En lugar de marcar inmediatamente el 911 para dar cuenta del asesinato de Hal Yamataka, Lee corrió primero a la mesa de recepción, como se le había enseñado, y cogió una pequeña agenda marrón del fondo del cajón inferior, en la hilera de la derecha. Bobby había compuesto una lista de los más eficientes, razonables y fiables agentes, detectives y administradores de cualquier jurisdicción importante para los empleados que, como Lee, no solían trabajar en la calle y raras veces se relacionaban con las numerosas agencias policiales del condado, pero podían necesitar tratar con ellas en un caso de urgencia. La agenda marrón contenía una segunda lista de polis que convenía esquivar: aquellos a quienes por instinto les desagradaban los detectives privados y el negocio de la seguridad; los equivalentes, por lo general, a un furúnculo en el trasero; y los que siempre estaban alerta por si pescaban un poco de lubricante verde para engrasar los engranajes de la justicia. El hecho de que la primera lista fuera mucho más larga que la segunda atestiguaba la alta calidad de los representantes de la ley en el condado.
Según Bobby y Julie, siempre era preferible intentar «encauzar» la intervención de la Policía cuando se la necesitase, e incluso llegar a seleccionar a alguno de los detectives que pudieran aparecer en el escenario…, si el escenario necesitaba detectives. Fiarse de la suerte o de los caprichos de un organizador se consideraba poco juicioso.
Lee se preguntó incluso si valdría la pena llamar a los polis. Sabía, sin ninguna duda, quién había matado a Hal. El señor Luz Azul. Candy. Pero sabía también que Bobby no querría revelar nada de Frank y del caso a menos que fuese absolutamente necesario. Desde el punto de vista legal, la relación agencia-cliente no era tan hermética como la de abogado-cliente o médico-paciente, pero tenía también su importancia. Puesto que Julie y Bobby estaban de viaje y no eran localizables en aquel momento, no podía consultarles sobre qué y cuánto decir a la Policía.
Pero tampoco podía dejar el cuerpo delante del edificio ¡esperando que nadie lo observara! Sobre todo, cuando la víctima era un hombre a quien había conocido y querido.
Entonces, decidió llamar a los polis. Pero haciéndose el tonto.
Después de consultar la agenda, Lee marcó el número de la Policía de Newport Beach y preguntó por el detective Harry Ladsbroke. Este estaba libre de servicio. Como la detective Janet Heisinger. Sin embargo, el detective Kyle Ostov estaba disponible y, cuando se puso al teléfono, pareció enérgico y competente, lo que resultaba tranquilizador; su voz era de barítono, cortante pero bien timbrada.
Lee se identificó y se dio cuenta de que su tono de voz era más alto que de costumbre, casi agudo, y de que hablaba demasiado de prisa.
– Ha habido…, bueno, un asesinato.
Antes de que pudiera continuar, Ostov dijo:
– Dios mío, ¿quiere usted decir que Bobby y Julie ya se han enterado? Yo acabo de saberlo. Me encargaron comunicárselo a ellos y me había sentado aquí para pensar en la mejor forma de darles la noticia. Tenía ya la mano en el teléfono, cuando llamó usted. ¿Cómo lo han tomado?
Algo confuso, Lee respondió:
– No creo que lo sepan. Quiero decir, que debe de haber ocurrido hace pocos minutos.
– Algo más que eso -dijo Ostov.
– ¿Cuándo lo encontraron ustedes? Acabo de mirar abajo y no había ningún coche patrulla, nada. -Por fin, reaccionó-. ¡Dios mío! Y pensar que estuve hablando con él hace un rato y le llevé un poco de pizza, y ahora lo veo espachurrado por todo el cemento, seis pisos más abajo.
Ostov enmudeció. Por fin, inquirió:
– ¿De qué asesinato está usted hablando, Lee?
– Hal Yamataka. Debe de haber habido una lucha y, luego…
Se interrumpió, parpadeó y preguntó:
– ¿De qué asesinato está hablando usted?
– Thomas.
Lee se sintió enfermo. Sólo había visto una vez a Thomas pero sabía que Julie y Bobby lo adoraban.
– Thomas y su compañero de dormitorio -prosiguió Ostov-.Y tal vez hubiese habido más en el incendio, si no los hubieran sacado a tiempo del edificio.
El ordenador con el que había nacido Lee no funcionaba con tanta precisión como los de su oficina, fabricados por la IBM, y necesitó un momento para captar las implicaciones de la información que habían intercambiado él y Ostov.
– Debe de haber alguna conexión entre ellos, ¿no cree?
– Apostaría cualquier cosa. ¿Sabe usted de alguien que esté resentido con Julie y Bobby?
Lee echó una mirada alrededor de la sala de recepción, pensó en las otras habitaciones vacías de Dakota amp; Dakota, en las oficinas de la sexta planta y en los pisos deshabitados de debajo de la sexta. Pensó también en Candy y en todas aquellas personas mordidas y desgarradas, en el gigante que Bobby había visto en la playa de Punaluu y en los medios que tenía aquel individuo para esfumarse de un lugar a otro. Empezó a sentirse muy solo.
– Escúcheme, detective Ostov, ¿podría usted enviar a alguien aquí lo antes posible?
– Mientras hablaba con usted, pasé la llamada al ordenador -dijo Ostov-. Un par de unidades está ya en camino.
Candy trazó espacios sobre la cómoda con las yemas de los dedos, luego, exploró los contornos de cada manilla de bronce de los cajones. Después tocó el interruptor de la pared y los interruptores de las lámparas de las mesillas. Deslizó las manos por los marcos de las puertas, por si una de sus posibles presas se hubiese apoyado allí mientras conversaba, examinó los tiradores de las puertas de espejo del armario y acarició cada número y botón del mando a distancia del televisor, con la esperanza de que lo hubiesen utilizado durante su breve estancia en la casa.
Nada.
Como necesitaba mostrarse tranquilo y metódico en su búsqueda si quería tener éxito, Candy se esforzó por reprimir su furia y su frustración. Pero su cólera crecía aunque luchara por contenerla, y su sed era sed de sangre, el vino de la venganza. Sólo la sangre mitigaría su sed, calmaría su furia y le procuraría un descanso de paz relativa.
Cuando pasó del dormitorio de los Dakota al cuarto de baño contiguo, Candy sintió la necesidad de sangre de una forma tan innegable y crítica como la necesidad de aire. Se miró al espejo y no se vio durante un momento, como si no reflejara imagen alguna; veía sólo sangre roja, como si el espejo fuera la portilla inferior de una nave en el infierno durante un crucero a través de un mar sangriento. Cuando la ilusión se desvaneció y pudo ver su rostro, apartó la vista, presuroso.
Apretó las mandíbulas, se esforzó aún más por recobrar el dominio sobre sí mismo y tocó el grifo del agua caliente, buscando, buscando…
La habitación del motel en Santa Bárbara era espaciosa y limpia y estaba amueblada sin el irritante contraste de colores y formas que parecía ser la moda de casi todos los moteles americanos…, pero no era el lugar que Julie habría elegido para recibir la tremenda noticia que le llegó allí. El golpe pareció mayor, el dolor en el corazón más incisivo por haber tenido lugar en un sitio tan extraño e impersonal.
Verdaderamente, ella había pensado que Bobby dejaba volar su imaginación otra vez, que Thomas estaba perfectamente bien. El teléfono estaba sobre la mesilla de noche y Bobby se sentó en el borde de la cama para hacer la llamada, mientras Julie le observaba y escuchaba desde una butaca próxima. Cuando él oyó otra vez la grabación que le explicaba que el número de Cielo Vista estaba temporalmente fuera de servicio debido a problemas técnicos, Julie sintió cierta intranquilidad pero siguió segura de que nada anómalo le ocurría a su hermano.
Sin embargo, cuando Bobby telefoneó a la oficina de Newport para hablar con Hal y escuchó en su lugar a Lee Chen, y guardó un silencio aterrador durante el primer minuto, respondió sólo con palabras cortantes, ella supo que aquella noche sería la que hendiría su vida, y que los años venideros serían inevitablemente más negros que los vividos al otro lado de la hendidura. Cuando Bobby empezó a formular preguntas a Lee rehuyó la mirada de Julie, lo que confirmó su presentimiento e hizo latir su corazón más de prisa. Las preguntas a Lee eran lacónicas, y Julie no pudo deducir mucho de ellas. Tal vez no quisiera hacerlo.
Por último, la conversación pareció tocar a su fin.
– No, has hecho muy bien, Lee. Continúa actuando de la misma forma. ¿Qué? Gracias, Lee. No, estaremos bien, Lee. De una manera u otra, estaremos bien.
Cuando Bobby colgó, continuó sentado durante un momento mirándose las manos, que tenía entrelazadas entre las rodillas.
Julie no le preguntó lo que había sucedido, como si lo dicho por Lee no fuese todavía un hecho, como si su pregunta pudiera ser magia negra, y como si la tragedia aún por revelar no fuera a hacerse real hasta que preguntase por ella.
Bobby se levantó de la cama y se arrodilló en el suelo, delante de su butaca. Le cogió las manos y se las besó.
Entonces, supo que la noticia era mala de verdad.
– Thomas ha muerto -murmuró él.
Aunque se había hecho fuerte para recibir la mala noticia, aquellas palabras la anonadaron.
– Lo siento, Julie, ¡Dios mío, cuánto lo siento! Y eso no es todo. -Bobby le contó lo de Hal-. Y sólo dos minutos antes de hablar conmigo, Lee recibió una llamada sobre Clint y Felina. Ambos muertos.
La atrocidad era excesiva para poder asimilarla. Julie había admirado y respetado enormemente a Hal, Clint y Felina, y su admiración por el coraje y la autosuficiencia de la sordomuda había sido ilimitada. Le pareció injusto no poder llorar su muerte de forma individual; se lo merecían. También sintió que en cierto modo los traicionaba porque su pesar por sus muertes era sólo un pálido reflejo del dolor que le causaba la muerte de Thomas.
Se le cortó el aliento, y cuando pudo respirar no dejó escapar una exhalación sino un sollozo. Lo que se le antojó erróneo porque no podía permitirse desmayarse. En ningún momento de su vida había necesitado ser tan fuerte como ahora; los asesinatos cometidos aquella noche en Orange County eran los primeros de una serie letal de fichas de dominó que cayendo una tras otra los arrastrarían a ella y Bobby también si dejaban que la aflicción les restara energías.
Mientras, Bobby continuaba arrodillado y le revelaba más detalles. Derek también había muerto y quizá alguien más, en Cielo Vista. Le apretó las manos sintiendo un agradecimiento indescriptible por tenerlo allí, como un ancla entre tantas turbulencias. Su visión se hizo borrosa pero se esforzó por tragar las lágrimas, sin atreverse todavía a mirarle porque eso significaría el fin de su dominio sobre sí misma.
Cuando Bobby concluyó, dijo:
– Ha sido el hermano de Frank, por supuesto.
Y sintió cierto desmayo al notar cómo le temblaba la voz.
– Casi seguro -asintió Bobby.
– Pero, ¿cómo descubriría que Frank era cliente nuestro?
– No lo sé. Me vio en la playa de Punaluu…
– Sí, pero no te siguió. Le era imposible saber quién eras. Y, por amor de Dios, ¿cómo averiguó nuestra relación con Thomas?
– Aquí falta una parte crucial de información, de modo que nos es imposible entender el esquema.
– ¿Qué perseguirá ese bastardo? -Ahora, había tanta cólera como dolor en la voz de Julie, y era buena señal.
– Está dando caza a Frank -dijo Bobby-. Durante siete años Frank ha sido un solitario, y eso dificultó la búsqueda. Ahora, tiene amigos, lo que proporciona a Candy más medios para buscarlo.
– Yo misma maté a Thomas cuando acepté el caso -dijo ella.
– Recuerda que no querías aceptarlo. Hube de convencerte. Si hubiera alguna culpabilidad ambos la compartiríamos, pero no la hay.
Julie asintió y, por fin, le miró a los ojos. Aunque la voz de él se había mantenido firme, las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Preocupada por su propia aflicción, había olvidado que los amigos perdidos lo eran de ambos, y que él había llegado a querer a Thomas casi tanto como ella. Una vez más, Julie tuvo que desviar la mirada.
– ¿Estás bien? -preguntó él.
– Tengo que estarlo, por ahora. Más adelante quiero que hablemos de Thomas para comentar con cuánta valentía soportaba ser diferente, sin dejar oír jamás ni una queja, y lo dulce que era. Quiero hablar de todo esto, entre nosotros, y quiero que no lo olvidemos nunca. Nadie levantará un monumento a Thomas porque no era famoso, era sólo un pequeño personaje que no hizo jamás nada grandioso salvo ser la mejor persona que conozco, y el único monumento que tendrá será el de nuestro recuerdo. Así que lo mantendremos vivo, ¿verdad?
– Sí.
– Lo mantendremos vivo…, hasta que nosotros mismos desaparezcamos. Pero eso será más tarde, cuando haya tiempo. Ahora, necesitamos permanecer vivos porque ese hijo de perra vendrá en nuestra busca, ¿no te parece?
– Creo que sí -respondió Bobby.
Acto seguido, se puso en pie y la hizo levantar de la butaca.
Él llevaba su chaqueta marrón oscuro Ultraseude con la pistolera bajo la axila. Ella se había quitado la chaqueta de pana y la pistolera pero ahora se las puso otra vez. El peso del revólver junto al costado izquierdo le causó una sensación grata. Esperaba tener la oportunidad de usarlo.
Su visión se aclaró; los ojos se le secaron.
– Una cosa es segura -dijo-, no más sueños para mí. ¿De qué sirve tener sueños cuando ninguno de ellos se hace realidad?
– A veces, sí.
– No. Jamás se hicieron realidad para mis padres. Jamás se hicieron realidad para Thomas, ¿no es cierto? Pregunta a Clint y Felina si sus sueños se hicieron realidad y verás lo que te dicen. Pregúntale a la familia de George Farris si ser asesinada por un maníaco representó la culminación de sus sueños.
– Pregúntales a los Phan -repuso, muy tranquilo, Bobby-. Eran marineros en el mar de China, con poco alimento que llevarse a la boca y menos dinero, y ahora poseen tintorerías y reconstruyen casas de doscientos mil dólares para venderlas y tienen esos formidables hijos.
– Tarde o temprano también les llegará su hora -replicó ella, algo asustada por la amargura de su propia voz y la negra desesperación que se revolvía como un remolino en su interior amenazando con engullirla-. Pregúntale a Park Hampson, allá abajo en El Toro, si él y su mujer se encandilaron cuando ella contrajo un cáncer terminal, y pregúntale qué fue de su sueño con Maralee Román cuando pudo superar al fin la muerte de su mujer. Pregunta a todos esos pobres infelices que yacen en el hospital con hemorragias cerebrales y cáncer. Pregunta a los que han contraído el mal de Alzheimer a los cincuenta años, justo cuando se supone que comienzan los años dorados. Pregunta a los pequeños en sillas de ruedas, aquejados de distrofia muscular, y pregunta a los padres de esos otros niños de Cielo Vista si el síndrome de Down es compatible con sus sueños. Pregunta…
Julie se interrumpió. Comprendía que estaba perdiendo el control y que no podía permitirse tal cosa.
– Bueno, vamonos -dijo.
– ¿Adonde?
– Primero, busquemos la casa en donde esa perra le crió. Pasemos por delante y obtengamos una visión general. Tal vez verla nos sugiera ideas.
– Yo la he visto.
– Yo no.
– Está bien. -Bobby se acercó a la mesilla de noche y sacó del cajón una guía telefónica de Santa Bárbara, Montecito, Goleta, Hope Ranch, El Encanto Heights y otras localidades. La llevó hasta la puerta.
– ¿Para qué quieres eso? -preguntó ella.
– La necesitaremos más tarde. Te lo explicaré en el coche.
La lluvia comenzó a caer otra vez. Pero a pesar del frío aire nocturno, el motor del Toyota estaba todavía tan caliente de la marcha acelerada hacia el norte, que las gotas de agua se evaporaron. A lo lejos, un trueno profundo rodó por el cielo. Thomas estaba muerto.
Candy recibía imágenes tan débiles y desdibujadas como los reflejos en la superficie de un estanque ondulada por el viento. Todas le llegaban repetidamente cuando tocaba los grifos, el borde del lavabo, el espejo, el botiquín y su contenido, el interruptor y los mandos de la ducha. Pero ninguna de aquellas imágenes era detallada, y ninguna le procuraba una clave sobre el paradero de los Dakota.
Le sorprendieron dos veces unas imágenes claras, pero estaban relacionadas con repugnantes episodios sexuales entre los Dakota. Un tubo de lubricante vaginal y una caja de Kleenex aparecieron contaminados de antiguos residuos psíquicos que inexplicablemente habían sobrevivido al tiempo, haciéndole espectador de prácticas pecaminosas que hubiera querido no presenciar. Así que retiró raudo las manos de aquellas superficies y esperó a que le pasara la náusea. Le irritaba que la necesidad de localizar a Frank mediante aquellas personas decadentes le impusiera una situación en la que se ultrajaba de forma brutal a sus sentidos.
Enfurecido por su fracaso y por el contacto impuro con imágenes del pecado (que parecieron resistirse a salir de su mente), Candy se creyó obligado a quemar el mal imperante sobre aquella casa, en nombre de Dios. Quemarlo hasta los cimientos. Incinerarlo. Tal vez así se purificara también su mente.
Salió del baño, alzó las manos y desencadenó una ola de poder inmensamente destructora por todo el dormitorio. La cabecera de madera de la enorme cama se desintegró, las llamas lamieron el edredón y las mantas, las mesillas de noche se hicieron añicos, los cajones de la cómoda salieron disparados derramando su contenido por el suelo e incendiándose. Las cortinas se consumieron como si estuviesen hechas del papel volátil de los ilusionistas y las dos ventanas de la pared más distante estallaron dejando pasar una corriente que avivó las llamas.
No pocas veces había deseado Candy que la luz misteriosa que irradiaba su cuerpo afectara a personas y animales y no sólo a objetos inanimados, plantas y algunos insectos. Querría entrar en una ciudad y fundir la carne de miles de pecadores en una sola noche, centenares de miles. Poco importaba qué ciudad fuera, todas eran apestosas cloacas de iniquidad, habitadas por masas humanas depravadas, que adoraban el mal y practicaban la más repulsiva degeneración. En ninguna había visto una sola persona que pareciera gozar de la gracia de Dios. Las habría hecho correr lanzando alaridos de terror, las habría perseguido hasta sus escondrijos secretos, les habría astillado los huesos con su poder, habría hecho explotar sus cabezas y desgarrado los ofensivos órganos sexuales que tanto les preocupaban. Si hubiese tenido ese don no les habría mostrado la clemencia con que su Creador las trataba siempre, y así aquellas personas hubieran comprendido que hubieran debido mostrar agradecimiento y obediencia a su Dios, quien había sido siempre paciente y tolerante ante tremendas transgresiones.
Sólo Dios y su madre habían hecho gala de esa compasión ilimitada. Él no la compartía.
La alarma de incendios empezó a sonar en el vestíbulo. Caminó hasta allí, la apuntó con un dedo y la hizo volar en pedazos.
Esa noche, aquella parte de su don parecía más poderosa que nunca. Era una gran máquina de destrucción.
Tal vez el Señor estuviera recompensando su pureza con un incremento de su poder.
Candy agradecía a Dios el hecho de que su santa madre no hubiera descendido nunca a aquellos pozos de perversión en los que se sumía gran parte de la Humanidad. Ningún hombre la había tocado de aquella forma, así que sus hijos habían nacido sin la mancha del pecado original. Sabía que era cierto porque su madre se lo había contado…, y se lo había demostrado.
Candy descendió al primer piso y prendió fuego a la alfombra de la sala con un rayo proyectado desde la mano izquierda.
Ni Frank ni las mellizas valoraron jamás el carácter inmaculado de su nacimiento, y de hecho, habían relegado el incomparable estado de gracia para abrazar el pecado y hacer la tarea del diablo. Candy no cometería nunca ese error.
Oyó sobre su cabeza el rugido de las llamas, el hundimiento de un tabique. Por la mañana, cuando el sol iluminase el montón humeante de ennegrecidos escombros, los restos de aquel nido de corrupción atestiguarían la perdición final de todos los pecadores.
Candy se sintió purificado. Las imágenes psíquicas de la degeneración febril de los Dakota habían sido borradas de su mente.
Volvió a las oficinas de Dakota amp; Dakota y prosiguió su búsqueda.
Bobby se puso a conducir porque pensó que Julie no debía estar más tiempo tras el volante aquella noche. Llevaba despierta más de diecinueve horas, sin llegar a la maratón de veinticuatro, pero se encontraba exhausta; y el dolor reprimido por la muerte de Thomas le nublaba los sentidos y embotaba sus reflejos. Por lo menos, él había dormitado dos veces desde que el telefonazo de Hal les había despertado la noche anterior.
Cruzó casi toda Santa Bárbara y entró en Coleta antes de buscar una estación de servicio en donde pudieran explicarle la forma de ir a la Pacific Hill Road.
A petición suya, Julie abrió la guía telefónica sobre su regazo y, con ayuda de una pequeña linterna de la guantera, buscó el apellido Fogarty. El no sabía el nombre de pila, pero sólo le interesaba un Fogarty que tuviese el título de doctor.
– Quizá no viva en esta zona -dijo Bobby-, pero tengo el presentimiento de que sí.
– ¿Quién es él?
– Cuando Frank y yo viajamos, nos detuvimos dos veces en la consulta de ese individuo. Bobby le explicó aquellas breves visitas.
– ¿Cómo no lo mencionaste antes?
– Hube de resumir el relato cuando te contaba lo que había sucedido en el despacho y adonde habíamos ido Frank y yo, y como ese Fogarty no ofrecía demasiado interés, me abstuve de citarlo. Pero cuanto más tiempo he tenido para pensar en ello, más me parece que podría ser una clave de esto. Mira, Frank nos hizo salir de allí muy de prisa porque parecía reacio a poner en peligro a Fogarty por si Candy nos seguía de cerca. Si a Frank le preocupaba la seguridad de ese hombre, nos convendría tener una charla con él.
Julie se inclinó sobre la guía para examinarla de cerca: Fogarty, James; Fogarty, Jennifer; Fogarty, Kevin…
– Si no es médico, o no usa el título o «doctor» es un apodo, tendremos problemas. Incluso aunque sea médico no te molestes en mirar las páginas amarillas porque el individuo tiene ya sus años y debe de estar jubilado.
– ¡Aquí está! -exclamó ella-. Fogarty, Dr. Lawrence J.
– ¿Pone las señas?
– Sí. -Julie arrancó la página de la guía.
– Estupendo. Tan pronto como hayamos visto la infamante casa Pollard, haremos una visita a Fogarty.
Aunque Bobby había visitado tres veces aquella casa, lo había hecho siempre viajando con Frank y no conocía la ubicación exacta del 1458 Pacific Hill Road, como tampoco hubiera sabido exactamente por qué ladera del monte Fuji habían ascendido. No obstante, lo encontraron sin dificultad siguiendo las instrucciones de un individuo melenudo con bigote de puntas colgantes que encontraron en una estación Union 76.
A pesar de que las casas de la Pacific Hill Road correspondían a las señas de El Encanto Heights, no pertenecían a ese suburbio ni a la Goleta, que separaba El Encanto de Santa Bárbara, sino a una estrecha parcela de tierra que había entre ambas y que conducía en dirección este hacia un coto reservado de mezquitas, chaparros, arbustos desérticos y grupos de robles californianos y otros árboles de madera dura.
La casa Pollard estaba casi al final de la Pacific Hill, al borde de un terreno urbanizado, con pocos vecinos. Orientada hacia el suroeste, dominaba las agradables urbanizaciones que miraban al Pacífico, espléndidamente situadas en las colinas inferiores. De noche, el panorama era espectacular, un mar de luces desembocando en un mar auténtico rodeado de oscuridad. Sin duda, el vecindario era rural, y se veía libre de casas modernas y caras porque la legislación urbanística prohibía edificar dada la proximidad del coto reservado.
Bobby reconoció al instante la casa Pollard. Los faros apenas revelaron el seto eugenia y la herrumbrosa verja de hierro, entre dos altos pilares. Aminoró la velocidad al pasar por delante. La planta baja estaba a oscuras. En una habitación de arriba se veía luz; un pálido resplandor se filtraba por las rendijas de una persiana bajada.
Inclinándose hacia delante para mirar detrás de Bobby, Julie dijo:
– No se ve gran cosa.
– No hay mucho que ver. Es una mole ruinosa.
Recorrieron unos trescientos metros hasta el final de la calle, luego giraron y volvieron a pasar. Yendo cuesta abajo la casa quedaba del lado de Julie, y ésta insistió en que redujeran todo lo posible la velocidad para poder examinarla bien.
Cuando circulaban muy despacio ante la verja, Bobby vio también una luz en la parte trasera de la casa, en el primer piso. Verdaderamente no veía ninguna ventana iluminada sino sólo el resplandor que salía de ella y trazaba un rectángulo de luz pálida en el patio lateral.
– Todo está oculto entre sombras -dijo, por fin, Julie volviendo la cabeza para mirar hacia atrás-. Pero he visto lo suficiente para saber que es un lugar maldito.
– Mucho -asintió Bobby.
Violet estaba tendida de espaldas en la cama de la tenebrosa habitación con su hermana, dejándose calentar por los gatos que las cubrían y bullían a su alrededor. Verbina estaba tendida de costado, acurrucada contra Violet, una mano sobre los pechos de su hermana, sus labios rozando el hombro desnudo de Violet vertiendo su cálida respiración sobre la tersa piel de Violet.
No se habían echado para dormir. A ninguna de las dos le gustaba dormir por la noche porque ésa era la hora salvaje, cuando un gran número y variedad de depredadores naturales merodeaba por doquier y la vida era más excitante.
Por el momento, no estaban sólo una en otra y en todos los gatos que compartían la cama con ellas, sino también en una lechuza hambrienta que escrutaba la noche, cerniéndose sobre la tierra en busca de los ratones que no hubieran sido lo bastante espabilados para recelar de las tinieblas y permanecer en sus escondrijos. Ninguna criatura tenía una visión nocturna tan aguda como la lechuza, y sus garras y pico eran todavía más agudos.
Violet se estremeció de antemano esperando el momento en que algún ratón u otra criatura menuda fuera descubierta abajo, deslizándose entre la hierba por creer que eso lo ocultaría de la vista. Conocía por experiencia el terror y el dolor de la presa, el júbilo salvaje del cazador, y ahora ansiaba experimentar ambas cosas a la vez.
A su lado, Verbina murmuró, ensoñadora.
Cerniéndose a gran altura, planeando en espiral, ascendiendo de nuevo, la lechuza no había vislumbrado todavía su cena cuando el coche llegó, procedente de la colina, y se detuvo casi ante la casa Pollard. Eso llamó la atención de Violet, por supuesto, y a través de ella la atención de la lechuza, pero perdió el interés cuando el coche ganó velocidad y prosiguió su marcha. Sin embargo, unos segundos más tarde volvió a interesarse porque el vehículo había vuelto y casi se había detenido una vez más, frente a la verja.
Transmitió instrucciones a la lechuza para que sobrevolara el coche a una altura de dieciocho o veinte metros. Luego, la envió delante del coche y la hizo descender aún más, a unos seis metros antes de guiarla alrededor de él para aproximarse finalmente de frente al curioso automovilista.
Desde una altura de sólo seis metros la visión de la lechuza era lo bastante aguda para ver al conductor y al pasajero que le acompañaba. Había una mujer a quien Violet no había visto jamás…, pero el conductor le resultaba familiar. Un momento después Violet lo reconoció como el hombre que había aparecido con Frank ¡aquel mismo día a la hora del crepúsculo!
Frank había matado a su preciosa Samantha y por ello debía morir. Ahora, aparecía allí el hombre que conocía a Frank y que podía conducirles hasta él…
Los gatos que estaban sobre la cama alrededor de Violet se agitaron y emitieron sordos gruñidos cuando ella les transmitió su sed de venganza. Un Manx rabicorto y un mestizo negro saltaron de la cama, atravesaron raudos la puerta abierta del dormitorio, descendieron la escalera, entraron en la cocina y, escurriéndose por la gatera, salieron a la calle. En ese momento, el coche se alejaba ganando velocidad cuesta abajo, y Violet no sólo quería perseguirlo por aire sino también por tierra, para asegurarse de que no iba a perder su pista.
Candy llegó a la recepción de Dakota amp; Dakota. Frías corrientes de aire circulaban entre la ventana rota de la habitación contigua y las dos puertas abiertas, generando corrientes opuestas. Evidentemente, los ruidos sordos que anunciaban su llegada habían sido amortiguados por las explosiones de la estática y las voces estridentes de las radios portátiles que los polis llevaban en el cinto. Un agente estaba apostado en la entrada del despacho de Julie y Bobby y otro ante la puerta abierta del rellano de la sexta planta. Ambos hablaban por la radio con alguien, de espaldas a Candy. Lo interpretó como una señal de que Dios todavía velaba por él.
Aunque le irritaba aquella situación que obstaculizaba su búsqueda, Candy salió de allí al instante y se materializó en su dormitorio, casi a ciento veinte kilómetros hacia el norte. Necesitó tiempo para pensar si habría algún medio de captar otra vez su pista, algún lugar donde hubiesen estado ellos aquella noche, aparte de su oficina y su casa, y en el que él pudiera encontrar más visiones de la pareja.
Cuando regresaron a la estación Union 76, el melenudo y bigotudo individuo que les había orientado antes hacia la Pacific Hill Road les explicó también cómo encontrar la calle en donde vivía Fogarty. Incluso dijo conocer al hombre.
– Un anciano simpático. Se detiene aquí de vez en cuando para repostar.
– Es médico, ¿verdad? -preguntó Bobby.
– Lo era. Se jubiló hace bastante tiempo.
Poco después de las diez, Bobby aparcó junto al bordillo ante la casa de Lawrence Fogarty. Era un extraño edificio de dos plantas, de estilo hispano, con las mismas ventanas francesas que había visto en el despacho al que habían viajado dos veces Bobby y Frank. Había luz en todo el primer piso. El cristal de casi todas las ventanas era esmerilado, por lo menos en la fachada principal y las luces interiores se refractaban cálidamente. Cuando se apearon del coche, Bobby olió a madera quemada y vio una voluta de humo blanquecino surgiendo de la chimenea al aire estático, frío y húmedo, que anunciaba tormenta. Bajo el resplandor extraño y crepuscular de una farola cercana se podían ver unas cuantas flores rosadas en las azaleas pero los arbustos no estaban tan cargados de capullos como los de más al sur en Orange County. Un árbol viejo, de tronco múltiple y enormes ramas, cubría más de media casa y semejaba un maravilloso y acogedor cobijo en una versión española del mundo fantástico de Hobbity.
Cuando los dos marchaban por el camino de entrada, algo salió disparado de entre dos farolas Malibú, se cruzó en el camino y sobresaltó a Julie. Se detuvo en el sendero después de que hubieran pasado y los escrutó con ojos verdes, radiantes.
– Sólo es un gato -dijo Bobby.
A él le gustaban los gatos pero cuando vio a aquél se estremeció. El animal se movió de nuevo y desapareció entre las sombras y los arbustos, en un lado de la casa.
Lo que le había asustado no había sido aquel animal concreto, sino el recuerdo de la horda felina que se había precipitado a atacarles a él y Frank en la casa Pollard, al principio en un silencio espectral pero luego con el chillido estridente de un ejército de hadas malignas, con unanimidad nada gatuna. Aquel gato resultaba muy corriente, merodeando solo, fugaz y curiosamente, tenía la altanería y el misterio propios de cualquier miembro de su especie.
Al final del camino, encontraron tres escalones que conducían a un arco por el que pasaron a una pequeña terraza.
Julie tocó el timbre, que emitió un sonido suave y musical y volvió a tocarlo después de un minuto porque nadie atendía la llamada.
Cuando el segundo timbrazo se extinguió, un revuelo de alas plumosas perturbó la quietud y un ave nocturna se posó en el tejado de la terraza.
Julie se disponía a pulsar otra vez el timbre cuando se encendió la luz del porche, y Bobby sintió que alguien les escrutaba por la mirilla. Al cabo de un momento la puerta se abrió y el doctor Fogarty apareció ante ellos bajo un raudal de luz procedente del vestíbulo.
Tenía el mismo aspecto que recordaba Bobby, y él le reconoció también.
– Pasen -dijo, haciéndose a un lado-. Casi estaba esperándoles. Pasen…, aunque no sean bienvenidos.