Capítulo 25

Tal vez fuera sólo la deprimente hora matinal del lunes. Tal vez fuera el cielo cárdeno y la promesa de lluvia lo que la ponía de mal talante. O tal vez estuviera ella tensa y amargada porque sólo hacía cuatro días de los violentos sucesos de la Decodyne y, por tanto, eran todavía demasiado recientes. Pero, por una u otra razón, Julie no quería aceptar el caso de Frank Pollard. Ellos tenían vigentes unos contratos de seguridad con empresas a las que habían servido durante años, y ella quería atenerse a ese negocio familiar y cómodo. Casi todo el trabajo que hacían implicaba tanto riesgo como ir al supermercado y comprar una botella de leche, pero el peligro era un factor potencial del trabajo y el grado de peligro de cada nuevo caso era una incógnita. Si aquella mañana de lunes, una señora anciana hubiese acudido a ellos solicitando ayuda para buscar a un gato extraviado, probablemente Julie la habría considerado una amenaza comparable a un psicópata blandiendo un hacha. Ella estaba nerviosa. Después de todo, si la suerte no les hubiera acompañado la última semana, Bobby estaría muerto desde hacía cuatro días.

Sentada sobre el borde de su butaca, inclinándose sobre la sólida mesa de metal y fórmica y cruzando los brazos encima del secante verde, Julie examinó a Pollard. Él no pudo sostener su mirada y aquella actitud evasiva le hizo sospechar de él a pesar de su aspecto inofensivo, casi conmovedor.

Por su apariencia se diría que Pollard se llamaba como cualquier comediante de Las Vegas… Shecky, Buddy o algo similar. Tendría unos treinta años, mediría un metro setenta y cinco y pesaría unos ochenta y cinco kilos lo que en su caso significaba veinte kilos de sobra; sin embargo, su cara parecía la más adecuada para una carrera en la comedia. Exceptuando dos o tres arañazos que ya estaban casi curados, era una jeta agradable: abierta, afable, lo bastante redondeada para ser jovial y con profundos hoyuelos. Un enrojecimiento permanente teñía sus mejillas, como si hubiese estado expuesto al viento ártico casi toda su vida. La nariz estaba también enrojecida, al parecer no por una afición excesiva a la bebida sino porque debían de habérsela partido unas cuantas veces; estaba lo bastante deformada para resultar divertida, pero no lo suficiente aplastada para hacerle parecer un rufián.

Se hallaba sentado con los hombros caídos en una de las dos butacas de cuero y cromo que había frente a la mesa de Julie. Su voz era queda y agradable, casi musical.

– Necesito ayuda. No sé adonde recurrir para encontrarla.

A despecho de su aspecto cómico, sus maneras eran tristes; aunque la voz era meliflua, estaba cargada de desesperación y cautela. A cada momento se pasaba la mano por la cara como si se quitara telarañas, y luego se la miraba desconcertado al ver que estaba vacía. Los dorsos de sus manos tenían también arañazos y dos de ellos se veían algo inflamados.

– Pero, para ser franco -siguió-, buscar la ayuda de detectives privados parece ridículo, como si esto no fuera la vida real sino un espectáculo de la televisión.

– Yo padezco acedía, y eso es vida real de verdad -repuso Bobby. Estaba de pie ante una de las ventanas del sexto piso que miraban al mar, oscurecido por la niebla, y a los cercanos y bajos edificios de Fashion Island, el centro comercial de Newport Beach adyacente a la torre de oficinas en donde Dakota amp; Dakota arrendaba un piso de siete habitaciones. Dicho esto, dio la espalda al paisaje, se recostó sobre el alféizar y sacó un rollo de Rolaid del bolsillo de su fina chaqueta de gamuza.

– Los detectives de televisión no tienen nunca acedía, ni caspa ni angustiosa soriasis.

– Señor Pollard -intervino Julie-, estoy segura de que el señor Karaghiosis le ha explicado que no somos detectives privados en el sentido estricto de la expresión.

– Sí.

– Somos asesores de seguridad. Trabajamos, principalmente, con corporaciones e instituciones privadas. Tenemos once empleados con habilidades muy específicas y años de experiencia en seguridad, lo cual difiere mucho del fantástico detective de la televisión. No seguimos a esposas casquivanas para comprobar si son infieles, no hacemos trabajo de divorcios ni ninguna de las demás cosas por las que la gente suele recurrir a los detectives privados.

– El señor Karaghiosis me lo ha explicado -asintió Pollard mirándose las manos, que mantenía aferradas a los muslos.

Desde el sofá, a la izquierda de la mesa, Clint Karaghiosis intervino:

– Frank me ha relatado su historia, y creo de verdad que deberíais saber por qué nos necesita.

Julie observó que Clint había usado el nombre de pila del posible cliente, lo que no había hecho jamás durante sus seis años en la Dakota amp; Dakota. Clint era de constitución sólida, un metro setenta y setenta y cinco kilos. Parecía como si en algún tiempo remoto hubiese sido una mezcla inanimada, compuesta de trozos de granito y planchas de mármol, pedernal, pizarra, y magnetita, que algún alquimista hubiese transmutado en carne viviente. Su ancha fisonomía, aunque de facciones bastante correctas, parecía también haber sido cincelada en roca viva. Si alguien buscara signos de debilidad en aquel rostro sólo podría decir que algunos rasgos, aunque enérgicos, no lo eran tanto como otros. El hombre tenía también una personalidad rocosa: firme, fiable, imperturbable. Pocas personas impresionaban a Clint, y menos aún vencían su reserva y le sacaban algo más que una respuesta cortés y comercial. Su empleo del nombre de pila de un cliente parecía una expresión sutil de simpatía hacia Pollard y un voto de confianza sobre la veracidad de lo que necesitaba contar aquel personaje.

– Si Clint cree que esto es conveniente para nosotros, también será lo bastante bueno para mí -opinó Bobby-. ¿Cuál es tu problema, Frank?

A Julie no le impresionó que Bobby empleara el nombre del cliente de forma tan inmediata y casual. Bobby encontraba de su gusto a todos cuanto conocía, a menos que alguna persona demostrara claramente no ser merecedora de esa simpatía. De hecho, era preciso aporrear su espalda repetidas veces, riendo al mismo tiempo con malicia, para que él considerara a regañadientes la posibilidad de que tal vez no debiera testimoniar tanta simpatía. Algunas veces, ella pensaba que se había casado con un enorme cachorro que pretendía ser humano.

Antes de que Pollard pudiera comenzar, Julie dijo:

– Primero, una cosa. Si decidimos aceptar su caso, y conste que hago hincapié en el «si», debe quedar bien sentado que no somos baratos.

– Por esa parte no hay problema -respondió Pollard. Y alzó del suelo una bolsa de cuero, una de las dos que había traído consigo. La puso sobre sus rodillas y abrió la cremallera. Sacó dos fajos de billetes y los colocó sobre la mesa. De veinte y cien.

Mientras Julie cogía el dinero para inspeccionarlo, Bobby se apartó del alféizar para acercarse a Pollard. Miró el interior de la bolsa y dijo:

– Está llena hasta los topes.

– Ciento cuarenta mil dólares -dijo Pollard.

Tras una rápida inspección, el dinero que había sobre la mesa no pareció ser falso. Julie lo apartó a un lado y dijo:

– Escúcheme, señor Pollard, ¿está usted habituado a llevar encima tanto en metálico?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabe?

– No lo sé -repitió, entristecido.

– No lo sabe, así como suena -terció Clint-. Escúchele.

Con voz abatida y al mismo tiempo cargada de emoción Pollard dijo:

– Tienen que ayudarme a averiguar adonde voy de noche. ¡En nombre de Dios! ¿Qué hago yo cuando debería estar durmiendo?

– ¡Hombre, esto suena interesante! -exclamó Bobby, sentándose en una esquina de la mesa.

El entusiasmo infantil de Bobby puso nerviosa a Julie. Podía comprometerles con Pollard antes de que supiesen lo suficiente para estar seguros de que era prudente aceptar el caso. Asimismo, le disgustó que su marido se sentara sobre la mesa, no pareció serio ni comercial. Creía que eso podía hacerles pasar por aficionados ante el cliente en perspectiva.

Desde el sofá, Clint dijo:

– Pongo en marcha la grabadora.

– Por descontado -asintió Bobby.

Clint, que sujetaba una grabadora compacta alimentada con baterías, tocó una llave y colocó el aparato sobre el velador, ante el sofá, con el micrófono incorporado dirigido hacia Pollard, Julie y Bobby.

El hombre rechoncho de cara redonda los miró. Sus ojeras amoratadas, sus ojos enrojecidos y húmedos y la palidez de sus labios desmentían cualquier impresión de salud robusta que pudieran dar sus rubicundas mejillas. Una sonrisa vacilante tembló en su boca. Sostuvo la mirada de Julie apenas un segundo, luego se miró otra vez las manos. Parecía asustado, abatido, sobremanera lastimoso. A pesar suyo, Julie sintió cierta simpatía por él.

Cuando Pollard comenzó a hablar, ella suspiró y se arrellanó en su butaca. Dos minutos después, se inclinó otra vez hacia delante y escuchó atentamente la voz suave de Pollard. No quería dejarse fascinar, pero no podía evitarlo. Incluso el flemático Clint Karaghiosis, aun escuchando por segunda vez la historia, quedaba cautivado a todas luces.

Si Pollard no era un embustero ni un rabioso lunático (muy probablemente sería ambas cosas), no cabía duda de que había quedado enredado en unos acontecimientos de naturaleza casi sobrenatural. Como Julie no creía en lo sobrenatural, procuró mantenerse escéptica, pero el comportamiento y la evidente convicción de Pollard empezaron a persuadirla contra su voluntad.

Bobby comenzó a emitir sonidos de admiración y golpear asombrado la mesa a medida que se revelaba un nuevo giro del relato. Cuando el cliente… o, mejor dicho, Pollard, pues no era todavía el cliente…, cuando Pollard les contó cómo había despertado en una habitación de motel, el jueves por la tarde, con las manos ensangrentadas Bobby exclamó:

– ¡Aceptamos el caso!

– Aguarda, Bobby -intervino Julie-. No hemos oído todo lo que se propone contarnos el señor Pollard. ¿No debiéramos…?

– Veamos, Frank -dijo Bobby-. ¿Qué sucedió entonces?

– Quiero decir -continuó Julie-, que necesitamos escuchar toda la historia para saber si podemos o no ayudarle.

– ¡Ah! ¡Claro que podemos ayudarle! -dijo Bobby-. Nosotros…

– Escucha, Bobby -repuso ella, con firmeza-. ¿Puedo hablar a solas contigo un momento? -Acto seguido cruzó el despacho, abrió la puerta del baño contiguo y encendió la luz.

– Estaré de vuelta en un instante, Frank -dijo Bobby. Luego, siguió a Julie hasta el baño y cerró la puerta.

Ella puso en marcha el ventilador del techo para que amortiguara sus voces, y habló en un susurro:

– ¿Qué sucede contigo?

– Bueno, tengo pies planos, ni rastro de empeine, y esa horrible verruga en el centro de la espalda.

– Eres imposible.

– ¿Es que los pies planos y la verruga son demasiados defectos para ti? Eres una mujer implacable.

La habitación era pequeña. Ambos estaban de pie entre el lavabo y el retrete, casi nariz con nariz. El le besó la frente.

– Por amor de Dios, Bobby, acabas de decir a Pollard que aceptamos el caso. Pero tal vez no lo hagamos.

– ¿Por qué no vamos a hacerlo? Es fascinante.

– Por lo pronto, él parece un demente.

– No, no es cierto.

– Él dice que un poder extraño causó la desintegración del coche y voló las farolas. Música extraña de flauta, misteriosas luces azuladas. Ese tipo ha estado leyendo durante demasiado tiempo el National Enquirer.

– Pero ahí está el quid. Un demente auténtico nos habría explicado ya lo que le sucede. Aseguraría que había conocido a Dios o a los marcianos. Este tipo está desconcertado. Busca respuestas. Y eso me suena como una reacción sana.

– Además, nosotros hacemos negocios, Bobby. ¡Negocios! No para divertirnos sino para ganar dinero. No somos una pareja de malditos arribistas.

– Él tiene dinero. Tú lo has visto.

– ¿Y qué pasa si es dinero sucio?

– Frank no es un ladrón.

– ¿Le conoces hace menos de una hora y ya estás seguro de que no es un ladrón? Eres muy confiado, Bobby.

– Gracias.

– No ha sido un cumplido. ¿Cómo puedes hacer la clase de trabajo que haces y ser tan confiado?

Él sonrió alegre.

– Confié en ti, y salió bien.

Julie se negó a dejarse engatusar.

– Él dice no saber de dónde le ha llegado ese dinero, y sólo por amor al debate, digamos que creemos esa parte de la historia. Y digamos también que tienes razón al pensar que no es un ladrón. Sin embargo, tal vez sea un traficante de drogas. O algo peor. Hay mil medios para conseguir dinero sucio sin necesidad de robarlo. Y si averiguamos que lo es, no podremos conservar lo que nos pague. Tendremos que entregárselo a los polis. Habremos perdido nuestro tiempo y nuestra energía. Además… eso será farragoso.

– ¿Por qué dices eso? -inquirió él.

– ¿Por qué digo eso? Acaba de contarte que se despertó en una habitación de motel con las manos totalmente ensangrentadas.

– Baja la voz. Podrías herir sus sentimientos.

– ¡Dios no lo quiera!

– Recuerda que no apareció cuerpo alguno. Debía de ser su propia sangre.

Sintiéndose frustrada, replicó:

– ¿Cómo sabemos que no hubo cuerpo alguno? ¿Porque lo dice él? Podría ser tan demente que no percibiera la presencia de un cadáver aunque le pisara las entrañas humeantes y tropezara con la cabeza separada del tronco.

– ¡Qué imagen tan vivida!

– Escucha, Bobby, él afirma que puede haberse arañado con sus propias uñas, pero eso no es nada probable, maldita sea. Quizás una pobre mujer, una chica inocente, incluso un niño o una colegiala desvalida haya sufrido el ataque de ese hombre, haya sido arrastrada hasta su coche, violada, vapuleada, y obligada a ejecutar cualquier acto humillante que se le pueda ocurrir a una mente perversa; luego, se la llevaría a cualquier desfiladero desierto y solitario para torturarla con agujas, cuchillos y sólo Dios sabe cuántas cosas más y, finalmente, la apalearía hasta matarla para arrojarla desnuda a un arroyo seco, donde a estas horas quizá los coyotes estén engullendo las partes blandas de su cuerpo mientras las moscas entran en su boca abierta.

– Olvidas una cosa, Julie.

– ¿Qué?

– Soy yo quien tiene la imaginación desbordante.

Ella se rió. No pudo evitarlo. Deseó poder golpearle el cráneo lo bastante fuerte para hacerle tener un poco de sentido común, pero en lugar de eso rió y meneó la cabeza. Él le besó la mejilla y extendió la mano hacia el picaporte. Julie le puso la mano encima.

– Prométeme que no aceptaremos el caso hasta que no hayamos escuchado toda su historia y tengamos tiempo para reflexionar sobre ello.

Ambos regresaron al despacho. Más allá de las ventanas, el cielo semejaba una plancha de acero que hubiera sido escoriada en algunos puntos por unas cuantas incrustaciones de corrosivo color mostaza. La lluvia no había comenzado a caer pero el aire parecía tenso.

Las únicas luces de la habitación eran dos lámparas de bronce sobre las mesas que flanqueaban el sofá y una lámpara de pie con pantalla de seda en un rincón. Los tubos fluorescentes del techo no estaban encendidos porque Bobby aborrecía su fulgor y opinaba que un despacho debía tener una iluminación tan confortable como la de una leonera en un domicilio particular. Julie pensaba que una oficina debería parecer una oficina. Pero le seguía la corriente a Bobby y por general se abstenía de encender los fluorescentes. Ahora que la inminente tormenta oscurecía el día, ella quiso encender los tubos del techo para disipar las sombras que se estaban acumulando en los rincones adonde no llegaba el resplandor ambarino de las lámparas.

Frank Pollard seguía en su butaca contemplando los pósters del Pato Donald, Mickey Mouse y tío Güito que adornaban las paredes. Éstos representaban otra carga que pesaba sobre Julie. Era una admiradora de los dibujos animados de Warner Brothers porque le parecían más sutiles que las creaciones Disney, y tenía una colección de vídeos sobre ellos, pero guardaba ese material en casa. Sin embargo, Bobby plantaba los dibujos animados de Disney en el despacho porque, según decía, sus personajes le apaciguaban, le hacían sentirse bien y le ayudaban a pensar. Ningún cliente había puesto en duda su capacidad profesional por el simple hecho de exponer un arte tan poco convencional en las paredes. No obstante, a ella le preocupaba lo que la gente pudiera pensar.

Julie pasó otra vez detrás de su mesa y Bobby se colgó de ella.

Después de hacer un guiño a Julie, Bobby dijo:

– Escucha, Frank, me he precipitado al aceptar el caso. Verdaderamente, no podemos tomar tal decisión hasta que no hayamos oído toda tu historia.

– Claro -contestó Frank, lanzando una rápida mirada a Bobby y a Julie y mirándose luego las maltrechas manos, que ahora asían la bolsa abierta-. Eso es perfectamente comprensible.

– Por supuesto que lo es -dijo Julie.

Clint abrió de nuevo la grabadora.

Cambiando la bolsa de cuero sobre sus rodillas por la que estaba en el suelo, Pollard dijo:

– Debo darles estas cosas. -Abrió la segunda bolsa y sacó un bolso de plástico que contenía un puñado de la arena negra que aferraba cuando se despertara después de su breve sueño el jueves por la mañana. Asimismo sacó la ensangrentada camisa que llevara al levantarse de su siesta todavía más corta el mismo día-. Las guardé porque… Bien, me parecieron pruebas significativas, claves. Tal vez les ayuden a hacerse una idea de lo que ocurre aquí, y de lo que he hecho.

Bobby cogió la camisa y la arena, las examinó por encima y luego las puso sobre la mesa, a su lado.

Julie observó que la camisa había estado empapada de sangre y no simplemente manchada. Ahora, las grandes manchas parduscas daban rigidez a la tela.

– Así que estuviste en el motel la tarde del jueves -dijo Bobby.

Pollard asintió.

– No sucedió gran cosa aquella noche. Fui a ver una película que no logró interesarme. Conduje el coche un rato por ahí. Me sentía cansado, cansado, cansado de verdad, a pesar de la siesta, pero no pude dormir. Tuve miedo de dormirme. A la mañana siguiente me trasladé a otro motel.

– ¿Cuándo durmió usted al fin otra vez? -preguntó Julie.

– Eso sería la tarde del viernes, ¿no?

– Sí. Intenté permanecer despierto con cantidades ingentes de café. Me senté ante la barra de un pequeño restaurante contiguo al motel y bebí café hasta que me pareció flotar sobre el taburete. La acidez de estómago era tan fuerte que hube de parar. Volví a mi habitación. Cada vez que empezaba a dar cabezadas, salía a dar un paseo. Pero todo fue inútil. Me fue imposible permanecer despierto para siempre. Me derrumbé, por así decirlo. Necesitaba algún descanso. Así que poco después de las ocho de la tarde, me fui a la cama y me quedé dormido al instante. No me desperté hasta las cinco y media de la mañana.

– El sábado por la mañana.

– Sí.

– ¿Y todo marchó bien? -inquirió Bobby.

– Por lo menos no había sangre. Pero había otra cosa.

Todos esperaron.

Pollard se humedeció los labios e inclinó la cabeza como si se confirmara a sí mismo su voluntad de continuar.

– Fíjense, me había ido a la cama con mis calzones de boxeo… pero cuando desperté… estaba vestido de pies a cabeza.

– Un caso de sonambulismo -dijo Julie-. Se vistió mientras dormía.

– Pero yo no había visto antes la ropa que llevaba encima.

Julie parpadeó.

– ¿Cómo dice?

– No era la ropa que llevaba cuando me desperté dos noches antes en aquel callejón, y no era la ropa que me compré en la tienda el jueves por la mañana.

– Entonces, ¿de quién era la ropa? -inquirió Bobby.

– ¡Oh, debía de ser mía! -contestó Pollard-. Porque me sentaba demasiado bien para que perteneciera a otra persona. Me sienta al pelo. Incluso los zapatos. No pude quitar la ropa a otra persona y tener la suerte de que todo me sentara tan bien.

Bobby se deslizó de la mesa y empezó a pasear.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Qué abandonaste el motel en ropa interior y fuiste a unos almacenes para comprar ropa, y que nadie te recriminó por tu indecencia y ni siquiera te hizo preguntas al respecto?

Pollard contestó sacudiendo la cabeza:

– No lo sé.

– Pudo haberse vestido en su habitación mientras andaba sonámbulo -dijo Clint-. Luego salió, compró otra ropa y se la puso.

– Pero ¿para qué iba a hacer eso? -preguntó Julie.

Clint se encogió de hombros.

– Me he limitado a sugerir una explicación posible.

– Veamos, señor Pollard -dijo Bobby-, ¿por qué habría de hacer usted algo semejante?

– No lo sé. -Pollard repetía tanto aquellas tres palabras que empezaba a gastarlas; cada vez que las repetía su voz parecía más tenue y borrosa que la anterior-. No creo que lo hiciera. Quiero decir que eso no suena bien… como explicación. Además, no me dormí en el motel hasta después de las ocho. Y, probablemente, no pude haberme levantado otra vez para salir y comprar la ropa antes de que los comercios cerraran.

– Algunas tiendas están abiertas hasta las diez -observó Clint.

– Existiría la oportunidad de colarse en una -convino Bobby.

– No creo que haya irrumpido en unos almacenes después de la hora establecida -dijo Pollard-. Ni robado la ropa. No creo que sea un ladrón.

– Sabemos que no lo eres -dijo Bobby.

– No sabemos nada de eso -saltó, agriamente, Julie.

Bobby y Clint la miraron, pero Pollard siguió examinando sus manos, demasiado tímido o confuso para defenderse.

Ella se sintió como una camorrista por haber puesto en entredicho su honradez. Pero, ¡naranjas de la China!, ellos no sabían nada de su vida. ¡Qué diablos, si estaba contando la verdad no sabía nada de sí mismo!

– Escuchad -dijo-, aquí la cuestión no es saber si robó o compró la ropa. No puedo aceptar ni una cosa ni otra. Al menos, no en nuestro escenario. Resulta demasiado extravagante… que un hombre vaya en ropa interior a una tienda o al K Mart o a cualquier otro lugar y se provea por su cuenta mientras anda sonámbulo. ¿Podría hacer todo eso sin despertar… y parecer despierto para los demás? No lo creo. No sé nada sobre sonambulismo, pero si lo investigamos, no encontraremos nada así, a mi juicio.

– Desde luego no fue sólo la ropa -dijo Clint.

– No, no sólo la ropa -replicó Pollard-. Cuando desperté, había una gran bolsa de papel sobre la cama a mi lado, como esas que te dan en los supermercados si no quieres plástico.

Rebusqué en su interior y estaba llena de dinero. Más billetes.

– ¿Cuánto? -preguntó Bobby.

– No lo sé. Un montón.

– ¿No lo contaste?

– Está en el motel donde me encuentro ahora, el nuevo alojamiento. Me mantengo en movimiento constante. Así, me siento más seguro. De cualquier forma, ustedes pueden contarlo más tarde, si lo desean. Yo intenté hacerlo, pero he perdido la capacidad para las más sencillas operaciones aritméticas. Sí, parece demencial, pero es la realidad. No pude sumar las cifras. Lo intenté una vez y otra: los números no significan ya gran cosa para mí. -Diciendo esto bajó la cabeza y se tapó la cara con ambas manos-. Primero, pierdo la memoria. Ahora pierdo las facultades fundamentales, como la aritmética. Me siento como si… como si me estuviera desintegrando, disolviendo… hasta que no quede ni el menor residuo de mí, sólo un cuerpo sin cerebro, todos los pensamientos… en el olvido.

– Eso no sucederá, Frank -dijo Bobby-. Nosotros no lo permitiremos. Averiguaremos quién eres y cuál es el significado de todo esto.

– ¡Bobby! -le reprendió Julie.

El esbozó una sonrisa obtusa.

– ¿Qué?

Julie se levantó de la mesa y fue hacia el lavabo.

– ¡Diablos! -Bobby la siguió, cerró la puerta y puso en marcha el ventilador-. Debemos ayudar a ese infeliz, Julie.

– Evidentemente el hombre sufre una amnesia psicótica. Hace todas esas cosas en estado inconsciente. Se levanta a media noche, cierto, pero no anda sonámbulo. Está despierto, alerta, aunque en estado amnésico. Así podría robar, matar… y no recordar ninguna de esas acciones.

– Apuesto cualquier cosa, Julie, a que la sangre de sus manos era suya. Tal vez tenga pérdida de conciencia, momentos de amnesia, como quieras llamarlo, pero no es un asesino. ¿Cuánto quieres apostar?

– ¿Y sigues diciendo que no es un ladrón? Mirándolo bien, se despierta con una bolsa llena de dinero e ignora de dónde proviene y no es un ladrón, ¿eh? ¿Crees, quizá, que falsifica dinero durante esos accesos de amnesia? No, crees que es una persona demasiado buena para ser un falsificador.

– Escucha -dijo él-, a veces debemos guiarnos por las buenas impresiones y, según mi buena impresión, Frank es un buen chico. Incluso Clint lo cree así.

– Es notorio que los griegos adolecen de gregarismo. A ellos les gusta todo el mundo.

– ¿Me estás diciendo que, a tu juicio, Clint es el típico animal social griego? ¿Estamos hablando del mismo Clint? Su apellido es Karaghiosis, ¿no? Un tipo que parece hecho de cemento y sonríe tanto como un vendedor indio de tabaco.

La luz del baño era demasiado resplandeciente. Se reflejaba en el espejo, el lavabo blanco, las paredes blancas y los azulejos blancos. Entre aquel resplandor y la determinación afable pero férrea de Bobby de ayudar a Pollard, Julie empezó a sentir jaqueca.

Cerró los ojos.

– Conforme, Pollard es patético.

– ¿Quieres volver ahí y escucharle hasta el final?

– Está bien. Pero, maldita sea, no le digas que nos proponemos ayudarle mientras no lo hayas oído todo. ¿De acuerdo?

Volvieron al despacho.

El cielo no tenía ya el aspecto de metal frío y chamuscado a trechos. Estaba más oscuro que antes y parecía hervir. Aunque soplara sólo una brisa suave a ras del suelo, vientos intensos parecían actuar a gran altitud pues unas nubes densas y negras procedentes del mar marchaban veloces tierra adentro.

Las sombras se concentraban en algunos rincones cual limaduras metálicas atraídas por imanes. Julie alargó la mano para encender las luces fluorescentes del techo. Pero no lo hizo al observar que Bobby miraba en torno suyo y contemplaba con evidente placer las lustrosas superficies broncíneas de las lámparas, el brillo suave de las mesas y el velador de roble pulido bajo la luz cálida y mantecosa.

Ella se sentó otra vez detrás de la mesa. Bobby se acomodó sobre ella dejando colgar las piernas.

Mientras Clint ponía en marcha la grabadora, Julie dijo:

– Óigame, Frank… Señor Pollard, antes de que continúe con su historia, me gustaría que respondiera a unas cuantas preguntas importantes. No obstante la sangre y los arañazos en sus manos, usted se cree incapaz de hacer daño a nadie, ¿no es así?

– Cierto. Excepto tal vez en defensa propia.

– Y no cree ser un ladrón, ¿verdad?

– No. No puedo… No me veo como un ladrón, ni mucho menos.

– Entonces, ¿por qué no ha recurrido a la Policía?

El hombre guardó silencio. Asió la bolsa abierta que sostenía sobre sus rodillas y escudriñó dentro como si Julie estuviese hablándole desde su interior.

Ella continuó:

– Porque si usted se tiene por un hombre inocente en todos los aspectos, la Policía está mejor dotada para ayudarle a averiguar quién es usted y quién le persigue. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que no está tan seguro de su inocencia como pretende. Usted sabe cómo hacer un puente en un coche, y aunque toda persona con aceptables conocimientos sobre automóviles pueda hacer ese truco, esto es, por lo menos, un indicio de experiencia criminal. Y luego está el dinero, todo ese dinero llenando bolsas. Usted no recuerda haber cometido crímenes, pero en el fondo de su corazón está convencido de haberlo hecho y por eso teme ir a los polis.

– Eso es parte del asunto -reconoció él.

– Espero que comprenda usted -dijo Julie- que si aceptamos su caso y descubrimos pruebas que le acusen de haber cometido un acto criminal, deberemos trasladar esa información a la Policía.

– Por supuesto. Pero me figuré que si iba primero a los polis, ellos no se molestarían en buscar la verdad. Desde el principio tomarían la determinación de considerarme culpable, incluso antes de que terminase de referirles mi historia.

– Cosa que nosotros no haríamos, por descontado -dijo Bobby. Y volviendo la cabeza lanzó una significativa mirada a Julie.

– En lugar de ayudarme -prosiguió Pollard-, buscarían por ahí algunos crímenes recientes para endosármelos.

– Ése no es el método de la Policía -aseguró Julie.

– ¡Claro que lo es! -dijo, malicioso, Bobby. Y bajando de la mesa empezó a pasear arriba y abajo desde el póster del tío Güito hasta el de Mickey Mouse-. ¿Acaso no la hemos visto hacer eso millares de veces en los telefilmes de televisión? ¿Acaso no hemos leído a Hammett y Chandler?

– Escuche, señor Pollard -dijo Julie-. Yo he sido agente de Policía…

– Y ello demuestra lo que digo -saltó Bobby-. Mira, Frank, si hubieses ido a los polis estarías ya a estas alturas fichado y procesado, convicto y condenado a una pena de mil años.

– Hay otra razón más importante para no ir a los polis. Ello equivaldría a hacerlo público. La Prensa sabría de mí y ansiaría de verdad pergeñar una crónica sobre ese pobre tipo con amnesia y sacos de dinero. Entonces, él sabría dónde encontrarme. Y no puedo arriesgarme a eso.

– ¿Quién es «él», Frank? -preguntó Bobby.

– El hombre que me perseguía la otra noche.

– Tal como lo has dicho, pensé que recordarías su nombre, que tendrías idea de una persona específica.

– No, no sé quién es. Ni siquiera estoy seguro de saber lo que es él. Pero sé que vendrá otra vez a por mí tan pronto como averigüe dónde estoy. Así, pues, debo mantenerme oculto.

Clint intervino desde el sofá:

– Será mejor que cambie la cinta.

Todos esperaron mientras él sacaba la cassete de la grabadora. Aunque fueran sólo las tres, el día declinaba hacia un falso crepúsculo apenas diferente del auténtico. La brisa a ras de suelo se esforzaba por equipararse con el viento que impulsaba las nubes en grandes altitudes; una niebla sutil se extendía desde el oeste pero sin mostrar los movimientos perezosos con que solían avanzar las nieblas, sino agitándose y arremolinándose como un fluido lechoso que parecía querer soldar la tierra con los nubarrones de las alturas.

Cuando Clint puso otra vez en marcha la grabadora, Julie dijo:

– ¿Fue eso el fin de todo, Frank? ¿Cuando despertó usted el sábado por la mañana, llevando ropa nueva, con la bolsa de papel repleta de dinero a su lado, sobre la cama?

– No. No fue el fin. -El interpelado alzó la cabeza pero no la miró. Dirigió la mirada más allá, hacia el temeroso día detrás de las ventanas, aunque parecía mirar algo mucho más distante que Newport Beach-. Tal vez no tenga fin jamás.

Con estas palabras sacó de la segunda bolsa, donde había guardado la ensangrentada camisa y la muestra de arena negra, un tarro como los que se emplean para conservar compota de fruta y verdura, con una sólida tapadera de cristal y la correspondiente junta de goma. El tarro estaba lleno de lo que parecían gemas sin tallar y de brillo apagado. Algunas, más pulidas que otras, lanzaban destellos.

Frank levantó la tapadera e inclinando el tarro dejó caer parte de su contenido sobre la superficie de fórmica que imitaba madera clara.

Julie se inclinó hacia delante.

Bobby se aproximó para verlo de cerca.

Las gemas de formas menos irregulares eran redondeadas, ovaladas o romboidales, algunos perfiles de cada piedra tenían curvas suaves y otros mostraban un biselado natural con numerosas y cortantes aristas. Otras gemas eran apelmazadas, dentadas y granulares. Había algunas tan grandes como uvas, y otras tan pequeñas como guisantes. Todas eran rojas, aunque con diversos tonos de color. Reflejaban poderosamente la luz, un charco de refulgencia escarlata sobre la pálida superficie de la mesa. Las gemas concentraban mediante sus prismas el resplandor difuso de las lámparas y proyectaban relucientes dardos carmesí hacia el techo y las paredes, cuyos azulejos esmaltados parecían quedar marcados por luminosas heridas.

– ¿Rubíes? -sugirió Bobby.

– No parecen exactamente rubíes -opinó Julie-. ¿Qué son, Frank?

– No lo sé. Podrían no ser valiosas siquiera.

– ¿Dónde las adquirió?

– El sábado por la noche, apenas podía conciliar el sueño. Sólo algunos minutos, a ratos. Me pasé el tiempo revolviéndome en la cama, despertándome tan pronto empezaba a dormitar. Tenía miedo del sueño. Y el sábado por la tarde no dormí la siesta. Pero ayer por la noche me sentía tan exhausto que no podía mantener por más tiempo los ojos abiertos. Dormí sin quitarme la ropa, y al despertar esta mañana, los bolsillos de mis pantalones estaban llenos de estas cosas.

Julie cogió una de las piedras más pulidas y, colocándola ante su ojo derecho en dirección a la lámpara más cercana, la miró al trasluz. Incluso sin tallar, el color y la claridad de la gema eran excepcionales. Tal vez fueran sólo semipreciosas, como sugería Frank, pero sospechó que debían de tener un valor considerable.

– ¿Por qué las conservas en un tarro? -preguntó Bobby.

– Porque hube de salir a comprar uno para guardar esto -contestó Frank.

Y sacando de la bolsa un tarro algo mayor lo colocó sobre la mesa.

Julie se volvió para mirarlo y se llevó tal sobresalto que dejó caer la gema. En el recipiente de cristal había un insecto casi tan grande como su mano. Aunque tenía unos élitros duros, como un escarabajo (de color negro profundo con manchas de un rojo sangre alrededor de todo el borde), la cosa de dentro del caparazón semejaba más una araña que un escarabajo. Tenía las ocho patas vigorosas y peludas de una tarántula.

– ¿Qué diablos es esto? -le imprecó gesticulando Bobby, que era algo entomofóbico. Ante cualquier insecto algo más agresivo que una mosca casera, llamaba a Julie para que lo capturara o matara mientras observaba la acción a distancia.

– ¿Está vivo? -preguntó Julie.

– Ahora, no -dijo Frank.

Dos patas delanteras, semejantes a pinzas de langosta en miniatura, se extendían desde la parte delantera del caparazón, una a cada lado de la cabeza, pero diferían de los apéndices de una langosta en que las pinzas estaban mucho más articuladas que las de cualquier crustáceo común. Recordaban algo a unas manos, con cuatro segmentos curvados y quitinosos, unidos en la base; los bordes tenían una sierra de feo aspecto.

– Apuesto lo que sea a que si esa cosa te pescara un dedo te lo cortaría -murmuró Bobby-. ¿Dijiste que estaba vivo, Frank?

– Cuando me desperté esta mañana, lo encontré arrastrándose sobre mi pecho.

– ¡Dios santo! -exclamó Bobby, palideciendo visiblemente.

– Estaba atontado.

– ¡Ah! ¿Sí? Pues parece tan rápido como una maldita cucaracha.

– Creo que se estaba muriendo -dijo Frank-. Grité y lo aparté de un manotazo. Cayó sobre el dorso en el suelo, pataleó débilmente durante unos segundos y luego se quedó inmóvil. Entonces cogí la funda de una almohada, lo puse dentro y la anudé para que no escapara por si estaba todavía vivo. Luego, descubrí las gemas en los bolsillos, así que compré dos tarros, uno para el bicho…, que, por cierto, no se ha movido desde que lo puse ahí, y por tanto imagino que estará muerto. ¿Han visto ustedes alguna vez algo parecido?

– No -respondió Julie.

– No, a Dios gracias -masculló Bobby. No se inclinó sobre el tarro para mirarlo de cerca como había hecho Julie. De hecho retrocedió un paso como si temiera que el bichejo pudiese salir bruscamente a través del cristal.

Julie cogió el tarro y lo hizo girar de modo que pudiese ver de frente al bicho. Su cabeza de satén negro era casi tan grande como una ciruela y estaba escondida a medias bajo el caparazón. Los ojos polifacéticos, de un amarillo sucio, estaban asentados altos, a ambos lados de la cabeza, y debajo de cada uno había lo que parecía ser otro ojo más pequeño que el de arriba, de un color rojizo azulado. Extraños dibujos de orificios minúsculos, seis extrusiones espinosas y tres mechones de pelos sedosos caracterizaban la suave y brillante superficie de aquella fisonomía aborrecible. Su boca pequeña, ahora abierta, era un orificio circular en donde ella creyó ver hileras de dientes, menudos pero agudos.

Mirando pasmado al ocupante del tarro, Frank dijo:

– No sé en qué diablos me he metido pero, sea lo que sea, es una cosa mala, una cosa mala de verdad. Y tengo miedo.

Bobby se crispó. Con expresión pensativa, hablando más bien para sí, murmuró:

– Una cosa mala…

Mientras devolvía el tarro a su sitio, Julie dijo:

– Aceptamos el caso, Frank.

– ¡Está bien! -exclamó Clint.

Apartándose de la mesa para encaminarse hacia el lavabo, Bobby dijo:

– Necesito verte a solas un momento, Julie.

Por tercera vez, ambos entraron juntos en el retrete, cerraron la puerta y pusieron en marcha el ventilador.

La cara de Bobby tenía el tono grisáceo de un retrato pintado al carbón; hasta sus pecas habían perdido el color. Ahora, sus alegres ojos azules mostraban cualquier cosa menos alegría.

– ¿Estás loca? -susurró-. ¡Le has dicho que aceptamos el caso!

Julie parpadeó, sorprendida.

– ¿Acaso no era eso lo que querías?

– No.

– ¡Ah! Entonces supongo que he oído mal. Debo de tener demasiada cera en los oídos. Compacta como el cemento.

– Probablemente, ése es un lunático peligroso.

– Quizá me convenga ir a un médico para que me haga una limpieza de oídos.

– Esa historia disparatada que el tipo se ha inventado es sólo…

Julie levantó la mano para interrumpirle a mitad de la frase.

– Atente a la realidad, Bobby. Él no imaginó ese bicho. ¿Y qué es esa cosa? Jamás he visto fotografías de algo semejante.

– ¿Qué me dices del dinero? Debe haberlo robado.

– Frank no es un ladrón.

– ¡Cómo! ¿Acaso te lo ha revelado Dios? Porque no hay otra forma de saberlo. Has conocido a Pollard hace poco más de una hora.

– Tienes razón -contestó ella-. Dios me lo ha dicho. Y yo escucho siempre a Dios, porque si no lo haces es muy probable que te envíe una plaga de voraces langostas o prenda fuego a tu pelo con un rayo. Escúchame. Frank está perdido, va a la deriva, y me da lástima. ¿Vale?

Por un momento la miró absorto, mordiéndose el pálido labio inferior, y luego dijo:

– Nosotros trabajamos bien juntos porque nos complementamos uno a otro. Tú eres fuerte donde yo soy débil, y viceversa. En muchos aspectos no nos asemejamos lo más mínimo, pero estamos obligados a permanecer juntos porque encajamos como las piezas de un rompecabezas.

– ¿Adonde vas a parar?

– Una cosa que nos hace diferentes pero complementarios es nuestra motivación. Este tipo de trabajo me conviene porque disfruto ayudando a la gente que está en un atolladero por causas ajenas a ella. Me gusta ver cómo triunfa el bien. Parezco un héroe de viñeta, pero eso es lo que siento. Por otra parte, tú pareces motivada sobre todo por el deseo de machacar a los malos. Bien es verdad que también me gusta ver cómo se retuercen y lloriquean los malos, pero no me interesa tanto como a ti. Y, desde luego, tú eres feliz ayudando a personas inocentes, pero en tu caso eso es secundario, va detrás de las contorsiones y el lloriqueo. Tal vez sea porque todavía te consume la rabia por el asesinato de tu madre.

– Mira, Bobby, cuando yo quiera psicoanálisis iré a una habitación cuyo mueble principal sea un diván… no un retrete.

Cuando Julie tenía doce años, su madre fue tomada como rehén en el asalto a un banco. Los dos malhechores estaban saturados de anfetaminas y tenían muy poco sentido común y compasión. Antes de que todo terminara, cinco de los seis rehenes murieron, y la madre de Julie no resultó la persona afortunada.

Volviéndose hacia el espejo, Bobby miró la imagen de ella como si le resultara incómodo encontrar directamente su mirada.

– Esto es a donde voy a parar: de repente, actúas como yo, y eso no es favorable, eso altera nuestro equilibrio, rompe la armonía de nuestra relación y esa armonía es lo que nos ha mantenido siempre vivos, triunfantes y vivos. Quieres aceptar este caso porque te fascina, excita tu imaginación» y porque quieres ayudar a Frank, que es digno de lástima. ¿Dónde está tu indignación habitual? Yo te diré dónde está. No la tienes porque, al menos en este momento, no hay nadie a quien atacar, no hay tipos malos. Está el individuo que, según él, le persiguió anoche, vale, pero no sabemos si es una persona real o un producto de la fantasía de Frank. Sin un sujeto malévolo en quien concentrar tu cólera y debía inducirte a dar este mismo paso, y eso era lo que estaba haciendo, pero ahora eres tú quien efectúa la inducción, y eso me preocupa. No es lo normal.

Julie le dejó divagar mientras sus miradas se cruzaban en el espejo y, cuando hubo terminado, dijo:

– No es ahí adonde vas a parar.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que todo cuanto has dicho es sólo humo. ¿Qué te preocupa de verdad, Robert?

Su imagen reflejada intentó sostener la mirada reflejada de ella.

Julie sonrió.

– Vamos, cuéntamelo. Nunca hay secretos entre nosotros.

El Bobby del espejo parecía una mala imitación del Bobby Dakota real. El Bobby real estaba lleno de vida, energía y buen humor. El Bobby del espejo tenía una faz grisácea, casi torva; la inquietud le había sorbido la vitalidad.

– ¡Robert! -le apremió ella.

– ¿Recuerdas el pasado jueves, cuando nos despertamos? -preguntó él-. Soplaba el viento de Santa Ana. E hicimos el amor.

– Lo recuerdo.

– E inmediatamente después de hacer el amor tuve la extraña y horrible impresión de que iba a perderte, de que algo ahí fuera, en el viento… llegaba para arrebatarte.

– Me lo contaste más tarde aquella noche, en el Ozzie's, cuando hablábamos de máquinas de discos. Pero el vendaval terminó y nada me arrebató. Aquí estoy.

– Aquella misma noche, la noche del jueves, tuve una pesadilla, un condenado sueño, más vivido de lo que puedas imaginar.

Entonces le contó lo de la pequeña casa en la playa, la máquina de discos alzándose sobre la arena, la tronante voz diciendo, ¡ LA COSA MALÉVOLA SE APROXIMA! ¡ LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA!, y el mar corrosivo que los había engullido a ambos, disolviendo su carne y arrastrando sus huesos hasta profundidades abismales.

– Aquello me desquició. No puedes imaginarte lo real que parecía. Suena demencial… pero aquel sueño era casi más real que la vida real. Al despertarme, sentí un miedo que no había sentido jamás. Tú estabas durmiendo y no quise despertarte. Tampoco te lo conté más tarde porque no vi la necesidad de inquietarte, y porque… bueno, me pareció infantil dar tanta importancia a un sueño. No he tenido ninguna otra pesadilla, pero desde entonces… viernes, sábado y ayer… he tenido ciertos momentos en que una extraña ansiedad me oprime, haciéndome pensar que tal vez algo malévolo venga para arrebatarte. Y, ahora, ahí fuera, en el despacho, Frank dijo estar mezclado con una cosa mala, una cosa mala de verdad, así fue como lo expresó, y al instante yo lo relacioné. Escúchame, Julie, quizás este caso sea esa cosa malévola con la que soñé. Quizá no debiéramos aceptarlo.

Durante unos instantes, ella miró al Bobby del espejo preguntándose qué hacer para darle ánimo. Por último, decidió que si sus papeles estaban invertidos debía tratar con él como Bobby lo hubiera hecho con ella en una situación similar. Bobby no recurriría a la lógica y la razón… que eran las herramientas de ella… pero la aliviaría y complacería hasta hacerle perder el canguelo.

En lugar de responder directamente a sus inquietudes, Julie dijo:

– Ya que aprovechamos este momento para desahogarnos, ¿sabes lo que me preocupa a mí? Tú forma de sentarte sobre mi mesa algunas veces, cuando estamos hablando con un posible cliente. En mi caso, y con algunos clientes, tendría sentido sentarme sobre la mesa llevando una falda corta y enseñando algo de pierna, porque mis piernas están muy bien, aunque sea yo quien lo diga. Pero tú no llevas nunca faldas, ni calzones, ni nada parecido y, de cualquier forma, tampoco tienes los remos adecuados.

– ¿Quién está hablando de mesas?

– Yo -dijo ella volviéndose del espejo para mirarle directamente-. Alquilamos un piso de siete habitaciones en vez de ocho para ahorrar dinero, y cuando el resto de la plantilla estuvo instalado quedó sólo un despacho para nosotros, lo que parecía pasable. Ahí hay espacio suficiente para dos mesas, pero tú dices que no quieres una. Las mesas son demasiado ceremoniosas para ti. Todo cuanto necesitas es un diván para tumbarte mientras telefoneas, según tú, y cuando llegan clientes te sientas sobre mi mesa.

– Julie…

– La fórmica es una superficie dura, casi indoblegable, pero tarde o temprano te pasarás tanto tiempo sentado sobre mi mesa que quedará marcada con la huella indeleble de tu trasero.

Como Julie no quería mirar al espejo él hubo de volverse para mirarla de frente.

– ¿Es que no has oído lo que he dicho sobre el sueño?

– Vamos, no te equivoques conmigo. Tienes un trasero muy salado, Bobby, pero no quiero su huella sobre la superficie de mi mesa. Los lápices se pasarían el tiempo rodando hacia esa depresión. El polvo se acumulará en ella.

– Pero, ¿a qué viene todo esto?

– Te advierto que estoy pensando en hacer instalar cordones eléctricos en mi mesa para poder electrizarla con la simple vuelta de una llave. Así que al sentarte en ella sabrás lo que experimenta una mosca cuando se posa sobre uno de esos artefactos electrónicos.

– Te estás poniendo imposible, Julie. ¿Por qué eres tan imposible?

– Frustración. Últimamente no he podido aplastar ni machacar a ningún tipo malo. Eso me hace irritable.

– ¡Eh, aguarda un minuto! -exclamó él-. No te estás poniendo imposible.

– Claro que no.

– Estás ocupando mi lugar.

– Exacto. -Julie le besó la mejilla derecha y le palmoteo la izquierda-. Ahora, volvamos ahí fuera y aceptemos el caso.

Dicho esto, Julie abrió la puerta y salió del lavabo.

Sonriendo para sí, Bobby masculló:

– Que me condenen si lo entiendo. -Y la siguió hacia el despacho.

Frank Pollard conversaba tranquilamente con Clint pero enmudeció y levantó la vista, esperanzado, al oírles entrar.

Las sombras se apiñaban en los rincones como monjes en sus claustros, y por alguna razón inexplicable el resplandor ambarino de las tres lámparas le recordó a Julie la luz titilante y misteriosa de los cirios votivos en una iglesia.

El charco de gemas escarlata brillaba todavía sobre la mesa.

El insecto seguía dentro del tarro en trance de muerte.

– ¿Le ha explicado Clint cuál es nuestra tarifa? -preguntó Julie a Pollard.

– Sí.

– Vale. Además necesitaremos diez mil dólares como anticipo para gastos.

Fuera, los relámpagos rasgaron el vientre de las nubes.

El cielo cárdeno se hendió y una lluvia fría tamborileó contra las ventanas.

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