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La fiesta de bienvenida a bordo del crucero de Santa Claus estaba muy animada desde hacía más de una hora. La mayoría de los invitados ya habían tomado un par de copas de champán, algunos una tercera, y unos pocos todavía más. Y se les notaba, pensó Ted Cannon, dejando en una mesa su propia copa sin tocar. La banda, que no dejaba de tocar música navideña, atacó por cuarta vez el «Santa Claus is Coming to Town». «Y yo aquí solo», reflexionó Ted tristemente. Ted se había pasado quince años recorriendo asilos y hospitales haciendo de Santa Claus en Cleveland, algo de lo que le había convencido su difunta esposa, Joan. Ella había fallecido hacía ya más de dos años, pero él mantuvo la costumbre en su honor. Luego alguien había incluido su nombre en una rifa de Santa Claus para el crucero, y había resultado ser uno de los ganadores. Todavía le costaba creerlo.

Ted siempre cerraba su oficina de contable en Cleveland la semana después de Navidad, y en los viejos tiempos Joan y él solían irse de vacaciones después de pasar la Navidad con su hijo Bill y su familia. Ted había pasado con ellos los últimos cuatro días. Pero cuando ganó el crucero, todos le animaron a aceptarlo.

– Papá, mamá habría querido que fueras y te lo pasaras bien. Con los otros nueve Santa Claus a bordo, al menos tendrás algo en común de que hablar con ellos. Y si hay alguna mujer soltera, sácala a bailar. Solo tienes cuarenta y ocho años y ni siquiera has mirado a una mujer desde que murió mamá.

Sin embargo ahora, rodeado de desconocidos, Ted se sentía desolado. Pensó incluso en coger sus bolsas y salir del barco, pero desechó la idea. ¿Qué haría entonces?

«Venga, anímate», se dijo, cogiendo la copa de champán.


Ivy Pickering acababa de leer la lista de pasajeros y le encantó ver que Alvirah Meehan, Regan Reilly y Nora Regan Reilly estarían también a bordo. Tenía una copa de champán en la mano y se había colocado de tal manera que pudiera verlas en cuanto llegaran a la fiesta. Quería presentarse más adelante, cuando todo el mundo estuviera ya instalado, poder pasar más tiempo con ellas. Era admiradora de Alvirah desde que esta empezó a escribir una columna en el Globe de Nueva York después de ganar la lotería. A Ivy le fascinaba la historia de cómo Alvirah, Regan y Jack, su marido, habían trabajado juntos para salvar al padre de Regan cuando fue secuestrado.

Ivy se había integrado hacía poco en el grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma, cuyos miembros dedicaban parte de su tiempo libre a enseñar a leer a otras personas. Muchos de los escritores se enmarcaban en el género de misterio. Ivy era una de las lectoras. Siempre decía que sería una buena detective, pero no una buena escritora. Su grupo, de cincuenta personas, había aparecido en una revista por el tiempo que dedicaban a programas de alfabetización. Por eso les habían invitado a participar en el crucero.

El grupo, por diversión, había decidido adoptar un fantasma, Louie Gancho Izquierdo, un escritor de novela negra que había empezado a escribir después de retirarse del boxeo como peso pesado. Había publicado cuarenta novelas de misterio que tenían como protagonista a un boxeador retirado convertido en detective. Louie había muerto con más de sesenta años, y ahora faltaban dos días para que se cumplieran ochenta años de su nacimiento, razón por la cual habían decidido hacerle un homenaje. Planeaban colgar carteles por todo el barco, en los que aparecía sonriente, con su magullado rostro, los guantes de boxeo puestos y las manos sobre una máquina de escribir.

Ivy nunca había hecho un crucero y tenía la intención de explorar cada rincón del Royal Mermaid. Su madre, a sus ochenta y cinco años, no salía ya mucho, pero le encantaba oír todos los detalles de las aventuras de Ivy. Vivían juntas en la misma casa en la que, hacía sesenta y un años, había nacido Ivy.


Mientras el comodoro los llevaba a la cubierta donde se celebraba la fiesta, Alvirah deseaba echar un vistazo al muro de escalada que tanto la había intrigado en el folleto. Se llevó un sobresalto cuando una mujer pequeña como un pajarito se le echó encima y le puso la mano en el brazo.

– Soy Ivy Pickering -se presentó ansiosa-. Una gran admiradora suya. Leo siempre su columna y todos y cada uno de los libros de Nora. Recorté y guardé las fotos de la fantástica boda de Regan. Es que tenía que saludarles a todos en cuanto llegaran -declaró sonriendo radiante-. No voy a entretenerles.

«Nos está entreteniendo», pensó el comodoro Weed, pero no podía plantearse siquiera ofender a ninguno de sus benévolos invitados.

– Pensaba buscar un buen sitio junto a la borda para ver salir el barco, pero quería pedirles que en algún momento, mañana o pasado, se hicieran unas fotos conmigo para que se las pueda enseñar a mi madre cuando vuelva.

– Desde luego -contestó Nora por todos.

Ivy Pickering asintió feliz y se marchó a toda prisa.

Una energética joven con un micrófono arrastraba en su dirección a un hombre con una cámara al hombro. Su primera pregunta fue para Nora.

– ¿Qué le parece la idea del comodoro Weed de premiar a las personas que han hecho el bien?

Regan habría jurado que oyó murmurar a su padre: «Está en contra». Sabía que lo que menos podía soportar su padre era una pregunta tonta.

Pero Nora se libró de contestar gracias a la llegada de dos agentes de policía. Se dirigían hacia el camarero que se acercaba al grupo con una bandeja de champán y una sonrisa idiota. Al ver que todo el grupo se le había quedado mirando, el chico volvió la cabeza para ver qué llamaba tanto su interés y, al descubrir a los policías, soltó la bandeja, dio media vuelta y echó a correr por la escalera más cercana hacia la segunda cubierta. Antes de que los agentes llegaran siquiera a la escalera, todos oyeron el ruido del agua.

– ¡Hombre al agua! -chilló Ivy Pickering.

El comodoro miró las copas rotas a sus pies. «¿Por qué habré gastado dinero en champán bueno?», se preguntó sombrío.

Todos corrieron a la borda para ver qué pasaba.

– ¡Pues sí que nada deprisa! -comentó alguien.

Un segundo más tarde la sirena de un barco patrulla dejó claro que por muy deprisa que nadara el camarero, lo sacarían del agua antes de que pudiera escapar.

Otros camareros se apresuraban a limpiar la cubierta de cristales y champán. El comodoro se acercó a Dudley, que enfundado en un arnés de seguridad, había estado a punto de hacer una demostración en el muro de escalada.

– No sé cuál puede ser el problema -balbuceó el director-. Estaba desesperado por el trabajo y aseguró que antes trabajaba en el Waldorf.

– Pues por lo que sabemos podría ser un asesino en serie -saltó Weed-. ¿A quién más has contratado sin referencias?

El comodoro cogió el micrófono con el que había dado el discurso de bienvenida, que ahora estaba enfrente de la pared.

– Bueno, bueno, les había prometido un crucero emocionante… -Pero tardó unos minutos en lograr la atención de los pasajeros. Todos miraban fascinados la persecución. Weed repitió lo que acababa de decir y añadió-: Y desde luego parece que el crucero va a estar lleno de emociones, je, je, je. -Hizo una pausa-. Desde luego -concluyó sin convicción.

Un joven oficial se acercó a decirle algo al oído. La expresión preocupada del comodoro comenzó a disiparse.

– Ya veo. Claro, claro. Algunas mujeres no tienen paciencia. -Entonces se volvió hacia la multitud-. Por lo visto este pobre hombre se había retrasado un poco en el pago de la pensión a su ex mujer -explicó-. No es peligroso para nadie. Se arriesgó en el amor, y… en fin, siempre es mejor haber amado que…

Tenía que conseguir restablecer el ambiente de cordialidad.

– Ahora llenemos de nuevo las copas y vamos a prestar atención al muro de escalada que tengo a mi espalda. Nuestro director de crucero, el señor Dudley, les va a mostrar lo mucho que pueden divertirse imaginando que están escalando el Everest.

Con una floritura se volvió hacia Dudley.

– A lo más alto -ordenó.

Dudley hizo un saludo inclinándose todo lo posible a pesar de llevar el arnés. Un miembro de la tripulación sostuvo la cuerda de seguridad con notable falta de entusiasmo.

Dudley puso el pie derecho en el saliente más bajo y comenzó a escalar. Tendió el brazo, agarró otro saliente…

– Tú eso ni lo intentes -susurró Willy a Alvirah.

– Pie derecho, pie izquierdo -iba mascullando Dudley, que ya empezaba a sudar. Buscaba con el pie derecho el siguiente saliente cuando notó que el que sostenía su pie izquierdo comenzaba a moverse como un diente suelto-. No puede ser -gimió.

Pero era.

Al intentar pasar el peso al lado derecho, el saliente izquierdo cedió y cayó al suelo. Dudley perdió contacto con el muro en ambos pies y se quedó colgando de la cuerda oscilando a un lado y otro como un Tarzán de pacotilla.

La multitud le animaba a gritos. Él intentó sonreír, miró sobre el hombro y aterrizó en cubierta con un buen golpe, puesto que el miembro de la tripulación que sostenía la cuerda la había soltado demasiado deprisa.

Nora y Regan no se atrevieron a mirar a sus maridos.

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