Capítulo 23

El sueño se llenó con la música de Moonlight Serenade de Glenn Miller, aunque, como ocurre con todos los sueños, hubiera una diferencia indefinible entre esa canción y la verdadera melodía. Bobby se encontraba en una casa que le era familiar y totalmente extraña al mismo tiempo, y por una razón u otra sabía que aquello era el bungalow a orillas del mar, en donde él y Julie iban a retirarse todavía jóvenes. Él atravesaba la sala, hollando una alfombra persa oscura, pasando ante butacas forradas de aspecto confortable, un viejo e inmenso sofá de respaldo redondeado y mullidos almohadones, una vitrina Ruhlmann con paneles de bronce, una lámpara Art Decó y estanterías rebosantes de libros. La música provenía del exterior, así que él se dirigió hacia allí. Disfrutó de las convenientes transiciones del sueño atravesando una puerta sin necesidad de abrirla, cruzando un espacioso porche y descendiendo una escalera de madera sin levantar siquiera un pie. El mar retumbaba a un lado, y la espuma fosforescente de las rompientes relucía, pálida, en la noche. Bajo una palmera, en la arena, y rodeada de conchas diseminadas, se alzaba una Wurlitzer 950, destellando con luces doradas y rojas, gacelas dando saltos perpetuos, figuras de Pan tocando perpetuamente la flauta, el mecanismo para cambiar discos brillando como plata auténtica y una gran placa negra dando vueltas en el plato giratorio. Bobby se sintió como si Moonlight Serenade fuera a sonar eternamente, lo cual le plació mucho porque nunca había estado tan eufórico, tan en paz consigo mismo; presintió que Julie había salido de la casa detrás de él, que le esperaba en la húmeda arena cerca del agua, que quería bailar con él… Así que se volvió y allí estaba ella, bajo la luz exótica de la Wurlitzer. Dio un paso hacia Julie…

¡Corre, escapa, salva a Julie, la Cosa Malévola se está aproximando, la Cosa Malévola, corre, corre!

El océano índigo saltó de repente como si recibiera el latigazo de una tormenta y la espuma explotó en el aire nocturno.

Vientos huracanados sacudieron las palmeras.

¡ La Cosa Malévola! ¡Corre! ¡Corre!

El mundo se ladeó. Bobby cayó tambaleándose hacia Julie. El mar se embraveció alrededor de ella. La quiso absorber; se dispuso a atraparla; aquello era agua con voluntad, un mar penante con una conciencia malévola reluciendo oscura en sus profundidades.

¡ La Cosa Malévola!

La melodía de Glenn Miller aceleró su ritmo, el disco giró a doble velocidad.

¡ La Cosa Malévola!

La luz suave y romántica de la Wurlitzer llameó, hirió sus ojos y, sin embargo, no ahuyentó la noche. Era una luz radiante, como si la puerta del infierno se hubiese abierto, pero la oscuridad que les rodeaba se intensificó, sin rendirse a aquel resplandor sobrenatural.

¡ LA COSA MALÉVOLA! ¡ LA COSA MALÉVOLA!

El mundo se ladeó aún más. Se levantó y giró.

Bobby se tambaleó por la ondulante playa hacia Julie, que parecía incapaz de moverse. El mar hirviente y negruzco estaba engulléndola.

¡ LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA!

Con un crujido estrepitoso de piedra hendida, el cielo se abrió sobre sus cabezas pero ningún relámpago asaeteó la resquebrajada bóveda.

Surtidores de arena se alzaron alrededor de Bobby. Agua negra como la tinta surgió de orificios que se abrieron súbitamente en la playa.

El miró hacia atrás. El bungalow había desaparecido. El mar se alzaba por todas partes. La playa estaba disolviéndose bajo sus pies.

Dando un alarido, Julie desapareció bajo el agua.

¡COSAMALÉVOLA COSAMALÉVOLA COSAMALÉVOLA COSAMALÉ-VOLA!

Una ola de seis metros se cernió sobre Bobby. Y rompió, arrastrándole consigo. Él intentó nadar. La carne de sus brazos y manos se llenó de ampollas y empezó a pelarse dejando al descubierto destellos de hueso blanco como el hielo. El agua de medianoche era un ácido. Su cabeza se sumergió. Se esforzó por respirar, alcanzó la superficie, pero el mar corrosivo le había comido ya los labios y él sintió que las encías se le desprendían de los dientes y que la lengua se le tornaba gachas rancias en la bocanada de salmuera cáustica que había engullido. Incluso el aire lleno de espuma corría, y le devoró los pulmones en un instante, de modo que cuando intentó respirar no pudo. Se fue hacia el fondo batiendo las olas con brazos y manos que eran sólo hueso y, atrapado por una corriente submarina, se sumió en la eterna oscuridad, la disolución, el olvido.

¡COSAMALÉVOLA!

Bobby se sentó de un salto en la cama.

Aunque estuviera gritando no emitía ni un sonido. Cuando se dio cuenta de que había estado soñando, cesó en sus intentos de gritar y, por último, dejó escapar un gemido sordo, patético.

A todo esto había apartado de sí las sábanas. Se sentó en el borde de la cama, con los pies sobre el suelo y ambas manos aferradas al colchón, intentando recobrar el equilibrio como si estuviera todavía en aquella playa ondulante o braceando en aquel mar proceloso.

Las cifras verdes del reloj de proyección lucieron, pálidas, en el techo: las 2.43.

Durante un rato, el martilleo acelerado de su propio corazón le llenó de ruido desde dentro dejándole sordo para el mundo exterior. Pero, al cabo de unos segundos, oyó la respiración rítmica de Julie y se sorprendió de no haberla despertado.

Evidentemente, no se había agitado durante su sueño.

El pánico que le había infundido aquella pesadilla no se disipó por completo.

Su ansiedad empezó a reverdecer, en parte porque la habitación estaba tan tenebrosa como aquel mar devorador. Temiendo despertar a Julie no encendió la lámpara de la mesilla.

En cuanto pudo levantarse lo hizo y rodeó la cama en la absoluta oscuridad. El baño estaba en el lado de ella, pero como el camino estaba despejado hasta allí, se abrió paso sin dificultad dejándose guiar por la costumbre y el instinto como hiciera otras muchas noches.

Cerró la puerta a sus espaldas y encendió las luces. Durante un momento el brillo fluorescente le impidió mirar la superficie deslumbrante del espejo, sobre el lavabo. Cuando consiguió al fin contemplar su imagen vio que nada había corroído su carne. La pesadilla había sido horriblemente vivida, en nada parecida a ninguna experiencia anterior; por alguna razón extraña e inexplicable había sido más real que la vida misma, con colores y sonidos intensos, que latían aún en su mente adormecida. Aun sabiendo que todo había sido una pesadilla, casi había temido que aquel océano alucinante hubiese dejado una marca corrosiva en su carne, incluso después de despertar.

Estremecido, se apoyó sobre el lavabo. Abrió el grifo del agua fría e, inclinándose, se mojó la cara. Luego, contempló otra vez su imagen y cambió una mirada con sus propios ojos mientras musitaba para sí:

– ¿Qué diablos habrá sido eso?

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