Capítulo 43

Archer van Corvaire abrió una rendija en la persiana Levolor y escudriñó a través del grueso cristal a prueba de balas, la puerta principal de su tienda de Newport Beach. Escrutó receloso a Bobby y Clint a pesar de conocerlos y esperar su llegada. Por fin descorrió el cerrojo de la puerta y los dejó pasar.

Van Corvaire tenía unos cincuenta y cinco años pero invertía mucho tiempo y dinero en el mantenimiento de una apariencia juvenil. Para burlar al tiempo se había sometido a la dermatoplastia, operaciones faciales para el estiramiento de la piel y liposucción; para enmendar la naturaleza había soportado una rectificación de nariz, implantaciones en las mejillas y una nueva estructuración del mentón. Llevaba un tupé de elaboración tan exquisita que habría pasado por su propio pelo negro teñido…, si no fuera porque él había insistido en añadir un copete exuberante y nada natural. ¡Si el hombre se metiera en una piscina llevando tal tupé, éste parecería la torreta de un submarino!

Después de echar otra vez los dos cerrojos, Van Corvaire se volvió hacia Bobby:

– Nunca hago negocios por la mañana. Sólo admito entrevistas por la tarde.

– Agradecemos la excepción que hace por nosotros -dijo Bobby.

Van Corvaire exhaló un suspiro teatral.

– Bien, ¿de qué se trata?

– Tengo aquí una piedra y me gustaría que usted la tasara.

El hombre entornó los párpados, lo cual no le favoreció nada pues sus ojos eran ya tan estrechos como los de un hurón. Antes de cambiarse nombre y apellido hacía treinta años, había sido Jim Bob Esplín y cualquier buen amigo debería haberle dicho que cuando entornaba los ojos parecía más bien un hipocondríaco y no un Van Corvaire.

– ¿Una tasación? ¿Es eso todo cuanto necesitan ustedes?

Los condujo a través de una sala de ventas pequeña pero lujosa: techo con molduras hechas a mano; paredes de ante decolorado; suelo de roble blanqueado; área para clientes con alfombras de Patterson y Flynn amp; Martin en tonos melocotón, azul celeste y arenisca; un moderno sofá blanco entre dos mesas de madera preciosa de Bau y cuatro elegantes sillas de caña rodeando una mesa circular con un cristal lo bastante grueso para resistir el golpe de un martinete.

A la izquierda, se alzaba una pequeña vitrina de mercancía. El negocio de Van Corvaire se realizaba sólo por cita previa; sus joyas se diseñaban sólo por encargo para los muy ricos e ignorantes, personas que estimaban necesario comprar collares de cien mil dólares para lucirlos en cenas benéficas a mil dólares el cubierto y eran incapaces de captar la ironía.

La pared del fondo era un inmenso espejo en donde Corvaire se contempló con evidente satisfacción mientras atravesaban el aposento. Apenas apartó los ojos de su persona hasta que atravesó la puerta que daba al taller.

Bobby se preguntó si aquel tipo no estaría tan cautivado por su imagen que acabaría dándose de narices con ella. No le gustó Jim Bob van Corvaire, pero el conocimiento sobre piedras preciosas y joyería que tenía ese pelele narcisista solía ser de utilidad.

Hacía ya bastantes años, cuando Dakota amp; Dakota Investigations era sólo Dakota Investigations sin el signo amp; ni la redundancia (mejor sería no exponerlo así delante de Julie porque celebraría el ingenioso juego de palabras pero le haría tragarse lo de la redundancia), Bobby había ayudado a Corvaire a recuperar una fortuna en diamantes sin montar robados por una amante. El viejo Jim Bob había querido, desesperadamente, recobrar sus gemas pero no que la mujer fuera encarcelada, así que recurrió a Bobby en lugar de ir a la Policía. Éste era el único punto flaco que Bobby había visto en Corvaire; sin duda, el joyero se había encallecido también al respecto con el paso de los años.

Bobby sacó del bolsillo una de las piedras rojas semejantes a canicas. Vio cómo se dilataban los ojos del joyero.

Mientras Clint se plantaba a su lado y Bobby miraba por encima de su hombro, Van Corvaire se sentó en un taburete alto ante el banco de trabajo y examinó con una lupa la piedra sin tallar. Luego la colocó sobre el portaobjetos de un microscopio y la estudió con el potente instrumento.

– ¿Qué le parece? -preguntó Bobby.

El joyero no contestó. Se levantó, los apartó con el codo y fue a otro taburete, también frente al banco de trabajo. Allí utilizó una balanza para pesar la piedra, y otra para determinar si su peso específico era comparable al de otras gemas conocidas.

Por fin se trasladó a un tercer taburete que estaba situado frente a un torno. Abrió un cajón y sacó un estuche circular en donde había tres grandes gemas talladas sobre un terciopelo azul.

– Diamantes defectuosos -dijo.

– A mí me parecen bonitos -opinó Bobby.

– Demasiadas manchas.

Escogió una de las piedras y la apresó en el torno dando un par de vueltas a la manivela. Luego con unas pinzas pequeñas cogió la belleza roja y empleó una de sus aristas cortantes para rascar la faceta pulida del diamante en el torno, haciendo una presión considerable. Entonces dejó a un lado las pinzas y la piedra roja y, cogiendo otra lupa de joyero, se inclinó hacia delante y examinó el diamante defectuoso.

– Un leve rasguño -dijo-. El diamante corta al diamante. -Sostuvo la piedra roja entre pulgar e índice escudriñándola con evidente fascinación… y codicia-. ¿Dónde consiguió esto?

– No puedo decírselo -contestó Bobby-. ¿Así que es sólo un diamante rojo?

– ¿Sólo? ¡Tal vez el diamante rojo sea la piedra preciosa más rara del mundo! Debe permitirme usted que lo comercialice. Tengo clientes que pagarían cualquier cosa por tener esto como piedra central de un collar o pendentif. Probablemente será demasiado grande para una sortija, incluso después de la talla final. ¡Es inmenso!

– ¿Cuánto vale? -preguntó Clint.

– Imposible decirlo hasta que lo talle. Por lo pronto, millones.

– ¿Millones? -exclamó, dubitativo, Bobby-. Es grande pero no tanto.

Al fin Van Corvaire consiguió apartar su mirada de la piedra y contempló a Bobby.

– Usted no lo entiende. Hasta ahora, ha habido sólo siete diamantes rojos conocidos en el mundo. Éste es el octavo. Y cuando lo talle será uno de los dos mayores. No hay nada que se acerque tanto a lo inestimable como esto.


Fuera de la pequeña tienda de Archer van Corvaire, donde la densa circulación rugía por la autopista Costa del Pacífico con relampagueos frenéticos de la luz solar reflejándose en el cromo y el cristal, resultó difícil creer que la quietud de Newport Harbor, con su carga de hermosos yates, estaba poco más allá de los edificios al otro lado de la concurrida vía. En un momento de inspiración súbita, Bobby vislumbró que su vida entera (y quizá la de cada cual) era como aquella calle en aquel instante preciso del tiempo: todo barullo y estruendo, fulgor y movimiento, un esfuerzo desesperado por salirse del rebaño, por alcanzar algo y trascender el remolino frenético del comercio, alcanzando así un respiro para la reflexión y una inyección de serenidad…, cuando la serenidad estaba sólo a pocos pasos de allí, al otro lado de la calle pero fuera de la vista.

Aquel atisbo contribuyó a reforzar la impresión, hasta entonces sutil, de que el caso Pollard era una trampa; o para exponerlo con más exactitud, una jaula de ardillas que giraba cada vez más aprisa, aunque él luchara frenéticamente por asentarse sobre su suelo giratorio. Durante unos segundos, Bobby permaneció inmóvil ante la puerta abierta del coche sintiéndose atrapado, enjaulado. En aquel instante no supo explicarse por qué, y a despecho de los evidentes peligros, había mostrado tanta ansiedad por asumir los problemas de Frank y arriesgar todo cuanto él quería. Ahora supo que las razones enumeradas a Julie…, simpatía por Frank, curiosidad y la emoción inherente a un tipo de trabajo diferente y disparatado…, eran meras justificaciones, no razones, y que su verdadera motivación significaba algo todavía incomprensible para él.

Desanimado y desconcertado, subió al coche mientras Clint ponía en marcha el motor.

– Escucha, Bobby, ¿cuántos diamantes dirías que hay en el tarro? ¿Un centenar?

– Más. Dos centenares.

– Que valdrán cientos de millones, ¿no?

– Tal vez mil millones, o más.

Durante un rato se miraron sin hablar. Y no porque las palabras no fueran propias de la situación, sino más bien porque había demasiado que decir y no resultaba fácil determinar cuál debía ser el comienzo.

Por fin, Bobby dijo:

– Pero las piedras no se pueden convertir en metálico, por lo menos no muy de prisa. Es preciso introducirlas en el mercado con cuentagotas durante muchos años, no sólo para impedir una mengua súbita de su rareza y valor, sino también para evitar el sensacionalismo, atraer una atención no solicitada y haber de responder a algunas preguntas sin respuesta posible.

– Después de haber explotado las minas de diamantes durante centenares de años en el mundo entero sin encontrar más que siete diamantes rojos…, ¿dónde diablos encontró Frank un tarro lleno?

Bobby sacudió la cabeza y no respondió.

Clint echó mano al bolsillo de los pantalones y sacó un diamante más pequeño que el que Bobby había llevado a tasar a Archer van Corvaire.

– Me llevé éste a casa para enseñárselo a Felina. Cuando llegué a la oficina quise devolverlo al tarro, pero tú me diste prisa y dejé escapar la oportunidad. Ahora que conozco su valor no quiero tenerlo en mi poder ni un minuto más.

Bobby cogió la piedra y la guardó en el bolsillo junto con el diamante mayor.

– Gracias, Clint.


El despacho del doctor Dyson Manfred en su casa de Turtle Rock era el lugar más incómodo que Bobby había visto jamás. Se había sentido más feliz la semana pasada, aplastado contra el suelo de la furgoneta para evitar ser hecho añicos por el fuego de armas automáticas, que entre los bichejos repulsivos y exóticos del doctor Manfred, con sus múltiples patas y caparazones, antenas y mandíbulas.

Bobby vio repetidas veces de reojo algo moviéndose en una de las muchas cajas cubiertas de cristal y adosadas a la pared, pero cada vez que se volvía para comprobar cuál de las aborrecibles criaturas intentaba escapar del marco, su temor resultaba infundado. Todos los horripilantes especimenes estaban atravesados por un alfiler e inmóviles, alineados uno junto a otro sin que faltara ninguno. Hubiera jurado también que oía cosas agitándose y deslizándose dentro de los cajones planos que, según tenía entendido, contenían más insectos, pero supuso que aquellos sonidos eran tan imaginarios como el movimiento fantasmal observado por el rabillo del ojo.

Aun sabiendo que Clint era un estoico de nacimiento, Bobby quedó impresionado por la impavidez aparente con que soportaba aquella decoración crispante. Era un empleado que debía conservar a toda costa. Y decidió sobre la marcha conceder a Clint un significativo aumento de sueldo antes de que terminara el día.

Bobby encontró al doctor Manfred casi tan inquietante como su colección. El larguirucho entomólogo parecía ser el retoño de un jugador profesional de baloncesto y uno de aquellos raros insectos africanos que se ven en las películas sobre la Naturaleza y que se espera no encontrar jamás en la vida real.

Manfred se mantuvo de pie detrás de su mesa, apartando la butaca a un lado, y ellos se le encararon sin perder de vista la bandeja de laboratorio, esmaltada de blanco, que ocupaba el centro de la mesa y sobre la cual había una pequeña toalla blanca extendida.

– No he pegado ojo desde que el señor Karaghiosis me trajo esto anoche -dijo Manfred-, y tampoco dormiré mucho esta noche cavilando sobre todas las preguntas pendientes en mi cabeza. Esta disección ha sido la más fascinante de mi carrera y dudo mucho que vuelva a experimentar algo parecido en mi vida.

Bobby sintió que se le revolvía el estómago al percibir el apasionamiento con que se expresaba Manfred y al oírle decir que no había nada tan satisfactorio como el desmembramiento de un insecto, ya fuera una comida exquisita o hacer el amor a una hermosa mujer, un bello ocaso o catar un buen vino.

Echó una ojeada al cuarto ocupante de la habitación aunque sólo fuera para distraer momentáneamente la atención de su entomófilo anfitrión. Era un tipo de casi cincuenta años, tan rechoncho como Manfred era angular, tan sonrosado como Manfred pálido, con pelo leonado, ojos azules y pecas. Ocupaba una butaca en el rincón, tensando las costuras de su traje gris, con las manos formando puños sobre los macizos muslos; parecía un buen irlandés de Boston que intentara abrirse camino como luchador de sumo. El entomólogo no había hecho las presentaciones ni se había referido siquiera al musculoso observador. Bobby se figuró que lo haría cuando estuviese dispuesto. Decidió no suscitar la cuestión…, aunque sólo fuera porque el robusto y silencioso individuo les miraba con una mezcla de asombro y recelo, miedo e intensa curiosidad, lo cual le indujo a creer que no quedarían muy complacidos cuando el hombre empezase a hablar, suponiendo que lo hiciera.

Con manos sarmentosas (que Bobby habría rociado de Raid si lo hubiese tenido a mano), Dyson Manfred retiró la toalla de la bandeja blanca esmaltada, revelando los despojos del insecto de Frank. La cabeza, dos patas, una de las pinzas sumamente articuladas y otras partes no identificables, habían sido seccionadas y puestas aparte. Cada horripilante pieza descansaba sobre una almohadilla que parecía ser de algodón, casi como si un joyero presentara una hermosa gema sobre terciopelo a un comprador potencial. Bobby miró pasmado la cabeza tan grande como una ciruela con su diminuto ojo entre rojizo y azul, luego los dos ojos mayores, amarillentos, demasiado similares por el color a los de Dyson Manfred. Se estremeció. La mayor parte del bicho estaba en el centro de la bandeja, sobre el dorso. La cara inferior, al aire, había sido rajada y los tejidos exteriores estaban plegados dejando a la vista el interior.

Utilizando la punta reluciente de un fino bisturí manejado con soltura y precisión, el entomólogo empezó por mostrarles los sistemas respiratorio, ingestivo, digestivo y excretor. Manfred mencionaba una y otra vez «el arte consumado» del diseño biológico, pero Bobby no veía nada que se asemejase a una pintura de Matisse; de hecho las entrañas de aquella cosa eran más repelentes incluso que su exterior. Cierto término, «cámara pulidora», se le antojó raro, pero cuando pidió más detalles, Manfred se limitó a decir, «a su debido tiempo, a su debido tiempo», y prosiguió la conferencia.

Cuando el entomólogo hubo concluido con su detenida explicación, Bobby dijo:

– Vale. Ya sabemos cómo vive esta cosa, pero, ¿qué nos dice eso sobre lo que queríamos saber? Por ejemplo, ¿de dónde procede?

Manfred le miró fijamente sin responder.

– ¿Tal vez las selvas sudamericanas? -preguntó Bobby.

Los peculiares ojos ambarinos de Manfred no dejaron entrever nada. Su silencio fue desconcertante.

– ¿África? -dijo Bobby. La mirada fija del entomólogo comenzaba a ponerle más nervioso de lo que estaba.

– Señor Dakota -dijo al fin Manfred-. Está usted haciendo una pregunta errónea. Permítame formular las más interesantes en su lugar. ¿Qué come esta criatura? Bueno, para explicarlo de una manera sencilla para que pueda entenderlo cualquier profano…, come un amplio espectro de minerales, roca y tierra. ¿Qué expli…?

– ¿Cómo basura? -le interrumpió Clint.

– Ese es un modo aún más simple de expresarlo -respondió Manfred-. No muy preciso, cuidado, pero más simple. No sabemos todavía cómo asimila esas sustancias ni cómo extrae energía de ellas. Hay aspectos de su biología que podemos ver perfectamente claros, pero que siguen siendo misteriosos.

– Pensaba que los insectos comían plantas o se devoraban unos a otros…, o carne muerta -dijo Bobby.

– Así lo hacen -aseguró el entomólogo-. Esta cosa no es un insecto… y, en definitiva, ninguna otra clase de Phylum Arthropoda.

– A mí me parece un insecto -opinó Bobby, echando una ojeada al bicho parcialmente desmembrado y haciendo un involuntario gesto de asco.

– No -dijo Manfred-, esto es una criatura que, evidentemente, horada la tierra y la piedra, capaz de ingerir esa materia en trozos tan grandes como uvas. Y la siguiente pregunta es ésta: si es eso lo que come, ¿cómo son sus excrementos? Y la respuesta, señor Dakota, es que los excrementos son diamantes.

Bobby respingó como si el entomólogo le hubiese golpeado. Miró de reojo a Clint, quien parecía tan sorprendido como él. El caso Pollard había suscitado varios cambios en el griego y ahora le arrebataba su cara de póquer.

– ¿Dice usted que convierte la tierra en diamantes? -preguntó Clint, como si Manfred los estuviera tomando por idiotas.

– No, no -respondió Manfred-. El animal horada metódicamente las vetas de carbono y otras materias portadoras de diamantes hasta que encuentra las gemas, entonces las ingiere con su envoltura mineral, digiere esos minerales y hace pasar el diamante en bruto por la cámara pulidora, donde el vigoroso contacto con esos centenares de finas cerdas que revisten la cámara, elimina cualquier material extraño residual. -Mediante el bisturí señaló las partes del bicho que acababa de describir-. Luego expulsa el diamante en bruto por el otro extremo.

El entomólogo abrió el cajón central de su mesa, sacó un pañuelo blanco y, desplegándolo, mostró tres diamantes rojos, todos bastante más pequeños que el que Bobby llevara a Corvaire pero, probablemente, valorados en centenares de miles, tal vez millones, por unidad.

– Los encontré en diversos puntos del sistema de la criatura.

El mayor de los tres mostraba todavía una corteza mineral con motas pardas, negras y grises.

– ¿Son diamantes? -inquirió Bobby haciéndose el inocente-. No he visto nunca diamantes rojos.

– Ni yo. Así que fui a otro profesor, un geólogo que por casualidad entiende de piedras preciosas, y lo saqué de la cama a media noche para enseñárselos.

Bobby miró al presunto luchador irlandés de sumo pero el hombre no se movió de su butaca ni habló, de modo que no debía de ser el tal geólogo.

Manfred explicó lo que Bobby y Clint sabían ya: que aquellos diamantes escarlata figuraban entre las cosas más raras de la tierra…, mientras que ellos fingieron que todo aquello les parecía insólito.

– Ese descubrimiento fortaleció mis sospechas sobre la criatura, así que me fui derecho a la casa del doctor Gavenall y le desperté hacia las dos de la madrugada. Se puso un chándal y nos vinimos en seguida aquí, y aquí estamos desde entonces trabajando juntos e incapaces de dar crédito a nuestros ojos.

Por fin, el hombre robusto se levantó y avanzó hacia la mesa.

– Roger Gavenall -dijo Manfred, a modo de presentación-. Roger es genetista, un especialista en el ADN y muy conocido por sus proyecciones creativas de ingeniería genética a escala macroscópica que podrían significar un progreso concebible desde los conocimientos ordinarios.

– Lo siento -dijo Bobby-, pero me he perdido en «Roger es…» Temo que necesitaremos más de ese lenguaje profano.

– Soy genetista y futurista -explicó Gavenall. Extrañamente su voz era melódica, como la de un presentador de televisión dirigiendo un concurso-. Casi toda la ingeniería genética para un futuro previsible tendrá lugar a escala microscópica…, creando bacterias nuevas y útiles, reparando genes defectuosos en las células de los seres humanos para corregir las flaquezas hereditarias y atajar las enfermedades hereditarias. Pero algún día podremos crear especies inéditas de animales e insectos…, ingeniería a escala macroscópica; cosas útiles como voraces consumidores de mosquitos que eliminarán la necesidad de fumigar con Malathion las regiones tropicales, como Florida. Vacas cuyo tamaño será tal vez la mitad del de las vacas actuales y cuyo metabolismo será más eficiente, así que requerirán menos alimento y producirán mucha más leche.

Bobby quiso sugerir a Gavenall que considerara la posibilidad de combinar los dos inventos biológicos para producir una vaca pequeña que comiera cantidades ingentes de mosquitos y diera tres veces más leche. Pero mantuvo cerrada la boca, por estar seguro de que ninguno de los dos científicos apreciaría esa vena humorística. De cualquier modo, hubo de admitir que su inclinación a bromear con aquello fue un intento para disipar su profundo temor ante el creciente misterio del caso Pollard.

– Esta cosa -dijo Gavenall señalando el desmembrado bicho en la bandeja- no es nada creado por la Naturaleza. A todas luces es una forma de vida «construida», tan asombrosamente funcional en cada aspecto de su biología que resulta ser ante todo una máquina biológica. Una excavadora de diamantes.

Usando un fórceps y el bisturí, Dyson Manfred dio la vuelta al insecto que no era insecto para que pudieran ver el caparazón negro azabache orillado de marcas rojas. Bobby creyó oír movimientos sigilosos en muchas partes del despacho y deseó que Manfred dejara entrar luz del sol en la habitación, pues las ventanas estaban cubiertas por persianas interiores de madera, cuyas tablillas estaban completamente cerradas. A los bichos les gustaban la oscuridad y las sombras, y aquellas lámparas no parecían lo suficientemente resplandecientes para coartarles e impedirles escurrirse fuera de los cajones planos para pasearse por sus zapatos, trepar por sus calcetines y meterse en las perneras de su pantalón.

Dejando colgar su vientre pendular sobre la mesa y señalando el orillo carmesí del caparazón, Gavenall dijo:

– Alentados por un presentimiento que compartimos Dyson y yo, mostramos una copia de este dibujo a un colega en el departamento de matemáticas, quien confirmó que esto es un código binario evidente.

– Como el código universal de productos que aparece en todo cuanto compramos en los ultramarinos -explicó el entomólogo.

– ¿Quiere decir usted que estas marcas rojas son el número del bicho? -preguntó Clint.

– Sí.

– ¿Como…, bueno, como una matrícula de coche?

– Más o menos -dijo Manfred-. No hemos cogido todavía un fragmento del material rojo para analizarlo, pero sospechamos que resultará ser una materia cerámica pintada en el caparazón mediante un procedimiento u otro, por ejemplo rociándolo.

– En algún lugar hay numerosas cosas de éstas excavando laboriosamente para buscar diamantes, diamantes rojos, y cada una lleva un número codificado de serie que identifica a quienquiera que las creara y las pusiera a trabajar -explicó Gavenall.

Durante un momento, Bobby forcejeó con aquel concepto intentando encontrar algún modo de verlo como una parte del mundo en que vivía, pero no lo halló.

– Vale, doctor Gavenall, usted mismo es capaz de concebir criaturas construidas así…

– Yo no puedo haber concebido esto -replicó, inconmovible, Gavenall-. Jamás se me habría ocurrido. Sólo puedo reconocerlo como lo que es, como lo que debe ser.

– Está bien. No obstante, usted lo reconoce como lo que debe de ser, es decir, algo que ni Clint ni yo podríamos haber hecho. Así que ahora dígame: ¿quién podría hacer algo como esta maldita cosa?

Manfred y Gavenall cambiaron una mirada significativa y guardaron silencio durante un rato como si conocieran la respuesta a esa pregunta pero no quisieran divulgarla. Por fin, bajando la voz de presentador de concursos hasta darle un tono más melifluo, Gavenall dijo:

– El conocimiento sobre ingeniería genética requerido para producir esta cosa es todavía inexistente. Distamos aún mucho de poder…, poder…, distamos mucho.

– ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que el avance de la ciencia haga posible esta cosa? -dijo Bobby.

– No hay forma de dar una respuesta concreta -contestó Manfred.

– Conjetúrenlo.

– ¿Décadas? -sugirió Gavenall-. ¿Un siglo? ¡Quién sabe!

– Aguarde un minuto -saltó Clint-. ¿Qué está usted diciéndonos? ¿Que esta cosa proviene del futuro? ¿Que mediante alguna…, alguna deformación del tiempo ha llegado del próximo siglo?

– Eso, o bien… que no proviene en absoluto de este mundo -dijo Gavenall.

Aturdido, Bobby miró el bicho con no menos repugnancia, pero mostrando bastante más asombro y respeto que antes.

– ¿Creen ustedes de verdad que esto podría ser una máquina biológica creada por la gente de otro mundo? ¿Un artefacto alienígena?

Manfred movió los labios pero no emitió ningún sonido, como si pensar sobre lo que iba a decir le hubiese dejado sin habla.

– Sí -asintió Gavenall-, un artefacto alienígena. Eso me parece más probable que la posibilidad de que nos llegara dando tumbos atravesando algún agujero en el tiempo.

Mientras Gavenall hablaba, Dyson Manfred continuó moviendo la boca en un intento vano de romper el silencio que le atenazaba; sus agitadas mandíbulas le dieron el aspecto de una mantis religiosa masticando un horripilante almuerzo. Cuando las palabras le brotaron al fin, llegaron en avalancha:

– Quede bien entendido que no les devolveremos éste espécimen. Como científicos seríamos verdaderos insensatos si permitiésemos que esta cosa increíble permaneciera en manos de profanos; debemos protegerla y preservarla, y así será aunque hayamos de hacerlo por la fuerza.

La actitud desafiante enrojeció el rostro pálido y angular del entomólogo dándole un aspecto saludable por primera vez desde que Bobby lo había conocido.

– Incluso por la fuerza -repitió.

Bobby tuvo la certeza de que él y Clint podrían zurrar a aquel palillo humano y a su rotundo colega. Pero no había ninguna razón para hacerlo. No le importaba que ellos guardaran la cosa en la bandeja de laboratorio…, siempre y cuando se atuvieran a unas simples reglas básicas sobre la forma y fecha de hacer público aquel asunto.

Todo cuanto quería hacer de momento era abandonar aquel insectario y salir al sol y al aire fresco. El siseo proveniente de los cajones de especimenes, aun siendo imaginario, se hizo cada vez más sonoro y frenético. Su entomofobia terminaría arrebatándole la poca razón que le quedaba y le haría lanzar alaridos por toda la habitación. Se preguntó si su ansiedad sería visible o si tenía el suficiente dominio de sí mismo para disimularla. Una gota de sudor resbalándole por la sien izquierda le dio la respuesta.

– Seamos absolutamente francos -dijo Gavenall-. Nuestra obligación con la ciencia no es lo único que nos exige la conservación de este espécimen. La revelación del hallazgo nos procurará prosperidad, tanto académica como económica. Ninguno de nosotros dos es una mediocridad en su campo, pero esto nos proyectará a las alturas, a la cima, y por tanto estamos dispuestos a hacer cuanto sea necesario para proteger aquí nuestros intereses. -Sus ojos azules se contrajeron y su boca abierta de irlandés se cerró como una trampa-. No estoy diciendo que mataré para conservar ese espécimen…, pero tampoco digo que no sea capaz de hacerlo.

Bobby suspiró:

– Yo he hecho numerosas investigaciones para la universidad sobre los antecedentes de aspirantes a la facultad, y por eso sé que el mundo académico puede ser tan competitivo, maligno y sucio como el político o el comercial. E incluso más. No pienso luchar por esto, pero necesitamos llegar a un acuerdo sobre el momento de hacerlo público por parte de ustedes. No quiero verles hacer nada que atraiga la atención de la prensa hacia mi cliente mientras no hayamos resuelto su caso y estemos seguros de que él se encuentra…, fuera de peligro.

– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Manfred.

Bobby se encogió de hombros.

– Dentro de un día o dos. Tal vez una semana. Dudo que se prolongue mucho más.

El entomólogo y el genetista se miraron radiantes. Evidentemente, la noticia les encantaba.

– Eso no será problema -dijo Manfred-. Nosotros necesitaremos mucho más tiempo para acabar de estudiar el espécimen, preparar nuestro primer informe para su publicación y concebir una estrategia a fin de tratar con la comunidad científica y los medios de comunicación.

Bobby imaginó haber oído cómo uno de los cajones planos del archivador a sus espaldas se abría impulsado por el torrente vil de bullentes cucarachas de Madagascar.

– Pero me llevaré esos tres diamantes -dijo-. Son muy valiosos y pertenecen a mi cliente.

Manfred y Gavenall vacilaron, intentaron formular una protesta pero se avinieron sin tardanza. Clint cogió las piedras y las envolvió de nuevo en el pañuelo. La rápida capitulación de los científicos convenció a Bobby de que éstos habían encontrado en el bicho más de tres diamantes, tal vez cinco, lo cual les dejaría con dos piedras para sustentar su tesis respecto a los orígenes y la finalidad del bichejo.

– Necesitaremos conocer a su cliente, entrevistarle -dijo Gavenall.

– Eso depende de él -respondió Bobby.

– Es esencial. Debemos entrevistarle.

– La decisión será suya -dijo Bobby-. Ustedes han conseguido casi todo lo que buscaban. Si él accede, lo habrán conseguido todo. Pero ahora no le presionen.

El hombre robusto asintió.

– Me parece justo. Sin embargo, dígame: ¿dónde encontró él esta cosa?

– No lo recuerda. Sufre amnesia. -Ahora el cajón a sus espaldas se abrió. Pudo oír los caparazones de las inmensas cucarachas entrechocando unos con otros mientras los animales surgían de su encierro y descendían por el archivador para bullir alrededor de sus pies-. Debemos irnos -dijo-. No podemos perder ni un minuto más. -Y abandonó presuroso el despacho esforzándose por que no pareciera que luchaba por su vida.

Clint le siguió, y también lo hicieron los dos científicos. En la puerta principal Manfred dijo:

– Quizá les dé la impresión de que deseo escribir crónicas para algún periódico sensacionalista, pero si lo que llegó a poder de su cliente es un artefacto alienígena, ¿creen ustedes que lo consiguió dentro de…, bueno, de una nave espacial?

Esas personas que aseguran haber sido secuestradas y obligadas a sufrir un reconocimiento a bordo de naves espaciales…, parecen haber pasado siempre por un período de amnesia antes de descubrir la verdad.

– Esas personas son lunáticos o farsantes -dijo con sequedad Gavenall-. No nos es permisible asociarnos con ese tipo de cosas. -Frunció el ceño y agregó-: A menos que en este caso sea cierto.

Volviéndose hacia ellos desde el porche y agradecido por hallarse fuera, Bobby dijo:

– Tal vez lo sea. He llegado a un extremo en que creeré cualquier cosa mientras no se demuestre lo contrario. Pero les diré esto: según mi impresión, lo que le está ocurriendo a mi cliente, sea lo que fuere, es mucho más extraño que un secuestro por alienígenas.

– Mucho más -le coreó Clint.

Sin más explicaciones, ambos descendieron por el camino de entrada hasta el coche. Bobby abrió su puerta y se quedó inmóvil por un momento, sin ánimos para entrar en el Chevy de Clint. ¡La suave brisa soplando desde las colinas de Irvine resultaba tan pura después del aire rancio en el estudio de Manfred…!

Se llevó la mano al bolsillo y tocó los tres diamantes.

– Mierda de bicho -murmuró.

Cuando por fin subió al coche y cerró de golpe la puerta, apenas pudo reprimir el impulso de hurgarse bajo la camisa para comprobar si las cosas que aparentemente reptaban por su piel eran reales.

Manfred y Gavenall permanecieron en el porche mirando atentos a Bobby y Clint, como si esperaran que el coche se levantase sobre sus ruedas traseras y saliera disparado hacia el cielo para encontrarse con alguna nave enorme y resplandeciente propia de una película de Spielberg.

Clint recorrió dos manzanas, dobló la esquina y se detuvo junto al bordillo tan pronto como se perdieron de vista.

– Escucha, Bobby, ¿dónde diablos consiguió esa cosa Frank?

Bobby pudo contestarle tan sólo con otra pregunta:

– ¿A cuántos lugares diferentes va él cuando se «teletransporta»? El dinero, los diamantes rojos, el bicho, la arena negra… ¿Y a qué distancia están algunos de esos lugares? ¿Lejos de verdad?

– ¿Y quién es él? -preguntó Clint.

– Frank Pollard de El Encanto Heights.

Clint dio un puñetazo sobre el volante.

– Quiero decir, ¿quién diablos es Frank Pollard, de El Encanto?

– Según creo, lo que quieres saber de verdad no es quién es él, sino algo más importante… ¿Qué es él?

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