Capítulo 34

Walter Havalow, el hermano superviviente de la señora Farris y heredero de su modesto legado, vivía en un barrio más rico que el de los Phan, pero era más pobre en cortesía y buenos modales. Su casa de estilo Tudor en Villa Park tenía ventanas de cristal esmerilado cuya luz pareció cálida y acogedora a Julie, pero Havalow permaneció plantado en la entrada y no les invitó a pasar, ni siquiera después de haber examinado sus carnets de detectives.

– ¿Qué desean ustedes?

Havalow era alto, barrigudo, con un pelo rubio y ralo y un bigote tupido, mitad rubio, mitad rojizo. Sus penetrantes ojos de color avellana le señalaban como hombre inteligente, pero eran fríos, vigilantes, calculadores…, los ojos de un contable de la mafia.

– Como le he explicado -dijo Julie-, los Phan nos dijeron que usted podría ayudarnos. Necesitamos una fotografía de su difunto cuñado, George Farris.

– ¿Por qué?

– Bueno, como le he dicho, por ahí va un hombre haciéndose pasar por el señor Farris, y es el protagonista del caso que nos ocupa.

– No puede ser mi cuñado. Él ha muerto.

– Sí, lo sabemos. Pero el carné de identidad falsificado de ese impostor es muy bueno, y tener una foto del verdadero George Farris nos serviría de gran ayuda. Siento no poder revelarle nada más. Si lo hiciera violaría la intimidad de nuestro cliente.

Havalow dio media vuelta y les cerró la puerta en las narices.

Bobby miró a Julie y dijo:

– El señor Sociabilidad.

Julie llamó otra vez al timbre.

Al cabo de un momento, Havalow abrió la puerta.

– ¡Qué!

– Comprendo que nos hemos presentado sin anunciarnos -dijo Julie, esforzándose por ser cordial-, y me disculpo por esta intromisión, pero una foto de su…

– Me disponía a buscar esa fotografía -contestó, impaciente, él-. La tendría ahora mismo en la mano si no hubiese usted llamado al timbre. -Dicho esto dio media vuelta de nuevo y cerró la puerta por segunda vez.

– ¿Será el hedor de nuestros cuerpos? -se preguntó Bobby.

– ¡Qué idiota!

– ¿Crees que volverá de verdad?

– Si no lo hace echaré la puerta abajo.

Tras ellos, la lluvia goteaba desde el alero que cubría los últimos metros del camino, y el agua gorgoteaba en el desagüe…, sonidos fríos.

Havalow reapareció con una caja de zapatos llena de instantáneas.

– Mi tiempo es valioso. Ténganlo presente si quieren mi cooperación.

Julie reprimió sus peores instintos. La descortesía la irritaba sobremanera. Quiso hacer saltar la caja por los aires, cogerle una mano y retorcerle el dedo índice tanto como pudiera, forzando así el nervio digital de la palma y tensando simultáneamente los nervios radial y mediano del dorso, de modo que el hombre cayera de rodillas. Luego, según imaginaba, una rodilla le golpearía bajo la barbilla, a lo que seguiría un hachazo contundente sobre la nuca y una patada bien dirigida a su blando y protuberante vientre…

Havalow rebuscó dentro de la caja y sacó una Polaroid que mostraba a un hombre y una mujer sentados ante una mesa campestre de secoya en un día soleado.

– Estos son George e Irene.

Incluso a la luz amarillenta de la lámpara del porche, Julie pudo ver que George Farris había sido un hombre alto y huesudo, con un rostro enjuto y alargado, justo el tipo físico menos parecido a Frank Pollard.

– ¿Por qué hay alguien que pretende hacerse pasar por George? -preguntó Havalow.

– Estamos tratando con un posible criminal que utilizaba muchos carnets de identidad falsificados -explicó-. George Farris es sólo una de esas identidades. Sin duda el nombre de su cuñado fue elegido al azar por el falsificador de documentos que ese individuo empleó. A veces los falsificadores usan los nombres y las señas de personas fallecidas.

Havalow frunció el ceño.

– ¿Cree usted posible que ese hombre que utiliza el apellido de George sea el mismo individuo que mató a Irene, mi hermano y mis dos sobrinas?

– No -respondió, sin dilación, Julie-. No estamos tratando con un asesino. Sólo con un estafador, un timador.

– Además -terció Bobby-, ningún asesino se asociaría a los crímenes cometidos por él obteniendo un carné de identidad a nombre del marido de su víctima.

Havalow miró fijamente a Julie con la clara intención de determinar lo que le estaban ocultando y preguntó:

– ¿Es cliente suyo ese individuo?

– No -mintió Julie-. Timó a nuestro cliente y éste nos ha contratado para que sigamos su rastro y le obliguemos a resarcirle.

– ¿Podemos quedarnos con esta foto, señor?

Havalow titubeó. Continuó mirando a Julie.

Bobby le entregó la tarjeta comercial de Dakota amp; Dakota.

– Le devolveremos la foto. Aquí tiene nuestra dirección y número de teléfono. Comprendo su resistencia a perder una foto de familia, máximo cuando su hermana y su cuñado están muertos, pero si…

– ¡Quédensela, diablos! George no me inspira sentimiento alguno. Jamás pude soportarle. Siempre pensé que mi hermana había sido una loca al casarse con él.

– Gracias -dijo Bobby-. Nosotros…

Havalow dio un paso hacia atrás y cerró la puerta.

Julie llamó al timbre.

– No lo mates, por favor -pidió Bobby.

Gruñendo con impaciencia, Havalow volvió a abrir la puerta.

Bobby se interpuso entre Julie y Havalow y mostró el permiso de conducir falsificado con el nombre de George Farris y la fotografía de Frank.

– Una cosa más, señor, y desapareceremos de su vida.

– Me atengo a un horario muy estricto -dijo Havalow.

– ¿Ha visto usted alguna vez a este hombre?

– Cara pastosa, facciones blandas. Hay millones como él en cien kilómetros a la redonda, ¿no le parece?

– ¿Y no lo ha visto nunca?

– ¿Acaso es usted retrasado mental? ¿O es que necesito deletreárselo? No. No lo he visto jamás.

Recuperando el carné, Bobby dijo:

– Gracias por concedernos una parte de su tiempo y…

Havalow cerró la puerta. De golpe.

Julie alargó la mano hacia el timbre.

Bobby se la cogió.

– Hemos conseguido todo lo que buscábamos.

– Quiero…

– Sé lo que quieres -replicó Bobby-, pero torturar a un hombre hasta la muerte está prohibido en California.

La hizo apartarse de la casa y volver a la lluvia.

De nuevo en el coche, Julie exclamó:

– ¡Maldito bastardo maleducado y engreído!

Bobby hizo arrancar el motor y puso en marcha las escobillas del parabrisas.

– Nos detendremos en el centro comercial, compraremos uno de esos osos Teddy gigantes y le escribiremos encima el nombre Havalow para que te distraigas sacándole las entrañas. ¿Vale?

– ¿Quién diablos se cree que es?

Mientras Julie fulminaba la casa con la mirada, Bobby se alejó de ella.

– El es Walter Havalow, chiquita, y necesita ser él mismo hasta la muerte, un castigo mucho peor que el que puedas infligirle.

Pocos minutos después, cuando salieron de Villa Park, Bobby entró en el aparcamiento del supermercado Ralph y aparcó allí el Toyota. Apagó los faros y detuvo el movimiento de las escobillas, pero dejó el motor en marcha para que les diera calor.

Había pocos coches delante del supermercado. Charcos tan grandes como piscinas reflejaban las luces de las tiendas.

– ¿Qué hemos averiguado? -preguntó.

– Que aborrecemos a Walter Havalow.

– Sí, pero ¿hemos averiguado algo que esté relacionado con el caso? ¿Es sólo una coincidencia el hecho de que Frank haya estado usando el nombre de George Farris y, por otra parte, la familia Farris haya sido degollada?

– No creo en coincidencias.

– Tampoco yo. Pero sigo sin creer que Frank sea un asesino.

– También yo, aunque cualquier cosa sea posible. Sin embargo, lo que dijiste a Havalow es cierto… Si Frank hubiese matado a Irene y a todos los demás de la casa no llevaría consigo el carné falsificado que le relaciona con esos hechos.

La lluvia arreció, tamborileando furiosamente sobre el Toyota. La densa cortina de agua emborronaba la silueta del supermercado.

– ¿Quieres saber lo que creo? -preguntó Bobby-. Creo que Frank estaba usando el nombre de Farris y quienquiera que esté persiguiéndole lo descubrió.

– Quieres decir el señor Luz Azul. ¿El individuo que, según parece, puede destruir un coche y, por arte de magia, hacer explotar las farolas?

– Eso es.

– Suponiendo que exista.

– El señor Luz Azul descubrió que Frank estaba usando el nombre de Farris y fue a esas señas esperando encontrarlo. Pero Frank no había estado nunca allí. Eran sólo un nombre y unas señas que su falsificador de documentos había elegido al azar. Así que cuando el señor Azul no encontró a Frank, mató a todos los ocupantes de la casa porque pensó que le engañaban y estaban ocultando a Frank, o bien, sencillamente, porque se enfureció.

– Habría sabido cómo arreglárselas con Havalow.

– Así, pues, ¿crees que acierto, que he dado en el clavo?

Ella reflexionó un momento.

– Podría ser.

Bobby sonrió.

– Es divertido esto de ser detective, ¿verdad?

– ¿Divertido? -exclamó, incrédula.

– Bueno, quiero decir «interesante».

– Una de dos, o estamos representando a un hombre que asesinó a cuatro personas o estamos representando a un hombre que ha sido elegido como blanco por un brutal asesino… ¿Y te parece divertido eso?

– No tan divertido como el sexo pero más divertido que los bolsos.

– Algunas veces, Bobby, me vuelves loca. Pero te quiero.

El le cogió la mano.

– Si vamos a proseguir esta investigación, voy a disfrutar de ella tanto como pueda. Pero abandonaré el caso si así lo quieres.

– ¿Por qué? ¿A causa de tu sueño? ¿A causa de la «cosa malévola»? -Julie sacudió la cabeza-. No. Si empezamos a dejar que un sueño misterioso nos espante pronto nos espantará cualquier cosa. Perderemos nuestro aplomo, y sin aplomo no podemos hacer este tipo de trabajo. -Julie pudo ver ansiedad en su mirada con el tenue resplandor de las luces del salpicadero.

Tras un breve silencio, él dijo:

– Sí, sabía que dirías eso. Así que vayamos al fondo del asunto tan de prisa como podamos. Según su otro permiso de conducir, él es James Román y vive en El Toro.

– Son casi las ocho y media.

– Podemos ir allí, buscar la casa… tal vez cuarenta y cinco minutos. Eso no es demasiado tarde.

– Está bien.

En lugar de meter la marcha, Bobby deslizó hacia atrás su asiento y se quitó la chaqueta de nailon.

– Abre la guantera y dame mi pistola. En lo sucesivo, la llevaré a todas partes.

Los dos tenían permiso de armas. Julie se quitó con cierto esfuerzo la chaqueta y luego sacó de debajo del asiento dos sobaqueras. Acto seguido, cogió dos revólveres Smith amp; Wesson. 38 Chief's special de la guantera. Armas fiables y compactas que podían pasar inadvertidas bajo la ropa ordinaria con poca o ninguna ayuda del sastre.

La casa había desaparecido. Si alguien llamado James Román había vivido allí, ahora tenía nuevo alojamiento. Un bloque de cemento se alzaba en medio del solar, rodeado de hierba, maleza y árboles como si la estructura hubiese sido arrebatada desde arriba por seres de movimiento intergaláctico para hacerla esfumarse en el espacio.

Bobby aparcó en el camino de entrada y los dos se apearon del Toyota para inspeccionar de cerca la propiedad. Pese a la lluvia fustigante, una farola próxima proyectaba suficiente luz para revelar que el solar estaba pisoteado, hollado por innumerables neumáticos y pelado a trechos; también estaba sembrado de virutas de madera, cascotes de estuco y algunos fragmentos de cristal.

La clave más concluyente del destino de la casa se encontraba en las condiciones de la maleza y los árboles. Los arbustos más cercanos al bloque estaban secos o maltrechos, y vistos de cerca parecían socarrados. Los árboles más próximos carecían de follaje y sus negruzcas ramas daban a la lluviosa noche de enero el carácter anacrónico del Día de Difuntos.

– Un incendio -dijo Julie-. Luego derribaron lo que quedó en pie.

– Hablemos con alguno de los vecinos.

El desierto solar estaba flanqueado por casas. Pero sólo había luz en la casa del lado norte.

El hombre que respondió al timbrazo tenía unos cincuenta y cinco años, un metro ochenta de altura, pelo gris, sólida constitución y un acicalado bigote gris. Se llamaba Park Hampstead y tenía el aire de un militar retirado. Les invitó a entrar, siempre que dejaran sus embarrados zapatos en el porche. Así que le siguieron sólo con los calcetines hasta un cuarto de estar frente a la cocina, donde el tapizado amarillo estaba a salvo de su ropa húmeda; no obstante, Hampstead les hizo esperar mientras colocaba unas gruesas toallas de color melocotón sobre dos butacas.

– Lo siento -dijo-, pero soy bastante remilgado.

La casa tenía el suelo de roble blanqueado y un mobiliario moderno. Bobby observó que hasta el último de los rincones estaba impecable.

– Treinta años en el Cuerpo de Infantería de Marina me inculcaron un respeto inquebrantable por la rutina, el orden y la limpieza -les explicó-. De hecho, cuando Sharon murió…, era mi esposa…, me volví un poco loco, creo yo, por la pulcritud. Los primeros seis u ocho meses después de su funeral estuve limpiando este piso dos veces por semana como mínimo, porque mientras limpiaba el corazón no me dolía tanto. Me gasté una fortuna en Windex, toallas de papel y bolsas de basura. ¡No les engaño si les digo que ninguna pensión militar puede soportar el hábito que adquirí! Superé esa fase. Hoy soy todavía remilgado, pero no estoy obsesionado por la limpieza.

Quiso invitarles a café, que acababa de preparar. Tazas, platos y cucharillas estaban impecables sin excepción. Hampstead dio dos servilletas de papel a cada uno y luego se sentó frente a ellos al otro lado de la mesa.

– Desde luego -dijo, después de que ellos expusieran el tema-. Conocí a Jim Román. Buen vecino. Era piloto de helicóptero en la base aérea de El Toro. Aquél fue mi último destino antes del retiro. Jim era un tipo fantástico, qué diablos, el hombre que se quitaría la camisa para dártela, o te preguntaría si necesitas dinero para comprarte una corbata.

– ¿Era? -inquirió Julie.

– ¿Murió en el incendio? -preguntó Bobby recordando la maleza socarrada y el tiznado bloque de cemento del solar de al lado.

Hampstead frunció el ceño.

– No. Murió dos meses después de Sharon. Digamos… hace dos años y medio. Su helicóptero se estrelló durante unas maniobras. Tenía sólo cuarenta y un años, once menos que yo. Dejó una esposa, Maralee, una hija de catorce años llamada Valerie y un hijo de doce, Mike. Estupendos chicos. Horrible hecatombe. Formaban una familia muy unida y el accidente de Jim los deshizo. Tenían algunos familiares en Nebraska, pero nadie a quien recurrir de verdad. -Hampstead miró el zumbante frigorífico por encima de Bobby y su mirada se perdió-. Yo intenté intervenir, ayudarles, aconsejar a Maralee sobre cuestiones económicas, arrimar el hombro y aguzar el oído cuando los chicos necesitaban algo. Los llevé a Disneylandia de vez en cuando, ya saben, ese tipo de cosas. Maralee me llamaba regalo de Dios infinidad de veces, pero, en realidad, era yo quien los necesitaba más que a la inversa, porque hacer cosas por ellos empezó a hacerme olvidar un poco la pérdida de Sharon.

– Entonces el incendio fue más reciente, ¿no? -dijo Julie.

Hampstead no respondió. Se levantó, se acercó al fregadero y, abriendo el armario situado debajo, volvió con un recipiente de detergente Windex y un trapo y empezó a frotar la puerta del frigorífico, que parecía tan limpia como las superficies asépticas de un quirófano.

– Valerie y Mike eran unos chicos formidables. Transcurrido un año o así, casi me parecía que eran mis hijos, los que Sharon y yo no tuvimos jamás. Maralee llevó un largo luto por Jim, casi dos años, antes de empezar a darse cuenta de que todavía era una mujer en la flor de la vida. Tal vez molestara a Jim lo que empezó a suceder entre ella y yo, pero no lo creo; pienso que él se habría sentido feliz por nosotros, aunque yo tuviera once años más que ella.

Cuando Hampstead hubo terminado de limpiar el frigorífico inspeccionó el costado de la puerta buscando, al parecer, alguna huella o mancha. Como si acabase de oír la pregunta que le había hecho Julie un minuto antes, dijo de repente:

– El incendio ocurrió hace dos meses. Me desperté en plena noche al oír las sirenas y vi un resplandor anaranjado en la ventana, me levanté…

El hombre se apartó del frigorífico, estudió la cocina durante un instante y luego se acercó a la encimera de azulejos más próxima y empezó a echar líquido y a frotar la reluciente superficie.

Julie miró a Bobby. Este movió la cabeza. Ninguno de los dos dijo nada.

Al cabo de un rato, Hampstead continuó:

– Corrí a su casa delante de los bomberos. Logré penetrar hasta el vestíbulo e incluso alcanzar el pie de las escaleras, pero no pude llegar al dormitorio, el calor era demasiado intenso y el humo irrespirable. Grité sus nombres, nadie contestó. Si hubiese oído alguna respuesta tal vez hubiese encontrado la energía suficiente para subir hasta allí a despecho de las llamas. Supongo que perdí el conocimiento por unos segundos y los bomberos me sacaron de allí, porque desperté sobre el césped delantero, tosiendo y medio asfixiado mientras un enfermero se inclinaba sobre mí para aplicarme la mascarilla de oxígeno.

– ¿Murieron los tres? -preguntó Bobby.

– Sí.

– ¿Cuál fue la causa del incendio?

– Creo que no lo descubrieron jamás. Oí decir algo acerca de un cortocircuito en la instalación eléctrica, pero no estoy seguro. Incluso algunos sospecharon una acción premeditada, pero eso no condujo nunca a nada. Al fin y al cabo, no importa mucho, ¿verdad?

– ¿Por qué no?

– Cualquiera que fuese la causa, los tres están muertos.

– Lo siento -murmuró Bobby.

– Su solar ha sido vendido. Los constructores levantarán una nueva casa esta primavera. ¿Más café?

– No, gracias -respondió Julie.

Hampstead revisó la cocina, luego se acercó a la chapa de acero inoxidable y empezó a limpiarla a pesar de que estaba impecable.

– Debo disculparme por tanta suciedad. No sé cómo se pone así la casa cuando soy la única persona que vive aquí. A veces pienso que debe de haber duendes huroneando a mis espaldas y ensuciando las cosas para atormentarme todo el día.

– Para eso no hacen falta duendes -repuso Julie-. La misma vida se encarga de darnos todo el tormento que podemos aguantar.

Hampstead se apartó de la cocina. Por primera vez desde que se había levantado de la mesa e iniciado su ritual de limpieza, les miró a los ojos.

– No son duendes -convino-. No hay nada tan fácil de manejar como un duende.

Era un hombretón y, evidentemente, los años de adiestramiento y disciplina militar le habían endurecido, pero el brillo húmedo del dolor asomó a sus ojos y por un momento pareció tan perdido y desvalido como un niño.


De nuevo en el coche y mirando a través del borroso parabrisas el solar olvidado en donde antaño se había alzado la casa de Román, Bobby dijo:

– Frank averigua que el señor Luz Azul sabe lo del carné de identidad Farris, así que obtiene un nuevo carné a nombre de James Román. Pero, a su debido tiempo, el señor Luz Azul descubre también eso y decide buscar a Frank en las señas Román, donde encuentra sólo a la viuda y sus hijos. Entonces los mata, tal como matara a la familia Farris, pero esta vez prende fuego a la casa para ocultar su crimen. ¿Es así como lo ves tú?

– Podría ser -respondió Julie.

– El hombre quema los cuerpos porque los ha mordido, según nos dijeron los Phan, y las mordeduras servirían a la Policía para asociar ambos crímenes, así que se propone despistar a los polis.

– Entonces -dijo Julie-, ¿por qué no los quema en cada ocasión?

– Porque eso sería una revelación tan clara como las mordeduras. Unas veces quema los cuerpos, otras no lo hace y, quizás, otras los haga desaparecer de forma que no se los encuentre jamás.

Durante un momento ambos guardaron silencio. Por fin, ella habló:

– Entonces, estamos tratando con un genocida, un asesino en serie que es, con absoluta seguridad, un psicópata furioso.

– O un vampiro -sugirió Bobby.

– ¿Por qué persigue a Frank?

– No lo sé. Tal vez Frank haya intentado alguna vez atravesarle el corazón con una estaca.

– No tiene gracia.

– Conforme -dijo Bobby-. Ahora mismo, nada resulta gracioso.

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