Capítulo 47

Cuando el día se extinguía dando paso a las tinieblas, Thomas se plantaba ante la ventana, o se sentaba en su butaca o se tendía sobre la cama, y algunas veces se orientaba hacia la «cosa malévola» para asegurarse de que no se le acercaba demasiado. Bobby estaba inquieto cuando le visitó, así que Thomas estaba también inquieto. Un nudo de temor le atenazaba la garganta pero él se lo tragaba porque necesitaba tener coraje y proteger a Julie.

Nunca se había acercado a la «cosa malévola» tanto como anoche. No lo bastante cerca para dejar que le apresara la mente. Pero cerca, mucho más cerca de lo que le hubiera gustado.

Cada vez que daba un empellón a la «cosa malévola» para asegurarse de que estaba allí, en algún lugar al norte, donde debía estar, él intuía que la «cosa malévola» sabía que él estaba fisgoneando pero no hacía nada al respecto, y algunas veces Thomas temía que la «cosa malévola» estuviese esperando agazapada como un sapo.

Cierta vez, en el jardín detrás del Hogar, Thomas observó a un sapo agazapado e inmóvil durante largo rato, mientras una mariposa de brillantes alas amarillas, bonita y ligera, revoloteaba de flor en flor, arriba y abajo, dando vueltas y más vueltas, unas veces cerca del sapo, otras no tanto, luego acercándose más que nunca, después fuera de su alcance, como si se estuviese burlando del sapo, pero éste no se movió ni un milímetro, pareciendo un sapo de juguete o sólo una piedra con forma de sapo. Así que la mariposa se sintió segura o tal vez le gustara demasiado el juego. El caso fue que se acercó aún más. ¡Zas! La lengua del sapo se disparó como uno de esos matasuegras que se deja usar a las personas tontas en Nochevieja y apresó a la mariposa; luego, el sapo verdoso engulló a la mariposa amarilla y allí terminó el juego.

Si la «cosa malévola» estaba representando al sapo, Thomas debía proceder con mucho cuidado para no ser la mariposa.

Entonces, justo cuando Thomas se decía que era hora de lavarse y cambiarse de ropa para la cena, justo cuando estaba apartándose de la «cosa malévola», ésta marchó a alguna parte. Él la sintió marchar súbitamente, alejarse furtivamente del lugar en donde podía vigilarla, a través del mundo. No podía explicarse cómo se podía trasladar tan aprisa, a menos que fuera en un avión de reacción, tomando buenas comidas y mejor vino, sonriendo a bonitas chicas uniformadas que ponían pequeñas almohadas en el asiento de la «cosa malévola» y le daban revistas y le devolvían la sonrisa con tanto afecto que se esperaba la besaran como todo el mundo se besa siempre en la televisión. Sí, vale, probablemente un avión a reacción.

Thomas intentó varias veces buscar a la «cosa malévola». Más tarde, cuando el día se hubo ido del todo y la noche apareció allí, desistió. Se levantó de la cama y se preparó para la cena esperando que Julie estuviese ahora segura para siempre, y esperando que el postre fuese pastel de chocolate.


Bobby corrió por el fondo del cráter sembrado de diamantes dando patadas a los bichos mientras avanzaba. Se dijo que sus ojos le habían engañado y que su mente le había jugado una mala pasada, que Frank no podía haberse «teletransportado» fuera de allí sin contar con él. Pero cuando llegó al lugar en donde Frank había estado sólo encontró un par de huellas en el polvoriento suelo.

Una sombra le cubrió y cuando miró hacia arriba vio que la extraña aeronave se colocaba silenciosamente, como un dirigible, sobre el cráter y se detenía justamente encima de él, todavía a unos ciento cincuenta metros sobre su cabeza. No era nada parecido a las naves de las películas, ni de apariencia orgánica, ni una araña voladora. Tenía forma romboidal, una longitud de ciento cincuenta metros por lo menos y tal vez un diámetro de sesenta metros. ¡Inmensa! En los extremos, los costados y la parte superior, sobresalían centenares si no millares de pinchos metálicos negros, grandes como agujas de iglesia que la asemejaban un poco a un erizo mecánico en una postura defensiva permanente. La cara inferior, la que Bobby podía ver mejor, era lisa, negra y anodina, y carecía no sólo de los sólidos pinchos sino también de distintivos como sensores remotos, portillas, respiraderos y otros artificios que cabría esperar.

Bobby no sabía si la nueva posición de la nave era pura coincidencia o si se le sometía a observación. Caso de que le vigilaran no quería ni pensar en la naturaleza de las criaturas que pudieran estar atisbándole, ni deseaba considerar cuáles podrían ser sus intenciones. Por cada película que presentaba a un adorable alienígena capaz de transformar una bicicleta de niño en un vehículo volador, había otras diez en las que los alienígenas eran voraces carnívoros con unos modales tan malignos que harían recapacitar a un camarero neoyorquino antes de comportarse con rudeza; Bobby estaba seguro de que se trataba de lo segundo. Hollywood tenía razón. Allí fuera había un universo hostil, y tratar con sus semejantes ya le asustaba lo suyo; no necesitaba establecer contacto con una raza insólita que quizás hubiese concebido nuevas e incontables crueldades.

Además, su capacidad para el terror había sobrepasado ya todo límite; no podía soportar más. Le habían abandonado en un mundo distante donde el aire, según empezaba a sospechar, podría contener sólo el oxígeno suficiente y los gases requeridos para mantenerle vivo por algún tiempo; insectos tan grandes como ratones reptaban a su alrededor, y era muy probable que un insecto muerto mucho más pequeño se hubiese fundido con el tejido de uno de sus órganos internos; por añadidura, un psicópata, un gigante rubio con poderes sobrenaturales y cierta afición a la sangre le seguía la pista… y había miles de millones de probabilidades contra una de que viera otra vez a Julie, la besara, la tocara o admirara su sonrisa.

Una serie de vibraciones tremendas surgió de la nave y sacudieron el suelo, alrededor de Bobby. Los dientes le castañetearon y casi cayó.

Buscó un escondite. En el cráter no había nada que le permitiera ocultarse y en el llano nada a donde ir corriendo.

Las vibraciones cesaron.

No obstante la profunda sombra proyectada por la nave, Bobby pudo ver una horda de insectos idénticos comenzando a surgir de los orificios en las paredes del cráter, uno tras otro.

Aunque no se viera ninguna abertura en el vientre de la nave, una veintena de láseres, amarillos y blancos, azules y rojos, empezaron a explorar el suelo del cráter. Cada rayo tenía el diámetro de un dólar y se movía con independencia de los demás. A semejanza de reflectores, todos barrieron repetidas veces el cráter, unas veces con movimientos paralelos entre sí, y otras cruzándose unos con otros, en un despliegue que desorientó aún más a Bobby y le dio la sensación de haber sido sorprendido en el centro de unos silenciosos fuegos artificiales.

Recordó lo que le habían dicho Manfred y Gavenal sobre los adornos escarlatas en el borde del caparazón del bicho, y observó que los láseres blancos enfocaban sólo a los insectos y escudriñaban las marcas de alrededor de cada caparazón. Vio que un rayo blanco se detenía sobre el cuerpo roto de uno de los bichos que él había maltratado y, poco después, un rayo rojo se le unía para examinar los despojos. Luego, el rayo rojo saltó a Bobby, y dos o tres rayos de diferentes colores hicieron lo mismo.

Ahora, el fondo del cráter era un bullir continuo de insectos, tantos que Bobby no podía ver el suelo grisáceo ni la capa de diamantes expulsados sobre la que se movían. Se dijo que aquellos animales no eran bichos de verdad sino sólo máquinas biológicas concebidas por la misma raza que había construido la nave que fluctuaba sobre su cabeza. Pero eso no era un gran consuelo porque todos seguían pareciendo más bichos que máquinas.

Algunos de ellos reptaron por sus zapatos, pero ninguno intentó subir por sus piernas; él lo agradeció porque estaba seguro de que enloquecería si intentasen semejante cosa.

Se llevó la mano como visera a los ojos para evitar el deslumbramiento por los láseres que lo enfocaban. A pocos pasos vio relucir algo bajo los rayos exploradores: una sección curva de lo que parecía un tubo de acero, enterrada en el suelo polvoriento, sobresalía bastante pero la ocultaban los bichos que se deslizaban y bullían a su alrededor. No obstante, Bobby supo a primera vista lo que era, y sintió un desánimo horrible. Avanzó arrastrando los pies para no pisar a ningún insecto porque tal vez el castigo impuesto por los alienígenas a quienes destruyeran su propiedad fuera la incineración instantánea. Cuando logró alcanzar el reluciente metal curvado, lo asió y lo arrancó sin esfuerzo del mullido suelo. Era la barandilla que faltaba en la cama del hospital.


* * *

– ¿Cuánto tiempo ha pasado? -preguntó Julie.

– Veintiún minutos -respondió Clint.

Ambos estaban cerca de la butaca que ocupara Frank y sobre la que se inclinara Bobby.

Lee Chen había abandonado el sofá para que pudiera tenderse Jackie Jaxx. El ilusionista hipnotizador se había puesto un paño húmedo sobre la frente. Cada dos minutos clamaba que él no podía hacer desaparecer a la gente, aunque nadie le hubiese hecho responsable de lo sucedido a Frank y Bobby.

Lee Chen fue a buscar una botella de whisky, vasos y hielo al bar de la oficina y llenó seis vasos para las personas de la habitación y otros dos para Frank y Bobby.

– Si ahora no necesitáis un trago para calmar los nervios -dijo-, lo necesitaréis para celebrarlo cuando ambos regresen sanos y salvos. -Él había bebido ya su vaso de whisky. El vaso que llenaba ahora era su segundo trago. La primera vez en su vida que necesitaba ingerir licor.

– ¿Cuánto tiempo ahora? -preguntó Julie.

– Veintidós minutos -respondió Clint.

«Y yo sigo cuerda -pensó, admirada, ella-. Bobby, maldito seas, vuelve a mí. No me dejes sola para siempre. ¿Cómo voy a bailar sola? ¿Cómo voy a vivir sola? ¿Cómo voy a vivir?»


Bobby dejó caer la barandilla y los láseres se extinguieron dejándole a la sombra de la espinosa nave que parecía más oscura que antes de que aparecieran los rayos. Cuando miró hacia arriba vio lo que sucedería a continuación: otra luz surgía de la cara inferior del aparato, demasiado pálida para hacerle contraer los ojos. Ésta abarcó, exactamente, el diámetro del cráter. Bajo aquel extraño resplandor nacarado los insectos empezaron a elevarse del suelo como si fueran ingrávidos. Al principio, sólo diez o veinte flotaron hacia arriba pero luego veinte más, y después cien se elevaron con tanta lentitud y facilidad como pelusas, girando sobre sí mismos sin mover sus patas de tarántula, la horripilante luz estaba ausente de sus ojos como si la hubiesen apagado con un interruptor. Al cabo de un minuto o dos, el suelo del cráter quedó despejado de insectos y la horda continuó ascendiendo sin esfuerzo en aquel silencio sepulcral que acompañaba todas las maniobras de la nave, exceptuando las vibraciones básicas que habían hecho salir de sus agujeros a los insectos mineros.

Luego, un trino aflautado rompió el silencio.

– ¡Frank! -gritó, tranquilizado, Bobby. Y al volverse, una ráfaga de viento apestoso lo zarandeó.

Mientras el trino frío y hueco levantaba ecos otra vez en el cráter, hubo un cambio sutil en el matiz de la luz que surgía de la nave. Ahora, los millares de diamantes rojos se elevaron del suelo ceniciento y siguieron a los insectos hacia arriba, despidiendo destellos acá y acullá; había tantos que Bobby creyó hallarse bajo una lluvia de sangre.

Otro remolino de aire maloliente levantó una polvareda cenicienta, reduciendo la visibilidad, y Bobby se volvió en todas direcciones esperando ansiosamente la llegada de Frank. Entonces, pensó que tal vez no fuera Frank sino el hermano.

El trino se dejó oír por tercera vez y la ventolera subsiguiente arrastró consigo el polvo, lo que le permitió ver que Frank se hallaba a tres metros escasos de él.

– ¡Gracias a Dios!

Cuando Bobby se adelantaba, la luz nacarada sufrió un segundo cambio sutil. Apenas alargó la mano a Frank, sintió que se hacía ingrávido. Miró hacia abajo y vio que sus pies se elevaban del suelo del cráter.

Frank le cogió la mano extendida y se la apretó.

Bobby no se había sentido nunca mejor que al notar el firme apretón de Frank. Entonces, se dio cuenta de que Frank se había elevado también del suelo. Obedeciendo a una fuerza de atracción ambos ascendieron en la estela de los insectos y los diamantes, hacia el vientre de la nave alienígena, hacia sólo Dios sabía qué pesadilla.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Se encontraron de nuevo en la playa de Punaluu, con una lluvia más torrencial que antes.

– ¿Dónde estaba ese último lugar? -preguntó Bobby, asiendo todavía a su cliente.

– No lo sé -respondió Frank-. Me asusta no poco, ¡es tan extraño…! Pero a veces me parece sentirme atraído hacia allí.

Bobby aborreció a Frank por haberle llevado allí, y le adoró por haber vuelto en su busca. Cuando gritó por encima de la lluvia no había adoración ni odio en su voz, sólo histeria o algo parecido.

– Pensé que podías viajar tan sólo a lugares en donde ya hubieras estado.

– No, forzosamente. De cualquier modo, he estado antes allí.

– Pero, ¿cómo fuiste allí la primera vez? Es un mundo distinto, no puede haberte sido familiar, ¿me equivoco, Frank?

– No lo sé. No entiendo nada de esto, Bobby.

Aunque estaba frente a Frank, Bobby tardó un rato en percibir lo mucho que se había deteriorado el aspecto de su cliente desde que ambos fueran «teletransportados» cuando estaban en las oficinas de Dakota amp; Dakota: el diluvio le había calado otra vez hasta los tuétanos dejando su ropa en un estado lastimoso; pero no era sólo la lluvia lo que le hacía parecer desaliñado, abatido y enfermo. Los ojos se le habían hundido aún más, la cara alrededor de ellos estaba amoratada como si le hubiesen pintado dos redondeles con betún negro y tenía un color amarillento, como si hubiese contraído ictericia. La piel estaba lívida, de un gris mortecino, y los labios, azules como si le fallara el sistema circulatorio. Sintiéndose culpable por haberle gritado, Bobby le puso la mano libre en el hombro y le dijo que lo sentía, que todo iba bien, que los dos seguían luchando en el mismo bando de aquella guerra y que todo tendría un final feliz… siempre que Frank no los llevara otra vez al cráter.

Frank dijo:

– A veces creo estar en contacto con las mentes de esas gentes…, quienesquiera que sean las criaturas de la nave.

Ahora, se apoyaron uno contra otro, frente contra frente, buscando ayuda mutua en su agotamiento.

– Quizá yo tenga otro don que me sea desconocido, pues en toda mi vida no había percibido mi facultad para el «teletransporte» hasta que Candy me acorraló en un rincón e intentó matarme. Quizá tenga algo de telepatía. Quizá la longitud de onda de mis funciones telepáticas sea la misma que la de las actividades cerebrales de esa raza. Quizá yo los sienta aunque se encuentren a miles de millones de años luz. Quizá sea ésa la razón de que experimente cierta atracción hacia ellos.

Apartándose unos centímetros de Frank, Bobby miró largamente sus ojos entristecidos. Luego, sonrió y, pellizcándole la mejilla, dijo:

– Escucha, diablo, has cavilado ya lo tuyo sobre eso, ¿verdad? Has hecho trabajar a la vieja calabaza, ¿eh?

Frank sonrió.

Bobby rió.

Por fin, los dos rieron juntos, sosteniéndose uno a otro, y su risa era en parte sana, para aliviar la tensión, pero en parte traducía las carcajadas enloquecidas que habían perturbado poco antes a Bobby.

Agarrándose a su cliente, le dijo:

– Mira, Frank, tu vida es caótica, vives en el caos y no puedes continuar así. Esto va a destruirte.

– Lo sé.

– Has de buscar algún medio para poner término a esto.

– No hay medio alguno.

– Has de intentarlo, compadre, has de intentarlo. Ningún ser humano podría soportar esto. Yo no podría vivir así ni un día, ¡y tú lo has hecho durante siete años!

– No. La mayor parte de ese tiempo no ha sido tan mala. Se ha acelerado últimamente, hace pocos meses.

– Hace pocos meses… -repitió, caviloso, Bobby-. ¡Qué diablos! Si no damos esquinazo a tu hermano, y volvemos a la oficina y salimos de este carrusel en los próximos minutos, juro por Dios que voy a estallar. Escucha, Frank, yo necesito orden, orden y estabilidad, ambiente familiar. Necesito saber que lo que haga hoy será decisivo para determinar dónde estoy, quién soy y qué tengo para demostrarlo mañana. Una grata progresión ordenada, Frank, causa y efecto, lógica y razón.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.


– ¿Cuánto?

– Veintisiete… casi veintiocho minutos.

– ¿Dónde diablos estarán?

– Óyeme, Julie -dijo Clint-. Deberías sentarte. Estás temblando como una hoja y no tienes buen color.

– Me encuentro muy bien.

Lee Chen le alargó un vaso de whisky.

– Toma un trago.

– No.

– Te aliviaría -dijo Clint.

Ella le arrebató el vaso a Lee, lo vació de un par de tragos y se lo puso otra vez en la mano.

– Iré a por otro -dijo él.

– Gracias.

Desde el sofá, Jackie Jaxx dijo:

– Escuchad, ¿va a denunciarme alguien por esto?

Julie se dijo que el hipnotizador había cesado de gustarle. Le aborrecía tanto como le había aborrecido cuando le conocieron en Las Vegas y aceptaron su caso. Quería partirle el cráneo, aunque sabía que ese impulso era irracional, que el hombre no había causado la desaparición de Bobby… ¡Así y todo, quería partírselo! Era el lado impulsivo de su personalidad, el lado volcánico del que no se sentía orgullosa. Pero no siempre podía controlarlo porque era parte de su estructuración genética o bien, como sospechaba Bobby, una propensión a la respuesta violenta que se había iniciado durante su niñez, el día en que un psicópata drogado mató brutalmente a su madre. De una u otra forma, ella sabía que Bobby rechazaba a veces ese lado oscuro de su naturaleza por mucho que amara todo lo demás. Por eso, hizo un trato con Bobby y con Dios: «Escúchame, Bobby, dondequiera que estés, y Tú también, Señor, escúchame: si esto acaba bien, si puedo tener otra vez conmigo a mi Bobby, prometo no ser así nunca más, no querer partirle el cráneo a Jackie ni a nadie, pasaré una nueva página, juro que lo haré, sólo haz que Bobby vuelva sano y salvo a mí».


Ambos aparecieron otra vez en una playa, pero ésta tenía una arena blanca algo fosforescente en la naciente oscuridad. La playa desaparecía en ambas direcciones bajo una niebla bastante densa. No llovía, y el aire no era tan tibio como el de Punaluu.

Bobby tembló con el aire fresco y húmedo.

– ¿Dónde estamos?

– No estoy seguro -contestó Frank-, pero creo que, probablemente, en algún lugar de la península de Monterrey.

Un coche pasó por una autopista a unos ochenta metros detrás de ellos.

– Ésa será, probablemente, la autovía de las Diecisiete Millas. ¿La conoces? La carretera de Carmel a través de Pebble Beach hasta…

– La conozco.

– Me encanta la península, el Gran Sur del sur -dijo Frank-. Otro de los lugares en donde fui feliz…, durante algún tiempo.

La bruma amortiguó extrañamente sus voces. Bobby apreció el suelo sólido bajo sus pies y el pensamiento de que se hallaba no sólo en su propio planeta sino también en su propio país y en su propio Estado; pero habría preferido un lugar con detalles más concretos, en donde la niebla no oscureciera el paisaje. La tenebrosidad blanquecina de la bruma se le antojaba otra forma de caos, y había tenido ya desorden más que suficiente para el resto de su vida.

– ¡Ah, por cierto! -exclamó Frank-. Hace un minuto, allá en Hawai, te preocupó la posibilidad de no poder dar esquinazo a Candy, pero no debes inquietarte por eso. Lo perdimos varias paradas antes en Kyoto, o tal vez en las laderas del monte Fuji.

– Por amor de Dios, si ya no ha de preocuparnos la posibilidad de que nos siga hasta la oficina, volvamos a casa.

– Bobby, yo no tengo…

– Ningún control. Sí, lo sé, te he oído decirlo, es un secreto a voces. Pero te diré una cosa… Tú tienes control en algún plano oculto en las profundidades del subconsciente, más control del que crees tener.

– No. Yo…

– Sí. Porque volviste al cráter para recogerme -dijo Bobby-. Me dijiste que aborrecías aquel lugar, que era el más aterrador de todos los sitios en donde habías estado y, no obstante, regresaste y me recogiste. No me dejaste allí con la barandilla de la cama.

– Pura casualidad.

– No lo creo así.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.


Hicieron surgir de la pared la suave y bonita señal, bing, bong, pues era su modo de anunciar a la gente del Hogar que sólo faltaban diez minutos para la cena.

Derek había atravesado ya la puerta cuando Thomas se levantó de su butaca. A Derek le gustaba la comida. A todo el mundo le gustaba la comida. Pero Derek comía por tres personas.

Cuando Thomas llegó a la puerta, Derek atravesaba ya el vestíbulo, caminando con su apresuramiento cómico, a punto de entrar en el comedor. Thomas volvió la cabeza y miró hacia la ventana.

La noche estaba en la ventana.

No le gustaba ver la noche en la ventana, y ésa era la razón de que, por lo general, corriera las cortinas, abandonara al mundo. Pero una vez se hubo preparado para la cena, intentó buscar allí fuera a la «cosa malévola», y le ayudó un poco ver la noche cuando se esforzaba por lanzar un cordón mental a sus profundidades.

La «cosa malévola» estaba todavía tan lejos que no se dejaba sentir. Pero quiso intentarlo una vez más antes de ir a comer y «ser sociable». Tendió la mano por la ventana, apuntando hacia la gran oscuridad, alargando el cordón mental hacia el lugar en donde la «cosa malévola» solía estar… ¡y estaba! La sintió al instante, supo que también le sentía ella y recordó presuroso el interior de su habitación para que la lengua de sapo no se disparara y le apresara.

No sabía si debía estar contento o atemorizado de que ella hubiese vuelto. Cuando ella se marchaba, Thomas estaba contento porque tal vez la «cosa malévola» no regresara en mucho tiempo, pero también se sentía un poco atemorizado porque no sabría dónde estaría cuando se hubiese marchado.

¡Y había regresado!

Thomas esperó un momento en el umbral.

Luego, fue a comer. Había pollo asado. Y patatas fritas. Y zanahorias con guisantes. Y ensalada de col. Había pan hecho en casa y, según algunos, habría pastel de chocolate y helado de postre, pero la gente que decía eso era tonta y no podías estar seguro. Todo tenía buen aspecto y olía bien, e incluso sabía bien. Pero Thomas seguía preguntándose cómo le sabría la mariposa al sapo, y no pudo comer mucho de nada.


Botando como dos pelotas en tándem, ambos viajaron hasta un solar en Las Vegas, donde un frío viento desértico hizo rodar una pelota de hierbas secas ante ellos y donde Frank dijo haber vivido en la casa que ahora era objeto de demolición; luego, hasta una cabaña en la cima de una montaña nevada adonde habían sido «teletransportados» por primera vez después de abandonar la oficina; hasta el cementerio de Santa Bárbara; hasta la cúspide de un zigurat azteca en la exuberante selva mexicana, donde el húmedo aire nocturno estaba lleno de mosquitos zumbadores y gritos de bestias desconocidas y donde Bobby casi cayó por una cara de la estructura piramidal antes de percibir lo altos que estaban en su precario refugio; y hasta las oficinas de Dakota amp; Dakota…

Habían deambulado tan raudos, haciendo paradas tan breves en cada lugar, de hecho cada vez más breves, que por un momento Bobby permaneció inmóvil en un rincón de su propio despacho con una expresión estúpida, antes de comprender dónde estaba y lo que debía hacer. Se soltó al instante de Frank y dijo:

– Detenlo ahora, detenlo aquí.

Pero mientras hablaba, Frank desapareció.

Al instante, Julie se le echó encima y le abrazó con tal fuerza que le hizo daño en las costillas. El devolvió su abrazo y la besó hasta quedar sin aliento. El pelo de ella olía a limpio y su piel exhalaba un aroma mucho más dulce de lo que Bobby podía recordar. Ojos brillantes y hermosos como nunca.

Aunque por naturaleza Clint no era muy aficionado a los extremos, puso una mano sobre el hombro de Bobby y exclamó:

– ¡Dios mío, cuánto celebro verte de vuelta! -Incluso se le quebró la voz-. Nos has tenido muy preocupados durante un rato.

Lee Chen le alargó un vaso de whisky con hielo.

– No lo hagas otra vez, ¿vale?

– No lo había planeado -respondió Bobby.

Jackie Jaxx, que ya había tenido bastante por una noche, dejó de ser el actor afectado y se llenó de aplomo.

– Escucha, Bobby, estoy seguro de que todo cuanto vas a contarnos será fascinante y de que tendrás un montón de anécdotas esotéricas, dondequiera que hayas estado, pero, por mi parte, no quiero escuchar nada de ello.

– ¿Anécdotas esotéricas? -exclamó Bobby.

Jackie movió la cabeza.

– No quiero oírlas. Lo siento. La culpa es mía, no tuya. Me gusta el negocio del espectáculo porque representa una vida reducida, ya sabes. Una porción pequeña del mundo real pero emocionante porque todo son brillantes colores y música estruendosa. No hay que pensar en el negocio del espectáculo, basta con serlo. Yo sólo quiero serlo, ¿sabes? Actuar, divertirme. Tengo opiniones, claro, opiniones pintorescas sobre todo lo existente, opiniones relacionadas con el espectáculo, pero no sé ni una maldita cosa y no quiero saber ni una maldita cosa, y estoy endiabladamente seguro de que no quiero saber nada sobre lo ocurrido esta noche, porque es el tipo de cosas que trastorna tu mundo, te hace curioso, te incita a pensar y muy pronto acabas siendo infeliz con las cosas que siempre te habían hecho feliz. -Alzó las manos como para atajar toda réplica y continuó-. Ahora, me voy de aquí.

Y así lo hizo un instante después.

Al principio, mientras contaba lo que le había sucedido, Bobby caminaba despacio por la habitación admirando los objetos ordinarios, maravillándose ante lo cotidiano y disfrutando de la solidez de las cosas. Puso una mano sobre la mesa de Julie y le pareció que no había nada en el mundo tan prodigioso como la modesta fórmica; todas aquellas moléculas de productos químicos alineadas en un orden perfecto, estable. Las litografías enmarcadas de los personajes de Disney, el mobiliario sencillo, la botella medio vacía de whisky, la florida planta pothos en una repisa, junto a la ventana, todas esas cosas fueron, de pronto, inestimables para él.

Bobby sólo había viajado durante treinta y nueve minutos. Necesitó casi el mismo tiempo para exponerles una versión sucinta de lo ocurrido. Había saltado fuera de la oficina a las 4.47 horas y había regresado a las 5.26 horas, pero había viajado lo suficiente, vía «teletransporte», para que le durara el resto de su vida.

En el sofá, con Julie, Clint y Lee agrupados a su alrededor, Bobby dijo:

– Quiero permanecer aquí, en California. No deseo ver París ni conocer Londres. Ya no. Quiero quedarme aquí, donde tengo mi butaca favorita, y dormir cada noche en una cama con la que estoy familiarizado.

– Y así será, maldita sea -terció Julie.

– … Conducir mi pequeño Samurai amarillo, y abrir un botiquín donde el Anacin y la pasta dentífrica y el lápiz estíptico, donde la Bactina y las vendas estén, exactamente, donde deben estar.

A las 6.15 horas, Frank seguía sin reaparecer. Durante el relato de aquellas aventuras nadie mencionó la segunda desaparición de Frank ni se preguntó en voz alta por su regreso aunque todos echaban ocasionales ojeadas a la butaca de la que había desaparecido y al rincón en donde se había hecho inmaterial por segunda vez.

– ¿Cuánto tiempo debemos esperarle aquí? -preguntó, por fin, Julie.

– No lo sé -respondió Bobby-. Pero tengo la sensación… la mala sensación…, de que esta vez Frank no recuperará el dominio sobre sí mismo, de que irá saltando de un lugar a otro, cada vez más aprisa, hasta que será incapaz de volver a componerse.

Загрузка...