Cuando Julie y Bobby salieron del ascensor al tercer piso acompañados de un agente llamado McGrath, Julie vio a Tom Rasmussen sentado sobre las relucientes baldosas grises, la espalda contra la pared del pasillo, las manos esposadas delante de él y unidas mediante una cadena a unos grilletes que le atenazaban los tobillos. El hombre estaba haciendo pucheros. Había intentado robar programación de ordenador valorada en decenas de millones de dólares, si no centenares de millones, y desde la ventana del despacho de Ackroyd había hecho con la mayor sangre fría la señal para que mataran a Bobby, y sin embargo ahora hacía pucheros como un niño porque le habían atrapado. Su cara de comadreja estaba crispada, el labio inferior se proyectaba hacia delante y los ojos castaño amarillentos parecían llorosos, como si el hombre pudiera prorrumpir en llanto si alguien se atrevía a imprecarle. Su mera presencia enfureció a Julie, quien deseó poder asestarle una patada en los dientes y hacérselos tragar hasta el estómago para que el maldito pudiera volver a masticar su última comida.
La Policía lo había encontrado en un armario de accesorios, tras unas cajas que él mismo había dispuesto con gran cuidado para hacerse un escondite tan patente que daba lástima. Resultó evidente que el hombre, apostado ante la ventana de Ackroyd para presenciar los fuegos artificiales, había quedado sorprendido cuando Julie apareció con el Toyota. Varias horas antes, ella había conducido el Toyota hasta el aparcamiento de la Decodyne y se había mantenido alejada del edificio bajo las frondosas ramas del laurel sin que nadie se percatara de su presencia. En lugar de huir al ver el atropello del primer pistolero, Rasmussen había titubeado, preguntándose sin duda quién más estaría allí fuera. Luego, oyó las sirenas, y su única opción fue la de esconderse con la esperanza de que los agentes hicieran sólo un registro rutinario y llegaran a la conclusión de que había escapado. Rasmussen era un genio con un ordenador, mas cuando se trataba de tomar decisiones bajo fuego graneado no era ni mucho menos tan genial como él se imaginaba.
Dos agentes armados hasta los dientes estaban vigilándole, pero como el hombre estaba acurrucado, tembloroso y a punto de llorar, resultaban un poco ridículos con sus chalecos antibalas, sus armas automáticas listas para disparar y su torvo aspecto.
Julie conocía a uno de aquellos agentes, Sansón Garfeuss, de sus días en la oficina del sheriff, en donde Sampson había servido también antes de incorporarse a las fuerzas policiales de la ciudad de Invine. Una de dos, o sus padres habían tenido presciencia o él se había esforzado lo suyo para hacer honor a su nombre pues era alto, ancho y coriáceo. Tenía entre las manos una caja sin tapadera que contenía cuatro pequeños discos. Se la mostró a Julie y preguntó:
– ¿Es esto lo que él buscaba?
– Podría ser -contestó ella, haciéndose cargo de la caja.
Bobby le cogió los discos y dijo:
– Tendré que bajar al despacho de Ackroyd para encender el ordenador, alimentarlo con esto y ver lo que hay en ellos.
– Adelante -indicó Sansón.
– Tendrá que acompañarme -dijo Bobby a McGrath, el agente que los llevó en el ascensor-. Para vigilarme y asegurarse de que no manipulo estas cosas. -Señaló a Rasmussen-. No sea que esta especie de baba alegue que eran discos en blanco y que yo he copiado en ellos la información genuina para comprometerle.
Mientras Bobby y McGrath marchaban a uno de los ascensores para descender al segundo piso, Julie se cuadró ante Rasmussen.
– ¿Sabe usted quién soy?
Rasmussen la miró pero no dijo nada.
– Soy la esposa de Bobby Dakota. Bobby estaba en la furgoneta que sus matones ametrallaron.
Rasmussen apartó la mirada de ella para examinar sus muñecas esposadas.
– ¿Sabe lo que me gustaría hacer con usted? -preguntó Julie mientras alzaba las manos delante de su nariz y agitaba las uñas de excelente manicura-. Para comenzar, me gustaría aferrarle por la garganta, apretarle la cabeza contra la pared y meterle estas bonitas y afiladas uñas en los ojos hasta dentro, bien adentro, de forma que hurgaran en su febril e insignificante cerebro para ver si puedo descifrar el revoltijo que hay ahí.
– ¡Por Dios, señora! -exclamó el compañero de Sansón, que se llamaba Burdock y podría pasar por un hombretón si no estuviera presente Sansón.
– Bueno -respondió ella-, es que está demasiado revuelto para que pueda ayudarle el psiquiatra de la penitenciaría.
– No hagas insensateces, Julie -dijo Sansón.
Rasmussen la miró de hito en hito durante un segundo pero esto fue tiempo suficiente para permitirle comprender la intensidad de su cólera y para asustarse. Antes, un arrebato de furia infantil había acompañado sus pucheros pero ahora el rostro se le quedó lívido. Con voz demasiado estridente y trémula para resultar tan áspera como se proponía, dijo a Sansón:
– Mantenga lejos de mí a esta perra demencial.
– A decir verdad, ella no tiene nada de demencial -repuso Sansón-. Por lo menos, en términos médicos. Me temo que hoy día es muy difícil declarar loco a alguien. Ahí intervienen montones de intereses acerca de sus derechos civiles, ya sabe. No, yo no diría que ella está loca.
Sin apartar la mirada de Rasmussen, Julie dijo:
– Muchas gracias, Sam.
– Observarás que no he dicho nada sobre la otra parte de su acusación -repuso, de buen humor, Sansón.
– Ya, te comprendo.
Mientras ella hablaba con Sansón siguió observando atentamente a Rasmussen.
Todo el mundo albergaba algún miedo especial, un trasgo hecho a su medida y agazapado en un rincón recóndito de su mente, y Julie sabía lo que Tom Rasmussen temía más que nada en el mundo. No las alturas, ni los espacios reducidos. No las multitudes, ni los gatos. No los insectos voladores, ni los perros, ni la oscuridad. En las últimas semanas, Dakota amp; Dakota había formado un grueso expediente sobre él y había descubierto que Rasmussen padecía fobia de ceguera. En la cárcel, el hombre había solicitado cada mes, con regularidad verdaderamente obsesiva, un reconocimiento de ojos aduciendo que su vista se estaba deteriorando, y había requerido unos análisis periódicos para determinar si había sífilis, diabetes y otras dolencias que pudieran ocasionar la ceguera de no tener el tratamiento adecuado.
Cuando estaba fuera de la cárcel (la había visitado dos veces), había tenido consultas mensuales con un oftalmólogo de Costa Mesa.
Todavía plantada ante Rasmussen, Julie le cogió la barbilla. Él respingó. Ella le obligó a mirarla, luego le apuntó con dos dedos de la otra mano y se los pasó por la mejilla haciéndole verdugones rojos en la enfermiza piel, pero sin la fuerza suficiente para hacerla sangrar.
Rasmussen chilló e intentó golpearla con las manos esposadas aunque se lo impedían su propio miedo y la cadena que le unía muñecas y tobillos.
– ¿Qué diablos cree usted que está haciendo?
Julie extendió los mismos dedos con que le había arañado y los mantuvo a pocos milímetros de sus ojos. El se echó hacia atrás lanzando una especie de maullido e intentó zafarse pero ella le sujetó con firmeza por la barbilla.
– Yo y Bobby hemos estado juntos ocho años, casados más de siete, y ésos han sido los mejores años de mi vida, pero entonces se presenta usted y cree que puede aplastarle como quien aplasta a una chinche.
Dicho esto, acercó aún más las uñas a sus ojos. Veinte milímetros. Diez milímetros.
Rasmussen intentó apartarse pero le era imposible pues su cabeza estaba oprimida contra la pared.
Las puntas agudas de las bien cuidadas uñas quedaron a cinco milímetros de sus ojos.
– Esto es brutalidad policial -dijo Rasmussen.
– No soy un poli -murmuró Julie.
– Ellos sí -dijo él volviendo la mirada hacia Sansón y Burdock-. Mejor será que aparten de mí a esta perra o entablaré acción judicial contra ustedes hasta que les arda el culo.
Julie le tocó las pestañas con las uñas y atrajo otra vez toda su atención. El hombre respiró, jadeante, y, repentinamente ella empezó también a sudar.
Nuevo toque de pestañas acompañado de una sonrisa.
Las pupilas negras de los ojos castaño amarillentos se dilataron.
– Escuchad, bastardos, será mejor que me hagáis caso. Os juro que entablaré acción legal, os echarán del cuerpo…
Julie rozó otra vez las pestañas y sonrió.
Rasmussen apretó cuanto pudo los ojos.
– Os quitarán vuestros malditos uniformes y placas, os echarán a la mazmorra, ¿y sabéis lo que les sucede en la cárcel a los ex polis? ¡Les hacen cagarse de miedo, los destrozan, los matan y violan! -Su voz subió en espiral y se quebró al pronunciar la última palabra como la de un adolescente.
Julie miró a Sansón para asegurarse de que contaba con su aprobación tácita, si no activa, respecto al pequeño juego, y echó otra ojeada a Burdock observando que éste no se mostraba tan plácido como Sansón pero, probablemente, se mantendría al margen durante un rato; luego, apretó con las uñas los párpados de Rasmussen.
Él intentó apretar aún más los ojos.
Ella acentuó la presión.
– Intentaste dejarme sin Bobby, por tanto procuraré dejarte sin ojos.
– ¡Está loca!
Julie apretó aún más.
– ¡Deténgala! -vociferó Rasmussen dirigiéndose a los dos agentes.
– Si pretendiste que yo no viera más a mi Bobby, ¿por qué he de dejarte que sigas viendo cosas en tu vida?
– ¿Qué es lo que quieres? -El sudor resbaló por el rostro de Rasmussen; el hombre semejaba una vela derritiéndose aprisa en una hoguera.
– ¿Quién te dio licencia para matar a Bobby?
– ¿Licencia? ¿Qué quieres decir? Nadie. Yo no necesito…
– Tú no habrías intentado ni tocarle si tu patrón no te hubiese dicho que lo hicieras.
– Yo sabía que él me espiaba -respondió, frenético, Rasmussen. Y como ella no aflojara la presión de sus uñas, unas cuantas lágrimas asomaron bajo sus párpados-. Yo sabía que él estaba ahí fuera, le guipé hace cinco o seis días pese a que él empleaba diferentes furgonetas, camiones e incluso esa furgoneta color naranja con el escudo del condado en la puerta. Por tanto, yo tenía que hacer algo ¿no? Me era imposible abandonar el trabajo, había mucho dinero en juego. Yo no podía dejarle que me pescara cuando conseguí al fin el Whizard, o sea que tenía que hacer algo. Fue tan sencillo como eso, hazme caso, por Dios.
– Tú eres sólo un monstruo de los ordenadores, un pirata informático alquilado… sin sentido de la moralidad, sórdido, pero no eres un tipo coriáceo. Eres blando, blando hasta el baboseo. No planeaste por tu cuenta ese golpe. Tu jefe te dijo que lo hicieras.
– Yo no tengo jefe. Trabajo por libre.
– Alguien te paga.
Julie se arriesgó a ejercer más presión, no con las uñas, sino con las yemas, pero Rasmussen estaba tan alucinado por el miedo que quizá creyó sentir las afiladas uñas penetrar poco a poco en los delicados tejidos de sus párpados. Ahora, debía ver por dentro campos de estrellas, fogonazos y remolinos de color; y tal vez sintiera incluso cierto dolor. Empezó a temblar; los grilletes entrechocaron con leve tintineo. Aparecieron más lágrimas bajo sus párpados.
– Delafield. -La palabra le salió como un eructo, como si hubiera estado intentando reprimirla y al mismo tiempo expelerla con toda su fuerza-. Kevin Delafield.
– ¿Quién es? -inquirió Julie, sujetándole todavía la barbilla y clavándole las uñas en los párpados sin cejar.
– Microwest Corporation.
– ¿Es el que te contrató para hacer esto?
Rasmussen se puso rígido, temía moverse siquiera una fracción de milímetro, convencido de que el menor cambio de posición haría que aquellas uñas penetraran en sus ojos.
– Sí. Delafield. Un chiflado. Un renegado. La Microwest no se esfuerza por comprenderle. Le basta con que el tipo obtenga resultados. Así que suéltame. ¿Qué más quieres?
Julie le soltó.
Él abrió los ojos al instante, parpadeó para probar su vista y luego se vino abajo entre sollozos de alivio.
Cuando Julie se apartaba, las puertas del cercano ascensor se abrieron y Bobby reapareció con el agente que le había acompañado abajo, a la oficina de Ackroyd.
Bobby miró a Rasmussen, ladeó la cabeza y chascando la lengua dijo:
– Te has portado mal, ¿verdad, querida? ¿Es que no puedo llevarte a ninguna parte?
– Sólo he tenido una pequeña conversación con el señor Rasmussen. Eso es todo.
– Él parece haberlo encontrado estimulante -observó Bobby.
Rasmussen siguió sentado, inclinado hacia delante con ambas manos sobre los ojos, y llorando desconsoladamente.
– Estuvimos en desacuerdo sobre algo -dijo Julie.
– ¿Películas, libros?
– Música.
– ¡Ah!
– Eres una mujer despiadada, Julie -dijo, en voz baja, Sansón Garfeuss.
Ella se limitó a contestar:
– Él intentó matar a Bobby.
Sansón asintió.
– No digo que no admire a veces el salvajismo… un poco. Pero me debes una, tan cierto como que hay infierno.
– Conforme.
– A mí me debes más de una -dijo Burdock-. Este tipo presentará una denuncia. Puedes apostarte el trasero.
– ¿Denuncia por qué? -Preguntó Julie-. No tiene ninguna señal que yo sepa.
Los leves arañazos en la mejilla de Rasmussen estaban ya perdiendo color. Sudor, lágrimas y un temblor histérico eran las únicas pruebas de su calvario.
– Escucha -dijo Julie a Burdock-, él se derrumbó porque da la casualidad de que sé muy bien cuál es su punto flaco y dónde debo darle un pequeño toque, como quien corta un diamante. La cosa funcionó porque la basura, como él, piensa que todo el mundo es también basura, nos cree capaces de hacer lo que él haría en la misma situación. Si nuestros papeles estuviesen invertidos, yo no le sacaría los ojos jamás pero él podría sacarme los míos, por tanto él pensó que sin duda yo le haría lo que él me habría hecho a mí. Todo cuanto hice fue emplear sus aviesas maneras contra él. Cuestión de psicología. Nadie puede presentar una denuncia por la aplicación de un poco de psicología. -Y volviéndose hacia Bobby preguntó-: ¿Qué había en esos discos?
– El Whizard. Nada de datos triviales. La totalidad. Ésos tienen que ser los archivos que él duplicó. Hizo sólo una copia mientras yo le vigilaba. Y después de iniciado el tiroteo no tuvo tiempo de hacer otras copias.
Se oyó el timbre del ascensor y el número de su piso se encendió en el tablero. Cuando las puertas se abrieron, un detective de paisano a quien conocían, Gil Dainer, salió al vestíbulo.
Julie cogió el paquete de discos a Bobby y se lo entregó a Dainer.
– Aquí están las pruebas -dijo-. Todo el caso podría fundarse en ellas. ¿Te crees capaz de seguirle la pista?
Dainer sonrió.
– ¡Por Dios, señora, lo intentaré!