Capítulo 1

La noche era serena y se hallaba sumida en un extraño silencio, como si el callejón fuese una playa desierta y sin viento en el ojo de un huracán, entre la tempestad pasada y la que es inminente. Un leve tufo de humo fluctuaba en el aire estático, aunque no se veía ninguna humareda.

Tendido boca abajo sobre el frío pavimento, Frank Pollard no se movió al recobrar el conocimiento: aguardó con la esperanza de que su confusión se disipara. Parpadeó intentando aclarar la vista. Unos velos parecieron ondear ante sus ojos. Inspiró profundamente algunas bocanadas de aire frío y saboreó el humo invisible gesticulando al notar su acre regusto.

Sombras diversas se cernieron y le rodearon como si se tratase de una convocatoria de figuras ataviadas con túnicas. Lentamente, su visión se aclaró pero pocas cosas se revelaron a la luz amarillenta que asomaba tenuemente a sus espaldas. Un gran cubo de basura, a dos o tres metros de él, se perfiló de forma tan difusa que por un momento pareció sobremanera extraño, como si fuese un artefacto de alguna civilización exótica. Durante unos instantes, Frank lo miró fijamente, antes de descubrir lo que era.

No sabía dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí. No podía haber estado sin conocimiento más de unos segundos, pues el corazón le latía aprisa como si pocos momentos antes hubiese estado corriendo para salvar la vida.

Luciérnagas en un vendaval

Esa frase cobró alas en su cerebro pero él no tenía ni idea de su significado. Cuando intentó concentrarse para darle sentido, una jaqueca sorda le afectó el ojo derecho.

Luciérnagas en un vendaval

Gimió para sus adentros.

Entre él y el cubo de basura se interpuso, ágil y sinuosa, una sombra más. Unos ojos verdes, pequeños pero radiantes, le miraron con interés glacial.

Asustado, Frank logró ponerse de rodillas. Un grito leve e involuntario surgió de su interior, semejando menos un sonido humano que el lamento sordo de un instrumento de lengüeta.

El observador de ojos verdes se escabulló. Un gato. Sólo un gato negro ordinario.

Frank consiguió levantarse, se tambaleó mareado y casi cayó sobre un objeto que había estado todo el tiempo sobre el asfalto, a su lado. Se agachó cautelosamente y lo cogió: una bolsa de viaje, de cuero flexible, llena hasta los topes y sorprendentemente pesada. Supuso que sería suya. No podía recordarlo. Acarreando la bolsa anduvo balanceándose hasta el cubo de basura y se apoyó en su herrumbroso costado.

Miró hacia atrás y vio que se hallaba entre lo que parecían unos edificios de apartamentos de dos plantas. Los coches de sus habitantes estaban aparcados en ambos lados de la calle con el morro hacia fuera, en compartimientos cubiertos. Un fantasmal resplandor amarillo, crudo y sulfuroso, más parecido a una llama de gas que a la luminosidad de una bombilla eléctrica incandescente, provenía de un farol situado al final del bloque, demasiado distante para revelar los pormenores del callejón en donde se encontraba.

Cuando su respiración acelerada se calmó y los latidos de su corazón se atenuaron, descubrió de pronto que ignoraba quién era. Sabía su nombre, Frank Pollard, pero eso era todo. Desconocía su edad, su modo de ganarse la vida, de dónde provenía y adonde iba o por qué. Ese descubrimiento le sobresaltó tanto que se quedó sin aliento por unos instantes; luego, los latidos de su corazón se normalizaron nuevamente y dejó escapar de golpe el aliento contenido.

Luciérnagas en un vendaval

¿Qué diablos significaría eso?

Miró frenéticamente a izquierda y derecha buscando un objeto o alguna parte del escenario que le resultara reconocible, cualquier cosa, cualquier ancla en un mundo que se había tornado de improviso completamente extraño. Como la noche no le ofreciera nada para tranquilizarle, encaminó la búsqueda hacia su interior, indagando desesperadamente algo con lo que estuviese familiarizado, pero su memoria resultó más oscura incluso que el callejón en donde se encontraba.

Poco a poco, percibió que el olor a humo se había esfumado para dar paso a una tufarada vaga, aunque nauseabunda, de basura pudriéndose en el cubo. El hedor a descomposición le inspiró pensamientos de muerte que parecieron activar el recuerdo vago de que él huía de alguien… o de algo… que intentaba darle muerte. Cuando hizo un esfuerzo para rememorar por qué huía y de quién, le fue imposible afianzar aquel retazo de la memoria, que parecía una percepción fundada en el instinto más que un recuerdo auténtico.

Un remolino de viento se formó en torno suyo. Luego, se hizo otra vez la calma, como si la noche muerta intentara volver a la vida pero sólo consiguiese exhalar un suspiro estremecido. Un solitario trozo de papel se elevó con aquella exhalación, saltó varias veces sobre el pavimento y vino a detenerse junto a su pie derecho.

Una intuición irracional le hizo estar seguro de que un gran peso estaba a punto de aplastarle. Levantó la vista y miró el cielo despejado, la negrura desapacible y vacía del espacio y el destello maligno de las distantes estrellas. Si algo descendía hacia él, Frank no podía verlo.

La noche exhaló de nuevo. Más fuerte esta vez. Su aliento fue incisivo y húmedo.

Llevaba calcetines blancos y zapatos deportivos y una camisa de tartán azul y manga larga. No tenía chaqueta, y no le habría venido mal una. El aire no era helado, sólo algo fresco pero tenía el frío dentro, un miedo gélido que le hacía estremecerse sin control entre la caricia fría del viento nocturno y aquel helor interno.

La racha de viento se extinguió.

Convencido de que debía marcharse de allí, y cuanto antes mejor, Frank se apartó del cubo de basura. Avanzó tambaleándose por el callejón, dejando atrás el final del bloque en donde el farol alumbraba zonas más oscuras, sin ningún destino en el pensamiento, impulsado sólo por la sensación de que aquel lugar era peligroso, y de que la seguridad, si tal cosa existía, se hallaba en otra parte.

El viento sopló de nuevo y con él esta vez un silbido siniestro, apenas audible, como la música distante de una flauta hecha con algún hueso raro.

A los pocos pasos, cuando Frank pisaba ya más seguro y sus ojos se adaptaban a la tenebrosa noche, llegó a la confluencia de dos callejones. A izquierda y derecha se veían cancelas de hierro forjado en arcos de pálido estuco.

Probó a abrir la cancela de la izquierda. Estaba sin candado, asegurada sólo por un pestillo. Los goznes rechinaron haciéndole respingar. Esperó que su perseguidor no hubiese oído el ruido.

Pues a aquellas alturas, aunque no hubiese ningún adversario a la vista, Frank tenía la certeza de que era objeto de una persecución. Lo supo con tanta seguridad como una liebre sabe que hay un lobo en el campo.

El viento le bufó otra vez en la espalda, y la música aflautada, aunque casi inaudible y carente de melodía discernible, le resultó obsesionante. Le desgarraba los tímpanos. Agudizó su pavor.

Más allá de la cancela negra de hierro, un paseo flanqueado por plumosos helechos y arbustos seguía adelante entre dos edificios de apartamentos de doble planta. Frank anduvo por él hasta un patio rectangular, apenas alumbrado en los extremos por lámparas de seguridad de escasos vatios. Los apartamentos de la primera planta daban a otro paseo cubierto; las puertas del segundo piso se hallaban bajo el tejadillo de azulejos de una balconada con barandilla de hierro. Ventanas sin luz miraban a un parterre de hierba rodeado de azaleas, plantas carnosas y algunas palmeras.

Una cenefa de sombras puntiagudas, proyectadas por las hojas de la palmera, se extendía sobre una pared tenuemente iluminada, tan inmóvil como si estuviera esculpida en piedra. Pero de pronto la flauta misteriosa emitió otra vez suaves trinos, el viento reanimado bufó con más fuerza que antes y las sombras bailaron y bailaron. La propia sombra de Frank, desmesurada y oscura, se agitó por unos instantes sobre el estuco entre las siluetas danzantes, cuando él atravesó a toda prisa el patio. Entonces encontró otro paseo, otra cancela y, por fin, la calle adonde daba el complejo de apartamentos.

Era una calle apartada, sin faroles. Allí reinaba la noche sin discusión.

El viento bramador persistía más que antes, se revolvía furiosamente. Cuando sus rachas se interrumpieron de forma abrupta junto con una cesación no menos abrupta de la poca melódica flauta, la noche pareció haber sido abandonada en un vacío, como si la turbulencia se hubiese llevado consigo hasta el último ápice de aire respirable. Entonces, los oídos de Frank estallaron, igual que ante un cambio súbito de altitud; cuando corrió por la calle desierta hacia los coches aparcados junto al bordillo, el aire volvió a envolverle.

Intentó forzar cuatro coches antes de encontrar uno abierto, un Ford. Se deslizó detrás del volante y dejó la puerta abierta para tener algo de luz.

Volvió la cabeza para mirar el camino por donde había venido.

El complejo de apartamentos mantenía el silencio mortal de la noche. Envuelto en oscuridad. Unos edificios ordinarios y, sin embargo, inexplicablemente siniestros.

No se veía a nadie.

No obstante, Frank sabía que alguien le seguía de cerca.

Hurgó bajo el tablero, extrajo un revoltijo de alambres y con gran apresuramiento puso el motor en marcha sin detenerse a pensar que aquella destreza en el latrocinio implicaba una vida fuera de la ley. Sin embargo, no se sentía un ladrón. No tenía ninguna sensación de culpabilidad; la Policía no le inspiraba antipatía ni temor. De hecho, en aquel momento, habría acogido gustosamente a un agente para que le ayudara a dilucidar quién o qué estaba pisándole los talones. No se sentía como un criminal sino como un hombre que huía desde hacía demasiado tiempo de un enemigo implacable, despiadado.

Cuando agarró el asa de la puerta para cerrarla, le iluminó un breve fogonazo de luz azulada y el cristal del lado del conductor estalló. Fragmentos de vidrio regaron el asiento trasero. Puesto que la puerta delantera estaba abierta, el cristal de esa ventanilla no le tocó, sino que cayó de su marco al pavimento.

Cerrando la puerta de golpe, Frank miró por el boquete hacia los apartamentos sumidos en tinieblas y no vio a nadie.

Luego, metió la primera velocidad del Ford, soltó el freno y pisó con fuerza el acelerador. Al apartarse del bordillo enganchó el parachoques trasero del coche aparcado delante de él. Un ligero chirrido de metal torturado rasgó el silencio de la noche.

Pero él continuó sometido al ataque: una luz azul centelleante, de un segundo de duración a lo sumo, iluminó el coche; el parabrisas se fragmentó a todo lo ancho en múltiples líneas quebradas, aunque él no vio nada que hubiese podido golpearlo. Hurtó el rostro y contrajo los ojos a tiempo de evitar que le cegara la lluvia de cristales. Durante un momento no pudo ver a dónde se dirigía pero no aflojó el acelerador prefiriendo el peligro de una colisión al riesgo aún mayor de frenar y dar ocasión de alcanzarle a su enemigo invisible. La lluvia de cristales repiqueteó sobre su cabeza agachada; por fortuna, era cristal de seguridad y ninguno de los fragmentos le cortó.

Abrió los ojos y los guiñó contra el vendaval que le salía al encuentro por el marco ahora vacío del parabrisas. Vio que había recorrido media manzana y estaba alcanzando el cruce. Hizo girar el volante hacia la derecha, pisando apenas el pedal del freno, y entró en una vía mejor iluminada.

Una luz azul zafiro, semejante al fuego de Santelmo, brilló en las partes cromadas y, cuando el Ford doblaba la esquina, uno de sus neumáticos traseros explotó. El no había oído disparo alguno. Una fracción de segundo después, el otro neumático trasero corrió la misma suerte.

El coche se balanceó, patinó hacia la izquierda y empezó a colear.

Frank luchó con el volante.

Entonces, los dos neumáticos delanteros reventaron al mismo tiempo.

El Ford se balanceó de nuevo, justo al deslizarse de costado, pero el reventón súbito de los dos neumáticos delanteros compensó el deslizamiento de la parte trasera hacia la izquierda dando a Frank la oportunidad de hacerse con el rebelde volante.

Todo ocurrió de nuevo sin que se dejara oír el menor disparo. No sabía decirse cuál sería la causa de tales acontecimientos y, sin embargo… la intuyó.

Eso fue lo verdaderamente horripilante: en algún plano profundo de la conciencia supo lo que estaba sucediendo, conoció la extraña fuerza que destruía aprisa el coche en torno suyo y supo también que sus probabilidades de escapar eran muy escasas.

Un relampagueo de luz crepuscular…

La ventanilla trasera estalló. El cristal de seguridad voló en trozos gomosos y sin embargo punzantes sobre su cabeza. Algunos le golpearon la nuca y se prendieron en su pelo.

Frank dobló la esquina y siguió adelante sobre cuatro ruedas reventadas. Sobre el rugiente viento que fustigaba su cara podía oír el sonido de la goma colgante, hecha jirones, y el rechinamiento de las llantas metálicas.

Echó una ojeada por el espejo retrovisor. Tras él la noche era un inmenso océano negro, alumbrado a ratos por unas farolas muy espaciadas entre sí, que se sumían en las tinieblas como las luces de un convoy doble de barcos.

Según el cuentakilómetros, marchaba a cuarenta y ocho kilómetros por hora después de doblar la esquina. Intentó aumentar la velocidad a sesenta no obstante los inservibles neumáticos, pero algo traqueteó y aulló bajo el capó, luego el motor tosió y no pudo animarle a cobrar más velocidad.

Cuando se acercaba al siguiente cruce, los faros estallaron o se apagaron. Frank no supo a ciencia cierta el qué. Aunque las farolas estaban muy separadas entre sí, pudo ver lo suficiente para seguir conduciendo.

El motor tosió de nuevo y el Ford empezó a perder velocidad. Frank no paró ante el semáforo del siguiente cruce. Más bien pisó el acelerador, aunque sin resultado alguno.

Por último, falló también la dirección. El volante giró entre sus sudorosas manos sin producir el menor efecto.

Resultaba evidente que los neumáticos estaban ya hechos trizas. El contacto de las llantas de acero con el pavimento hacía volar chispas doradas y azuladas.

Luciérnagas en un vendaval

Frank seguía sin saber lo que significaba aquello.

Ahora, avanzando a unos treinta kilómetros por hora, el coche se dirigió hacia el bordillo de la derecha. Frank accionó todos los frenos pero no respondieron.

El automóvil saltó el bordillo, rascó una farola arrancándole el sonido del beso entre plancha metálica y acero y topó contra el tronco de un inmenso datilero que se alzaba ante un bungalow blanco.

Frank abrió la puerta, asió la bolsa de cuero del asiento contiguo y se apeó desparramando fragmentos de cristal gomoso a su alrededor.

Aunque el aire sólo era fresco le congeló el rostro porque le caía sudor por la frente. Al lamerse los labios, notó el sabor a sal.

Entretanto, un hombre había abierto la puerta del bungalow para salir al porche. Se encendieron algunas luces en la casa contigua.

Frank miró el camino por donde había venido. Una polvareda luminosa de color zafiro parecía avanzar por la calle. Las bombillas de las farolas de las dos manzanas que quedaban tras de él estallaron como si hubiesen sufrido un aumento súbito y brutal de corriente, y muchos filamentos de cristal, relucientes como el hielo, regaron el asfalto. En la tenebrosidad resultante, le pareció ver, a una manzana de distancia, la sombra de una figura alta que se le acercaba, pero no pudo cerciorarse.

A la izquierda de Frank, el hombre del bungalow corrió por la acera hacia el datilero en donde se empotraba el Ford. Dijo algo, pero Frank no le escuchó. Aferrando la bolsa de cuero, dio media vuelta y corrió. No sabía a ciencia cierta adonde se dirigía, ni por qué estaba tan asustado, ni dónde podría encontrar refugio, pero corrió a pesar de todo porque sabía que si permanecía allí sólo unos segundos más, acabaría muerto.

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