Capítulo 12

Bobby y Julie llegaron a casa poco antes del amanecer, después de haber cooperado con la Policía en el escenario de los hechos, tomado medidas respecto a sus vehículos inutilizados y cambiado impresiones con los tres ejecutivos de la Decodyne que se presentaron sin tardanza. Un coche de la Policía los dejó ante su portal, y Bobby se alegró de ver otra vez el lugar. Vivían en la zona este de Orange, allí tenían una casa de estilo hispano de tres dormitorios que habían comprado dos años antes, fundamentalmente como inversión. Incluso de noche, la relativa modernidad del barrio se evidenciaba en el paisaje: ninguno de los arbustos se había desarrollado todavía definitivamente, y los árboles eran aún demasiado pequeños para llegar hasta las gárgolas de las casas.

Bobby abrió la puerta. Julie entró y él la siguió. El sonido de sus pisadas en el parqué del vestíbulo levantó ecos en las paredes desnudas de la sala contigua que, por estar completamente vacía, era buena prueba de que no se habían comprometido definitivamente con la casa. Con objeto de ahorrar dinero para realizar el Gran Sueño, habían dejado sin amueblar la sala, el comedor y dos dormitorios. Asimismo habían puesto una alfombra barata y varias cortinas todavía más baratas. No habían gastado ni un centavo en otras mejoras. Aquello era sólo una escala en la ruta, hacia el Gran Sueño, por lo cual no veían ningún motivo para derrochar fondos en la decoración.

¡El Gran Sueño! Así era como lo veían ellos, con g y s mayúsculas. Reducían todo lo posible sus gastos a fin de alcanzar el Gran Sueño. No gastaban mucho en ropa o vacaciones, ni compraban coches espectaculares. A fuerza de trabajo duro y determinación férrea estaban transformando Investigaciones Dakota amp; Dakota en una empresa importante, que más tarde pudieran vender con notables ganancias. Así que invertían una gran parte de sus beneficios en el negocio para hacerlo crecer. Para el Gran Sueño.

En la parte trasera de la casa, la cocina, el cuarto de estar y el pequeño rincón para el desayuno que los separaba estaban amueblados. Allí y en el dormitorio principal del segundo piso era donde hacían la vida cuando estaban en casa.

La cocina tenía baldosas españolas en el suelo, encimeras beige y armarios de roble oscuro. No se habían gastado ningún dinero en los accesorios decorativos pero la habitación daba impresión de comodidad porque había varios artículos de primera necesidad para una cocina funcional: una red llena de cebollas, varias cacerolas de cobre colgando de la pared, utensilios de cocina y frascos de especias. Tres tomates verdosos maduraban sobre el alféizar de la ventana.

Julie se apoyó sobre la encimera como si no pudiera aguantar un momento más sin hacerlo, y Bobby preguntó:

– ¿Te apetece beber algo?

– ¿Licor al amanecer?

– Yo pensaba más bien en leche o zumo.

– No, gracias.

– ¿Tienes hambre?

Ella negó con la cabeza.

– Quiero tan sólo desplomarme sobre la cama. Estoy molida.

Él la estrechó entre los brazos, apretándola contra sí, y enterró la cara en su pelo. Ella le rodeó con ambos brazos. Así estuvieron durante un rato sin decir palabra, dejando que los restos de miedo se evaporaran con el calor tibio que emanaban de sus cuerpos. El miedo y el amor eran indisociables. Si te permitías amar, mostrar cariño, te hacía vulnerable, y la vulnerabilidad ocasionaba el miedo. Bobby encontraba significado a la vida por sus relaciones con Julie, y si ella muriera el significado y el designio morirían asimismo.

Con Julie todavía en sus brazos, Bobby se inclinó hacia atrás para examinar su rostro. Las manchas de sangre reseca habían desaparecido. El corte de la frente empezaba a cicatrizar, mostrando una fina membrana amarillenta. Sin embargo, las huellas de su reciente calvario consistían en algo más que el rasguño de la frente. Con su tez bronceada nadie hubiera podido decir que parecía pálida, ni en los momentos de máxima ansiedad. No obstante, en ocasiones como aquélla, una lividez grisácea se apoderaba de su rostro, y entonces su cutis de canela y crema mostraba un tono gris que recordaba el mármol de una lápida mortuoria.

– Todo ha terminado -aseguró Bobby-, y ambos nos encontramos bien.

– No ha terminado en mis sueños. Y persistirá durante semanas.

– Una cosa como la de esta noche enriquece la leyenda de Dakota amp; Dakota.

– No quiero ser una leyenda. Todas las leyendas están muertas.

– Seremos leyendas vivientes, y eso aportará negocios. Cuanto mayor sea nuestra empresa, antes podremos venderla y alcanzar el Gran Sueño-. Bobby le besó con delicadeza una comisura de la boca-. Tengo que telefonear y dejar un largo mensaje en el contestador automático de la agencia para que Clint sepa cómo manejar todo cuando empiece a trabajar.

– Sí. No quiero que el teléfono empiece a sonar dos horas después de que nos metamos entre las sábanas.

Bobby la besó otra vez y se encaminó hacia el teléfono de pared, junto al frigorífico. Mientras marcaba el número de la oficina oyó a Julie dirigirse hacia el baño, situado frente al reducido vestíbulo que unía la cocina con el lavadero. La oyó también cerrar la puerta del baño, justo cuando el contestador automático respondía:

– Gracias por llamar a Dakota amp; Dakota. No hay…

Clint Karaghiosis, cuya familia grecoamericana había sido admiradora de Clint Eastwood desde los primeros días de su serie televisiva Rawhide, era la mano derecha de Bobby y Julie en la oficina. Una persona fiable a la que se le podía encomendar cualquier problema. Bobby le dictó un largo mensaje, resumiendo los acontecimientos ocurridos en la Decodyne y dejando nota de varias tareas específicas que sería preciso llevar a cabo para cerrar el caso.

Después de colgar, Bobby pasó al cuarto de estar, encendió el equipo de música y puso un compacto de Benny Goodman. Las primeras notas de King Porte Stomp hicieron revivir la habitación muerta.

De vuelta a la cocina, sacó del frigorífico un cuarto de ponche. Lo habían comprado dos semanas antes para celebrar con tranquilidad en casa el fin de año, pero después de todo no lo habían abierto en aquella festividad. Ahora, Bobby lo abrió y llenó dos vasos de agua.

Desde el baño le llegaron unos ruidos extraños. Los hacía Julie que, por fin, estaba vomitando. Sonaron más como náuseas secas porque ninguno de los dos había comido nada desde hacía ocho o diez horas, pero los espasmos parecieron violentos. Bobby había esperado que ella sucumbiera a las náuseas durante toda la noche, y ahora le sorprendía que hubiese aguantado tanto tiempo.

Cogió una botella de ron blanco de la vitrina del bar y cargó cada vaso de ponche con dos copas. Cuando estaba removiendo con una cucharilla las bebidas para mezclar bien el ron, Julie regresó pareciendo más gris que antes. Al ver lo que estaba haciendo dijo:

– No necesito eso.

– Yo sé lo que necesitas. Soy adivino. También sabía que vomitarías el desayuno después de lo sucedido anoche. Y ahora sé que necesitas esto. -Mientras hablaba se acercó al fregadero y enjuagó la cucharilla.

– No, Bobby, de verdad, no puedo beberlo. -La música de Goodman no parecía infundirle nuevas energías.

– Te sentará el estómago. Y si no lo bebes, no conseguirás dormir. -Cogiéndola del brazo la hizo cruzar el rincón del desayuno y pasar el cuarto de estar-. Permanecerás despierta preocupándote por mí, por Thomas (Thomas era el hermano de ella), por el mundo y todos sus habitantes.

Se sentaron en el sofá y él no encendió la luz. La única iluminación provenía de la cocina.

Julie recogió las piernas debajo de sí y se volvió un poco para mirarle de frente. Sus ojos brillaron al reflejo suave de la luz. Sorbió el ponche.

Ahora, la habitación vibró con los acordes de One Sweet Letter From You, uno de los más hermosos temas de Goodman, con la aportación vocal de Louise Tobin.

Ambos escucharon en silencio durante un rato.

Por fin, Julie dijo:

– Soy resistente, Bobby, de verdad.

– Lo sé.

– No quiero que me tomes por una pusilánime.

– Jamás.

– Lo que me puso enferma no fue el tiroteo, ni utilizar el Toyota para arrollar a aquel tipo, ni siquiera la idea de estar a punto de perderte…

– Lo sé. Fue lo que tuviste que hacerle a Rasmussen.

– Ese es un untuoso bastardo con cara de comadreja, pero aun así no merece que se le degrade de esa forma. Lo que le hice apesta.

– Fue el único modo de esclarecer el caso, porque no estuvo claro hasta que descubrimos quién le contrató.

Julie bebió más ponche. Miró ceñudamente el contenido lechoso de su vaso como si allí pudiera encontrar la respuesta a un misterio.

Enlazando con la versión vocal de la Tobin, Ziggy Elman saltó con un pujante solo de trompeta seguido por el clarinete de Goodman. Los dulces sonidos transformaron la angosta habitación en el lugar más romántico del mundo.

– Todo lo que hice… lo hice por el Gran Sueño. El dar a la Decodyne el nombre del patrón de Rasmussen les agradará. Pero mortificarlo así fue algo… peor que matar a un hombre en duelo.

Bobby puso una mano sobre su rodilla. Era una rodilla redondeada, preciosa. Después de tantos años, se sorprendía todavía a veces ante su esbeltez y la delicadeza de su estructura ósea, porque la había visto siempre como una mujer muy recia para su estatura, sólida e indomable.

– Si tú no hubieras puesto a Rasmussen en ese torno y hubieses apretado, lo habría hecho yo.

– No, no lo habrías hecho. Tú eres peleón, Bobby, e inteligente y duro, pero hay ciertas cosas que no podrás hacer jamás. Y ésa era una de ellas. No me engatuses para satisfacerme.

– Tienes razón, yo no lo habría hecho -asintió él-. Pero celebro que lo hicieras. La Decodyne es un cliente muy importante, y nuestro fracaso habría significado un retroceso de años.

– ¿Hay algo que no estemos dispuestos a hacer para realizar el Gran Sueño?

– Claro -dijo Bobby-. No torturaríamos a niños pequeños con navajas calentadas al rojo vivo, no precipitaríamos a ancianas e inocentes señoras por un tramo de escaleras y no aporrearíamos con una barra de hierro una cesta llena de cachorros recién nacidos hasta matarlos…, al menos, no sin una buena razón.

Las carcajadas de Julie no dejaron entrever buen humor.

– Escúchame -siguió él-, eres una buena persona. Tienes un corazón excelente, y nada de lo que hiciste a Rasmussen puede empañar eso.

– Espero que tengas razón. Este mundo suele ser muy duro.

– Otro vaso lo aliviará un poco.

– ¿Sabes cuántas calorías tiene esto? Me pondré tan gorda como un hipopótamo.

– Los hipopótamos son avispados -replicó él mientras cogía su vaso y se encaminaba hacia la cocina para servirle otra ronda-. Adoro a los hipopótamos.

– No querrás hacer el amor con uno.

– Claro que sí. Cuanto más haya para abrazar tanto más amor.

– Acabarás aplastado.

– Bueno, yo insistiré siempre en ponerme encima, por supuesto.

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