Capítulo 37

Bobby y Julie partieron hacia el hospital a las 2.45 horas. La noche parecía más oscura que de costumbre; ni las farolas ni los faros traspasaban por completo las tinieblas. Sábanas de lluvia caían con tal fuerza que parecían rebotar sobre el asfalto de las calles, como si fueran fragmentos sólidos de una bóveda a punto de desintegrarse que se extendiera a través de la noche.

Julie conducía porque Bobby estaba medio adormilado. Los párpados le pesaban, no cesaba de bostezar y sus pensamientos eran turbios. Se habían ido a la cama sólo tres horas antes de que Hal Yamataka les despertara. Si Julie tuviera que aguantar con esas horas de sueño podría hacerlo, pero Bobby necesitaba estar seis horas… u ocho, a ser posible, entre sábanas para funcionar bien.

Eso era una diferencia insignificante entre ellos, nada importante. Pero a causa de varias diferencias similares, Bobby sospechaba que Julie era más resistente que él, aunque él pudiera vapulearla diez veces de cada diez que se enfrentaban en lucha libre.

Chascó la lengua para sí.

– ¿Decías algo? -preguntó Julie.

– Es una locura darte cierta ventaja al reconocerlo, pero estaba pensando que eres más resistente que yo.

– Eso no es una novedad -dijo ella-. Siempre he sabido que soy más fuerte.

– ¡Ah! ¿Sí? Cuando luchamos, te vapuleo cada vez.

Julie sacudió la cabeza.

– ¡Qué pena me das! ¿De verdad crees que vencer a alguien más pequeño que tú te convierte en un macho?

– Me sería posible vencer a muchas mujeres más grandes que yo -le aseguró Bobby-. Y si son más viejas, podría eliminarlas en grupos de tres o cuatro. De hecho, si enviaras contra mí una docena de abuelas grandes, ¡me las llevaría por delante con una mano atada a la espalda! Y hablo de abuelas grandes -continuó-. No señoras menudas y frágiles. Abuelas robustas y sólidas, seis a la vez.

– Eso es impresionante.

– ¡Y que lo digas, maldita sea! Aunque una barra de hierro tal vez ayudase un poco.

Julie rió, y él hizo una mueca alegre. Pero ninguno de los dos podía olvidar adonde iban y por qué, y sus sonrisas dieron paso a expresiones ceñudas. Siguieron marchando en silencio. El zumbido de las escobillas del parabrisas, que debiera haber adormecido a Bobby, le mantenía, sin embargo, espabilado.

Por fin Julie preguntó:

– ¿Crees que Frank puede haberse esfumado delante de Hal tal como dice él?

– No recuerdo haber visto nunca a Hal mentir o dejarse llevar por la histeria.

Julie dobló a la izquierda en la siguiente esquina. Pocas manzanas adelante, más allá de las ondulantes cortinas de lluvia, las luces del hospital parecían parpadear y fluir cual un líquido iridiscente que hiciera parecer todo como el espejismo de un oasis fantasmal, reluciendo tras los velos de calor que se elevan de las arenas desérticas.


Cuando entraron en la habitación, Hal seguía plantado a los pies de la cama, cuya mayor parte estaba oculta por la cortina. No parecía haber visto sólo un espectro sino también haberlo abrazado y besado en sus glaciales y putrefactos labios.

– Gracias a Dios que habéis llegado -dijo, mirando más allá de ellos hacia el pasillo.

– La enfermera jefe quiere llamar a los polis para denunciar la desaparición de una persona…

– Ya hemos resuelto eso -dijo Bobby-. El doctor Freeborn le telefoneó y nosotros hemos firmado un documento eximiendo al hospital.

– Excelente -dijo Hal. Y mirando hacia la puerta añadió-: Hagamos esto tan privado como sea posible.

Después de cerrar la puerta, Julie se reunió con ellos a los pies de la cama.

Bobby observó las bisagras rotas y la desaparición de la barandilla.

– ¿Qué significa esto?

Hal tragó saliva a duras penas.

– Él estaba sujetando la barandilla cuando se esfumó… y eso desapareció en su compañía. No lo mencioné por teléfono, porque me figuré que me teníais por loco y añadir esto lo confirmaría.

– Cuéntanoslo ahora -dijo, aplacadora, Julie. Todos hablaban muy bajo, porque de otro modo la enfermera Fulgham entraría para recordarles que casi todos los pacientes de la planta estaban durmiendo.

Cuando Hal concluyó su relato, Bobby dijo:

– La flauta, la brisa peculiar… Eso es lo que Frank nos aseguraba haber oído después de recuperar el conocimiento aquella noche en el callejón, y por alguna razón inexplicable sabía que ello significaba la llegada de alguien.

Parte de la suciedad que Hal había percibido en el pijama de Frank después de su segunda reaparición había quedado adherida a las sábanas. Julie cogió un pellizco de ella.

– No es suciedad, exactamente.

Bobby examinó los granos en las yemas de sus dedos.

– Arena negra.

– ¿Frank no ha vuelto a aparecer tras desvanecerse con la barandilla? -preguntó Julie a Hal.

– No.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Dos o tres minutos después de las dos. Más o menos.

– Es decir, aproximadamente hace una hora y veinte minutos -dijo Bobby.

Los tres guardaron silencio mientras miraban los soportes de los que había sido arrancada la barandilla. Fuera, una ráfaga de viento proyectó lluvia contra la ventana, con fuerza suficiente para hacerla sonar como si algunos bromistas del Día de Difuntos lanzaran puñados de maíz.

Por fin Bobby miró a Julie.

– ¿Qué hacemos ahora?

Ella parpadeó.

– A mí no me lo preguntes. Este es mi primer caso en el que interviene la brujería.

– ¿Brujería? -murmuró, nervioso, Hal.

– Es una forma de hablar -le tranquilizó Julie.

«Tal vez», pensó Bobby. Y dijo:

– Debemos suponer que volverá antes del amanecer, quizás un par de veces, y tarde o temprano se quedará definitivamente. Esto debía de ser lo que le sucedía cada noche cuando dormía; éste es el viaje que no recordaba cuando despertaba.

– Viaje… -murmuró Julie. En aquellas circunstancias, esa palabra corriente parecía tan exótica y llena de misterio como ninguna otra del vocabulario.

Con mucha cautela para no despertar a los pacientes, los tres cogieron dos butacas más de otras habitaciones a lo largo del pasillo.

Hal se sentó muy tenso contra la puerta cerrada de la habitación 638 para impedir que cualquier miembro del hospital irrumpiera de improviso. Julie se sentó a los pies de la cama, y Bobby se apostó junto al lado donde había todavía barandilla, el más próximo a la ventana.

Desde su butaca, Julie no necesitaba más que volver un poco la cabeza para ver a Hal. Cuando miraba hacia el otro lado, podía ver a Bobby. Pero como la cortina estaba corrida por el lado de la cama al que faltaba la barandilla, Hal y Bobby no podían verse el uno al otro.

Se preguntaba si Hal se asombraría al ver lo aprisa que Bobby se quedaba dormido. Hal seguía aturdido por lo que había sucedido, y Julie, aunque sólo conocía de oídas la mágica desaparición de Frank, se mostraba anhelante y nerviosa…, esperando la oportunidad de presenciar el mismo número de magia. Bobby, hombre de considerable imaginación con un sentido infantil de lo portentoso, estaría, probablemente, más emocionado que ella o Hal por aquellos acontecimientos; por añadidura, a causa de su aciago presentimiento, él sospechaba que aquel caso iba a estar lleno de sorpresas, algunas muy desagradables, y esos sucesos sin duda le alarmaban. No obstante, pudo recostarse sobre el brazo poco mullido de su butaca, dejar caer la barbilla sobre el pecho y dormitar. No se dejaría vencer nunca por la tensión nerviosa. A veces, su sentido de las proporciones, su capacidad para dar una perspectiva favorable a cualquier cosa, parecía sobrehumana. Cuando dos o tres años antes la canción de Bobby McFerrin Don't Worry, Be Happy constituyó un éxito, Julie no se sorprendió de que a su Bobby le enamorara: la tonadilla había terminado siendo su himno personal. Al parecer, él lograba serenarse a fuerza de voluntad, y Julie admiraba esa cualidad.

A las 4.40, cuando Bobby había dormido ya muy tranquilo casi una hora, le contemplaba con una admiración que se transformó muy pronto en envidia insana. Sintió el impulso de dar una patada a su butaca y hacerle volcar con ella. Sin embargo, se reprimió por sospechar que él se limitaría a bostezar y enroscarse de costado para continuar su sueño, incluso más cómodo sobre el suelo, con lo cual su envidia se haría tan devoradora que se vería obligada a matarle en su lugar de reposo. Se vio a sí misma declarando ante el tribunal: Sé que el asesinato es condenable, señor juez, pero él estaba demasiado repanchingado para vivir.

Una cascada de notas suaves, casi melancólicas, descendió del aire frente a ella.

– ¡La flauta! -exclamó Hal saltando de su butaca con la rapidez de un grano de maíz estallando en una sartén caliente.

Simultáneamente un soplo de aire frío, sin ningún origen aparente, recorrió la habitación.

Poniéndose en pie, Julie susurró:

– ¡Bobby!

Le sacudió por el hombro y él se despertó justo cuando la música atonal se extinguía y el aire volvía a permanecer estático.

Bobby se frotó los ojos con las palmas de las manos y bostezó.

– ¿Qué ocurre?

Apenas hubo dicho eso, la obsesionante música se dejó oír otra vez, tenue pero más fuerte que antes. A decir verdad, no era música sino ruido. Y Hal tenía razón: si se prestaba atención se podía comprobar que no era una flauta.

Julie dio un paso hacia la cama.

Hal abandonó su puesto ante la puerta y le puso una mano en el hombro para detenerla.

– Ten cuidado.

Frank había hablado sobre tres, quizá cuatro trinos separados de la falsa flauta y otros tantos revuelos del aire antes de que el señor Luz Azul apareciese siguiéndole el rastro aquella noche, en Anaheim; y Hal había observado que los tres episodios habían precedido a cada una de las reapariciones de Frank. Sin embargo, no cabía esperar que esos fenómenos concomitantes siguieran una rutina inmutable, pues cuando la segunda efusión de notas inarmónicas se extinguió en el éter de donde había venido, el aire sobre la cama centelleó como si se hubiesen lanzado puñados de pálidas lentejuelas para hacerlas flotar en cálidas corrientes ascendentes, y, de súbito, Frank Pollard apareció sobre las revueltas sábanas.

Los tímpanos de Julie parecieron estallar.

– ¡Por todas las vacas sagradas! -exclamó Bobby. Y esto fue, precisamente, lo que Julie esperaba oírle decir.

Por su parte, Julie fue incapaz de hablar.

Frank Pollard se sentó jadeante en la cama. La piel de alrededor de los legañosos ojos parecía irritada. Un sudor agrio le resbalaba por el rostro para enterrarse en su barba.

El hombre sujetaba una funda de almohada medio llena con algo; un extremo estaba retorcido y cerrado con un trozo de cuerda. Él la soltó, dejándola caer por el lado de la cama donde faltaba la barandilla; el choque contra el suelo fue el de una cosa blanda.

Cuando habló, su voz fue ronca y extraña.

– ¿Dónde estoy?

– Estás en el hospital, Frank -respondió Bobby-. Todo va bien. Ahora te encuentras donde debes estar.

– Hospital… -murmuró Frank, saboreando la palabra como si la oyera y pronunciase por primera vez. Miró en torno suyo, a todas luces desconcertado; seguía sin saber dónde estaba.

– No me dejéis desli…

Se esfumó a mitad de la frase. Un breve silbido acompañó a su abrupta partida, como si el aire de la habitación se escapara por una punción en la piel de la realidad.

– ¡Maldita sea! -exclamó Julie.

– ¿Dónde está su pijama? -preguntó Hal.

– ¿Cómo?

– El llevaba zapatos, pantalón caqui, camisa y suéter -dijo Hal-. Pero la última vez que le vi, hace un par de horas, llevaba puesto el pijama.

En el otro extremo de la habitación la puerta empezó a abrirse pero tropezó con la butaca de Hal. La enfermera Fulgham asomó la cabeza por la rendija. Miró la butaca y luego dirigió la mirada a Julie y Hal, después a Bobby, quien había avanzado hasta los pies de la cama para atisbar más allá de sus dos asociados y la cortina medio corrida.

Tal vez los tres disimularan muy mal su asombro ante la desaparición de Frank, pues la mujer frunció el ceño y preguntó:

– ¿Qué está ocurriendo aquí?

Julie cruzó presurosa la habitación mientras Grace Fulgham apartaba a un lado la butaca y abrió del todo la puerta.

– Nada de particular. Acabamos de hablar por teléfono con uno de nuestros agentes que dirige la búsqueda, y éste nos dice haber encontrado a alguien que vio al señor Pollard hacia el anochecer. Por consiguiente, sabemos ya el camino que sigue, y ahora encontrarlo será sólo cuestión de tiempo.

– No esperábamos que estuvieran ustedes aquí tanto rato -dijo la Fulgham mirando ceñuda la cama tras la cortina.

Pese al grosor de la puerta, quizá hubiese percibido el trino de la flauta que no era flauta.

– Bueno -dijo Julie-, éste es el lugar más adecuado para coordinar la búsqueda.

Manteniéndose cerca de la puerta con la butaca vacía de Hal entre ambas, Julie intentó cerrar el paso a la enfermera con disimulo. Si la Fulgham pasaba más allá de la cortina notaría la falta de la barandilla y vería la arena negra y la funda de almohada llena de Dios sabía qué. Podía ser difícil contestar de forma convincente a las preguntas sobre tales circunstancias, y si la enfermera permanecía demasiado tiempo en la habitación podría estar presente cuando regresara Frank.

– Estoy segura de que no hemos molestado a ninguno de los otros pacientes -dijo Julie-. Hemos estado muy quietos.

– No, no -respondió la enfermera Fulgham-, no han molestado a ninguno. Sólo nos preguntábamos si les gustaría tomar un poco de café para mantenerse espabilados.

– ¡Oh! -Julie se volvió hacia Hal y Bobby-. ¿Café?

– ¡No! -respondieron al mismo tiempo los dos hombres.

Luego quisieron cederse la palabra uno a otro. Por fin, Hal dijo:

– No, gracias.

Y Bobby murmuró por su parte:

– Muy amable, pero no.

– Yo estoy muy despierta -dijo Julie. Y aunque deseaba con frenesí desembarazarse de la mujer, intentó explicar con tono casual-: Hal no toma café, y Bobby, mi marido, no puede soportar la cafeína porque tiene problemas de próstata. -«Estoy desbarrando», pensó-. Sea como sea, nos marcharemos dentro de poco, estoy segura.

– Bueno -dijo la enfermera-, si cambia de idea…

Una vez se hubo marchado la Fulgham dejando la puerta bien cerrada, Bobby susurró:

– Conque problemas de próstata ¿eh?

Julie dijo:

– El exceso de cafeína acarrea percances de próstata. Me pareció un detalle convincente para explicar por qué no querías café a pesar de todos tus bostezos.

– Pero yo no tengo problemas de próstata. Eso me hace parecer un viejo chocho.

– Yo los tengo -dijo Hal-, y no soy un viejo chocho.

– Pero, ¿qué es esto? -exclamó Julie-. Todos estamos desbarrando.

Colocó otra vez la butaca contra la puerta y volvió junto a la cama para recoger la funda de almohada que Frank Pollard había traído de… de dondequiera que hubiese estado.

– Ten cuidado -le advirtió Bobby-. La última vez que Frank mencionó una funda de almohada se refería a aquella en donde atrapó el raro insecto.

Julie colocó con mucha delicadeza la bolsa sobre una butaca y la examinó de cerca.

Bobby dijo entre muecas:

– Si dejas salir de ahí algo tan grande como un gato pero con muchas patas y antenas, iré directamente a un matrimonialista.

La cuerda se soltó. Julie abrió la funda y miró dentro.

– ¡Oh, cielos!

Bobby dio un salto atrás.

– No te preocupes -le aseguró ella-. Nada de bichos. Sólo más metálico.

Dicho esto, metió la mano en el saco y extrajo dos fajos de billetes de cien dólares.

– Si todos son de cien, aquí podría haber un cuarto de millón.

– ¿Qué está haciendo Frank? -Se preguntó Bobby-. ¿Lavando dinero para la mafia en la zona crepuscular?

Un pitido hueco, solitario y atonal horadó otra vez el aire; cual aguja tirando de un hilo, el sonido trajo consigo una corriente que agitó la cortina.

Reprimiendo un estremecimiento, Julie se volvió para mirar la cama.

Las notas aflautadas se extinguieron junto con la corriente, luego sonaron otra vez, y vuelta a extinguirse, y sonar… y al extinguirse por cuarta vez Frank Pollard reapareció. Tendido de costado, los brazos plegados sobre el pecho, las manos convertidas en puños, gesticulante, los ojos cerrados y muy apretados como si se preparara para recibir el golpe mortal de un hacha.

Julie avanzó hacia la cama y una vez más Hal la detuvo.

Frank hizo una inspiración profunda, dejó escapar un maullido de angustia, abrió los ojos… y se esfumó. Al cabo de dos o tres segundos reapareció otra vez, todavía estremeciéndose, y así lo hizo varias veces, como si fuera una imagen parpadeante en un receptor de televisión con una pésima señal de recepción. Por fin, se asió al tejido de la realidad y quedó tendido en la cama, gimiendo.

Después de rodar sobre sí mismo para ponerse de espaldas, contempló el techo, apartó los puños del pecho, los abrió y se miró desconcertado las manos como si no hubiese visto jamás unos dedos.

– ¡Frank! -exclamó Julie.

No respondió. Exploró los contornos de su rostro con todos los dedos como si la lectura Braille de sus facciones pudiera recordarle los olvidados rasgos específicos de su apariencia.

El corazón de Julie latía desacompasadamente, todos los músculos de su cuerpo se dejaban sentir como si se los retorcieran hasta estar tan tensos como el muelle de un reloj con demasiada cuerda. A decir verdad, no se había asustado. No era una tensión generada por el miedo sino por la rareza sobrenatural de lo que había sucedido.

– ¿Te encuentras bien, Frank?

Parpadeando entre los intersticios de sus dedos, él respondió:

– ¡Ah! ¿Es usted, señora Dakota? Sí… Dakota. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy?

– Ahora estás en el hospital -dijo Bobby-. Escucha, lo importante no es saber dónde estás sino, ¿dónde diablos has estado?

– ¿Estado? Bueno…, ¿qué quieres decir?

Frank intentó sentarse en la cama pero parecía carecer de la energía necesaria para levantar la espalda.

Manipulando los mecanismos de la cama, Bobby elevó la mitad superior del colchón.

– Durante las últimas horas no has estado en esta habitación. Son casi las cinco de la madrugada y has estado dentro y fuera de aquí como… como… un marinero del buque insignia Enterprise que se pasara el tiempo radiando señales al barco nodriza.

– ¿Enterprise? ¿Radiando? ¿De qué estás hablando?

Bobby miró a Julie.

– Quienquiera que sea este tipo y de dondequiera que provenga, ahora sabemos con seguridad que ha estado viviendo al borde de la cultura moderna, en los aledaños. ¿Sabes de algún americano moderno que no haya oído hablar del Enterprise?

Julie dijo a Bobby:

– Gracias por tu análisis, señor Spock.

– ¿Señor Spock? -exclamó Frank.

– ¿Lo ves? -dijo Bobby.

– Interrogaremos más tarde a Frank -decidió Julie-. Ahora mismo está confuso. Tenemos que sacarlo de aquí. Si esa enfermera vuelve y lo ve, ¿cómo le explicarás su reaparición? ¿Creerá ella de verdad que Frank ha vagabundeado un rato para regresar al hospital pasando ante los de seguridad y el cuerpo de enfermeras, y subiendo hasta la sexta planta sin que nadie se percate?

– Sí -dijo Hal-. Y aunque parezca que haya vuelto para quedarse, ¿qué pasará si se desvanece otra vez ante sus propios ojos?

– Vale -asintió Julie-. Así que lo sacaremos de la cama y lo haremos bajar furtivamente las escaleras del final del pasillo, y de allí al coche.

Mientras debatían sobre él, Frank movió la cabeza a un lado y otro, siguiendo la conversación. Parecía estar viendo por primera vez un partido de tenis sin conseguir comprender las reglas del juego.

Bobby dijo:

– Una vez lo saquemos, podemos decir a la Fulgham que lo hemos encontrado a pocas manzanas de aquí y que estamos deliberando con él para determinar si quiere… o incluso necesita volver al hospital. Después de todo, él es nuestro cliente, nuestro pupilo, y hemos de respetar sus deseos.

Sin necesidad de esperar el resultado de los análisis, sabían ahora que Frank no padecía ninguna dolencia física como abscesos cerebrales, coágulos, aneurismas, quistes o neoplasmas. Su amnesia no era la consecuencia de un tumor cerebral sino de algo mucho más extraño y exótico que eso. Ninguna afección maligna, por muy singular que fuera su naturaleza, podría dotar a su víctima con el poder para pasar a la cuarta dimensión… o adondequiera que fuese Frank cuando se esfumaba.

– Escúchame, Hal -dijo Julie-. Coge del armario la ropa de Frank y métela en la funda de la almohada, junto con el dinero.

– Al instante.

– Y tú, Bobby, ayúdame a sacar de la cama a Frank, veamos si puede mantenerse en pie.

La única barandilla de la cama se resistió por un momento cuando Bobby intentó bajarla, pero él la forzó a hacerlo porque no podía sacar de la cama a Frank por el otro lado sin correr la cortina, dejándolo expuesto a la vista de cualquiera que abriese la puerta.

– Me habrías hecho un gran favor si hubieses enviado esta barandilla a Oz junto con la otra -dijo Bobby a Frank.

El exclamó:

– ¿Oz?

Cuando la barandilla se doblegó del todo, Julie se encontró con que dudaba en tocar a Frank por temor de lo que pudiera sucederle a su cuerpo si realizaba otro número de desaparición. Había visto las destrozadas bisagras de la barandilla, y tenía presente también que Frank no había regresado con la barandilla sino que la había abandonado en el otro «dónde» o en el otro «cuándo» adonde había viajado.

Bobby también vacilaba, pero se sobrepuso a su aprensión y cogiendo las piernas del hombre las hizo pasar por el borde de la cama, luego le agarró del brazo y le ayudó a sentarse. Tal vez ella fuera más dura que Bobby, pero cuando se trataba de encuentros con lo desconocido, él era a todas luces más flexible y raudo para adaptarse.

Por fin, Julie se tragó su miedo y ayudó a Bobby a poner a Frank en pie. Las piernas se le doblaban bajo su peso. Él se quejaba de debilidad y mareo.

Mientras metía la otra ropa en la funda de la almohada, Hal dijo:

– Si es necesario, Bobby y yo podemos llevarlo en vilo.

– Siento causar tantas molestias -murmuró Frank.

Julie, que no lo había visto nunca tan patético, sintió cierto remordimiento por no haberse atrevido a tocarlo.

Flanqueando a Frank y rodeándole cada uno con un brazo, Julie y Bobby le hicieron pasear arriba y abajo, por delante de la ventana, para ofrecerle la oportunidad de recuperar el uso de sus piernas. Poco a poco, el hombre recobró energía y equilibrio.

– Pero se me caen los pantalones -dijo.

Los dos le mantuvieron contra la cama, y él se apoyó en Julie mientras Bobby alzaba el suéter azul de algodón y examinaba el cinturón para ver si era posible correrlo un punto. La lengüeta suelta del cinturón aparecía horadada por veintenas de diminutos orificios, como si insectos laboriosos la hubiesen perforado. Pero, ¿qué insecto comía cuero? Cuando Bobby tocó la hebilla metálica ésta se desmenuzó como si fuera de hojaldre.

Mirando pasmado los relucientes fragmentos de metal que habían quedado entre sus dedos, Bobby preguntó:

– ¿Dónde te compras la ropa, Frank? ¿En un vertedero?

No obstante el tono bromista de Bobby, Julie supo que estaba aturdido. ¿Qué sustancia o circunstancias podían haber alterado tan profundamente la composición del latón? Cuando él pasó los dedos por las sábanas de la cama para limpiarse los curiosos residuos, Julie respingó, como si temiera que su carne hubiese quedado contaminada por el contacto con el latón y se desmigase como la hebilla.


Después de sujetar los pantalones de Frank con el cinturón que llevaba al ingresar en el hospital, Hal ayudó a Bobby a sacar a su cliente de la habitación. Mientras Julie iba delante vigilando, los tres recorrieron sigilosa y rápidamente el pasillo y atravesaron la puerta de incendios que estaba frente a las escaleras de emergencia. La piel de Frank seguía fría al tacto, y el hombre continuaba empapado de sudor; pero el esfuerzo le había enrojecido las mejillas, lo que le daba menos apariencia de cadáver andante.

Julie se apresuró a ir hasta el fondo de la escalera para averiguar lo que había más allá de la puerta inferior. Sin poder evitar los ruidos sordos de sus pisadas, cuyos ecos resonaban huecos en la pared de cemento, los tres hombres descendieron cuatro plantas sin grandes dificultades. No obstante, hubieron de detenerse en el descansillo de la cuarta para que Frank recobrara el aliento.

– ¿Estás siempre así de débil cuando te despiertas y no recuerdas en dónde has estado? -preguntó Bobby.

Frank negó con la cabeza. Luego, sus palabras sonaron como un leve resuello:

– No. Siempre asustado… fatigado, pero no tan mal como… esto. Me siento… bueno… no sé lo que estoy haciendo… ni a dónde me dirijo… pero sea lo que sea… cada vez requiere un esfuerzo mayor. Temo que no sobreviviré… a esto.

Mientras Frank hablaba, Bobby observó algo peculiar en el suéter azul del hombre. El dibujo del punto era tremendamente irregular en algunos trechos, como si la tricotosa hubiese enloquecido por unos instantes. Y en la espalda, cerca de la paletilla derecha, faltaban varias fibras; el boquete tenía el tamaño de cuatro sellos de correos y sus bordes eran irregulares. Pero no era un agujero propiamente dicho. Un trozo de lo que parecía caqui llenaba el boquete; y no estaba cosido sino tejido con el hilo de algodón que lo rodeaba, como si se hubiera confeccionado en la misma fábrica. El caqui era del mismo tono que los pantalones que llevaba Frank.

Un estremecimiento de temor sacudió a Bobby, aunque no supiera a ciencia cierta por qué. Su subconsciente parecía comprender la razón de ser del parche y su significado y captar unas consecuencias espantosas todavía por consumar, mientras que su mente consciente quedaba confusa.

Vio que Hal, al otro lado de Frank, había percibido también el parche y fruncía el ceño.

Julie subió las escaleras mientras Bobby seguía mirando ensimismado el remiendo caqui.

– Tenemos suerte -dijo ella-. Hay dos puertas al fondo. Una conduce por un pasillo al vestíbulo, donde daremos, probablemente, con algún agente de seguridad, incluso aunque se haya suspendido la búsqueda de Frank. Pero la otra puerta lleva al garaje, y a la misma planta en donde está aparcado nuestro coche. ¿Cómo te va, Frank?

– Recobrando mi… segundo aliento -contestó él, más despejado que antes.

– Observa esto -indicó Bobby haciendo mirar a Julie el tejido caqui del suéter azul de algodón.

Mientras Julie examinaba el peculiar parche, él soltó a Frank y dejándose guiar por un presentimiento se agachó para inspeccionar las perneras de Frank. Encontró una irregularidad equivalente: un hilo azul de algodón del suéter había sido tejido en los pantalones. No era un remiendo del mismo tamaño y forma que el del suéter sino tres pequeños redondeles junto a la vuelta de la pernera derecha; sin embargo, estaba seguro de que unas medidas exactas confirmarían lo que ya se apreciaba a simple vista: la cantidad total de hilo azul de aquellos tres redondeles bastaría para rellenar el boquete en el hombro del suéter.

– ¿Qué sucede? -inquirió Frank.

Bobby no respondió sino que estiró la pernera algo abombada de los pantalones para poder examinar mejor los tres remiendos. En realidad, «remiendo» no era la palabra adecuada porque aquellas anomalías del tejido no parecían reparaciones; se fundían demasiado bien con el material de su alrededor para ser un trabajo manual.

Julie se acuclilló a su lado y dijo:

– Primero hemos de sacar a Frank y llevarlo a la oficina.

– Sí, pero esto es extraño de verdad -insistió Bobby, señalando las irregularidades de los pantalones-. Extraño e… importante por alguna razón inexplicable.

– ¿Qué sucede? -repitió Frank.

– ¿Dónde obtuviste esta ropa? -le preguntó Bobby.

– Pues… no lo sé.

Julie señaló el calcetín deportivo blanco que llevaba Frank en el pie derecho, y Bobby vio al punto lo que había captado su atención: varias fibras azules, del mismo color del suéter. No estaban sueltas sino que formaban parte del calcetín. Estaban entretejidas en la trama.

Entonces, observó el zapato izquierdo de Frank. Era un zapato marrón oscuro, pero unas cuantas líneas blancas alteraban la regularidad del cuero en la parte del dedo gordo. Cuando las estudió de cerca, vio que eran hebras ásperas semejantes a las de los calcetines deportivos; rascándolas con la uña descubrió que no estaban adheridas al zapato sino que formaban parte integrante de la superficie del cuero.

El hilo que faltaba en el suéter había pasado al pantalón caqui y a uno de los calcetines; las hebras del calcetín habían pasado al zapato del pie opuesto.

– ¿Qué sucede? -insistió Frank, más atemorizado que antes.

Bobby no quiso mirar hacia arriba por si descubría que algunos filamentos del zapato de cuero se habían incrustado en la cara de Frank y que la carne correspondiente de ésta estaba entrelazada por arte de magia con el punto del suéter. Se levantó y haciendo un esfuerzo se encaró con su cliente.

No había nada anómalo en su faz aparte de las oscuras ojeras, la palidez enfermiza compensada tan sólo por el enrojecimiento pasajero de los pómulos y el temor y la confusión que le daban un aire de persona atormentada. Ningún, ornamento de cuero. Ninguna hebra caqui cosida a sus labios.

Reprendiéndose a sí mismo en silencio por su desbordante imaginación, Bobby palmoteo la espalda de Frank.

– No ocurre nada. Todo va bien. Hay cosas que analizaremos más tarde. Vamos, marchémonos de aquí.

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