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– Oh, navego por el mar azul y mi barco es una preciosidad -cantaba el comodoro, mirándose sonriente en el espejo sobre el sofá de su salón.

Su nuevo uniforme, un resplandeciente esmoquin azul marino con charreteras doradas en los hombros a juego con los botones de la chaqueta, le daba justo la imagen que deseaba. Quería que sus invitados le vieran como una imponente presencia y a la vez como un cordial anfitrión.

Pero estaría bien contar con otra opinión, decidió.

– ¡Eric!

La puerta de la habitación de invitados estaba cerrada con llave, un gesto que al comodoro le resultó un tanto hostil. Al fin y al cabo, razonó, con el salón grande entre los dos dormitorios tampoco es que estuvieran allí apiñados. Una cosa era cerrar la puerta, y otra echarle la llave. «¡No se imaginará Eric que iba yo a irrumpir en su habitación!» Hacía unos minutos había llamado a la puerta, y al no obtener respuesta quiso asomarse, pero solo para ver si Eric había echado una cabezadita.

Solo quería advertirle de que se estaba haciendo un poco tarde. Pero la puerta estaba cerrada con llave, y al momento Eric contestó muy enfadado que estaba saliendo de la ducha y que qué demonios quería.

«Tal vez sí debería haberse echado una siesta», pensó el comodoro. Había estado muy cansado todo el día y desde luego se le veía de mal humor. «Bueno, ya sé que también está preocupado porque el viaje salga bien a pesar de los pequeños inconvenientes que hemos tenido al principio…»

En ese momento llamaron a la puerta principal de la suite. El comodoro sabía que sería Winston, con su fuente de sofisticados entremeses. Habría preferido con mucho disfrutarlos allí en la suite con una copa de champán, y no de pie, estrechando manos y posando para hacerse fotos con los invitados. No hay nada peor que una miga en la barbilla o una mancha de mostaza en la mejilla cuando se posa para una fotografía. La gente debería tomarse la libertad de señalar cualquier partícula ofensiva de comida pegada a la cara de otra persona, por muy importante que fuera esta.

– Pasa, Winston.

Winston entró con gran dramatismo, sosteniendo en alto sobre su cabeza una bandeja con una botella de champán, dos copas y dos platos de entremeses. Una sonrisita danzaba en sus labios, indicando que estaba muy satisfecho de sí mismo. Pero Winston siempre lo estaba. Dejó la bandeja en la mesa y sirvió con gran ceremonia una copa de champán al comodoro.

Weed inspeccionó la selección de entremeses: diminutas patatas salpicadas de caviar, salmón ahumado, champiñones asados en nidos de hojaldre y sushi con salsa para mojar. Se le ensombreció el semblante.

– ¿No está usted satisfecho, señor? -se alarmó Winston.

– ¿No hay perritos calientes?

Winston asumió una expresión de puro horror.

– ¡Ah, señor! -protestó

El comodoro le dio una palmada en la espalda echándose a reír mientras se sentaba en el sofá.

– Era una broma, Winston. Ya sé que preferirías caerte muerto antes que servir un bocado tan vulgar. Pero están buenísimos.

El mayordomo no dijo nada, aunque era evidente que no estaba de acuerdo. Se había llevado la misma selección de entremeses a todos los camarotes de invitados, un gesto que la mayoría de los pasajeros, Winston estaba seguro, no sabrían apreciar. Seguramente habrían preferido palomitas, pensó. Dejó un plato de entremeses en la mesa y se dispuso a atravesar la sala, pero antes de que hubiera dado el primer paso, se abrió la puerta de Eric. El joven la cerró a su espalda y dedicó al comodoro una deslumbradora sonrisa mientras se sentaba a su lado en el sofá.

– Tío, espero que no sonara demasiado desagradable hace un momento, cuando me has llamado. -Eric intentó reír-. Lo que pasa es que me di un golpe en la ducha, en el dedo del pie, y cuando oí tu voz estaba lanzando maldiciones que no repetiré.

– No pasa nada, muchacho -le tranquilizó el comodoro, dando un bocado a un hojaldre de champiñones-. Sí que me pareció que estabas algo enfadado, pero un golpe en el dedo del pie duele mucho. -Un ligero ceño apareció en su frente-. No estás vestido para la velada. Se te está haciendo tarde, ¿no?

Winston dejó el segundo plato de entremeses Y una copa de champán delante de Eric, pensando con desdén que seguramente preferiría otra bolsa de patatas fritas. «Tendré que inspeccionar su habitación cuando haga la cama. Solo me faltaría ahora que destroce el dormitorio de invitados del comodoro escondiendo comida basura» Era también interesante, se dijo Winston, que recién salido de la ducha, tal como él mismo sostenía, hubiera vuelto a ponerse el uniforme de día.

– Señor Manchester -dijo-, ¿tiene algún problema con el uniforme de gala? ¿Necesita un planchado? Yo mismo me encargaré de ello.

– ¡No! -exclamó Eric-. Todavía no me he duchado.

– Pero ¿no decías que te habías dado un golpe en la ducha? -terció el comodoro.

– Estaba preparándome para duchar me cuando me di el golpe -se apresuró a corregirse Eric-. Sabía que estabas esperándome para tomar una copa de champán y no quería hacerte esperar mucho.

– Muy bien. -Weed se volvió hacia Winston-. Eso es todo.

El mayordomo hizo una reverencia marcadamente dirigida al comodoro.

– Si necesita algo no tiene más que llamar, señor.

El comodoro se lo quedó mirando radiante mientras se marchaba. Luego apuró el champán y se puso en pie.

– Tengo que irme corriendo -declaró-. Procura no tardar mucho, Eric. Cuento con que sabrás encandilar a nuestros invitados -añadió con un guiño-. Especialmente a las damas.

Eric no pasó por alto el tono de admonición de su tío. Sabía que debería haber estado ya listo para unirse a los pasajeros. Tampoco dejó de advertir que Winston le había mirado con indiscreta curiosidad.

– No tardaré más de diez minutos -aseguró.

Se levantó e hizo ademán de dirigirse a su habitación, pero en cuanto el comodoro salió de la suite, echó en su plato los dos entremeses que su tío no se había comido. Bala Rápida se había quejado de tener hambre. Tal vez aquello le calmara, pensó Eric con creciente desesperación. Era bastante seguro dejar a aquellos dos en el camarote durante el ejercicio de seguridad, pero ahora tenía que sacarlos de allí antes de que Winston fuera a hacer la cama y a cambiar las toallas. Había sido una idiotez decir que se había dado un golpe en el dedo. Winston había notado que estaba nervioso y ahora seguro que andaría curioseando por la habitación. Y tampoco podía dejar a Bala Rápida y a Highbridge en el baño. Si Winston encontraba la puerta cerrada con llave, llamaría de inmediato a mantenimiento.

Estos eran los pensamientos que le atormentaban cuando irrumpió en su habitación y se encontró con la gélida mirada de los dos polizones, ambos todavía con el traje de Santa Claus pero sin las barbas ni los gorros, que estaban en la cama.

Eric tendió el plato a Bala Rápida.

– Esto es lo único de comer que puedo conseguiros por ahora. Pero tenéis que salir de aquí al instante.

Su tono de voz estaba entre la orden directa y la súplica.

Los otros dos se lo quedaron mirando en silencio.

– Tengo un lugar seguro -barbotó Eric atropelladamente-. La capilla de Reposo está en esta cubierta. Allí no irá nadie. Luego, después de la cena, ya volveré a meteros en el camarote antes de que suba mi tío.

– ¿A esto lo llamas cena? -preguntó Bala Rápida mientras cogía una porción de sushi.

– No, no, ya os traeré más, lo prometo. Por favor, debemos irnos. Winston tiene una televisión en el office y si lo conozco de algo, ahora mismo estará allí trasegando lo que quede de champán y viendo Jeopardy. Eso es lo que hace en casa de mi tío. Está flipado con Jeopardy. Hizo la prueba para presentarse al concurso y casi la pasa. ¡Vamos!

– El precio por sacamos del país acaba de bajar -gruñó Highbridge-. No vas a sacar ni un solo dólar más por ninguno de nosotros.

– Y si pasa algo y no llegamos a salvo a Fishbowl Island, mis hombres tienen órdenes de reventarte -declaró Bala Rápida con el tono sereno de quien pide el salero en la mesa.

Eric abrió la boca para protestar, pero la protesta murió en sus labios. ¿Por qué escucharía a Bingo Mullens?, se preguntó. Tenía la boca seca y le sudaban las manos. Bingo le aseguró que conocía una manera fácil de ganar un buen dinero. En palabras textuales: «Tu tío tiene un barco y confía en ti. Se me ha ocurrido algo de cajón».

Bingo había sido detenido en Miami por juego ilegal el año anterior, y conoció a Bala Rápida en la cárcel antes de que ambos salieran bajo fianza. Un mes atrás contactó con Bala Rápida para contarle que tenía una manera segura de sacarle del país antes de que comenzara su juicio. Bala Rápida accedió por un millón de dólares. El primo de Bingo era recadero de Highbridge en Connecticut. Así había establecido Eric el contacto. Y ahora los tenía a los dos en su habitación y, a menos que pudiera mantenerlos escondidos, los detendrían a los tres.

Y eso sería lo menos grave que podía pasarle, pensó Eric con el corazón acelerado.

Debía tener ocultos a aquellos dos hombres durante treinta y tres horas. Saber que su vida dependía de ello le dio valor.

– Poneos los gorros y las barbas -ordenó-. ¡Y vámonos!

Primero echó un vistazo al pasillo. Estaba vacío. Les hizo una señal de que le siguieran y las últimas instrucciones las susurró en un temblor nervioso que convirtió su voz en un pequeño chillido.

– Y si alguien os ve, acordaos de que la gente espera ver Santa Claus rondando por todo el barco, así que no echéis a correr.

Highbridge farfulló una maldición.

Había cambiado, pensó Eric. Había en su voz algo amenazador que helaba la sangre. Su instinto quedó justificado de inmediato.

– Si los hombres de Tony no hacen el trabajo, mis hombres te encontrarán -aseguró Highbridge-. Puedes estar seguro.

Tardaron menos de un minuto en llegar al pasillo que acababa en la capilla de Reposo, pero les parecieron horas. Eric abrió la pesada puerta, encendió la luz y echó un vistazo. La capilla era la alegría y el orgullo del comodoro. Tenía el techo abovedado con vidrieras a ambos lados. Un pasillo central alfombrado separaba seis filas de bancos de roble blanco y llevaba a una zona elevada que sugería un santuario. El altar, una mesa larga cubierta con un paño de terciopelo, era el punto focal. A un lado se veía un órgano.

– Entrad -ordenó Eric. Luego cerró la puerta-. Sentaos en el suelo detrás del altar. Si oís que se abre la puerta, meteos debajo. Yo volveré lo antes posible después de la cena.

– Más te vale traer comida -amenazó Bala Rápida mientras se arrancaba la barba.

– Vale, vale.

Eric apagó la luz y se marchó intentando no echar a correr.

Alvirah y Willy estaban esperando el ascensor.

– Ah, me alegro de verte, Eric -saludó Willy-. Alvirah se ha encontrado una baraja de cartas en la mesilla de noche y pensamos que igual era tuya.

– No, no es mía -replicó Eric de mal humor. Queriendo suavizar su tono, intentó esbozar una sonrisa y explicó-: Ya de niño lo que me gustaba era el aire libre. No era capaz de estar sentado mucho tiempo jugando a las cartas.

– Bueno, pues entonces a ver si puedo organizar una partidita en el barco -dijo Willy.

Cinco minutos después, ya en la ducha, una idea le asaltó como un rayo. Bala Rápida había dormido en la cama. ¿Sería suya la baraja? Y en ese caso, ¿querría recuperarla?

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