Hal Yamataka estaba arrellanado en el sofá, con un trozo de pizza en una mano y la novela de MacDonald en la otra, cuando oyó el sonido hueco y aflautado. Dejó caer ambas cosas y se levantó de un salto.
– ¿Frank?
La puerta entornada se movió despacio, no porque alguien la empujara sino porque una corriente súbita soplando desde la sala de recepción fue lo bastante fuerte para moverla.
– ¿Frank? -repitió Hal.
Mientras cruzaba la habitación, el sonido se extinguió y la corriente cesó. Pero cuando alcanzó el umbral, las notas sin melodía se dejaron oír otra vez, y una ráfaga de viento le alborotó el pelo.
A la izquierda estaba la mesa de la recepcionista, vacía a esa hora del día. Enfrente de esa mesa, la puerta que daba al descansillo utilizado también por las empresas de la misma planta, y que estaba cerrada. La otra puerta, en el extremo más alejado de la sala rectangular, estaba también cerrada; conducía al vestíbulo interior de las oficinas Dakota amp; Dakota con el que comunicaban otras seis estancias, incluida la sala de ordenadores, en donde Lee trabajaba todavía, y un cuarto de baño. El pitido y el viento no podían haberle llegado por aquellas puertas cerradas; por tanto, su origen se hallaba, evidentemente, en la recepción.
Dando unos pasos hasta el centro de la habitación, Hal miró expectante a su alrededor.
– Frank -repitió. Pues percibió por el rabillo del ojo que un hombre había aparecido junto a la puerta que daba al descansillo, a su derecha y casi por detrás de él.
Pero cuando se volvió, vio que no era Frank. Aunque el viajero era un desconocido, Hal lo reconoció al instante. ¡Candy! No podía ser nadie más, porque era el hombre que Bobby había descrito por haberlo visto en la playa de Punaluu y cuya descripción le había transmitido Clint.
Hal era bajo y ancho, y no podía recordar ningún caso en su vida en que hubiera sucumbido a la intimidación física de otro hombre. Candy era veinte centímetros más alto que él, pero Hal se había desembarazado de hombres todavía más altos. Candy era a todas luces un mesomorfo, uno de esos tipos destinados desde su nacimiento a tener una fuerte estructura ósea rellena de sólidos paquetes musculares, incluso aunque hagan poco ejercicio o ninguno; por añadidura, no le eran desconocidos los penosos ritos y la disciplina de la barra con pesas y el potro. Pero Hal tenía también un cuerpo mesomórfico y era tan coriáceo como un trozo de vaca congelada. Así, pues, no le intimidaron ni la estatura ni los músculos de Candy. Lo que le asustó fue el aura de demencia, furor y violencia que aquel hombre irradiaba, con tanta intensidad como un cadáver putrefacto despedía el hedor de la muerte.
Tan pronto como el hermano de Frank apareció en la habitación, Hal venteó su ferocidad demencial con tanta precisión como un perro sano detectaría el extraño olor de uno rabioso, y actuó de acuerdo con ello. Como no llevaba puesto los zapatos ni tenía pistola ni veía al alcance nada que pudiese utilizar como arma, dio media vuelta y corrió hacia el despacho de los jefes, donde, según sabía, había una pistola Browning de 9 mm escondida en la cara inferior de la mesa de Julie, como seguro contra lo imprevisto. Hasta entonces, nadie había utilizado esa arma.
Hal no era un mago de las artes marciales como su formidable apariencia y sus rasgos étnicos hubieran hecho suponer a cualquiera, pero sabía algo de Tai Kwan Do. El problema era que sólo un loco hubiera recurrido a alguna de las artes marciales como primera defensa contra la embestida de un toro.
Alcanzó la puerta antes de que Candy, agarrándole por la camisa, intentara levantarlo del suelo. La camisa se rasgó por las costuras, dejando al demente con un puñado de tela.
Pero Hal perdió el equilibrio. Entró a trompicones en el despacho y chocó con la gran butaca de Julie, que ocupaba todavía el centro de la habitación con las cuatro sillas colocadas en semicírculo frente a ella, como Jackie Jaxx había requerido para la sesión de hipnosis con Frank. Se agarró a la butaca de Julie para sostenerse, y ésta, que tenía ruedas, rodó malamente por la alfombra pero lo suficiente para deslizarse bajo su presión.
El psicópata cayó sobre él oprimiéndole contra la butaca y ésta contra la mesa. Luego, con puños macizos que se dejaron sentir como cabezas de martinetes, le descargó una lluvia de golpes en la boca del estómago.
Hal, que tenía las manos abajo, quedó indefenso por un momento, pero las apretó uniendo los pulgares hacia arriba y las proyectó entre los brazos de Candy consiguiendo golpearle la nuez. El golpe fue lo bastante fuerte para que Candy se ahogara con su propio grito de dolor, mientras las uñas de Hal rasgaban la carne del loco hasta la barbilla.
Asfixiándose, incapaz de respirar con su dolorido y espasmódico esófago, Candy se tambaleó hacia atrás llevándose ambas manos a la garganta.
Hal se apartó de la butaca por no acosó a Candy. Pues el golpe que le había asestado equivalía a sacudir con un matamoscas el hocico de aquel toro arremetedor. Una carga inspirada con excesiva confianza habría terminado sin duda con una cornada definitiva. Asi pues dolorido todavía por los golpes en la barriga y con el sabor agrio de la pizza en la garganta, Hal optó por rodear velozmente la mesa y echar mano a la Browning de 9mm.
La mesa era grande y por tanto las dimensiones del hueco destinado a las rodillas eran también considerables. No sabía a ciencia cierta donde estaba guardada la pistola y no quería agacharse para mirar, porque si lo hacía perdería de vista a Candy. Por consiguiente deslizo la mano de izquierda a derecha por la cara inferior de la mesa y luego profundizó e hizo lo mismo por el otro lado.
Justo cuando tocaba la culata de la pistola, vio que Candy levantaba ambas manos con las palmas hacia fuera como si supiera que Hal había encontrado un arma y dijera “No dispares, me rindo”, pero cuando Hal soltó la Browning de la abrazadera metálica, descubrió que Candy no tenía la menor intención de rendirse, las palmas del demente difundieron una luz azul.
Repentinamente la pesada mesa semejó una balsa de troncos sujetos con alambre en una película de duendes. Cuando Hal alzaba el arma, la mesa le golpeó y le impelió hacia atrás hasta comprimirle contra la espaciosa ventana. Pero como la mesa era más ancha que la ventana, sus extremos tropezaron con la pared, y eso le impidió salir despedida a través del cristal.
Sin embargo, el caso de Hal fue distinto. Quedó en el centro de la ventana, y el alfeizar muy bajo le mordió las corvas de modo que nada impidió su zambullida. Por un instante las persianas Levolor, parecieron lo bastante fuertes para sostenerlo, pero fue solo una ilusión, el la arrastró consigo a través del cristal y hacia la noche, dejando caer la Browning, sin haberla disparado siquiera.
Le sorprendió lo que duraba una caída de 6 pisos aunque no fuera un recorrido tan enorme pero si mortal. Tuvo tiempo para maravillarse de la lentitud con que se alejaba la ventana iluminada de la oficina, para pensar en las personas que había querido y en los sueños jamás consumados, tiempo para observar las nubes que habían reaparecido con el crepúsculo y desprendían ligeras gotas de lluvia. Su último pensamiento fue para el jardín que tenía detrás de su pequeña casa, en Costa Mesa, donde cuidaba un arríate florido durante todo el año, que le hacía disfrutar de cada momento: la suave y exquisita textura de los pétalos de color coral intenso, y en sus bordes una sola gota de rocío matinal, reluciendo…
Candy empujó a un lado la pesada mesa y se asomó por la ventana del sexto piso. Una ascendente corriente fría lamió el costado del edificio y le fustigó la cara.
El hombre descalzo yacía abajo boca arriba, sobre un ancho paseo de cemento, iluminado por el resplandor ambarino de un foco decorativo. Estaba rodeado de cristales rotos, restos de persiana metálica y un charco de su sangre, que se agrandaba por momentos.
Tosiendo, encontrando todavía cierta dificultad en aspirar aire a fondo y apretándose la maltrecha garganta, Candy se sintió consternado por la muerte del hombre. A decir verdad, no por el hecho en sí sino por la falta de oportunidad. Por lo pronto, había querido interrogarle para averiguar quiénes eran Bobby y Julie y cuál su relación con el psíquico Thomas.
Y cuando había aparecido en la recepción, el hombre le había tomado por Frank y había pronunciado el nombre de Frank. La gente de Dakota amp; Dakota estaba relacionada de una forma u otra con Frank… ¡sabían todo sobre su capacidad para el «teletransporte»!, y, por tanto, sabría dónde encontrar al desalmado matricida.
Candy supuso que aquella oficina tendría la respuesta para algunas de sus preguntas por lo menos, pero le preocupaba que la Policía, acudiendo por la caída del hombre muerto, le obligara a partir apresuradamente sin darle tiempo a desenterrar toda la información que necesitaba. Las sirenas eran la música de fondo de las aventuras de aquella noche.
Sin embargo, las sirenas no se dejaron oír. Tal vez le acompañase la suerte; tal vez nadie hubiese presenciado la caída del hombre. Era improbable que hubiese alguien trabajando en alguna de las demás empresas de aquel edificio comercial; después de todo, eran ya las nueve menos diez. Quizá los conserjes estuviesen limpiando suelos o vaciando papeleras, pero podían no haber oído lo suficiente para justificar una investigación.
El hombre había caído a plomo hacia la muerte sin protestar demasiado, lo que no dejaba de ser sorprendente. No había gritado. Sólo un momento antes del impacto había habido un conato de alarido, demasiado breve para atraer la atención. La explosión del cristal y el tintineo de la persiana habían causado bastante ruido pero todo había terminado antes de que nadie pudiera localizar la fuente del sonido.
Una calle de cuatro carriles rodeaba el centro comercial de Fashion Island y también servía a los edificios de oficinas que, como éste, se alzaban en su periferia. Sin embargo, al parecer no circulaba por ella ningún coche cuando cayó el hombre.
Ahora, aparecieron dos por la izquierda, uno detrás de otro. Ambos pasaron sin reducir la velocidad. Una hilera de arbustos entre la acera y la calzada impedía que los automovilistas vieran el cadáver. El anillo de edificios de oficinas del espacioso complejo era, evidentemente, una zona que no atraía por la noche a los peatones, de modo que el hombre muerto podía pasar inadvertido hasta la mañana siguiente.
Candy miró los restaurantes y almacenes que había al otro lado de la calle, a unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia. Unas cuantas personas, empequeñecidas por la lejanía, se movían entre los coches aparcados y las entradas de las tiendas. Ninguna parecía haber visto nada… y, de hecho, no habría sido tan fácil ver pasar volando a un hombre vestido de oscuro por delante de un edificio no menos oscuro, y tan sólo durante unos segundos antes de que la gravedad acabara con él.
Candy se aclaró la garganta, respingó de dolor y escupió hacia el hombre muerto abajo.
Notó el sabor de la sangre. Esta vez era la suya.
Apartándose de la ventana inspeccionó la oficina mientras se preguntaba si podría encontrar allí las respuestas que buscaba. Si lograba localizar a Bobby y Julie Dakota, podrían explicarle la telepatía de Thomas y, aún más importante, entregarle a Frank.
Después de responder dos veces a una alarma del detector radar y evitar dos trampas tendidas contra la velocidad al oeste del valle, Julie puso otra vez el Toyota a ciento cuarenta y ambos pudieron sacudirse de los zapatos el polvo de Los Ángeles.
Unas cuantas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas pero duraron mucho.
– Santa Bárbara tal vez dentro de una hora -dijo-, siempre y cuando no nos aborde un poli con un alto sentido del deber.
Le dolía la nuca y se sentía muy fatigada pero no quiso cambiar de sitio con Bobby, pues aquella noche no tenía la paciencia necesaria para ir de pasajera. Los ojos le escocían pero no se le cerraban; le hubiera sido imposible conciliar el sueño. Los acontecimientos de la jornada habían asesinado el sueño y el estado de alerta quedaba asegurado por la preocupación por lo que pudiera ocurrir, no sólo en la carretera sino también en El Encanto Heights.
Desde que Bobby se despertó por lo que él llamaba el «estallido verbal» se había mostrado taciturno. Le veía preocupado por algo, pero todavía no parecía querer hablar de ello.
Al cabo de un rato, en un intento evidente de olvidar el «estallido verbal» y cualesquiera cavilaciones que le hubiese inspirado, Bobby inició una conversación sobre algo completamente diferente. Bajó el volumen del estéreo, frustrando así el efecto buscado por American Patrol, de Glenn Miller, y dijo:
– ¿Te has detenido a pensar que cuatro de nuestros once empleados son asiático-americanos?
Ella no apartó la vista de la carretera.
– ¿Y qué?
– ¿Sabes por qué es así?
– Porque nosotros contratamos sólo a personas sobresalientes, y cuatro de las personas sobresalientes deseosas de trabajar para nosotros eran chinas, japonesas y vietnamitas.
– Eso lo explica en parte.
– ¿Sólo en parte? -exclamó Julie-. ¿Cuál es la otra parte? ¿Acaso crees que el malvado Fu Manchú dirigió el rayo contra nosotros para controlar mentes desde su fortaleza secreta en las montañas tibetanas y nos indujo a contratarlos?
– Eso es también una parte -respondió Bobby-. Pero otra parte es que me atrae la personalidad asiática. O lo que se entiende por ello cuando se habla de personalidad asiática: inteligencia, alto grado de disciplina, pulcritud y un gran sentido de la tradición y el orden.
– Esos atributos los tienen, más o menos, cada uno de los que trabajan para nosotros, no sólo Jamie, Nguyen, Hal y Lee.
– Lo sé. Pero lo que me hace sentir tan cómodo entre los asiático-americanos es mi confianza en el estereotipo de todos ellos, cuando trabajo con esa gente presiento que todo marchará bien, de forma ordenada y estable, y necesito confiar en ese estereotipo porque…, bueno, no soy el tipo de individuo que he creído siempre ser. ¿Estás dispuesta a oír algo escandaloso?
– Siempre -respondió Julie.
Cuando Lee Chen trabajaba en la sala de ordenadores solía introducir un compacto en su Sony Discman y escuchaba música por los auriculares. Siempre cerraba la puerta para no distraerse y, sin duda, algunos de sus colegas le creían algo insociable; sin embargo, cuando intentaba introducirse en una red de datos compleja y bien protegida como el cuadro de sistemas policiales que todavía estaba saqueando, necesitaba concentrarse. En ocasiones, la música le distraía más que nada, según como estuviera de humor, pero la mayoría de las veces resultaba propicia para su trabajo. Los solos de piano minimalistas New Age de George Winston eran a veces lo indicado, pero ponía con más frecuencia rock and roll. Aquella noche eran Huey Lewis y The News: Hip to be Square y The Power of Love, The Heart of Rock and Roll y You Crack Me Up. Intensamente concentrado en la pantalla Terminal (su ventana del mundo hipnótico de la cibernética), mientras Bad is Bad se vertía en sus oídos por el audífono, Chen podía no oír ni un sonido del mundo exterior aunque Dios desconchara el cielo y anunciara la destrucción inminente de la raza humana.
Una corriente fría circulaba por la habitación desde la ventana rota, pero la frustración creciente generaba un calor compensatorio en Candy. Se paseó despacio por el espacioso despacho, sopesando varios objetos, tocando los muebles, intentando suscitar una visión que le revelara el paradero de los Dakota y Frank. Por el momento, no tenía suerte.
Podría haber analizado el contenido de los cajones y archivadores pero eso le habría entretenido durante horas puesto que ignoraba dónde se habría archivado la información que buscaba. Asimismo, podía no reconocer el material apropiado cuando lo encontrara, pues tal vez estuviera en una carpeta o sobre con un título o código sin significado para él. Y aunque su madre le había enseñado a leer y escribir y había sido un lector tan voraz como ella (hasta perder todo interés por los libros tras su muerte), aprendiendo muchas materias tan bien como una universidad podría habérselas enseñado, esperaba que sus dones le revelasen mucho más de lo que pudiera encontrar en el papel impreso.
Además, había entrado ya en la recepción y obtenido las señas y el número de teléfono de los Dakota. Así, pues, telefoneó para saber si estaban allí. Un contestador automático recogió la llamada al tercer timbrazo pero no dejó mensaje alguno. No quería saber sólo dónde vivían los Dakota y dónde se presentarían a su debido tiempo; necesitaba averiguar también dónde estaban en aquel momento porque ardía en deseos de echarles mano y arrancarles las respuestas deseadas.
Candy cogió un tercer vaso de whisky y soda. Los había por toda la habitación. El residuo psíquico del vaso le dio al instante una imagen clara de un sujeto llamado Jackie Jaxx. Encolerizado, lo arrojó lejos de sí. El vaso botó sobre el sofá y cayó en la alfombra sin romperse.
Aquel tipo, Jaxx, había dejado una impresión pintoresca y llamativa por todas partes, como un perro con una vejiga floja, que marcara cada paso de su recorrido con gotas de maloliente orina. Candy intuyó que Jaxx se hallaba en aquel momento con muchas personas en una fiesta en Newport Beach, y también intuyó que intentar encontrar a Frank y los Dakota por medio de Jaxx sería una pérdida de tiempo. No obstante, si Jaxx hubiera estado sólo habría ido directamente a su encuentro y lo habría aniquilado por la única razón de que su aura era demasiado estridente y entorpecedora.
Una de dos, o no había encontrado todavía un objeto que hubiese tocado uno de los Dakota el tiempo suficiente para dejar el sello de su personalidad, o ninguno de los dos era del tipo que dejaba en su estela un residuo psíquico rico y persistente. Por alguna razón que Candy no podía averiguar, ciertas personas dejaban una pista menos clara que otras.
Seguir la pista a Frank siempre le había resultado de una dificultad relativa pero aquella noche le era más difícil captar su rostro. Sintió varias veces que Frank había estado en aquella habitación pero, al principio, no pudo localizar nada en donde se hubiese coagulado el aura de su hermano.
A continuación, examinó las cuatro butacas empezando por la mayor. Cuando pasó ligeramente las sensitivas yemas de sus dedos por el tapizado, tembló de agitación porque supo al instante que Frank se había sentado allí recientemente. Vio un pequeño rasguño en un brazo y, cuando puso el pulgar sobre él, le asaltó una visión particularmente clara de Frank.
Demasiadas visiones. Sin embargo, le recompensó una serie de imágenes de lugares por donde Frank había viajado después de abandonar aquella butaca: la sierra; el apartamento en San Diego donde había vivido un tiempo hacía cuatro años; la herrumbrosa verja de la casa de su madre, en la Pacific Hill Road; un cementerio; un estudio lleno de libros en donde parecía haberse detenido tan poco tiempo que Candy sólo pudo obtener una impresión muy vaga; la playa de Punaluu en donde Candy había estado a punto de atraparlo… Había tantas imágenes superpuestas de tantos viajes que no podía ver con claridad las últimas paradas.
Encolerizado y desanimado, Candy apartó de su camino la butaca y se volvió hacia el velador sobre el que había otros dos vasos con hielo y whisky. Cogió uno de ellos y obtuvo una visión de Julie.
Mientras Julie conducía hacia Santa Bárbara como si estuvieran compitiendo en la Indianápolis 500, Bobby le contó la cosa escandalosa: en el fondo, él no era el tipo temerario que parecía ser; durante sus febriles viajes con Frank, sobre todo cuando se vio reducido a una mente sin cuerpo y a un remolino vertiginoso de átomos desconectados entre sí, había descubierto en su interior una vena profunda de amor a la estabilidad y al orden, bastante más profunda de lo que imaginaba; su afición desmedida a la música swing se debía a que apreciaba la meticulosidad de sus estructuras más que la embriagadora libertad musical encarnada por el jazz; no era ni mucho menos el hombre de espíritu libre que creyera ser…, sino un conservador, adepto de la tradición.
– En suma -dijo-, durante todo este tiempo creías estar casada con un joven tolerante del tipo James Garner, cuando en realidad lo has estado con un hombre sin edad específica, del tipo Charles Bronson.
– Sea como fuere, puedo vivir contigo, Charlie.
– Esto es serio. O lo parece. Estoy rozando ya los cuarenta, no tengo nada de niño. Debería haber sabido esto sobre mí mismo hace mucho tiempo.
– Y así fue.
– ¿Cómo?
– Tu amor por el orden, la razón, la lógica…, fue el motivo de que emprendieras un trabajo con el que pudieses enderezar entuertos, ayudar al inocente, castigar al malvado. Por esa razón compartiste el Sueño conmigo…, para poner orden en nuestra pequeña familia, abandonar el caos del mundo de nuestros días y comprar un poco de paz y quietud. Por eso no me dejaste tener la Wurlitzer 950… Sus gacelas brincadoras y sus tubos de burbujas resultaban demasiado caóticos para ti.
Él quedó silencioso un momento, sorprendido por su respuesta.
El oscuro y vasto mar se dejó ver por el oeste.
– Tal vez tengas razón -dijo, por fin, Bobby-. Tal vez haya sabido siempre lo que era en lo más profundo del alma. Pero, ¿no es inquietante que me haya engañado a mí mismo con una ficción tan duradera?
– No has hecho eso. Por una parte eres tolerante y por otra tienes un poco de Charles Bronson, lo que no es malo. De lo contrario es muy probable que no pudiéramos comunicarnos, pues yo tengo más de Bronson en mí que cualquiera, exceptuando él mismo.
– ¡Eso es cierto, Dios mío! -exclamó él. Y ambos rieron.
Entretanto, la velocidad del Toyota había descendido a ciento diez. Ella lo puso a ciento treinta y dijo:
– Escucha Bobby, ¿en qué estás pensando?
– En Thomas.
Ella le miró brevemente.
– ¿Qué hay de Thomas?
– Desde ese estallido verbal tengo la impresión de que está en peligro.
– ¿Qué tiene que ver esto con él?
– No lo sé. Pero pienso que deberíamos buscar un teléfono y llamar a Cielo Vista. Sólo para…, asegurarnos.
Ella aflojó espectacularmente la velocidad. Al cabo de cuatro kilómetros, encontraron una salida de la autopista y se detuvieron ante una gasolinera. Eligieron el carril del servicio completo. Mientras el empleado limpiaba las ventanillas, comprobaba el aceite y llenaba el depósito de gasolina de primera sin plomo, entraron y se dirigieron al teléfono público.
Éste, adosado a la pared junto a una estantería con crackers, barras de caramelo y bolsas de nueces, era una moderna versión electrónica que admitía todo, desde monedas hasta tarjetas de crédito. Había también una máquina de preservativos a la vista del público, debido al caos social desencadenado por el sida. Bobby empleó su tarjeta de crédito AT amp;T y telefoneó al Hogar de Cielo Vista, en Newport.
No hubo ningún timbrazo ni señal de comunicar. Oyó una serie de extraños sonidos electrónicos y, luego, un contestador automático le informó de que el número que acababa de marcar estaba fuera de servicio a causa de ciertas dificultades técnicas en la línea. La susurrante voz le sugirió que probara otra vez, más tarde.
Entonces, llamó a la centralita, cuya telefonista marcó el mismo número con idéntico resultado.
– Lo siento, señor -dijo la empleada-. Llame usted más tarde, por favor.
– ¿Qué dificultades puede haber en la línea?
– Eso no lo sé, señor, pero estoy segura de que el servicio se reanudará pronto.
Entretanto, había inclinado el auricular para que Julie pudiera oír la conversación. Luego, colgó y la miró.
– Regresemos -dijo-. Tengo el presentimiento de que Thomas nos necesita.
– ¿Regresar? Nos queda poco más de media hora hasta Santa Bárbara. Volver a casa nos llevaría mucho más.
– El puede necesitarnos. El presentimiento no es muy intenso, lo reconozco, pero sí persistente y…, raro.
– Si él necesita ayuda con urgencia -dijo Julie-, no llegaremos jamás a tiempo. Y si no es tan urgente estará bien mientras nosotros vamos a Santa Bárbara y volvemos a telefonear desde el motel. Si está enfermo, ha resultado herido o cualquier otra cosa, nuestro recorrido desde aquí a Santa Bárbara y regreso significará sólo una hora más.
– Bueno…
– Es mi hermano, Bobby, y me preocupa tanto como a ti, y digo que estará bien. Te quiero, pero no has mostrado nunca el suficiente talento psíquico para inquietarme hasta el punto de ponerme histérica.
Bobby asintió.
– Tienes razón. Sólo ocurre que estoy…, nervioso. Mis nervios no se han asentado después de tanto viaje con Frank.
De vuelta a la autopista, unas cuantas volutas de niebla empezaron a reptar desde el mar. La llovizna comenzó a caer de nuevo pero cesó al cabo de un minuto. La densidad del aire y una indefinible pero innegable sensación de opresión en la negrura del cielo nocturno anunciaban una tormenta respetable.
Cuando habían recorrido dos o tres kilómetros, Bobby dijo:
– Deberíamos haber telefoneado a Hal a la oficina. Mientras está sin hacer nada esperando a Frank, podría utilizar algunos de nuestros contactos con la compañía telefónica y los polis para asegurarse de que todo marcha bien en Cielo Vista.
– Si la línea sigue cortada cuando llames desde el motel -dijo Julie-, tendrás ocasión de molestar a Hal por este asunto.
A través del escaso residuo psíquico del vaso, Candy recibió una imagen de Julie Dakota, que reconoció como el mismo rostro que había surgido en la mente de Thomas a primeras horas de la tarde…, con la excepción de que sus facciones no parecían tan idealizadas como en la memoria de Thomas. Con su sexto sentido, Candy vio que había ido a casa desde la oficina, a las señas que había obtenido poco antes del Rodolex de la secretaria. Julie había permanecido un rato allí y luego se había marchado en coche con otra persona, probablemente el hombre llamado Bobby. No pudo ver más, pero le habría gustado que el rastro dejado por ella fuese tan intenso como el de Jaxx.
Dejó el vaso y decidió ir a casa de aquella mujer. Aunque ni ella ni Bobby estuviesen allí podría encontrar algún objeto que, a semejanza del vaso, le permitiese avanzar en su rastro. Si no encontraba nada, volvería allí y reanudaría la búsqueda, a no ser que la Policía hubiese llegado por haber descubierto al hombre muerto sobre la acera.
Lee apagó el ordenador y también el tocadiscos compacto a mitad de Walking on a Thin Line por Huey Lewis y The News. Luego se quitó los auriculares.
Se sentía feliz tras la larga y productiva sesión en el país del silicio y el arseniuro de galio, se levantó, se desperezó, bostezó y miró su reloj. Poco más de las nueve. Había estado trabajando doce horas.
Debería desear sólo tumbarse en la cama a dormir durante medio día. Pero prefirió volver volando a su alojamiento, que distaba sólo diez minutos de la oficina, refrescarse un poco y disfrutar de la vida nocturna. La semana pasada había descubierto un nuevo club, el Nuclear Grin, donde la música era agresiva y estridente, el licor no estaba bautizado, la actitud de la gente mostraba una inconsciencia liberal y las mujeres eran ardientes. Deseaba bailar un poco, beber otro poco y encontrar a alguna persona dispuesta a soltarse el pelo.
En esta época de nuevas enfermedades las relaciones sexuales resultaban arriesgadas; algunas veces, parecía suicida beber de un vaso ajeno. Pero después de una jornada en el universo estrictamente lógico de los microprocesadores, era necesario desmelenarse un poco, correr algunos riesgos, bailar hasta el borde del caos para recobrar el equilibrio en la vida. Entonces, recordó que Frank y Bobby se habían desvanecido ante su vista. Se preguntó si no habría visto ya suficientes desatinos por un día.
Recogió los últimos impresos. Era más material que había cosechado de los registros policiales, referidos al comportamiento decididamente esotérico del señor Luz Azul, quien no necesitaría nunca desmelenarse para mantener el equilibrio porque él mismo personificaba el caos. Lee abrió la puerta, apagó las luces y, andando por el pasillo, pasó por otra puerta a la recepción, pues se proponía dejar los impresos sobre la mesa de Julie y dar las buenas noches a Hal antes de largarse.
Cuando entró en el despacho de Bobby y Julie tuvo la impresión de que la Federación Nacional de Lucha Libre había autorizado la celebración de un encuentro, allí mismo, entre dos equipos de bárbaros con ciento veinte kilos de peso. Los muebles estaban volcados y los vasos de whisky, algunos rotos, esparcidos por el suelo. La mesa de Julie estaba desvencijada, balanceándose sobre una pata, como si alguien la hubiese molido a martillazos.
– ¿Hal?
No hubo respuesta.
Con mucha cautela, Lee abrió la puerta del baño contiguo.
– ¿Hal?
El cuarto de baño estaba desierto.
Lee se acercó a la ventana rota. Unos cuantos fragmentos afilados de cristal colgaban todavía del marco.
Apoyando una mano en la pared, Lee se asomó cautelosamente y miró hacia abajo. Con un tono de voz muy distinto, murmuró:
– ¡Hal!
Candy se materializó en el vestíbulo de la casa de los Dakota, que estaba oscura y silenciosa. Durante un momento, se mantuvo quieto, con la cabeza ladeada, hasta tener la seguridad de que estaba solo. A todo esto, la garganta se le había curado ya. Había recobrado la normalidad y le excitaban las perspectivas de la noche.
Inició la búsqueda allí mismo; puso la mano sobre el pomo de la puerta esperando encontrar algún residuo que, aun careciendo de sustancia física, pudiera alimentar sus visiones. No sintió nada, sin duda porque los Dakota apenas lo habrían tocado al entrar y salir de la casa.
Además, una persona podía tocar un centenar de objetos y dejar sólo en uno de ellos la imagen psíquica de sí misma, tocar una hora después el mismo centenar y contaminar cada uno con su aura. La razón de aquello era una cosa tan misteriosa para Candy como el interés de muchas personas por el sexo. Se sentía tan agradecido a su madre por aquella facultad como por todas las demás, pero detectar a su presa por las facultades psíquicas no era siempre un proceso fácil o infalible.
La sala y el comedor de los Dakota estaban desamueblados lo que le proporcionaba pocos medios para trabajar, si bien, por una razón u otra, aquel vacío le hacía sentirse cómodo y a sus anchas. Aquel hecho le desconcertó. En casa de su madre todas las habitaciones estaban amuebladas…, en aquellos días con tanto moho y polvo como butacas, sofás, mesas y lámparas. Pero, de repente, comprendió que, a semejanza de los Dakota, él vivía en una parte reducida de la casa, y no le hubiera importado que los demás aposentos estuviesen desnudos y tapiados.
La cocina y el cuarto de estar de los Dakota estaban amueblados y, evidentemente, vivían en ellos. Aunque era improbable que hubiesen utilizado el cuarto de estar durante su breve parada entre la oficina y el lugar adonde hubieran ido desde allí, Candy esperaba que se hubieran entretenido en la cocina para comer o beber algo. Pero no hubo transmisión de imágenes en los pomos de armarios, microondas, cocina y frigorífico.
En su camino hacia el segundo piso, Candy subió despacio los escalones, dejando que su mano izquierda se deslizara tanteando por la barandilla de roble. En varios puntos del recorrido se vio recompensado con imágenes psíquicas que, aun siendo breves y borrosas, le animaron e indujeron a creer que encontraría lo que necesitaba en el dormitorio o el baño.