Frank fue al cine y aguantó toda la película pero fue incapaz de concentrarse en el argumento. Cenó en El Torito, aunque sin saborear la comida; se limitó a engullir las enchiladas y el arroz como quien echa leña a un horno. Durante un par de horas circuló sin rumbo por la periferia central y meridional de Orange County, moviéndose de arriba abajo porque, de momento, la movilidad se le antojó más segura. Por fin, volvió al motel.
Allí estuvo todo el tiempo explorando el oscuro muro en su mente, detrás del cual se ocultaba su vida entera. Con suma diligencia buscó alguna rendija ínfima por donde pudiera atisbar un recuerdo u otro. Estaba seguro de que si podía encontrar una grieta toda la fachada de amnesia se vendría abajo. Pero la barrera era lisa y sin resquicios.
Cuando apagó la luz, no pudo dormir.
El viento de Santa Ana remitió. Entonces, no pudo culpar de su insomnio al estruendoso vendaval.
Aunque la cantidad de sangre de las sábanas fuera ínfima y aunque se hubiese secado desde que despertó de su siesta, Frank pensó que la idea de descansar sobre sábanas manchadas de sangre le impedía conciliar el sueño. Así, pues, encendió la lámpara, quitó la ropa de la cama, aumentó la calefacción y, tendiéndose otra vez, intentó dormir sin sábanas. No dio resultado.
Se dijo que la amnesia y la sensación resultante de soledad y aislamiento le mantenían despierto. Aunque hubiera algo de verdad en eso, sabía que estaba engañándose a sí mismo.
La verdadera causa de que no pudiese dormir era el miedo. Miedo de no saber a dónde iría durante su sonambulismo. Miedo de lo que pudiera hacer. Miedo de lo que pudiese encontrar entre sus manos cuando despertara.