Capítulo 46

Luciérnagas en un vendaval.

Bobby creía flotar en el espacio porque no sabía cuál era la posición de su cuerpo, no sabía decir si estaba tendido, sentado o de pie, cabeza arriba o cabeza abajo, como ingrávido en un inmenso vacío. No tenía sentido del olfato ni del tacto. No podía oír nada. No podía sentir el calor, ni el frío, ni el peso. Lo único que conseguía ver era una infinita negrura que parecía extenderse hasta los confines del universo… y millones de minúsculas luciérnagas, efímeras como pavesas bullendo a su alrededor. En realidad, no estaba seguro de verlas pues no sabía a ciencia cierta si tenía ojos con que mirarlas; era más bien como si… las presintiera, no a través de alguno de los sentidos ordinarios sino mediante una vista interna, el ojo de la mente.

Al principio le dominó el pánico. La carencia sensorial extrema le convenció de que había quedado paralizado, sin sensación en ningún miembro ni centímetro de la piel, abatido por una brutal hemorragia cerebral, sordo, ciego y atrapado para siempre en un cerebro lesionado que había seccionado todas sus conexiones con el mundo exterior.

Luego, se dio cuenta de que se movía, a la deriva por la negrura, no como pensara antes, sino vertiginosamente proyectado a través de ella a una velocidad tremenda, espantosa. Se dio cuenta de que era arrastrado como si fuera una pelusa volando hacia una aspiradora de poder cósmico, mientras a su alrededor las luciérnagas revoloteaban y daban tumbos. Era como estar en un parque de atracciones volando tan alto y tan aprisa que sólo Dios podía haberlo designado para su propio placer, aunque trasladarse en aquella montaña rusa a través de una negrura sin límites intentando gritar no fuera nada placentero, para él.

Cuando cayó sobre el suelo del bosque, se tambaleó y casi se derrumbó sobre Frank, que estaba de pie frente a él asiéndole todavía la mano en un apretón doloroso.

Bobby buscó aire desesperadamente. El pecho le dolía; los pulmones parecían habérsele encogido. Hizo una aspiración profunda, y otra, y luego exhaló de forma explosiva.

Vio la sangre que ahora teñía las manos de ambos. Una imagen de tapizado roto pasó fugazmente por su mente. Jackie Jaxx. Bobby lo recordó.

Cuando intentó desligarse de su cliente, éste le retuvo y dijo:

– Aquí no. No, no puedo arriesgarme a eso. Demasiado peligroso. ¿Por qué estoy aquí?

Bobby inspeccionó el bosque primitivo impregnado por aroma de pinos que le rodeaba, lleno de sombras cada vez más densas a medida que el crepúsculo daba paso a la noche en el mundo. El aire era glacial y las erizadas ramas de las gigantescas coniferas se doblaban bajo el peso de la nieve, pero él no vio nada de horripilante en la escena.

Luego percibió que Frank miraba fijamente más allá de él. Se volvió para descubrir que estaban en el lindero del bosque. Un prado cubierto de nieve ascendía suave detrás de ellos. Arriba había una cabaña de troncos, no una choza rústica de un arquitecto, un retiro vacacional para alguien con una renta muy saneada. Un manto de nieve se extendía sobre el tejado principal, otro sobre el del porche, cada uno decorado con unos flecos de carámbanos que destellaban bajo los últimos rayos de un sol frío. Ninguna luz brillaba en las ventanas ni el humo surgía de ninguna de las tres chimeneas. El lugar parecía abandonado.

– Él está enterado de esto -susurró Frank, todavía aterrorizado-. Lo compré bajo un nombre falso pero él lo descubrió y vino aquí, casi me mató aquí y, seguramente, lo visita con regularidad esperando pescarme otra vez.

Bobby se sintió menos aturdido por aquel frío bajo cero que por el descubrimiento de que había sido «teletransportado» hasta aquella ladera de la sierra. Por fin, recobró la voz y dijo:

– Escucha, Frank, ¿qué significa…?

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Golpeó el suelo rodando sobre sí mismo, topó con un velador y notó que Frank le soltaba la mano. La mesa se hizo añicos descargando un jarrón y otras piezas decorativas no menos frágiles sobre el suelo de madera dura.

Recibió un fuerte golpe en la cabeza. Cuando se puso de rodillas e intentó levantarse, se sintió demasiado mareado para hacerlo.

Mientras tanto, Frank se había levantado ya y miraba jadeante a su alrededor.

– San Diego. Este era antes mi apartamento. Pero él lo descubrió. Hube de abandonarlo a toda prisa.

Cuando Frank le tendió la mano para ayudarle a levantarse, él la tomó sin pensarlo. Era la mano sana.

– Ahora alguien vive aquí -dijo Frank-. Debe de estar fuera, trabajando. Tenemos suerte.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Boby se encontró de pie ante una verja de hierro herrumbroso entre dos pilastras, mirando una casa de estilo Victoriano, con un tejado casi hundido, porche, balaustradas rotas y maltrechas escaleras. La acera estaba resquebrajada y los yerbajos florecían en un césped sin segar. A la luz crepuscular aquello semejaba la visión que tendría cualquier niño de una casa hechizada, aunque él sospechaba que la luz del día le daría aún peor aspecto.

Frank dijo con voz entrecortada:

– ¡Dios mío, no, aquí no!

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Varios papeles cayeron revoloteando al suelo desde un macizo escritorio de caoba como si una corriente hubiese atravesado la habitación, aunque el aire permaneciese estático. Ahora se hallaron en un estudio lleno de libros con ventanas francesas. Un anciano se levantó de un butacón de cuero. Llevaba unos pantalones grises de franela, una camisa blanca, un cardigan azul… y una mirada de sorpresa.

– Doctor -dijo Frank. Y tendió la mano libre al estupefacto anciano.

Oscuridad.

Bobby se había figurado que todo carecía de luz y contornos, pues por el momento él no existía como entidad física; no tenía ojos, ni oídos, ni terminaciones sensitivas táctiles. Pero la comprensión no hizo disminuir su miedo.

Luciérnagas.

Los millones de minúsculos e inquietos puntos de luz eran, probablemente, las partículas atómicas que componían su carne y que eran conducidas hacia delante por el poder que emanaba la mente de Frank.

Velocidad.

Ambos estaban siendo «teletransportados» y, con toda probabilidad, el proceso era casi instantáneo, requiriendo sólo microsegundos para pasar de la disolución física a la reconstitución, aunque de un modo subjetivo fuera más largo.

Otra vez la casa desvencijada. Debía de ser la vivienda en las colinas al norte de Santa Bárbara. Ambos se hallaban en el declive que descendía desde la verja, a lo largo del seto de eugenias que rodeaba la propiedad.

Al descubrir dónde se encontraba, Frank dejó escapar un ahogado grito de terror.

Bobby temía tanto como Frank toparse con Candy, pero también tenía miedo de Frank y del «teletransporte»…

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Esta vez no se materializaron con el equilibrio y la estabilidad de su llegada al estudio del anciano o a la verja herrumbrosa de la destartalada casa, sino con la desmaña de su intrusión en aquel apartamento de San Diego. Bobby dio unos pasos vacilantes cuesta arriba, sujeto todavía por la presa firme de Frank como si les hubiesen esposado, y ambos cayeron de rodillas sobre una hierba mullida.

Bobby intentaba desembarazarse de Frank con movimientos frenéticos, pero él le aferraba con fuerza casi sobrehumana mientras señalaba una tumba, a pocos metros de ellos. Bobby miró alrededor y vio que estaban solos en un cementerio donde varias palmeras se alzaban siniestras en la luz grisácea del crepúsculo.

– Era nuestro vecino -dijo Frank.

Incapaz de hablar mientras recobraba el aliento e intentaba librarse de la presa férrea de Frank, Bobby leyó el nombre, NORBERT JAMES KOLREEN, en la lápida de granito.

– Ella lo hizo matar -dijo Frank-, Hizo que su precioso Candy lo matara porque creía que había sido maleducado con ella. ¡Maleducado con ella! ¡Esa perra medio loca!

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

El estudio lleno de libros. Ellos dentro y ahora el anciano mirándolos desde la puerta.

Bobby se sentía como si hubiese estado en tina intrincada montaña rusa durante horas, dando vueltas de campana a gran velocidad, una vez y otra, hasta no estar ya seguro de saber si estaba moviéndose de verdad… o si permanecía inmóvil mientras el resto del mundo giraba a su alrededor.

– No debería haber venido aquí, Doctor Fogarty -dijo, preocupado, Frank. La sangre le goteaba de la mano herida manchando el dibujo verde pálido de la alfombra china-. Candy podría haberme visto en la casa e intentar seguirme. No quiero conducirle hasta usted.

– Escuche, Frank… -empezó Fogarty.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Ahora se hallaban en el patio trasero de la ruinosa casa, a nueve o diez metros de unas escaleras y un porche tan desmoronadizo como la fachada principal. En las ventanas del primer piso brillaba la luz.

– Quiero irme -dijo Frank-; quiero salir de aquí.

Bobby esperó el «teletransporte» inmediato y se aprestó para afrontarlo, pero no ocurrió nada.

– Quiero salir de aquí -repitió Frank. Y cuando no hubo salto de un lugar a otro, maldijo desesperado.

Repentinamente, la puerta de la cocina se abrió y apareció una mujer. Se detuvo en el umbral y los miró con fijeza. La luz crepuscular, purpúrea y menguante la iluminaba apenas, y la luz de la cocina la perfilaba, pero sin revelar ningún detalle de sus rasgos. Bobby no pudo saber si se debió a un efecto engañoso o de la extraña iluminación o a una revelación precisa de sus formas, pero cuando la mujer se perfiló con claridad, ofreció un cuadro sobremanera erótico: grácil y esbelta como una sílfide y, no obstante, de una feminidad exuberante, un fantasma nebuloso que parecía estar poco vestido o desnudo y provocaba el deseo sin emitir el menor ruido. En esa mujer había una lubricidad enorme que la equiparaba a cualquiera de las sirenas que indujeran a los marinos a lanzar sus naves contra los erizados escollos.

– Mi hermana Violet -dijo Frank con evidente temor y repugnancia.

Bobby percibió movimiento alrededor de los pies de ella, un bullir de sombras que se deslizaron por los escalones al césped. Entonces descubrió que eran gatos, con ojos iridiscentes entre las penumbras. Se agarró a Frank con tanta tenacidad como éste a él, pues ahora temía soltarle tanto como había temido antes permanecer apresado.

– Salgamos de aquí, Frank.

– No puedo. He perdido el control sobre esto, sobre mí mismo.

Había una o dos docena de gatos, o todavía más. Cuando salieron del porche para diseminarse por los primeros metros de hierba mal cuidada estaban silenciosos, luego lanzaron maullidos simultáneos como si fueran una sola criatura. Su lamento de furia y hambre curó al instante las náuseas de Bobby, le revolvió el estómago pero, esta vez, de terror.

– ¡Frank!

Deseó haber cogido la pistolera en la oficina. Su arma había quedado sobre la mesa de Julie, sin ninguna utilidad para él, pero cuando vio los colmillos desnudos de la horda invasora, pensó que el revólver no los detendría, al menos no en número suficiente.

El más próximo de los gatos… saltó…


Julie se quedó de pie junto a la butaca de su despacho, que había sido trasladada hasta el centro de la habitación para la sesión de terapia hipnótica. No podía apartarse del asiento porque allí había visto por última vez a Bobby y donde se había sentido más cerca de él.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Clint se puso a su lado y miró el reloj.

– Menos de seis minutos.

Entretanto, Jackie Jaxx estaba en el baño mojándose la cara con agua fría. Todavía inmóvil en el sofá con un puñado de impresos, Lee Chan parecía más intranquilo de lo que había estado seis minutos antes. Su calma Zen se había quebrantado. Sostenía los papeles con ambas manos como si temiera que también se esfumaran; sus ojos continuaban abiertos de par en par tal como estaban cuando Bobby y Frank desaparecieron.

Julie se sentía delirante de temor pero tomó la determinación de no perder el dominio de sí misma. Aunque parecía que no podía hacer nada para ayudar a Bobby, podía presentarse una oportunidad para la acción cuando menos lo esperara, y quiso estar tranquila y presta.

– Hal dijo que anoche Frank regresó la primera vez unos dieciocho minutos después de haber desaparecido.

Clint asintió.

– Entonces, nos quedan todavía doce minutos.

– Pero después de su segunda desaparición tardó horas en regresar.

– Escucha -dijo Clint-, aunque no reaparezcan aquí dentro de doce minutos, o una hora o tres horas, ello no significa que le haya ocurrido algo horrible a Bobby. No tiene por qué ser igual cada vez.

– Lo sé. Lo que más me preocupa de esto es… esa maldita barandilla de la cama.

Clint no hizo comentarios.

Incapaz de atemperar su voz, Julie dijo:

– Frank no la trajo consigo. ¿Qué pasó con ella?

– Él traerá a Bobby -respondió Clint-. No permitirá que Bobby se quede ahí fuera… dondequiera que haya ido.

Ella deseó poder sentirse tan confiada.


Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

La lluvia caía en cálidos torrentes, como si Bobby y Frank se hubiesen materializado bajo una cascada. Les empapó la ropa en un instante. No soplaba el menor viento; la tremenda ferocidad del diluvio parecía haber ahogado el viento como si éste fuera una hoguera; el aire era vapor saturado de humedad. Habían viajado alrededor del globo lo bastante lejos como para dejar atrás el crepúsculo; el sol estaba fuera, en algún lugar detrás de las nubes de un gris acerado.

Esta vez, ambos estaban de costado frente a frente como los dedos que hubieran estado forcejeando y hubiesen caído de sus taburetes al suelo del bar, para seguir con las manos entrelazadas en una lucha aparente. Sin embargo, no estaban en ningún bar sino rodeados de un lujurioso follaje tropical: heléchos, plantas de un verde oscuro con hojas de aspecto elástico y profundamente hendidas; vides suculentas de hojas tan pulposas como caramelos de goma y frutos del tono de la carne de una mandarina.

Bobby se apartó de Frank y esta vez su cliente le dejó hacerlo sin forcejear. Se puso de pie y se abrió paso entre la flora resbaladiza y esponjosa.

No sabía adonde iba ni le importaba. Sólo quería dejar cierto espacio entre él y Frank, distanciarse del peligro que éste representaba ahora para él. Se sentía abrumado por lo ocurrido, cargado de nuevas experiencias sobre las que necesitaba reflexionar para adaptarse a ellas.

Apenas hubo dado unos doce pasos salió de la maleza tropical a una extensión oscura de terreno cuya naturaleza se le antojó indefinible. La lluvia caía en rugientes cascadas plateadas que reducían la visibilidad y por añadidura, le echaba el pelo sobre los ojos, lo cual no era, precisamente, una ayuda. Bobby supuso que las personas sentadas tras las ventanas en habitaciones secas y confortables podrían incluso encontrar una gran belleza en la tormenta, pero allí había demasiada lluvia para eso, una verdadera inundación; golpeaba la tierra y el verde entre rugidos cacofónicos que amenazaban con ensordecerle. Aparte de agotarle, la lluvia le causó una cólera irracional, como si no le martillearan sus gotas sino grandes escupitajos flemosos, y como si sus rugidos fuesen las voces combinadas de millares de mirones, bombardeándole con insultos y otras intemperancias. Avanzó a trompicones por un suelo particularmente pulpáceo, no fangoso sino pulpáceo, en busca de alguien a quien culpar por la lluvia, a quien poder gritar, sacudir y hasta golpear. Sin embargo, seis u ocho pasos más allá vio las rompientes rodando hacia la costa en un tumulto de blanca espuma y supo que estaba pisando una playa de arena negra. Ese descubrimiento le dejó helado.

– ¡Frank! -gritó. Y cuando se volvió para mirar el camino por donde había venido vio que Frank le seguía a pocos pasos con la espalda encorvada como si fuera un anciano incapaz de soportar el ímpetu de la lluvia o como si la excesiva humedad le hubiese reblandecido la espina dorsal-. Maldita sea, Frank, ¿dónde estamos?

Frank se detuvo, enderezó un poco la espalda e irguiendo la cabeza le dirigió una mirada estúpida.

– ¿Qué?

Alzando aún más la voz para hacerse oír por encima del tumulto, Bobby repitió:

– ¿En dónde estamos?

Señalando a la izquierda de Bobby, Frank indicó una estructura enigmática, anegada en lluvia, que se alzaba cual antiquísimo altar de una religión muerta hacía mucho, quizá a treinta metros en la playa negra.

– ¡Caseta de socorristas! -Luego, señaló en dirección contraria hacia un gran edificio de madera, bastante más alejado pero menos misterioso porque su tamaño lo hacía fácil de ver-. Restaurante. Uno de los más populares de la isla.

– ¿Qué isla?

– La isla grande.

– ¿Qué isla grande?

– Hawai. Estamos en la playa de Punaluu.

– Aquí es adonde se suponía que Clint me llevaría -dijo Bobby. Se rió. Pero fue una risa tan extraña y salvaje que él mismo se asustó. De modo, que se calló.

Frank dijo:

– La casa que compré y abandoné está allí detrás. -Y señaló en la dirección por donde habían venido-. Da a un campo de golf. Me encantaba el lugar. Allí fui feliz durante ocho meses. Luego él me encontró. Necesitamos largarnos de aquí, Bobby.

Frank dio unos pasos hacia Bobby, fuera de la zona pulpácea, para pasar a la zona de la playa en que la arena era más compacta.

– Detente ahí -ordenó Bobby cuando Frank llegó a unos dos metros de él-. No te acerques más.

– Escucha, Bobby, tenemos que irnos ahora mismo. Me es imposible hacer el «teletransporte» cuando lo deseo. Eso sucede de improviso, pero por lo menos debemos abandonar esta parte de la isla. Él sabe que yo viví aquí. Está familiarizado con esta comarca. Y tal vez nos haya seguido.

La cólera desatada en Bobby no se enfriaba con la lluvia; todavía era más virulenta.

– ¡Bastardo embustero!

– Es la verdad -dijo Frank a todas luces sorprendido por la vehemencia de Bobby. Ahora ambos estaban ya lo bastante cerca uno de otro para conversar sin gritar, pero Frank siguió hablando más alto que de costumbre para hacerse oír por encima del estrepitoso diluvio-. Candy llegó aquí detrás de mí, y tenía un aspecto más horrible que nunca, más maligno. Irrumpió en mi casa con un bebé, un niño de sólo unos meses que había secuestrado en alguna parte, probablemente después de matar a sus padres. Mordió la garganta de aquella pobre criatura, Bobby, luego se rió y me ofreció su sangre para burlarse de mí. Porque él bebe sangre ¿sabes? Ella le enseñó a beber sangre y él disfruta ahora haciéndolo. Como no quise acompañarle arrojó al bebé a un lado y vino a por mí… pero yo… viajé.

– No quise decir que mintieras acerca de él. -Una ola rompió más cerca que las otras y bañó los pies de Bobby dejando unos efímeros arabescos de espuma, como encaje, sobre la arena negra-. Quiero decir que nos mentiste acerca de tu amnesia. Recuerdas todo. Sabes exactamente quién eres.

– No, no. -Frank movió la cabeza y negó con las manos-. Yo no lo sabía. Estaba en blanco. Y quizá lo esté otra vez cuando cese de viajar y me asiente en alguna parte.

– ¡Especie de mierda mentirosa! -gritó Bobby.

Y, agachándose, cogió un puñado de arena húmeda y con furia ciega se lo lanzó a Frank, luego otros dos, y dos más. Entonces comprendió que se estaba comportando como un niño que coge una rabieta.

Frank retrocedió ante la arena húmeda, pero esperó pacientemente a que pasara el arrebato de Bobby.

– Esta no es tu forma de actuar -dijo, cuando Bobby se cansó al fin.

– ¡Al diablo contigo!

– Tu furor es desmedido, no responde a lo que imaginas que te he hecho.

Bobby sabía que era cierto. Después de limpiarse las manos en la camisa e intentar recobrar el aliento, comenzó a comprender que no le enfurecía Frank sino lo que Frank representaba para él. Caos. El «teletransporte» era un viaje por la casa de los espantos en donde ni los monstruos ni los peligros eran ilusorios, en donde las constantes amenazas de muerte eran serias, en donde lo de arriba estaba abajo y lo de dentro fuera. Caos. Ambos habían cabalgado a lomos de un toro llamado Caos y él había quedado aplanado, horrorizado.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Frank.

Bobby asintió.

Aquí había algo más que miedo. En un estrato más profundo que el intelecto o incluso el instinto, quizá tan profundo como el alma misma, Bobby se había ofendido por ese caos. Hasta ahora, él no había percibido lo mucho que necesitaba la estabilidad y el orden. Siempre se había visto a sí mismo como un espíritu libre que medraba con el cambio y lo imprevisto. Pero ahora veía que aquello tenía unos límites y que tras la actitud desenfadada que afectaba a veces, latía el corazón de un tradicionalista amante de la estabilidad. De pronto comprendió que su pasión por la música swing tenía unas raíces de las que no se había apercibido nunca: los elegantes y complejos ritmos y las melodías de las grandes orquestas de jazz atraían al buscador secreto del orden que anidaba en su corazón. No era extraño que le gustasen los dibujos animados de Disney en donde el pato Donald solía correr alocado y Mickey solía enzarzarse con Pluto pero, en última instancia, triunfaba el orden. No estaba hecho para él ese universo caótico de los Looney Tunes de Warner Brothers en donde la razón y la lógica tenían raras veces más de una victoria pasajera.

– Lo siento, Frank -dijo, al fin-. Concédeme un segundo. Seguramente éste no es el lugar indicado para eso, pero estoy teniendo una epifanía.

– Escúchame, Bobby, por favor, estoy diciéndote la verdad. Evidentemente, puedo recordar todo cuando viajo. El mismo hecho de viajar derriba el muro que bloquea mi memoria, pero apenas me detengo el muro se alza de nuevo. Eso es parte de la degeneración que estoy padeciendo, creo yo. O tal vez sea sólo la necesidad apremiante de olvidar lo que me ha sucedido en el pasado, lo que me está sucediendo ahora y lo que, tan cierto como que hay infierno, me sucederá en los días por venir.

Aunque no soplaba el menor viento, las rompientes se fueron haciendo más grandes y profundizaron en la playa. El agua rodeó las pantorrillas de Bobby y, al retroceder éste, los pies se le hundieron en la arena volcánica.

Esforzándose por explicarse, Frank dijo:

– Fíjate, viajar no resulta tan fácil para mí como lo es para Candy. Él puede controlar su marcha hacia el punto de destino y el momento adecuado. Él puede viajar con sólo decidir hacerlo, le basta el deseo de ir a algún sitio, como sugeriste que podría hacer yo. Pero no puedo. Mi talento para el «teletransporte» no tiene nada de talento, es más bien una maldición. -Su voz empezó a temblar-. Hace sólo siete años que me enteré de esa facultad mía, el día en que murió esa perra. Todos cuantos procedemos de su seno estamos malditos, no podemos escapar a ello. Pensé poder escapar de alguna manera matándola, pero eso no me liberó.

Tras los acontecimientos de aquella última hora, Bobby había creído que nada podría sorprenderle, pero la confesión de Frank le dejó atónito. Aquel hombre patético y rechoncho, de mirada triste y facciones cómicas parecía un matricida muy improbable.

– ¿Mataste a tu propia madre?

– No te preocupes por ella. No tenemos tiempo para ella. -Dicho esto, Frank miró hacia la maleza de donde había venido y luego a ambos lados de la playa, pero los dos siguieron solos bajo el aguacero-. Si la hubieses conocido, habrías sufrido bajo su mano -dijo, con voz temblorosa de cólera-. Si hubieses conocido las atrocidades de que ella era capaz, también habrías cogido un hacha y la habrías destruido.

– ¿Cogiste un hacha y le diste cuarenta golpes a tu madre?

Una vez más, Bobby emitió aquel sonido disparatado, aquella risa tan húmeda como la lluvia pero no tan cálida, y una vez más se asustó de sí mismo.

– Descubrí que podía «teletransportarme» cuando Candy me acorraló en una esquina y se dispuso a matarme por haberla matado. Sólo así puedo viajar… cuando se trata de la supervivencia.

– Nadie te estaba amenazando anoche, en el hospital.

– Bueno, fíjate, cuando empiezo a viajar mientras duermo, tal vez crea que intento escapar de Candy en una pesadilla, y eso activa el «teletransporte». Viajar siempre me despierta pero entonces no puedo detenerme, voy saltando de un lugar a otro, unas veces deteniéndome unos segundos, otras una hora o más, y eso queda al margen de mi control, voy saltando de acá para allá como si estuviera dentro de un maldito billar automático cósmico, lo cual me agota. Me está matando. Tú mismo puedes ver cómo me está matando.

La persistencia de Frank y el estruendo entumecedor e incesante de la lluvia aplacaron la furia de Bobby. Frank todavía le atemorizaba por representar un potencial para el caos, pero el enfado se le pasó.

– Hace años -continuó Frank-, los sueños empezaron a hacerme viajar quizás una vez al mes, pero la frecuencia aumentó de forma gradual, y en estas últimas semanas sucede casi cada vez que me echo a dormir. Y ahora, cuando reaparezcamos en tu oficina o dondequiera que el episodio culmine, tú recordarás hasta el último detalle de lo que nos ha ocurrido pero yo no. Y no sólo porque quiera olvidar sino también porque lo que sospechabas es cierto: no siempre me reconstituyo sin cometer errores.

– Tu confusión mental, la pérdida de facultades intelectuales y tu amnesia… son síntomas de esos errores.

– Exacto. Cada vez que viajo, estoy seguro, hay una reconstrucción defectuosa, nada dramático en ninguno de los viajes, pero los efectos van en aumento… acelerado. Tarde o temprano la situación será crítica y, una de dos, o moriré o experimentaré algún esotérico derretimiento biológico. El recurrir a ti fue inútil, por muy experto que seas en tu profesión, porque nadie puede ayudarme. ¡Nadie!

Bobby, que había llegado ya a aquella conclusión, sintió, no obstante, curiosidad.

– ¿Qué hay acerca de tu familia, Frank? Tu hermano tiene poder para desintegrar los coches, para hacer añicos las farolas y puede «teletransportarse». ¿Y qué es ese asunto de los gatos?

– Mis hermanas, las mellizas, tienen ese don con los animales.

– ¿Y cómo es que todos vosotros poseéis esas… facultades? ¿Quiénes fueron tu madre y tu padre?

– Ahora no tenemos tiempo para eso, Bobby. Más tarde. Intentaré explicártelo más tarde. -Frank le tendió la mano herida que había cesado de sangrar-. Puedo salir disparado de aquí en cualquier momento y, si es así, tú quedarás desamparado.

– No, gracias -dijo Bobby, rechazando la mano de su cliente-. Llámame carcamal cagón si quieres, pero prefiero un avión. -Se tanteó el bolsillo trasero del pantalón-. Llevo encima mi cartera, tarjetas de crédito. Mañana mismo puedo regresar a Orange County sin necesidad de exponerme a llegar allí con mi oreja izquierda ocupando el lugar de mi nariz.

– Pero, probablemente, Candy nos seguirá, Bobby. Si estás aquí cuando aparezca, te matará.

Bobby se volvió hacia la derecha y empezó a caminar hacia el distante restaurante.

– No temo a nadie llamado Candy.

– Pues deberías temerlo -dijo Frank, cogiendo su brazo para detenerlo.

Soltándose con violencia, como si el contacto con su cliente equivaliera a contraer la peste bubónica, Bobby preguntó:

– Y, en definitiva, ¿cómo podría seguirnos él?

Cuando Frank escrutó otra vez la playa, inquieto, Bobby pensó que tal vez a causa de la estruendosa lluvia y de los estampidos concomitantes de las rompientes, podían no haber oído los sonidos aflautados indicadores de la llegada inminente de Candy.

– Algunas veces -dijo Frank-, cuando él toca algo que tú has tocado poco antes, ve tu imagen en su pensamiento y algunas veces puede ver adonde has ido después de haber soltado el objeto, y entonces puede seguirte.

– Pero yo no he tocado nada de la casa.

– Has estado de pie sobre el césped del patio trasero.

– ¿Y qué?

– Si encuentra el lugar donde la hierba está pisoteada, si encuentra el lugar donde nos detuvimos, pondrá los dedos sobre la hierba y nos verá, verá este lugar y vendrá a por nosotros.

– Por amor de Dios, Frank, haces parecer sobrenatural a ese tipo.

– Y es lo más próximo a eso.

Bobby estuvo a punto de decir que se arriesgaría con el hermano Candy cualesquiera fuesen sus poderes deíficos. Pero, entonces, recordó lo que le habían contado los Phan sobre los bárbaros asesinatos de la familia Farris. También recordó a la familia Román, sus cuerpos socarrados para encubrir las rasgaduras sangrantes que habían dejado los dientes de Candy en sus gargantas. Rememoró lo que le dijera Frank sobre la sangre fresca de un bebé vivo que le había ofrecido Candy, puntualizado por el terror indescriptible en los ojos de Frank al decirlo, y pensó en el inexplicable sueño profético que había tenido sobre la «cosa malévola». Por fin, dijo:

– Vale, está bien, si él aparece y si puedes salir de aquí antes de que nos mate a los dos, será mejor que te acompañe; te cogeré de la mano pero sólo si caminamos hasta el restaurante, pedimos un taxi y nos ponemos en marcha hacia el aeropuerto. -Cogió a regañadientes la mano de Frank-. Tan pronto como salgamos de esta zona, la soltaré.

– Conforme -dijo Frank-. Me parece bien.

Entre guiños ante los embates de la lluvia, ambos se encaminaron hacia el restaurante. Su estructura, que se alzaba quizás a ochenta metros de allí, parecía estar hecha de madera grisácea deteriorada por la intemperie y mucho cristal. Bobby creyó ver algunas luces tenues, pero no estaba seguro pues los grandes ventanales estaban pintados, sin duda, y la poca luz que se filtrase por allí quedaría casi oculta tras los velos de lluvia.

Cada tres o cuatro olas, una mucho mayor que las precedentes profundizaba mucho más en la playa y golpeaba alrededor de sus piernas con la fuerza suficiente para hacerles perder el equilibrio. Ambos caminaron hacia la parte superior de la playa, lejos de las rompientes, pero allí la arena era más blanda, se les metió en los zapatos e hizo más trabajoso su avance.

Bobby pensó en Lisa, la rubia recepcionista de los laboratorios Palomar. Se la imaginó andando por la playa, dándose un paseo absurdamente romántico bajo la tibia lluvia con cualquier tipo que la hubiese traído a la isla; imaginó su expresión cuando le viera deambulando por la playa cogido de la mano de otro hombre y engañando a Clint,

Esta vez su risa no tuvo nada de asustada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Frank.

Antes de que pudiera explicárselo, Bobby vio a alguien acercarse de verdad en dirección a ellos a través de la lluvia cegadora. Era una figura sombría, no Lisa, un hombre, y estaba sólo a unos veinte metros.

No estaba allí un momento antes.

– Es él -dijo Frank.

Incluso a aquella distancia el individuo parecía grande. Los descubrió y se volvió hacia ellos.

– Salgamos de aquí, Frank -dijo Bobby.

– No puedo hacerlo a voluntad. Ya lo sabes.

– Entonces, corramos -le apremió Bobby. Y arrastró consigo a Frank hacia la caseta abandonada de los socorristas.

Pero después de unos cuantos pasos vacilantes por la arena, Frank se detuvo y dijo:

– No, no puedo. Estoy exhausto. Voy a tener que rezar para salir disparado de aquí a tiempo.

Frank parecía estar peor que exhausto. Parecía medio muerto.

Bobby se volvió otra vez hacia Candy y vio que el siniestro hermano avanzaba por la húmeda y mullida arena mucho más aprisa que ellos, aunque no sin cierta dificultad.

– ¿Por qué no se «teletransporta» desde allí hasta aquí en un instante y nos aplasta?

El horror de Frank ante la aproximación de su Némesis fue tal que pareció haber perdido el habla. No obstante, las palabras salieron de él junto con su respiración anhelante:

– Los vuelos cortos, menores de unos centenares de metros, no son posibles. Ignoro por qué.

Tal vez si el viaje fuera demasiado corto la mente tendría una fracción de segundo menos que el mínimo requerido para descomponer y reconstruir por completo el cuerpo. Aunque Candy no pudiera «teletransportarse» a través del trecho que los separaba, les daría alcance en pocos segundos.

El hombre distaba veinte metros y, aproximándose, era un monstruo macizo, con un cuello lo bastante recio para aguantar un coche en equilibrio sobre la cabeza y unos brazos que le darían toda la ventaja en la lucha con un autómata industrial de cuatro toneladas. Su pelo rubio era casi blanco. Su rostro ancho, de facciones afiladas… y tan cruel como la cara de aquellos psicópatas que disfrutan prendiendo fuego a las hormigas con una cerilla y probando los efectos de la lejía en los perros del vecindario. Mientras avanzaba a través de la tormenta, despidiendo arena negra con cada pisada, pareció más bien un demonio hambriento de almas humanas.

Aferrando la mano de su cliente, Bobby dijo:

– Por amor de Dios, Frank, salgamos de aquí.

Cuando Candy estaba lo bastante cerca para que Bobby viera sus ojos azules, unos ojos tan llenos de salvajismo y malevolencia como los de una serpiente cascabel, dejó escapar un rugido de triunfo. Y se abalanzó sobre ellos.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

La pálida luz matinal se coló desde un cielo claro en el angosto callejón entre dos edificios ruinosos, tan inmersos en la inmundicia de la decrepitud que era imposible determinar qué material se había usado para construir sus paredes. Bobby y Frank estaban de pie, hundidos hasta las rodillas en la basura que había sido arrojada desde las ventanas de los edificios y se descomponía progresivamente hasta formar un apestoso cieno que humeaba como un montón de estiércol. Su mágica llegada había sorprendido a una colonia de cucarachas, que huían raudas de ellos, e interrumpido el desayuno de un enjambre de moscas gordas, negras y peludas. Varias ratas lustrosas se habían sentado sobre sus cuartos traseros para ver lo que había llegado a ellas.

Los inquilinos de ambas viviendas tenían algunas ventanas abiertas de par en par, otras cubiertas con lo que parecía hule, y ninguna con cristal. Aunque no se veía a nadie, llegaban voces, desde las habitaciones, detrás de las vetustas paredes, alguna risa que otra, discusiones coléricas, y un cántico monótono parecido a un mantra, procedente del segundo piso del edificio a la derecha. Todo en una lengua extranjera que Bobby no conocía, aunque sospechaba que podrían hallarse en la India, quizá Bombay o Calcuta.

A causa del inevitable hedor que, por comparación, hacía que la peste de un matadero pareciera un nuevo perfume de Calvin Klein, y a causa de las zumbadoras moscas muy interesadas en las bocas abiertas y las fosas nasales, Bobby no se atrevió a respirar. Se asfixió, se llevó la mano libre a la boca, todavía sin respirar y temió perder el conocimiento y caer de bruces sobre el vil y humeante estercolero.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

En un lugar de quietud y silencio los rayos del sol vespertino atravesaron las ramas de mimosa y llenaron el suelo de motas doradas. Los dos aparecieron de pie en una pasarela roja oriental, sobre un estanque koi en un jardín japonés, donde los escultóricos bonsai y otras plantas delicadas estaban distribuidos artísticamente entre caminos de gravilla.

– ¡Ah, sí! -exclamó Frank con una mezcla de asombro, placer y alivio-. También viví aquí durante algún tiempo.

Estaban solos en aquel jardín. Bobby observó que Frank se materializaba siempre en lugares recogidos donde era improbable que se le viera hacerlo, o cuando se daban circunstancias determinadas, como un aguacero, que podían garantizarle que incluso un lugar público como una playa estuviera convenientemente desierto. Además de la ardua tarea de descomposición, viaje y reconstrucción, su mente era también capaz de explorar el terreno y elegir un discreto punto de llegada.

– Fui el huésped que residió más tiempo entre ellos -dijo Frank-. Es una tradicional posada japonesa, a las afueras de Kyoto.

Bobby observó que ambos estaban totalmente secos. Su ropa estaba arrugada, necesitaba un buen planchado, pero cuando Frank los había descompuesto en Hawai no había «teletransportado» las moléculas del agua que había empapado sus ropas y su pelo.

– Aquí todos fueron muy amables -continuó Frank-. Respetaron mi intimidad y, no obstante, fueron muy atentos y afables. -Se mostró soñador y fatigado, como si quisiera dar fin allí a su viaje, aunque ello significase morir a manos de su hermano.

Bobby sintió alivio al comprobar que Frank no se había traído consigo ni una partícula del cieno del callejón de Calcuta, o lo que fuera aquello. Los zapatos y los pantalones de ambos estaban limpios.

Entonces, descubrió algo en la punta de su zapato derecho. Se inclinó hacia delante para examinarlo.

Una de las cucarachas de aquel inmundo callejón formaba parte ahora del calzado de Bobby. Una de las mayores ventajas de ser profesional liberal era el verse libre de corbatas y zapatos incómodos, así que él llevaba, como siempre, unos Rockport superdeportivos, y la cucaracha no estaba sólo adherida al cuero amarillento sino que surgía de él, ¡fundida con él! El animal no pataleaba, había muerto a todas luces, pero estaba allí, o al menos parte de él; al parecer, algunos trozos se habían quedado por el camino.

– Pero hemos de seguir moviéndonos -dijo Frank, haciendo caso omiso de la cucaracha-. El intentará seguirnos. Necesitamos despistarle si…

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Se encontraban en un lugar alto, una senda escabrosa, con un increíble panorama a sus pies.

– El monte Fuji -explicó Frank, no como si hubiese sabido adonde iban sino como si estuviera agradablemente sorprendido de hallarse allí-. Más o menos a mitad de camino hacia la cima.

A Bobby no le interesó la vista exótica ni le molestó lo helado del aire. Tan sólo le preocupó el descubrir que la cucaracha no formaba parte ya de su zapato.

– Antaño los japoneses creían que el Fuji era sagrado. Supongo que lo creen todavía, o por lo menos algunos de ellos. Y resulta fácil ver por qué. Es magnífico.

– ¿Qué ha sucedido con la cucaracha, Frank?

– ¿Qué cucaracha?

– Había una cucaracha incrustrada en el cuero de este zapato. La descubrí cuando estábamos en aquel jardín. Evidentemente, la trajiste desde aquel repugnante callejón. ¿Dónde está ahora?

– No lo sé.

– ¿No dejarías caer sus átomos a lo largo del camino?

– No lo sé.

– ¿O están todavía esos átomos conmigo pero en algún sitio distinto?

– Créeme, Bobby, no lo sé.

En la mente de Bobby apareció la imagen de su propio corazón, oculto en la oscura cavidad del pecho, latiendo con el misterio de todos los corazones pero guardando un secreto muy particular: las erizadas patas y el brillante caparazón de una cucaracha, incrustados en el tejido muscular que forma las paredes del ventrículo.

Un insecto podía estar dentro de él, y aunque el bicho estuviese muerto, su presencia ahí era intolerable. Un ataque de entomofobia le asaltó con una fuerza equivalente a la de un martillazo en el bajo vientre, cortándole la respiración, causándole oleadas de náuseas. Se esforzó por respirar y al mismo tiempo por no vomitar sobre el suelo sagrado del monte Fuji.

Oscuridad.

Luciérnagas.

Velocidad.

Esta vez la entrada fue más violenta, como si se hubiesen materializado en medio del aire y hubiera sufrido una caída de varios metros. No hicieron ninguna tentativa para agarrarse uno a otro y tampoco cayeron de pie. Separado de Frank, Bobby rodó por una suave pendiente sobre pequeños objetos que traquetearon bajo su cuerpo y se le hincaron dolorosamente en la carne. Cuando se detuvo al fin, jadeante y horrorizado, se vio boca abajo sobre un suelo grisáceo, casi tan polvoriento como la ceniza. Diseminados a su alrededor, destellando en el ceniciento fondo, había centenares, si no millares, de diamantes rojos en bruto.

Al alzar la cabeza vio que los mineros del diamante estaban presentes en un número inquietante: veintenas de enormes insectos como aquél que llevaran a Dyson Manfred. Atrapado en un remolino de pánico, Bobby creyó que todos aquellos bichejos le miraban, todos aquellos ojos polifacéticos se volvían hacia él, todas aquellas patas de tarántula avanzaban por el suelo grisáceo en su dirección.

Sintió que algo reptaba por su espalda, sabía lo que era y rodó sobre sí mismo apresando a la cosa entre su cuerpo y el suelo. Notó cómo el bicho se agitaba frenéticamente bajo él. Impulsado por la repugnancia se levantó de un salto, sin recordar muy bien cómo había podido ponerse en pie. El bicho seguía adherido a su camisa; sentía su peso, su avance rápido por la espalda hacia el cuello. Echó la mano hacia atrás y lo apresó, gritando asqueado al notar en la mano su pataleo; lo arrojó lejos de sí con todas sus fuerzas.

Oyó su propio jadeo, sus extraños gritos de miedo y desesperación. No le gustaba lo que escuchaba, pero era incapaz de guardar silencio.

Un sabor nauseabundo le llenó la boca. Creyó haber ingerido algo del polvoriento suelo. Escupió, pero el escupitajo pareció limpio, y entonces se dio cuenta de que el mal sabor provenía del mismo aire. Era un aire cálido, denso, no húmedo exactamente pero denso, tanto que él no había conocido nunca cosa igual. Además del sabor amargo, tenía un olor, no menos desagradable, como leche agria con una pizca de azufre.

Mirando a su alrededor para inspeccionar el terreno, se dio cuenta de que estaba en una ligera hondonada, de metro y medio en su punto más hondo y unos seis metros de diámetro. Sus paredes inclinadas mostraban orificios separados uniformemente entre sí, una doble fila y varios insectos resultantes de la ingeniería biológica se introducían en algunos de esos orificios o salían de otros buscando sin duda diamantes. Como estaba sólo a un metro de profundidad, Bobby podía mirar por el borde de la hondonada. A lo largo y lo ancho del enorme y árido llano en donde se hallaba aquella depresión, vio lo que parecían veintenas de las mismas formaciones, como cráteres causados por meteoritos y alisados por la edad, aunque espaciados con tanta regularidad que no podían ser naturales. Verdaderamente, se hallaba en el centro de una gigantesca explotación minera.

Dando una patada a un insecto que se le había acercado demasiado, Bobby se volvió para inspeccionar el último sector de sus alrededores. Frank estaba allí, en el otro extremo del cráter moviéndose a cuatro patas. Bobby se sintió aliviado al verlo, pero no tanto ni mucho menos por lo que descubrió en el cielo, más allá de Frank: la luna era visible a plena luz del día, pero no como la luna fantasmal que se deja ver a veces en un cielo claro. Era una esfera moteada de gris y amarillo, seis veces mayor que su tamaño normal, cerniéndose amenazadora sobre la Tierra como si fuera a colisionar con el mundo mayor en lugar de estar girando a su alrededor y a una distancia respetable.

Pero eso no fue lo peor. Una aeronave inmensa y de forma extraña fluctuaba silenciosamente a una altitud de cien o ciento cincuenta metros. Era un artefacto tan extraño en todos sus aspectos que hizo comprender a Bobby lo que hasta entonces había escapado a su entendimiento: no se encontraba ya en su mundo.

– Julie -murmuró. Porque de repente percibió lo mucho que se había alejado de ella en su viaje.

En el otro extremo del cráter, Frank Pollard desapareció al intentar levantarse.

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