Desde el hospital en Orange, todos fueron directamente a las oficinas en Newport Beach. Tenían mucho trabajo que hacer en beneficio de Frank, cuyos crecientes apuros les inducían a actuar con mayor urgencia que nunca Frank viajó junto a Hal y Julie se colocó detrás para poder ofrecer ayuda en caso de acontecimientos imprevistos durante el viaje.
Cuando llegaron a sus oficinas todavía vacías pues el personal de Dakota amp; Dakota tardaría aún un par de horas en aparecer, el sol había salido de entre las nubes. Una fina franja de cielo azul, cual una rendija bajo la puerta de la tormenta, era visible sobre el océano por el oeste. Cuando los cuatro entraban por el vestíbulo de recepción En su sanctasanctórum la lluvia cesó de improviso, como si una mano divina hubiese movido una palanca celestial; el agua dejó de caer sobre los amplios ventanales y se adhirió a ellos en forma de pequeñas gotas que despedían un brillo grisáceo como de mercurio a la luz de una mañana nublada.
Bobby señaló la abultada funda de almohada que acarreaba Hal.
– Lleva a Frank al cuarto de baño y ayúdale a ponerse la ropa que llevaba cuando le hicimos ingresar en el hospital. Luego examinaremos minuciosamente la ropa que lleva puesta ahora.
Mientras tanto, Frank había recuperado su equilibrio y casi toda su energía. No necesitó la ayuda de Hal. Pero en lo sucesivo, Julie y Bobby le pondrían escolta a todas partes. Debían tenerlo constantemente vigilado para no perderse ninguna de las claves que pudieran conducir a una explicación de sus súbitas desapariciones y reapariciones.
Antes de atender a Frank, Hal sacó las arrugadas ropas de la funda y dejó el resto de su contenido sobre la mesa de Julie.
– ¿Café? -preguntó Bobby.
– Con desesperación -respondió Julie.
Él fue a la gran despensa que daba al bar para poner en marcha una de sus dos máquinas Mr. Coffee.
Sentada ante su mesa, Julie vació la funda de la almohada. Contenía treinta fajos de billetes de cien dólares en paquetes sujetos con cintas de goma. Hojeó los bordes de diez fajos para asegurarse de que no había billetes de menos valor todos eran de cien. Eligió dos fajos al azar y los contó. Cada uno contenía cien billetes. Diez mil dólares. Cuando Bobby regresó con tazas y cucharillas, crema, azúcar y una cafetera caliente, todo en una bandeja, Julie había llegado a la conclusión de que éste era el mayor de los tres botines de Frank.
– Trescientos mil -dijo, mientras Bobby ponía la bandeja sobre su mesa.
El silbó por lo bajo.
– Entonces, ¿cuál es el total?
– Con esto, estaremos guardando para él unos seiscientos mil.
– Pronto necesitaremos una caja de caudales mayor.
Hal Yamataka puso la otra ropa de Frank sobre el velador.
– Hay algo equivocado en la cremallera de los pantalones. No quiero decir que funcione mal, porque no es así. Quiero decir que hay algo muy extraño en ella.
Hal, Frank y Julie acercaron sus sillas al velador cubierto de cristal y bebieron café negro mientras Bobby, sentado en el diván, inspeccionaba meticulosamente las prendas. Además de las rarezas que había percibido en el hospital, descubrió que casi todos los dientes de la cremallera del pantalón eran metálicos, mientras que otros cuarenta, salteados, parecían ser de goma dura negra; de hecho, la corredera se había atascado en dos de éstos.
Bobby miró desconcertado la cremallera anómala, pasando despacio un dedo arriba y abajo de una de las muescas, cuando de repente le asaltó una idea. Cogió uno de los zapatos que Frank había llevado y examinó el tacón. Parecía perfectamente normal. Pero en el tacón del segundo zapato vio treinta o cuarenta fragmentos minúsculos de metal incrustados en la goma, de tal modo que formaban con ella una superficie uniforme.
– ¿Tiene alguien a mano una navaja? -preguntó.
Hal sacó una del bolsillo. Bobby la usó para extraer dos de los brillantes rectángulos que parecían haberse insertado en la goma cuando ésta estaba aún reblandecida. Dientes de cremallera. Cayeron sobre el cristal con un leve tintineo. De una sola ojeada, Bobby apreció que la cantidad de goma desplazada por aquellos dientes equivalía a la que había encontrado en la cremallera.
Cuando se acomodó en el despacho de los Dakota, embellecido por Disney, Frank Pollard se vio asaltado por una extenuación tan extremada que resultaba casi de dibujos animados, el suficiente grado de agotamiento para dejar al pato Donald tan lánguido que podría deslizarse por una silla y derramarse en el suelo formando un charco de carne y plumas de ave. Le había estado minando día tras día, hora tras hora desde que despertó en aquel callejón, la semana anterior; pero ahora le invadía súbitamente, como si se hubiese roto un dique. Aquella avasalladora marea de extenuación no tenía la densidad del agua sino del plomo líquido, y él se sentía sobremanera pesado; sólo podía levantar un pie o mover una extremidad a costa de gran esfuerzo e incluso mantener erguida la cabeza representaba un trabajo ímprobo para su cuello. A decir verdad, sentía un dolor sordo en cada articulación del cuerpo, sobre todo las del codo, muñeca y dedos, pero aún más las de las rodillas, caderas y hombros. Estaba febril, no enfermo de gravedad sino como si un virus infeccioso que le hubiese afectado toda su vida estuviera consumiendo poco a poco sus energías. La extenuación no le había embotado los sentidos; por el contrario, le raya las terminaciones de los nervios con tanta precisión como lo haría un fino papel de lija. Los sonidos fuertes le hacían encogerse, la luz brillante le obligaba a contraer los doloridos ojos y sentía una extraordinaria sensibilidad para el calor, el frío y las estructuras de cada objeto que tocaba. El agotamiento parecía ser, sólo en parte, el resultado de su incapacidad para dormir más de dos horas por la noche. Si podía dar crédito a Hal Yamataka y los Dakota, y Frank no veía ninguna razón para suponer que le mentían, él había realizado varios actos increíbles de desaparición durante la noche, si bien al volver a su cama y quedar quieto allí no había podido recordar nada de lo que había hecho. Cualquiera que fuese la causa de tales desapariciones y dejando aparte el «adonde», el «cómo» y el «porqué», el acto de desaparecer parecía requerir un gasto de energía equivalente al de la carrera, el levantamiento de grandes pesos o cualquier otro esfuerzo físico similar. Por consiguiente, su debilidad y su profunda extenuación eran, quizás, el resultado de sus misteriosos viajes nocturnos.
A todo esto, Bobby Dakota había extraído sólo dos dientes metálicos del tacón del zapato. Después de examinarlos durante unos instantes, soltó la navaja, se arrellanó en el sofá y miró pensativo el cielo sombrío pero sin lluvia más allá de los grandes ventanales. Los demás guardaron silencio, esperando escuchar lo que había deducido del estado de aquellos zapatos y ropas.
Aunque exhausto y preocupado con sus propios temores, Frank calculaba, después de un día de contacto con los Dakota, que Bobby era el más imaginativo y el de mayor agilidad mental de los dos. Tal vez Julie fuera más sagaz que su marido y una pensadora más metódica, pero menos propensa a las variaciones súbitas de la lógica para llegar a deducciones perspicaces y soluciones imaginativas. Por lo general, Julie tendría más aciertos que Bobby, pero cuando se tratara de que la empresa resolviese aprisa los problemas de un cliente, la resolución sería atribuible a Bobby. Ambos formaban una buena pareja, y Frank confiaba en sus dos naturalezas complementarias para salvarse.
Volviéndose otra vez hacia Frank, Bobby preguntó:
– ¿Te dice algo la posibilidad de que tú mismo te puedas «teletransportar» de un lugar a otro en un abrir y cerrar de ojos?
– Pero eso es… magia -respondió Frank-. Yo no creo en la magia.
– ¡Ah, pues yo sí! -exclamó Bobby-. No en brujas, hechizos o genios dentro de botellas pero sí en la posibilidad de cosas fantásticas. El mero hecho de que el mundo exista, de que nosotros estemos vivos, de que podamos reír, cantar y sentir al sol sobre nuestra piel… se me antoja una especie de magia.
– ¿«Teletransportarme» yo mismo? Eso será si puedo. Y no sé que pueda. Evidentemente, primero he de quedarme dormido. Lo cual significa que el «teletransporte» debe de ser una función de mi subconsciente, por tanto involuntaria.
– No estabas dormido cuando reapareciste en la habitación del hospital ni en ninguna de tus otras desapariciones -dijo Hal-. Quizá la primera vez, pero no más tarde. Tenías los ojos abiertos. Y me hablabas.
– Pero yo no lo recuerdo -dijo, frustrado, Frank-. Sólo recuerdo que me fui a dormir, y de pronto me encontré despierto sobre la cama, con mucha congoja y confusión, y todos vosotros estabais allí.
– ¡«Teletransporte»! -suspiró Julie-. ¿Cómo puede ser posible tal cosa?
Bobby se encogió de hombros. Tomó un sorbo de café, mostrándose más sereno que ningún otro ocupante de la habitación como si tener un cliente con un portentoso poder psíquico fuese, si no un acontecimiento ordinario, sí al menos una situación que todos debieran considerar inevitable dados los muchos años que llevaban trabajando en el negocio de la seguridad privada.
– Yo le vi desaparecer -convino Julie-, pero no veo por qué eso ha de probar que él se… «Teletransportara».
– Cuando desapareció, fue a alguna parte -dijo Bobby-. ¿Conforme?
– Bueno… sí.
– Y el ir, instantáneamente, de un lugar a otro como un acto estrictamente volitivo… es «teletransporte», que yo sepa.
– Pero, ¿cómo? -inquirió Julie.
Bobby encogió los hombros otra vez.
– Ahora mismo el «cómo» no importa. Limítate a aceptar la hipótesis del «teletransporte» como punto de partida.
– Como una teoría -añadió Hal.
– Vale -convino Julie-. Supongamos, teóricamente, que Frank puede «teletransportarse».
Para Frank, a quien la amnesia le impedía hacer cabalas con su propia experiencia, eso equivalía a suponer que el hierro era menos pesado que el aire para facilitar un argumento que estableciera la posible existencia de dirigibles revestidos de acero. Pero se mostró deseoso de seguirles la corriente.
– Está bien, pues -dijo Bobby-. Entonces la hipótesis explica por sí sola las condiciones de esa ropa.
– ¿Cómo? -preguntó Frank.
– Se tardará un poco en llegar a la ropa. Seguid mi composición de lugar. Primero, considerad que tal vez el «teletransportarse» uno mismo requiera que los átomos de tu cuerpo se disocien entre sí temporalmente, y un instante después se reúnan de nuevo en otro lugar. Lo mismo cabe decir de la ropa que llevas y de cualquier cosa que agarres, como la barandilla de la cama.
– Como el capullo «teletransportado» en aquella película -dijo Hal-. La mosca.
– ¡Sí! -exclamó Bobby exaltándose a todas luces. Se deslizó hacia delante hasta el borde del sofá y gesticuló mientras hablaba-. Algo parecido. Salvo que el poder para hacerlo está, quizás, en la mente de Frank y no en una máquina futurista. Por ejemplo, él «se ve» vagando por cualquier otra parte, se descompone a sí mismo en una fracción de segundo y se vuelve a integrar en el punto de destino. Desde luego, estoy suponiendo también que la mente permanece intacta, incluso durante la descomposición del cuerpo en átomos desconectados entre sí, porque habrá de ser el poder neto del pensamiento lo que transporte esos miles de millones de partículas y las mantenga unidas como haría un perro pastor con un rebaño; luego las soldará otra vez unas con otras hasta conseguir las apropiadas configuraciones en la distante Terminal.
Frank no quedaba convencido, aunque su agotamiento pudiera haber sido el resultado de una tarea increíblemente compleja y fatigosa como la que acababa de describir Bobby.
– Bueno…, no sé… Esto no es nada que puedas aprender en el colegio. La Universidad de Los Ángeles no tiene un curso de «teletransporte». Así que es… instinto, ¿no? Aun suponiendo que yo sepa, instintivamente, cómo descomponer mi cuerpo en una corriente de partículas atómicas para enviarlas a cualquier otra parte y después reunirías de nuevo…, ¿cómo puede una mente humana, aunque sea la del mayor genio jamás nacido, tener el suficiente poder para seguir la pista a esos miles de millones de partículas y luego reunirías tal como estaban antes? Eso requeriría un centenar de genios, un millar, y yo no soy ni siquiera uno. No tengo nada de tonto pero tampoco soy más inteligente que el ciudadano medio.
– Tú mismo has contestado a tu pregunta -dijo Bobby-. No necesitas una inteligencia sobrehumana para hacer eso, porque el «teletransporte» no es, esencialmente, una función de la inteligencia. Y tampoco del instinto. Es sólo… bueno, una facultad programada en tus genes, como el sentido de la vista, o del oído o del olfato. Míralo de esta forma: cualquier escena que contemples está compuesta por miles de millones de puntos separados de color y luz, sombra y estructura, y sin embargo tus ojos ordenan, instantáneamente, esos billones de puntos e inmediatamente los transforman en una nueva escena perfectamente coherente. No necesitas pensar sobre lo que estás viendo. Te limitas a ver, es algo automático. ¿Comprendes ahora lo que quiero decir acerca de la magia? La visión es casi mágica. Probablemente, con el «teletransporte» hay un mecanismo disparador que debes activar… como desear verte en otra parte…, pero a partir de ahí el proceso es automático por decirlo así; la mente hace que todo suceda así, tal como da instantáneamente un sentido a todos los datos que llegan a través de tus ojos.
Frank apretó mucho los ojos y se concentró para desear verse en la sala de recepción. Cuando los abrió otra vez para encontrarse todavía en el despacho, dijo:
– No funciona. Eso no es tan fácil. No puedo hacerlo a voluntad.
– Escucha, Bobby -dijo Hal-, ¿quieres decir que todos nosotros tenemos esa facultad y que sólo Frank ha sabido cómo utilizarla?
– No, no. Esto es, probablemente, un residuo de material genético propio exclusivo de Frank, quizás incluso un talento que nace de alguna lesión genética.
Todos quedaron mudos asimilando lo que Bobby había conjeturado.
Fuera, los nubarrones estaban resquebrajándose, y la entrañable pintura azul del cielo se dejaba ver cada vez en más lugares. Pero lo espléndido del día no levantó el ánimo de Frank.
Por último, Hal Yamataka señaló el montón de ropa sobre el velador.
– ¿Acaso eso explica las condiciones de esas prendas?
Bobby cogió el suéter azul de algodón y lo alzó de modo que todos pudieran ver el parche caqui en la espalda.
– Vale, supongamos que la mente puede conducir, automáticamente, todas las moléculas de su propio cuerpo mediante el proceso de «teletransporte» sin cometer un solo error. Puede arreglárselas también con otras cosas que Frank necesita llevarse consigo, como su ropa…
– Y sacos llenos de dinero -agregó Julie.
– Pero ¿por qué la barandilla de la cama? -preguntó Hal-. No hay ninguna razón para que él quiera llevarse consigo eso.
Bobby dijo a Frank:
– Ahora no puedes recordarlo, pero tú sabías muy bien lo que sucedía cuando te viste atrapado por esa serie de «teletransportes». Intentaste detenerla, pediste a Hal que te detuviera y aferraste la barandilla para hacerlo, para echar anclas en la habitación del hospital. Te concentraste en tu presa sobre esa barandilla, así que cuando te fuiste la llevaste contigo. Respecto a las irregularidades de la ropa, son… Tal vez tu mente se concentrara primero en la recomposición fiel de tu cuerpo, porque la recreación física sin error era crucial para tu supervivencia, y quizá te faltaran energías para hacer una tarea similar con objetos secundarios como la ropa.
– Bueno -dijo Frank-, no puedo recordar nada de lo sucedido con anterioridad a la semana pasada, pero ésta es la primera vez que me sucede algo parecido desde entonces, incluso aunque aparentemente haya estado… viajando la mayoría de las noches. Por otra parte, si bien mi ropa ha salido del paso intacta, yo parezco estar cada día más fatigado, débil y confundido…
No necesitó terminar la frase porque todos le comprendieron, a juzgar por la expresión pesarosa de sus ojos y rostro. Si él estuviera «teletransportándose» y si ello fuera un acto fatigoso que le robase una energía imposible de restituir mediante el descanso, sería cada vez menos meticuloso con la reconstitución de su ropa y de cualquier otro objeto que intentara llevarse consigo.
Pero, aún más importante, podría tener también dificultades para reconstituir su propio cuerpo, y entonces quizá volviera algún día de una de sus correrías nocturnas para encontrar fragmentos del suéter tejidos en el dorso de su mano, y la piel remplazada por aquel algodón, podría reaparecer como un parche pálido en el cuero oscuro del zapato, y aquel trozo de cuero pasar a ser parte integrante de su lengua… o como una sarta de células extrañas intercaladas en su tejido cerebral.
El miedo, nunca distante y evolucionando cual tiburón en las profundidades del pensamiento de Frank, salió de pronto a la superficie, estimulado por la compasión e inquietud que veía en los rostros de aquellos de quienes dependía para su salvación. Cerró los ojos, pero fue una pésima idea, porque entonces tuvo una visión de su propio rostro, el rostro que podía tener tras una reconstitución desastrosa, al final de un futuro viaje telecinético: ocho o diez dientes surgiendo de la cuenca de su ojo derecho; este ojo, sin pestañas, mirando desde el centro de la mejilla correspondiente; su nariz, una protuberancia horrible de carne y cartílagos, sobresaliendo a un lado de la cara. En esa visión, abría la deforme boca, quizá para gritar, y dentro aparecían dos dedos y una porción de su mano enraizados en donde debiera haber estado la lengua.
Abrió los ojos mientras un grito de terror y angustia escapaba de sus labios.
Empezó a temblar. No podía detenerse.
Después de llenar otra vez todas las tazas de café y, a instancias de Bobby, reforzar el de Frank con un chorro de whisky no obstante lo temprano de la hora, Hal fue a la antecocina, frente a la sala de recepción, para preparar otra cafetera.
Cuando Frank empezó a reanimarse con unos cuantos sorbos del café así aderezado, Julie le enseñó una fotografía y observó atenta su reacción.
– ¿Reconoces a alguna de estas personas?
– No. Todas son desconocidas para mí.
– El hombre es George Farris -dijo Bobby-. El auténtico George Farris. Obtuvimos esta foto de su cuñado.
Frank estudió la fotografía con renovado interés.
– Tal vez lo conozca, y ésa puede ser la razón de que haya asumido su nombre… pero no puedo recordar haberlo visto antes.
– Está muerto -dijo Julie, y pensó que la sorpresa de Frank era genuina. Le explicó cómo había muerto Farris, hacía años; y luego cómo su familia había sido asesinada en fechas mucho más recientes. También le habló de James Román, y de cómo la familia de Román había muerto durante un incendio, en noviembre.
Frank contestó con lo que parecía desazón y confusión sinceras:
– ¿Por qué todas esas muertes? ¿Es una coincidencia?
Julie se inclinó hacia delante:
– Nosotros creemos que el señor Luz Azul los mató.
– ¿Quién?
– El señor Luz Azul. El hombre que, según tú, te persiguió aquella noche en Anaheim, el que creíste que te daba caza por alguna razón. A nuestro parecer, él descubrió que estabas viajando bajo los nombres de Farris y Román, así que se dirigió a las señas de los interesados y cuando no te encontró allí mató a cada uno de ellos, bien fuera por no poder hacerles revelar la información que deseaba… o sólo por gusto.
Frank pareció fulminado. Su pálido rostro palideció aún más, como una imagen desvaneciéndose en una pantalla de cine. La desolación de sus ojos se acentuó.
– Si yo no hubiera usado ese carné de identidad falso, él no habría ido nunca a esas personas. Tengo la culpa de que murieran.
Compadeciéndose del pobre hombre y avergonzada de la sospecha que la indujera a abordar de aquella forma el tema, Julie dijo:
– No permitas que eso te abata, Frank. Muy probablemente el artista que falsificó tus documentos eligió al azar los nombres de una lista de fallecimientos recientes. Si hubiera usado otro método, ni la familia Farris ni la Román habrían atraído la atención del señor Luz Azul. Pero no es culpa tuya que el falsificador optara por el método más rápido y menos trabajoso.
– No debes culparte -dijo Hal desde la puerta, en donde se había detenido el tiempo suficiente para captar la esencia de la conversación. Parecía afligido de verdad al ver la angustia de Frank. A semejanza de Clint, Hal se había dejado conquistar por la voz afable, el comportamiento modesto y el aspecto querúbico de Frank.
Frank se aclaró la garganta y, por fin, las palabras brotaron:
– No, no, no es culpa mía, Dios mío, ninguna de esas personas ha muerto por mi causa.
En el centro de ordenadores de Dakota amp; Dakota, Bobby y Frank tomaron asiento en dos sillas de escribir a máquina con ruedas de goma, y Bobby encendió uno de los tres ordenadores IBM PC que estaban enlazados con el mundo mediante su propio módem y línea telefónica. Aunque lo bastante luminosas para permitir el trabajo, las luces del techo eran tan suaves y difusas que no resplandecían en las pantallas terminales, y la única ventana del aposento estaba cubierta con un paño por la misma razón.
Como policías en la época del silicio, los detectives privados y los consultores de seguridad confiaban en el ordenador para agilizar su trabajo y acumular un volumen de información que no podría ser asequible jamás con los anticuados métodos de Sam Spade y Philip Marlowe. Gastar suela, entrevistar a testigos y montar guardia eran todavía facetas de su trabajo, por descontado, pero sin el ordenador serían tan ineficaces como un herrero intentando reparar un neumático pinchado con un martillo, un yunque y otras herramientas de su oficio. A medida que el siglo XX avanzaba hacia su última década, los investigadores privados que hacían caso omiso de la revolución electrónica existían sólo en los dramas de la televisión y en el mundo anticuado de las novelas.
Lee Chen, quien había diseñado y ahora programaba su sistema electrónico para la recopilación de datos, no llegaría a la oficina hasta las nueve. Bobby no quiso esperar casi una hora para hacer trabajar el ordenador en el caso de Frank. No era un buen programador, como Lee, pero conocía bien la maquinaria, tenía capacidad para aprender aprisa la nueva logística cuando lo necesitaba y se sentía casi tan cómodo buscando información en el espacio cibernético como hojeando los archivos de amarillentos periódicos.
Usando el código de Lee, que sacó de un cajón cerrado con llave, Bobby entró primero en la red informativa de la Seguridad Social, que contenía archivos a los que tenía acceso el gran público. Otros archivos en el mismo sistema eran restrictivos y supuestamente inaccesibles tras los muros de los códigos de seguridad requeridos por varias leyes sobre el derecho a la intimidad.
Solicitó a los archivos abiertos el número de hombres llamados Frank Pollard existentes en los registros de la Administración, y al cabo de unos segundos la respuesta apareció en la pantalla: contando las variantes de Frank, tales como Franklin, Frankie y Franco, más nombres como Francis de los que Frank podría ser un diminutivo…, había seiscientos nueve Frank Pollard que poseían números de la Seguridad Social.
– Oye, Bobby -dijo, preocupado, Frank-, ¿tiene sentido para ti ese embrollo de la pantalla? ¿Son reales esas palabras o sólo letras revueltas?
– ¿Cómo? Son palabras claras, por supuesto.
– No para mí. A mí no me parece nada. Galimatías.
Bobby cogió un ejemplar de la revista Byte que estaba entre dos ordenadores, lo abrió por un artículo largo y dijo:
– Léete esto.
Frank aceptó la revista, la miró pasmado, volvió un par de hojas, luego dos más. Sus manos comenzaron a temblar, y la revista con ellas.
– ¡Dios santo, no puedo! También he perdido eso. Ayer perdí la capacidad para sumar. Siento cada vez más confusión, niebla en la cabeza, me duele cada articulación, cada músculo. El «teletransporte» me está deshaciendo, matando. Me estoy haciendo añicos, Bobby, mental y físicamente, cada vez más aprisa.
– Todo saldrá bien -dijo Bobby. Pero su confianza era en gran parte ficticia. Estaba seguro de que llegarían al fondo de la cuestión, averiguarían quién era Frank, adonde iba por la noche y cómo y por qué; sin embargo, podía ver también que Frank decaía aprisa, y no apostaría dinero si le dijesen que encontrarían todas las respuestas mientras Frank estuviese vivo, sano y capacitado para beneficiarse de sus descubrimientos. No obstante, puso una mano sobre el hombro de Frank y le dio un apretón de ánimo.
– Mantente firme, compañero. Todo va a salir bien. Lo creo de verdad.
Frank inspiró profundamente y asintió.
Volviéndose otra vez hacia la pantalla y sintiéndose culpable por su mentira, Bobby preguntó:
– ¿Recuerdas cuál es tu edad, Frank?
– No.
– Pareces tener treinta y dos o treinta y tres.
– Me siento más viejo.
Silbando para sí Satín Dolí, de Duke Ellington, Bobby reflexionó un momento y luego pidió al ordenador SSA que eliminara a los Frank Pollard menores de veintiocho años y mayores de treinta y tres. Así, quedaron tan sólo setenta y dos.
– Escucha, Frank, ¿te consideras un californiano arraigado a tu tierra o crees haber vivido en otros lugares?
– No lo sé.
– Supongamos que eres hijo del Estado del Sol.
Acto seguido, pidió al ordenador SSA que redujese los restantes Frank Pollard a los que habían solicitado su número de la Seguridad Social mientras vivían en California (quince) y luego a aquellos cuyas señas del archivo estuviesen en California (seis).
Como la ley prohibía que se revelase el número de la Seguridad Social a los investigadores ocasionales, Bobby recurrió a las instrucciones del código de Lee Chen y entró en los archivos restringidos mediante una complicada serie de manipulaciones que burlaban la seguridad SSA.
No le gustaba quebrantar la ley, pero un hecho de la alta tecnología era que no obtenías nunca el beneficio máximo con tu sistema de recopilación de datos si te atenías estrictamente a las reglas. Los ordenadores eran instrumentos de libertad y los gobiernos eran, en mayor o menor grado, instrumentos de represión: era difícil que ambos coexistieran siempre en perfecta armonía.
Bobby obtuvo seis números y señas de los Frank Pollard que vivían en California.
– Y ahora, ¿qué? -inquirió Frank.
– Ahora -dijo Bobby-, cotejaré esos números y señas con los datos del Departamento californiano de Vehículos a Motor, la Policía estatal, la Policía municipal, todas las Fuerzas Armadas y otras dependencias gubernamentales para conseguir las descripciones de esos seis Frank Pollard. Cuando averigüemos su talla, peso, color del pelo, color de los ojos, raza… iremos eliminándolos uno por uno. O mejor todavía, si uno de ellos resultas ser tú, y si has servido en el Ejército o has sido arrestado por algún crimen, podríamos incluso obtener una foto tuya en alguno de esos archivos y confirmar tu identidad.
Sentados ante la mesa, frente a frente, Julie y Hal quitaron las cintas de goma a más de la mitad de los fajos de billetes. Luego, examinaron diversos billetes de cien dólares para comprobar si algunos tenían números consecutivos de serie, lo cual podría denotar que habían sido robados de un Banco, o una Caja de Ahorros o cualquier otra institución.
De pronto, Hal levantó la vista y dijo:
– Me pregunto por qué esos sonidos aflautados y esas corrientes preceden a Frank cuando se «teletransporta».
– ¡Quién sabe! -dijo Julie-. Quizá cuando él se zambulle en algún túnel de otra dimensión el aire que se desplaza desde el lugar que abandona hasta el lugar adonde va, cause ese fenómeno.
– Yo estaba pensando… Si ese señor Luz Azul es auténtico, y si está buscando a Frank, y si Frank oyó esa flauta y sintió ese soplo en aquel callejón…, entonces el señor Luz Azul podrá también «teletransportarse».
– Sí. ¿Y qué?
– Pues que Frank no es único. Sea lo que fuere, hay otro semejante a él. Tal vez incluso más de uno.
– Ahí tenemos otra cosa en que pensar -dijo Julie-. Si el señor Luz Azul puede «teletransportarse» y descubre dónde se halla Frank, nosotros no podremos defender un escondite de sus asechanzas. Él podrá surgir en nuestro medio. ¿Y qué pasará si llega con una metralleta escupiendo balas mientras se materializa?
Tras un momento de silencio, Hal dijo:
– ¿Sabes una cosa? La jardinería ha sido siempre un oficio placentero. Te basta con una segadora, un rastrillo y otras herramientas sencillas. Los gastos generales son más bien reducidos y apenas corres peligro de que te ametrallen.
Bobby siguió a Frank hasta el despacho en donde Julie y Hal estaban examinando el dinero. Colocando una hoja de papel sobre la mesa dijo:
– Lárgate, Sherlock Holmes. Ahora el mundo tiene un detective más grande.
Julie puso en diagonal la hoja para que ella y Hal pudieran leerla al mismo tiempo. Era una copia impresa con láser de la información que había facilitado Frank al Departamento californiano de Vehículos a Motor para solicitar una ampliación de su permiso de conducir.
– Los datos físicos coinciden -dijo Julie-. ¿Francis es de verdad tu primer nombre y Ezequiel el segundo?
Frank asintió.
– No lo recordaba hasta que lo vi. Pero soy yo sin duda. Ezequiel.
Golpeando con un dedo la copia, ella dijo:
– Y estas señas en El Encanto Heights…, ¿te hacen evocar algo?
– No. No puedo decirte siquiera lo que es El Encanto.
– Está cerca de Santa Bárbara -dijo Julie.
– Ya me lo ha dicho Bobby. Pero no recuerdo haber estado allí. Excepto…
– ¿Qué?
Frank se acercó a la ventana y miró hacia el lejano mar, sobre el cual se extendía ahora un cielo todo azul. Algunas gaviotas madrugadoras trazaban arcos con tanta fluidez y soltura que su exuberancia constituía un espectáculo emocionante. Pero era evidente que las aves no emocionaban a Frank ni el panorama le encantaba.
Al fin, mirando todavía por la ventana, dijo:
– No recuerdo haber estado en El Encanto Heights…, sin embargo, cada vez que oigo ese nombre el estómago se me revuelve, ya sabéis, como si descendiera por la montaña rusa. Y cuando intento pensar en El Encanto, esforzarme por recordarlo, el corazón se me acelera, la boca se me seca y me cuesta un poco más respirar. Así, pues, creo que me esfuerzo por reprimir cualquier recuerdo que tenga de ese lugar, tal vez porque algo me ha sucedido allí, algo malo…, algo que me asusta demasiado recordar.
– Su permiso de conducir caducó hace siete años, -dijo Bobby-, y según el registro del DMV, no hizo nada para renovarlo. De hecho, este mismo año se le excluirá incluso de los archivos muertos, por tanto hemos tenido suerte de encontrar esto antes de que le borren del mapa. -Diciendo esto, puso otros dos impresos sobre la mesa-. ¡Largaos, Holmes y Sam Spade!
– ¿De qué tratan éstos?
– Partes de arrestos. Frank fue detenido por infracción de tráfico una vez en San Francisco, hace poco más de seis años. La segunda vez fue en la autopista 101, al norte de Ventura, hace cinco años. Y como no llevaba permiso de conducción válido en ninguna de esas ocasiones, y por añadidura su conducta era sospechosa, se le puso bajo arresto.
Las fotografías que formaban parte de los informes sobre ambos arrestos mostraban a un hombre más joven y también más rechoncho, que era sin duda su cliente del momento.
Bobby apartó el dinero de la mesa y tomó asiento en el borde.
– En ambas ocasiones nuestro hombre escapó de la cárcel, y por eso se le busca todavía después de tantos años aunque, probablemente, no con demasiado ahínco pues no fue arrestado por un delito mayor.
– También estoy en blanco al respecto -dijo Frank.
– Ninguno de esos informes explica cómo escapó -añadió Bobby-, pero sospecho que no se abrió paso entre los barrotes, ni excavó un túnel, ni confeccionó una pistola con una pastilla de jabón, ni utilizó ninguno de los métodos tradicionales para una evasión. ¡Oh, no, no nuestro Frank!
– Se «teletransportó» -sugirió Hal-. Se desvaneció cuando nadie le miraba.
– Apostaría cualquier cosa por eso -convino Bobby-. Y después, empezó a llevar carnets de identidad falsos lo bastante buenos para satisfacer a cualquier poli que le diera el alto.
Examinando los papeles que tenía delante, Julie dijo:
– Bien, Frank, ya sabemos por lo menos que éste es tu verdadero nombre, y hemos localizado unas señas auténticas para ti en el Condado de Santa Bárbara, no más habitaciones de motel. Estamos empezando a hacer camino.
Bobby dijo:
– ¡Largaos, Holmes, Spade y también miss Marple!
Incapaz de compartir su optimismo, Frank volvió a la butaca en donde se había sentado antes.
– Camino. Pero no el suficiente. Ni lo bastante aprisa. -Se inclinó hacia delante con los brazos sobre los muslos, las manos entrelazadas entre las rodillas abiertas, y miró abatido el suelo-. Se me acaba de ocurrir algo muy desagradable. ¿Qué pasará si no cometo sólo errores con mi ropa cuando me reconstituyo? ¿Qué pasará si empiezo a cometer errores con mi propia biología? Nada importante. Nada visible. Pero quizá centenares o millares de errores insignificantes en el plano celular. Ello explicaría por qué me siento tan mal, tan fatigado, tan dolorido. Y si mi tejido cerebral no se rehiciera como es debido…, eso explicaría también por qué estoy tan confuso, tan aturdido, incapaz de leer o sumar.
Julie miró a Hal, a Bobby y comprendió que los dos intentaban tranquilizar a Frank pero no podían hacerlo porque el escenario que había descrito no era sólo posible sino también probable.
Frank dijo:
– La hebilla metálica parecía perfectamente normal hasta que Bobby la tocó… Entonces se convirtió en polvo.