bobby se asustaba por Julie, Thomas tenía que ser valiente y hacer lo justo.

La idea del mando de rayos funcionó tan bien que le asustó, pero supuso que sería verdaderamente bueno porque así podría espiar mejor a la «cosa malévola». Podía llegar más aprisa a la «cosa malévola» y también escapar de ella más aprisa, de modo que le sería posible espiarla con más frecuencia sin necesidad de asustarse porque ella agarrara el cordón mental y se guiara por él para llegar al Hogar. Agarrar el rayo invisible resultaba más difícil para una cosa tan rápida, lista e infame como la «cosa malévola».

Así que empezó a pulsar botones en el dispositivo del mando a distancia, y una parte de él marchó a través de la oscuridad y, ¡zas!, hasta la «cosa malévola». Pudo notar cómo se enfurecía la «cosa malévola», más que nunca, además con pensamientos de sangre que casi le hicieron enfermar. Thomas quiso volver sin tardanza al Hogar. La «cosa malévola» le había sentido, podía notarlo. No le gustó que la «cosa malévola» le sintiera, supiera que él estaba allí pero se quedó durante dos o tres tictac de reloj, intentando descubrir algún pensamiento sobre Julie entre todos aquellos pensamientos acerca de la sangre. Si la «cosa malévola» tuviera pensamientos sobre Julie, Thomas televisaría sin tardanza un aviso a Bobby. Se alegró de no encontrar a Julie en la mente de la «cosa malévola» y regresó al Hogar.

– ¿Dónde crees que puedo encontrar un sombrero como ése? -preguntó Derek.

– Casco.

– Incluso tiene una luz. ¿La ves?

Thomas se incorporó un poco en sus almohadas y preguntó:

– ¿Sabes qué clase de historia es ésa?

Derek negó con la cabeza.

– ¿Qué clase de historia?

– La de que en cualquier segundo salta algo feo y desagradable y absorbe la cara de un astronauta, o se le mete por la boca hasta el vientre y hace un nido allí.

– ¡Córcholis! No me gusta ese tipo de historias -se asqueó.

– Lo sé -dijo Thomas-. Por eso te lo he advertido.

Mientras Derek hacía que muchas imágenes diferentes aparecieran en la pantalla, sucediéndose aprisa unas a otras, para alejarse del astronauta cuyo rostro iba a ser absorbido, Thomas intentó pensar cuánto tiempo debería esperar antes de espiar otra vez a la «cosa malévola». Bobby estaba preocupado de verdad, se notaba aunque él intentara ocultarlo, y Bobby no era una persona «tonta», así que sería una buena idea vigilar con mucha regularidad a la «cosa malévola» por si se le ocurría de repente pensar en Julie, y se iba a por ella.

– ¿Quieres ver esto? -preguntó Derek.

En la pantalla se vio la imagen de un tipo con una máscara, que empuñaba un cuchillo y atravesaba sigilosamente una habitación donde una joven dormía en su cama.

– Será mejor que cambies a otra cosa -dijo Thomas.


Como había pasado la hora punta, y como Julie conocía todos los atajos pero, sobre todo, como Julie no estaba de humor para ser prudente o respetar las leyes de tráfico, los dos tardaron muy poco desde la oficina hasta su domicilio, en el extremo este de Orange.

Durante el camino, Bobby le contó lo de la cucaracha de Calcuta que había formado parte de su zapato cuando él y Frank llegaron a aquel puente rojo del jardín de Kyoto.

– Pero cuando saltamos al monte Fuji, mi zapato estaba impecable y la cucaracha había desaparecido.

Ella aminoró la velocidad en un cruce y no obedeció la señal del semáforo al no haber ningún coche a la vista.

– ¿Por qué no me contaste eso en la oficina?

– No era el momento de entrar en detalles.

– ¿Qué crees que le sucedió a la cucaracha?

– No lo sé. Eso es lo que me fastidia.

Se encontraban en la avenida Newport, más allá del desfiladero Crawford. Las farolas de sodio proyectaban una luz extraña sobre la calzada.

En la cima de las colinas, a la izquierda, varias casas inmensas de estilos francés y Tudor lanzaban destellos cual gigantescos transatlánticos de lujo y parecían fuera de lugar, en parte porque el valor disparatado del terreno obligaba a construir casas de un tamaño desproporcionado si se consideraba lo exiguo del solar donde se alzaban, y en parte porque los estilos arquitectónicos Tudor y francés desentonaban con aquel paisaje casi tropical. Todo formaba parte del circo californiano que Bobby adoraba aunque aborreciese una parte de él. Aquellas casas no le habían molestado jamás y, dados los graves problemas que él y Julie afrontaban, no podía explicarse por qué le molestaban ahora. Quizás estuviera tan nervioso que aquellas pequeñas discordancias le recordaran el caos que había estado a punto de aniquilarle durante sus viajes con Frank.

– ¿Necesitas acaso conducir tan aprisa? -preguntó.

– Sí -replicó, tajante, ella-. Quiero volver cuanto antes a casa, hacer las maletas y partir hacia Santa Bárbara para averiguar lo que podamos sobre la familia Pollard y terminar de una vez con este espeluznante y maldito caso.

– Si te sientes así, ¿por qué no lo dejamos ahora mismo? Cuando Frank regrese le devolvemos su dinero, su tarro de diamantes rojos y le decimos que lo sentimos mucho, que nos parece un gran chico pero no queremos saber nada más del asunto.

– No podemos.

Él se mordió el labio inferior y repuso:

– Lo sé. Pero no puedo explicarme por qué estamos obligados a persistir en ello.

Remontaron la colina y aceleraron hacia el norte, más allá de la entrada Rocking Horse Ridge. Su finca estaba sólo a dos o tres calles a la izquierda. Por fin, cuando ella frenaba para girar, le miró de reojo y preguntó:

– ¿No sabes de verdad por qué no podemos dejarlo?

– No. ¿Crees saberlo tú?

– Lo sé.

– Entonces, dímelo.

– Te lo imaginarás a su debido tiempo.

– No seas misteriosa. No es tu estilo.

Julie condujo el Toyota de la compañía hacia su finca y luego entró en su calle.

– Si te digo lo que opino, te inquietarás. Entonces, lo negarás, discutiremos, y yo no quiero discutir contigo.

– ¿Por qué habríamos de discutir?

Ella metió el coche por el camino de entrada, lo aparcó, apagó los faros y el motor y se volvió hacia él. Sus ojos brillaron en la oscuridad.

– Cuando comprendas por qué no podemos dejarlo no te gustará lo que eso nos hará representar y aducirás que estoy equivocada, que nosotros somos una pareja de buenos chicos. Pues te gusta vernos como una pareja de buenos chicos, con excelentes entendederas pero al mismo tiempo inocentes, como un joven Jimmy Stewart y una Donna Reed. Te quiero por eso, la verdad, por ser un soñador del mundo y de nosotros, y me dolerá que quieras discutir.

Él casi empezó a discutir con ella sobre su deseo de discutir con ella. Luego, la miró fijamente por un momento y al fin dijo:

– Tengo la sensación de no estar enfrentándome con nada, de que cuando todo esto termine y yo comprenda por qué estaba tan determinado a llevarlo hasta el fin, mis motivaciones no serán tan nobles como ahora me lo parecen. Es una maldita sensación sumamente esotérica. Como si yo mismo no me conociera.

– Tal vez nos pasemos toda la vida aprendiendo a conocer cómo somos. Y tal vez no lo sepamos jamás… por completo.

Ella le besó fugazmente y se apeó del coche.

Mientras la seguía por la acera hasta la entrada, Bobby miró el cielo. La claridad del día había sido efímera. Un cúmulo de nubarrones ocultaba la luna y las estrellas. El cielo estaba muy oscuro. Tuvo la extraña certeza de que un peso enorme y terrible caía sobre ellos, negro sobre el fondo oscuro del cielo y por tanto invisible, pero cayendo de prisa, cada vez más…

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