Sin preocuparse ya por el peligro de tocar a Frank, Bobby le agarró por la chaqueta y le empujó contra las persianas de anchos listones de la ventana de la biblioteca.
– Ya le has oído, Frank. No huyas. No huyas esta vez o me aferraré a ti para no soltarte jamás. Te juro por Dios que lamentarás no haber puesto el cuello bajo el hacha de Candy en lugar de la mía. -Golpeó a Frank contra la persiana para subrayar sus palabras y oyó detrás de él la risa maliciosa de Lawrence Fogarty.
Percibiendo terror y confusión en los ojos de su cliente, Bobby comprendió que sus amenazas no surtirían el efecto deseado. De hecho, las amenazas servirían sólo para aterrorizarle hasta el extremo de hacerle huir, por mucho que quisiera ayudar a Julie. Y lo que era peor, al optar por la violencia como primer recurso no estaba tratando a Frank como persona sino como carne, confirmando así el perverso código que había presidido la vida del corrupto médico, lo que le resultaba casi tan intolerable como perder a Julie.
Así, pues, soltó a Frank.
– Lo siento. Créeme, lo siento. Enloquecí un poco.
Escrutó los ojos del hombre buscando algún indicio de que en aquel cerebro lesionado quedaba suficiente inteligencia para establecer algún dato. Vio miedo, un miedo terrible e intenso, y vio una soledad que casi le hizo llorar. Vio también una mirada perdida no muy diferente a la que había observado a veces en los ojos de Thomas cuando le llevaban de excursión desde Cielo Vista al «mundo exterior», como decía él.
Pensando que quizás hubieran transcurrido ya dos minutos del plazo de quince impuesto por Candy e intentando conservar la calma a pesar de todo, Bobby cogió la mano derecha de Frank, la volvió con la palma hacia arriba y, con un esfuerzo, tocó la cucaracha muerta que ahora se había fundido con la carne blanca y blanda del hombre. El insecto parecía crujiente y rasposo al tacto, pero no dejó entrever su repugnancia.
– ¿Te duele esto, Frank? ¿Este insecto, mezclado aquí con tus propias células?
Frank le miró, absorto. Por último, sacudió la cabeza de un lado a otro.
Alentado por aquel comienzo de diálogo, Bobby tocó suavemente la sien derecha de Frank, notando los bultos de las piedras preciosas como forúnculos sin reventar o tumores cancerosos.
– ¿Y aquí te duele, Frank? ¿Sientes algún dolor?
– No -respondió Frank. Y Bobby sintió que su corazón se animaba con aquel avance hacia la respuesta articulada.
Bobby se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó un Kleenex doblado y, con gran delicadeza, limpió la saliva que brillaba todavía en la barbilla de Frank.
El hombre parpadeó y su mirada pareció aclararse.
A espaldas de Bobby, todavía arrellanado en el sillón de cuero, quizá con un vaso de whisky en la mano y seguramente luciendo su irritante sonrisa, Fogarty dijo:
– Quedan doce minutos.
Bobby hizo caso omiso del médico. Sosteniendo la mirada de su cliente y tocándole todavía la sien, dijo, con mucha calma:
– Has tenido una vida muy dura, ¿verdad? Tú eras el hermano normal, el más normal de todos, y cuando eras niño siempre querías adaptarte a la escuela, cosa que ni tus hermanas ni tu hermano lograrían jamás. Luego, necesitaste mucho tiempo para comprender que tu sueño no se realizaría nunca, que no te adaptarías, porque por muy normal que fueses comparado con el resto de tu familia, seguías proviniendo de esa casa maldita, de ese pozo negro que había hecho de ti un intruso eterno para otras personas. Tal vez éstas no vieran la mancha en tu corazón, no percibieran los recuerdos tenebrosos dentro de ti, pero tú veías y recordabas, y te sentías indigno por el horror que era tu familia. Sin embargo, también eras un intruso en casa, demasiado sano para adaptarte a su ambiente, demasiado sensible para soportar esa pesadilla. Así que has estado solo toda tu vida.
– Toda mi vida -replicó Frank-. Y siempre lo estaré.
Por el momento, el hombre no parecía dispuesto a viajar. Bobby habría apostado cualquier cosa.
– Yo no puedo ayudarte, Frank. Nadie puede hacerlo. Ésa es la cruda verdad. Pero no quiero mentirte. No recurriré a la persuasión ni a la amenaza.
Frank no dijo nada pero sostuvo su mirada.
– Diez minutos -dijo Fogarty.
– Lo único que puedo hacer por ti, Frank, es mostrarte un medio para dar significado a tu vida de una vez, un medio para terminarla con sentido y dignidad y, quizás, encontrar paz en la muerte. Se me ha ocurrido una idea, un medio que te permitiría matar a Candy y salvar a Julie. Si puedes hacer eso te irás siendo un héroe. ¿Querrás venir conmigo y escucharme, Frank? ¿No permitirás que muera Julie?
Frank no dijo que sí, pero tampoco que no. Bobby decidió atenerse a la falta de una respuesta negativa para sacar ánimos.
– Debemos ponernos en marcha, Frank. Pero no intentes el «teletransporte» hasta la casa porque perderás el control y saldrás disparado hacia el infierno y regresarás un centenar de veces. Iremos en mi coche. Podemos estar allí dentro de cinco minutos.
Bobby cogió de la mano a su cliente. Se empeñó en agarrar la que tenía la cucaracha incrustada esperando que Frank recordara su temor a los bichos y percibiera que su deseo de superar esa fobia era una prueba de su sinceridad.
Los dos atravesaron la habitación hacia la puerta.
Levantándose de su sillón, Fogarty dijo:
– Sepan que van en busca de su muerte.
Sin mirar al médico, Bobby contestó:
– Bien, me parece que usted fue en busca de la suya hace muchas décadas.
Él y Frank salieron a la lluvia y quedaron empapados poco antes de llegar al coche.
Ya detrás del volante, Bobby miró su reloj. Faltaban ocho minutos.
Se preguntó por qué aceptaba la palabra de Candy sobre el cumplimiento del plazo impuesto, por qué estaba tan seguro de que aquel lunático no había desgarrado ya la garganta de Julie.
Las alcantarillas se desbordaron y un viento súbito arrebató madejas de lluvia, cual tejido plateado, ante sus faros.
Mientras recorrían las calles barridas por la tormenta y giraban hacia el este en dirección a la Pacific Hill Road, Bobby explicó que, mediante su inmolación voluntaria, Frank podría librar al mundo de Candy y reparar el mal causado por su madre, tal como había querido hacer, pero sin éxito, cuando enarboló el hacha contra ella. Fue un concepto simple. Bobby lo repitió varias veces en los pocos minutos que duró su recorrido antes de hacer alto ante la herrumbrosa verja de hierro.
Frank no respondió a nada de lo que le dijo Bobby. No había forma de saber si había entendido lo que debía hacer… o si había escuchado siquiera una palabra de lo dicho. El hombre miraba fijamente hacia el frente, con la boca abierta dos o tres centímetros y balanceando la cabeza al ritmo de las escobillas del parabrisas como si estuviera viendo el cristal de Jackie Jaxx colgando de su cadena de oro.
Cuando se apearon del coche, atravesaron la verja y se aproximaron a la desmoronadiza casa faltando sólo dos minutos para el plazo previsto, Bobby se vio reducido a proceder enteramente a base de fe.
Cuando Candy la llevó a la inmunda cocina y la hizo sentarse en una de las sillas ante la mesa, Julie echó mano instantáneamente del revólver que llevaba en la pistolera, bajo su chaqueta de pana. Sin embargo, él fue más rápido que ella y le arrebató el arma rompiéndole de paso dos dedos.
El dolor fue lacerante y se sumó al que ya sentía en el cuello y la garganta tras el cruel tratamiento que le había infligido Candy en casa de Fogarty, pero Julie evitó llorar o quejarse. Aprovechando que él le daba la espalda para meter el arma en un cajón fuera de su alcance, saltó de la silla y corrió hacia la puerta.
Candy la cogió, la levantó en vilo y, después de balancearla un momento, la descargó sobre la mesa de la cocina con tal violencia que Julie estuvo a punto de desvanecerse. Luego, pegando la cara a la suya dijo:
– Tú vas a saberme tan bien como la mujer de Clint, con toda esa vitalidad y energía en tus venas… Quiero sentir cómo brota en mi boca.
Sus tentativas para ofrecer resistencia y escapar no surgían tanto del coraje como del pavor, debido en su mayor parte a la experiencia de desintegración y reconstitución que esperaba no volver a soportar nunca más. Ahora, su terror aumentó cuando los labios del hombre se aproximaron a dos centímetros de los suyos y su aliento de osario le sopló en la cara. Incapaz de apartar la vista de sus ojos azules, Julie pensó que así deberían ser los ojos de Satanás, no negros como el pecado, ni rojos como las hogueras del infierno, ni reptantes como gusanos, sino espléndida y gloriosamente azules… y carentes de toda gracia y compasión.
Si se pudiera condensar en un individuo todo el salvajismo humano desde fecha inmemorial, si se pudiera materializar en una figura monstruosa todo el hambre de sangre, violencia y fuerza bruta de las especies, ese ser se habría parecido en aquel momento a Candy Pollard. Cuando al fin se apartó de ella como serpiente enroscándose sin decidirse a atacar y cuando la trasladó violentamente de la silla a la mesa, Julie se acobardó, quizá por primera vez en su vida. Supo que si seguía ofreciendo resistencia, el hombre la mataría en el acto y se alimentaría de ella.
Entonces, él dijo una cosa sorprendente:
– Mas tarde, cuando haya terminado con Frank, me contarás dónde obtuvo Thomas su poder.
Se sintió tan intimidada que le costó encontrar su voz.
– ¿Poder? ¿Qué quieres decir?
– Ha sido la única persona que he encontrado así fuera de mi familia Me llamó la «cosa malévola». E intentó repetidas veces mantener contacto conmigo por vía telepática porque sabía que tarde o temprano tu sendero y el mío se cruzarían. ¿Cómo pudo tener un don semejante sin haber nacido de mi madre virgen? Más tarde me lo explicarás.
Al sentarse, demasiado aterrorizada para gritar o temblar, mostrando la calma que precede a la tormenta y acariciándose la mano lesionada con la otra, Julie encontró tiempo para hacerse algunas preguntas ¿Thomas? ¿Dotado psíquicamente? ¿Sería cierto que durante todo el tiempo en que se había preocupado por cuidarle era él quien hasta cierto punto la había cuidado a ella?
Entonces, oyó acercarse un sonido extraño desde la fachada delantera de la casa. Un momento después, veinte gatos por lo menos irrumpieron por la puerta del vestíbulo con las colas entrechocando unas con otras.
Las mellizas Pollard llegaron en medio de la manada, las piernas largas y los pies descalzos, la una en bragas y camiseta roja de manga corta, la otra en bragas y camiseta blanca de manga corta, y ambas tan sinuosas como sus gatos. Parecían tan pálidas como espíritus pero no había ninguna blandura ni ineficacia en ellas. Ambas enjutas y vitales, rebosantes de la energía reprimida que se adivina en un gato aunque parezca estar holgando al sol. Ambas etéreas en cierto modo, pero terrenas y coriáceas al mismo tiempo, tremendamente sensuales. Su presencia en la casa debía acrecentar las tensiones antinaturales de su hermano, quien era doblemente macho por los testículos pero carecía de la válvula crucial para liberar su energía.
Las dos se aproximaron a la mesa. Una examinó atentamente a Julie mientras la otra se apoyaba sobre su hermana y mostraba una mirada huidiza. La primera dijo:
– ¿Eres la novia de Candy?
La pregunta tenía un inconfundible tono de burla.
– Cállate -dijo Candy.
– Si no eres su novia -siguió la más audaz con una voz tan suave como el frufrú de la seda-, puedes venir arriba con nosotras, tenemos una cama, a los gatos no les importará y creo que me gustarás.
– ¡No hables así en casa de tu madre! -gritó, colérico, Candy.
Su furia era real, pero Julie percibió que la hermana perturbaba al hombre.
Las dos mujeres, la tímida también, irradiaban salvajismo, literalmente, como si pudieran hacer sin inhibiciones ni remordimiento cualquier cosa que se les ocurriera por muy desatinada que fuese.
Julie se asustó de ellas casi tanto como de Candy.
Desde la fachada de la ruinosa casa llegó un golpe que levantó ecos por encima de la lluvia que rugía sobre el tejado.
Los gatos salieron disparados, todos a una, de la cocina, pasaron por el vestíbulo hasta la puerta principal, y menos de un minuto después regresaron escoltando a Bobby y Frank.
Al entrar en la cocina, Bobby sintió una gratitud inmensa hacia Dios e incluso hacia Candy, cuando vio que Julie seguía viva. La vio ojerosa y demacrada a causa del miedo y del dolor, pero nunca tan hermosa como entonces.
Asimismo, nunca tan abatida ni tan insegura. Pero encontró la fortaleza suficiente para contener la tristeza y la cólera, pese al coro de emociones que le agitaban.
Aunque esperaba todavía que Frank interviniera en su lugar, Bobby se había preparado para usar su revólver si la cosa empeoraba o si se le brindaba una ventaja inesperada. Pero tan pronto como le vio entrar en la habitación, el demente dijo:
– Saca tu revólver de la funda y vacíalo de balas ante mi vista.
Cuando Bobby hubo entrado, Candy se colocó tras la silla que ocupaba Julie y la agarró de la garganta con dedos semejantes a garfios. Con su sobrehumana fuerza podría desgarrar su cuello en un segundo o dos.
Bobby sacó el Smith amp; Wesson de su pistolera, manejándolo con sumo cuidado para demostrar que no tenía intención de usarlo. Abrió el cilindro, tiró las cinco balas al suelo y puso el revólver en un mostrador cercano.
La agitación de Candy Pollard aumentaba por momentos desde que habían aparecido Bobby y Frank. Ahora, retiró la mano de la garganta de Julie, se apartó unos pasos y miró a Frank con expresión triunfal.
Por lo que Bobby pudo apreciar, aquella mirada fue inútil, pues Frank se encontraba en la cocina con ellos pero no estaba allí. Si percibía todo cuanto sucedía y entendía su significado, no cabía duda de que hacía una labor excelente para fingir lo contrario.
Señalando el suelo, Candy dijo:
– Ven aquí y arrodíllate, matricida.
Los gatos huyeron del trozo de linóleo agrietado que el demente había indicado.
Las mellizas permanecían alertas aunque fingían indolencia. Bobby vio que los gatos fingían indiferencia de la misma forma pero revelaban su interés enderezando las orejas. Violet y Verbina descubrían su curiosidad con el latir del pulso en las sienes y, casi de forma obscena, con la erección de sus pezones bajo el tejido de las camisetas.
– He dicho que vengas aquí y te arrodilles -repitió Candy-. ¿O quieres traicionar de verdad a las únicas personas que te han tendido la mano para ayudarte los últimos siete años? Arrodíllate o mataré a los Dakota, a ambos. Los mataré ahora.
Candy no proyectaba la presencia aterradora de un psicópata sino la de un ser auténticamente sobrenatural, como si le animaran una legión y unas fuerzas de más allá del conocimiento humano.
Frank avanzó un paso, separándose de Bobby.
Otro paso.
Luego, se detuvo y miró a los gatos en torno suyo como si algo de ellos le desconcertara.
Bobby no supo nunca si Frank se había propuesto provocar las sangrientas consecuencias que siguieron a su acción, ni si sus palabras habían sido calculadas, ni si había hablado por pura perplejidad y estaba tan sorprendido como todos por la hecatombe que siguió. Sea como fuere, el hombre miró ceñudo a los gatos, luego a la más audaz de las mellizas y exclamó:
– ¡Ah! Entonces, ¿madre está todavía aquí? ¿Está aquí en la casa, con nosotros?
La melliza tímida se puso rígida pero la audaz pareció relajarse, como si la pregunta de Frank le hubiese ahorrado la molestia de decidir el momento y lugar apropiados para hacer ella misma esa revelación. Se volvió hacia Candy y le sonrió de la forma más sutil que Bobby había visto en su vida: fue una sonrisa burlona pero también una invitación al posible amante; vacilante por el miedo pero, simultáneamente, desafiadora; ardiendo de lujuria pero templada por el temor; y, sobre todo, fue tan salvaje, feroz e incivilizada como la expresión de las criaturas que merodean por los campos y bosques del mundo.
Candy acogió aquella sonrisa con una expresión de infinito horror e incredulidad, que le hizo parecer, por un instante, casi humano.
– ¡No puedo creer que lo hicierais! -dijo.
La sonrisa de la melliza audaz se acentuó.
– Después de que la sepultaras, nosotras la desenterramos. Ahora ella es parte de nosotros, y siempre lo será, parte de nosotros, parte de la manada.
Los gatos agitaron las colas y miraron fijamente a Candy.
El grito que surgió de él no fue humano y la celeridad con que apresó a la melliza audaz fue portentosa. La empujó con su cuerpo hasta el frigorífico y la oprimió contra él mientras le agarraba la cara con la mano derecha y le golpeaba repetidamente la cabeza contra la amarillenta superficie esmaltada. Luego, la alzó aferrándola por la estrecha cintura e intentó arrojarla al suelo como pudiera hacer un niño furioso con una muñeca, pero ella, ágil como un gato, le rodeó la cintura con ambas piernas y cruzó los tobillos, poniéndole casi ambos pechos en la cara. Candy la golpeó con los puños pero ella no aflojó su presa, se mantuvo firme hasta que la lluvia de golpes cesó y entonces se dejó resbalar hasta que su pálida cara quedó cerca de la hambrienta boca. Candy aprovechó la oportunidad que se le brindaba y le arrancó la vida de una dentellada.
Los gatos dejaron oír un chillido aborrecible, aunque esta vez no como una sola criatura, y huyeron de la cocina en todas direcciones.
Candy acabó con la vida de su hermana en menos de un minuto, entre sus propios alaridos y los espeluznantes gritos eróticos de ella.
Bobby y Julie no intervinieron porque de haberlo hecho se habrían metido en el embudo de un tornado para encontrar una muerte cierta sin lograr aplacar la tempestad. Frank mantuvo la curiosa indiferencia que ahora parecía ser su única actitud.
Inmediatamente, Candy se revolvió contra la melliza tímida y la destruyó incluso con más rapidez porque la joven no ofreció resistencia.
Cuando el gigantesco psicópata dejó caer el maltratado cuerpo, Frank decidió cumplir por fin la orden que se le había dado, se acercó a su hermano y le cogió la mano. Entonces, tal como esperaba Bobby, Frank viajó y Candy le acompañó, pero no por su propia energía sino como un pasajero de sidecar, como le había ocurrido a Bobby.
El silencio después del tumulto fue estremecedor.
Sudorosa y mareada por lo que había presenciado, Julie echó hacia atrás la silla. Sus piernas, entumecidas como si fueran de corcho, se tambalearon sobre el linóleo.
– No -dijo Bobby. Y acudiendo rápidamente a ella la indujo a sentarse. Le cogió la mano sana-. Espera, todavía no, mantente al margen…
El silbido hueco.
Un furioso remolino de viento.
– ¡Bobby! -exclamó ella aterrorizada-. Los dos están volviendo, vayámonos, salgamos de aquí ahora que podemos.
El la obligó a permanecer en la silla.
– No mires. Yo debo mirar para asegurarme de que Frank lo ha entendido, pero tú no necesitas hacerlo.
La música atonal se dejó oír otra vez y el viento esparció el olor a sangre de las mujeres muertas.
– ¿De qué me estás hablando?
– Cierra los ojos.
Por supuesto, Julie no cerró los ojos porque no era una persona que hubiera apartado la vista ni huido de nada.
Los Pollard reaparecieron de regreso de la breve visita que habían hecho a algún lugar tan lejano como el monte Fuji o tan cercano como la casa del doctor Fogarty, y, con toda probabilidad, a diversos lugares. Los viajes repetidos y a velocidad frenética eran la clave del éxito del ardid que Bobby había expuesto a Frank en el coche. Los hermanos no eran ya dos seres humanos distinguibles, pues Frank era la conciencia orientadora de aquellos traslados y su capacidad para guiarlos mediante una reconstitución libre de errores menguaba de prisa, empeoraba con cada viaje. Ambos se habían fundido uno en otro, estaban unidos biológicamente más que dos hermanos siameses. El brazo izquierdo de Frank se había hundido en el costado derecho de Candy como si intentase pescar algo entre los órganos internos de su hermano. La pierna derecha de Candy se amalgamaba con la izquierda de Frank, dejándolos sólo con tres extremidades para sustentarse.
Había todavía más anomalías, pero eso fue todo lo que pudo percibir Bobby antes de que los dos se desvanecieran otra vez. Frank necesitaba un movimiento continuo para conservar el control y no dar a Candy la oportunidad de desplegar su energía hasta que el amasijo fuera tan completo que imposibilitara la reconstrucción adecuada de ninguno de los dos.
Al comprender lo que estaba sucediendo, Julie se quedó absolutamente inmóvil con la mano rota recogida en el regazo y apretando con la otra la de Bobby. Éste vio que lo entendía sin necesidad de explicaciones: Frank estaba sacrificándose por ambos, y lo menos que podían hacer era ser testigos de su coraje, tal como mantenían vivos en su recuerdo a Thomas y Hal, a Clint y Felina.
Era uno de los deberes más sagrados y fundamentales que los buenos amigos y familiares se comprometían a cumplir unos con otros: cuidar la llama del recuerdo para que la muerte de un ser querido no significase su desaparición inmediata del mundo; en cierto sentido, el difunto seguía viviendo después de muerto, al menos mientras vivieran los que le amaban. Tales recuerdos eran un arma esencial en el caos de la vida y la muerte, un modo de asegurar cierta continuidad de una generación a otra, una garantía de orden y significado.
Silbido, viento: los hermanos regresaban de otra serie de rápidas desmaterializaciones y reconstituciones y ahora eran una criatura nacida de un cataclismo biológico, el cuerpo era inmenso, más de 2 metros de estatura, ancho y voluminoso porque allí se integraban las masas de ambos. La única cabeza tenía un rostro de pesadilla: los ojos castaños de Frank estaban mal alineados; una boca torcida se abría entre ellos donde debiera haber habido una nariz; y una segunda boca hendía la mejilla izquierda. Dos voces torturadas llenaban de alaridos la cocina. Otro rostro estaba implantado en el pecho, sin boca pero con dos cuencas de ojos, una con un ojo azul y estático, el de Candy; la otra cuenca estaba erizada de dientes.
La bestia informe desapareció y, al cabo de un minuto escaso, regresó de nuevo. Esta vez era una masa imprecisa de tejido, oscura por unas partes, de un rosa aborrecible por otras, erizada de fragmentos óseos, salpicada de tufos peludos y surcados de venas que latían con pulsos diferentes entre sí. Por el camino, Frank debía de haberse llevado consigo docenas de cucarachas, no sólo una, y también ratas; todos aquellos animales parecían haberse incorporado al tejido, adondequiera que mirase Bobby, asegurando aún más que la carne de Candy quedara demasiado difusa y contaminada para una reconstitución adecuada. El monstruoso conglomerado, evidentemente incapacitado para toda función, se desplomó entre estremecimientos y, por último, quedó inmóvil. Algunos de los roedores e insectos se retorcieron intentando librarse de sus ligaduras, pero unidos de forma inextricable a la masa muerta perecieron también muy pronto.