Desde el hospital, Bobby y Julie se dirigieron en un Toyota de la compañía a la parte occidental y llana del condado, Garden Grove, buscando el 884 Serape Way, las señas del permiso de conducir que Frank tenía a nombre de George Farns.
Julie atisbo por las ventanillas salpicadas de lluvia y entre las escobillas del parabrisas para observar con claridad los números de las casas.
La calle estaba flanqueada por brillantes farolas de sodio vaporizado y casas de una sola planta de treinta años de antigüedad Se habían construido en dos modelos básicos de tipo cajón, pero se daba la ilusión de individualidad empleando material vanado. Unas eran de estuco con adornos de ladrillo. Otras, también de estuco pero con paneles de cedro, o piedra de Bouquet Canyon o roca volcánica California no era solo Beverly Hills, Bel Air y Newport Beach, no era sólo mansiones y villas a orillas del mar, como constituía la imagen televisiva. El diseño del hogar económico había hecho accesible el sueño californiano a las oleadas de inmigrantes que afluían desde hacia décadas del este, y ahora desde costas más distantes…, como evidenciaban las pegatinas en lengua vietnamita y coreana de los coches aparcados a lo largo de Serape.
– La próxima manzana -dijo Julie-. Por mi lado.
Algunas personas opinaban que esos vecindarios representaban el baldón del país, pero para Bobby eran la esencia de la democracia. Él había crecido en una calle parecida a la Serape Way, al norte en Anaheim y no Garden Grove, y nunca le había parecido fea. Recordaba haber jugado con otros chicos en los largos atardeceres de verano, cuando el sol se ponía con destellos anaranjados y rojizos y las siluetas plumosas de las palmeras se perfilaban en el cielo como oscuros dibujos a lápiz cuando llegaba el crepúsculo, el aire solía oler a jazmín y se llenaba con los gritos de alguna gaviota rezagada que volaba a lo lejos, por el oeste. Recordaba lo que significaba ser un niño con bicicleta en California…, los paisajes para explorar, las grandes posibilidades de aventura; cada calle de casas de estuco, parecía exótica vista por primera vez desde el sillín de una Schwinn.
Dos árboles coral presidían el patio del número 884 Serape. Los capullos blancos de las azaleas despedían un suave resplandor en la tenebrosa noche.
Teñida por las farolas de sodio vaporizado, la lluvia semejaba oro fundido. Pero cuando Bobby se apresuró detrás de Julie por la entrada, la lluvia se dejó sentir casi tan fría como el aguanieve en su cara y manos. A pesar de llevar una chaqueta de nailon con capucha bien forrada, se estremeció.
Julie llamó al timbre. La luz del porche se encendió y Bobby sintió que alguien les espiaba por la mirilla de la puerta. Se echó la capucha hacia atrás y sonrió.
La puerta se abrió con una cadena de seguridad y un hombre asiático atisbo por la rendija. Tendría unos cuarenta años, era bajo, delgado, con el pelo negro tornándose gris en las sienes.
– ¿Digan?
Julie le mostró el carné de investigador privado y le explicó que buscaban a alguien llamado George Farris.
– ¿Policía? -El hombre frunció el ceño-. Nada malo, no se necesita Policía.
– Mire, no se trata de eso, somos investigadores privados -aclaró Bobby.
El hombre entornó los ojos. Pareció a punto de darles con la puerta en las narices pero de pronto sonrió radiante:
– ¡Ah, ustedes son IP! Como en la televisión.
Diciendo esto quitó la cadena y les hizo pasar.
A decir verdad, no sólo los dejó entrar sino que los recibió como si fueran insignes invitados. Apenas transcurridos tres minutos ambos sabían ya que el hombre se llamaba Tuong Tran Phan (había alterado el orden de sus nombres para acomodarlos a la costumbre occidental de poner el apellido en último lugar), que él y su esposa, Chinh, figuraban entre las personas que habían huido de Vietnam en barco dos años después de la caída de Saigón, que los dos habían trabajado en lavanderías y tintorerías y, a su debido tiempo, habían abierto dos tintorerías de su propiedad. Tuong insistió en coger sus abrigos. Chinh, una mujer menuda de facciones delicadas, vestida con holgados pantalones negros y una blusa amarilla de seda, dijo que les serviría unos refrescos aunque Bobby le aseguró que sólo les robarían unos minutos de su tiempo.
Bobby sabía que la primera generación de americanos vietnamitas recelaba a veces de la Policía, hasta el extremo de no solicitar ayuda cuando eran víctimas de un crimen. La Policía survietnamita a menudo era corrupta, y las autoridades norvietnamitas que habían ocupado el sur tras la retirada de los Estados Unidos habían sido asesinas. Después de quince años o más en los Estados Unidos muchos vietnamitas seguían desconfiando algo de todas las autoridades.
Sin embargo, ese recelo no afectaba a los investigadores privados en el caso de Tuong y Chinh Phan. Evidentemente, ambos habían visto tantos detectives heroicos en la televisión que tomaban todos los detectives por campeones del desvalido, caballeros andantes con relumbrantes revólveres en lugar de lanzas. Representando su papel de liberadores del oprimido, Bobby y Julie se dejaron conducir, con cierta ceremonia, hasta el sofá, que era la pieza más flamante y nueva de la sala.
Los Phan congregaron a sus hijos, unos chiquillos excepcionalmente guapos, en la sala para las presentaciones de rigor: Rocky de trece años, Sylvester de diez, Sissy de doce y Meryl de seis. Saltaba a la vista que todos eran americanos de nacimiento y educación, aunque concurría la halagüeña excepción de que eran más corteses que muchos de sus coetáneos.
Una vez concluidas las presentaciones, los niños volvieron a la cocina en donde estaban haciendo sus deberes de la escuela.
Pese a su cortés negativa, Bobby y Julie vieron que se les servía rápidamente café con leche condensada y unas exquisitas pastas vietnamitas. Los Phan tomaron también café.
Tuong y Chinh ocuparon unas butacas muy usadas y bastante menos confortables que el sofá. Casi todo su mobiliario era de estilo contemporáneo y colores neutros. En un rincón se alzaba un pequeño altar budista; sobre él había fruta y varias varas de incienso en recipientes de cerámica. Sólo estaba encendida una vara que despedía una voluta de humo azulado y fragante. Aparte de esto, los únicos elementos asiáticos eran unas mesas de laca negra.
– Estamos buscando a un hombre que podría haber vivido aquí -explicó Julie mientras cogía uno de los pastelillos que le ofrecía la señora Phan-. Se llama George Farris.
– Sí, él vivió aquí -dijo Tuong. Y su mujer asintió.
Bobby quedó sorprendido. Estaba seguro de que el apellido Farris y las señas habían sido elegidos al azar por un falsificador de documentos, de que Frank no había vivido allí jamás. Frank estaba igualmente convencido de que su verdadero apellido era Pollard y no Farris.
– ¿Le compraron esta casa a George Farris? -preguntó Julie.
– No, él había muerto -respondió Tuong.
– ¿Muerto? -exclamó Bobby.
– Cinco o seis años antes -explicó Tuong-. Un cáncer horrible.
Entonces Frank Pollard no era Farris ni había vivido allí. El carné de identidad era una falsificación absoluta.
– Hace unos meses nosotros le compramos la casa a la viuda -dijo Tuong. Hablaba un inglés bastante bueno aunque a veces suprimía el artículo delante del nombre-. No, lo que quiero decir es… a legatarios de la viuda.
– Así que la señora Farris también ha muerto, ¿no? -dijo Julie.
Tuong se volvió hacia su mujer y ambos cambiaron una mirada significativa.
– Es muy triste -dijo-. ¿De dónde puede provenir semejante hombre?
– ¿De qué hombre está hablando, señor Phan? -preguntó Julie.
– Del que mató a la señora Farris, a su hermano y a dos hijas.
Algo pareció retorcerse en el estómago de Bobby. Le había gustado instintivamente Frank Pollard y, por tanto, su inocencia no le había ofrecido la menor duda, pero de súbito el gusano del recelo horadó la hermosa y reluciente manzana de su convicción. ¿Sería sólo una coincidencia que Frank llevara consigo el carné de identidad de un hombre cuya familia había sido asesinada… o sería Frank el responsable? En aquel momento masticaba un trozo de pastelillo de crema y, aunque era sabroso, se le atragantó.
– Fue hacia fines de julio -dijo Chinh-. Durante la ola de calor que tal vez recuerden ustedes. -Sopló su café para enfriarlo. Bobby observó que Chinh hablaba un inglés perfecto casi todo el tiempo, y sospechó que sus ocasionales lagunas eran deliberados errores que cometía para no parecer más ilustrada que su marido, una cortesía sutil y absolutamente asiática-. Nosotros compramos casa el octubre pasado.
– La Policía no cogerá nunca al asesino -afirmó, enfáticamente, Tuong Phan.
– ¿Tenía una descripción de él? -inquirió Julie.
Bobby miró sin querer a Julie. Parecía estar tan consternada como él pero no le dirigió la típica mirada de «ya te lo había dicho».
– ¿Cómo los asesinaron? -preguntó ella-. ¿Pistola? ¿Estrangulamiento?
– Cuchillo, me parece. Vengan conmigo. Les enseñaré el lugar en donde encontraron sus cuerpos.
La casa tenía tres dormitorios y dos cuartos de baño. Uno de ellos estaba siendo reconstruido. Habían quitado los azulejos de las paredes y el suelo y utilizaban madera de roble de calidad para rehacer los armarios.
Julie entró en el baño siguiendo a Tuong y Bobby permaneció en el umbral con la señora Phan.
El martilleo silbante de la lluvia levantaba ecos por el respiradero del techo.
– El cuerpo de la hija Farris más joven apareció aquí, sobre el suelo -explicó Tuong-. Tenía trece años. Horrible. Mucha sangre. Las juntas entre azulejos permanentemente manchadas. Hubo que quitarlos.
Luego, los condujo hacia el dormitorio que compartían sus hijas. Las camas y mesillas gemelas así como dos pequeñas mesas dejaban poco espacio para más cosas. Pero Sissy y Meryl habían conseguido acumular un buen montón de libros.
Tuong Phan siguió explicando:
– El hermano de la señora Farris, que había venido para pasar una semana con ella, fue muerto aquí, en su cama. Sangre en paredes y alfombra.
– Nosotros vimos la casa antes de que pasara a la lista del agente inmobiliario, antes de que volvieran a pintar las paredes y se cambiara la alfombra -dijo Chinh Phan-. Esta habitación fue la peor. Me dio pesadillas durante algún tiempo.
Todos siguieron la marcha camino del dormitorio principal, amueblado con parquedad: una cama de matrimonio con sus mesillas de noche y las correspondientes lámparas, pero nada de escritorios ni cómodas. Las ropas que no cabían en el armario estaban alineadas a lo largo de una pared en cajas de cartón con tapadera de plástico transparente.
Aquella sobriedad se le antojó a Bobby similar a la suya y la de Julie. Quizás ellos tuvieran también un sueño para el que trabajaban y ahorraban.
– La señora Farris fue hallada dentro de esta habitación, en su cama -dijo Tuong-. Se le habían hecho unas cosas horribles. Se la había mordido, pero no escribieron nada de ello en los periódicos.
– ¿Mordido? -inquirió Julie-. ¿Cómo fue eso?
– Probablemente el asesino. En la cara, la garganta… y otros lugares.
– Si no se publicó nada de eso en los periódicos -dijo Bobby-, ¿cómo saben ustedes lo de los mordiscos?
– La vecina que encontró los cuerpos vive todavía en la puerta de al lado. Ella asegura que tanto la hija mayor como la señora Farris fueron mordidas.
– Y ella no es una persona que imagine tales cosas -añadió la señora Phan.
– ¿Dónde encontraron a la otra hija? -preguntó Julie.
– Síganme, por favor. -Tuong les hizo volver sobre sus pasos, atravesar la sala y el comedor hacia la cocina.
Los cuatro niños Phan estaban sentados alrededor de una mesa. Tres de ellos leían muy aplicados unos libros de texto y tomaban notas. No había televisión ni radio para distraerlos y todos parecían disfrutar de su estudio. Incluso Meryl, que estaba todavía en el parvulario y probablemente no tendría deberes para casa, leía un cuento.
Bobby observó dos gráficos de muchos colores, pegados a la pared, cerca del frigorífico. El primero mostraba el curso de cada niño y el resultado de los exámenes parciales desde el comienzo del curso escolar, en septiembre. El otro tenía una lista de las tareas caseras que correspondían a cada pequeño.
En todo el país las universidades se veían ante un dilema porque un elevado porcentaje de los mejores aspirantes al ingreso eran de origen asiático. Los negros y los hispanos se quejaban de que se les postergaba en favor de otra minoría, y los blancos clamaban racismo cuando se les negaba la admisión en beneficio de un estudiante asiático. Algunos atribuían el éxito de los americanos asiáticos a una conspiración, pero Bobby vio una explicación muy sencilla de sus logros por toda la casa Phan: ellos se esforzaban más. Hacían suyos los ideales sobre los que se había fundado el porvenir del país…, incluyendo el trabajo serio, la honradez, la abnegación dirigida a un objetivo y la libertad para ser lo que uno se propusiera ser. Aunque pareciera irónico, su gran éxito se debía, en parte, al hecho de que muchos americanos aborígenes habían terminado considerando esos mismos ideales con cinismo.
La cocina daba a un cuarto de estar, amueblado con la misma humildad que el resto de la casa.
– Una mayor de las chicas Farris apareció aquí, junto al sofá -dijo Tuong-. Diecisiete años.
– Una chica muy guapa -añadió, entristecida, Chinh.
– Ella, al igual que su madre, había sido mordida. Así lo dice nuestra vecina.
– ¿Qué me dicen de las otras víctimas, la hija más joven y el hermano de la señora Farris? -preguntó Julie-. ¿También fueron mordidos?
– No lo sé -respondió Tuong.
– La vecina no vio sus cuerpos -aclaró Chinh.
Todos quedaron en silencio por un momento, mirando el suelo en donde se había encontrado muerta a la chica, como si la enormidad del crimen fuera tal que la sangre pudiera reaparecer en la flamante alfombra. La lluvia retumbaba en el tejado.
– ¿No les molesta a veces vivir aquí? -preguntó Bobby-. No porque los asesinatos tuvieran lugar en estas habitaciones sino porque el asesino ande todavía suelto. ¿No les preocupa la idea de que pueda volver cualquier noche?
Chinh asintió.
– El peligro está en todas partes -dijo Tuong-. La propia vida es un peligro. Lo menos arriesgado es no haber nacido. -Una leve sonrisa animó su rostro por un instante y luego se esfumó-. El abandonar Vietnam en una embarcación minúscula fue más peligroso que esto.
Mirando hacia la mesa de la cocina, Bobby vio que los cuatro niños seguían inmersos en sus estudios. La perspectiva de que el asesino visitara algún día el escenario de sus crímenes no les conmovía.
– Además de la tintorería -explicó Chinh-, nosotros remozamos casas y las vendemos. Ésta es la cuarta. Tal vez residamos aquí unos años más, rehaciendo una habitación tras otra, y luego la vendamos con el consiguiente beneficio.
Tuong dijo:
– Por culpa de los asesinatos, varias personas se abstuvieron de mudarse aquí después de los Farris. Pero peligro significa también oportunidad.
– Cuando terminemos con la casa -siguió Chinh-, ésta no habrá sido tan sólo reconstruida. También estará limpia, espiritualmente limpia. ¿Comprenden? Se habrá restablecido la inocencia de la casa. Nosotros habremos ahuyentado el mal que el asesino trajo aquí y habremos dejado nuestra huella espiritual en estas habitaciones.
Afirmando con la cabeza, Tuong agregó:
– Y eso es una gran satisfacción.
Sacando el permiso de conducir falsificado del bolsillo, Bobby tapó con dos dedos el nombre y las señas y dejó sólo visible la fotografía.
– ¿Conocen ustedes a este hombre?
– No -contestó Tuong, y Chinh negó con la cabeza.
Cuando Bobby hubo guardado el permiso, Julie preguntó:
– ¿Saben ustedes qué aspecto tenía George Farris?
– No -respondió Tuong-. Como les he dicho, murió de cáncer mucho antes de que su familia fuera asesinada.
– Pensé que ustedes podrían haber visto alguna foto de él aquí, en la casa, antes de que se retiraran las pertenencias de los Farris.
– No. Lo siento.
Bobby dijo:
– Ustedes mencionaron antes que no compraron la casa por medio de un agente inmobiliario. ¿Se arreglaron con los herederos?
– Sí. Otro hermano de la señora Farris lo heredó todo.
– ¿Tendrían ustedes por casualidad su nombre y dirección? -preguntó Bobby-. Creo que necesitaremos hablar con él.