Harry Crater tenía programada una llamada telefónica a sus hombres a las siete de la tarde, pero la transmisión satélite de su móvil no funcionaba. Estuvo esperando en su camarote una hora, con creciente irritación, intentando hacer la llamada cada diez minutos. A las ocho llamaron a la puerta. Era Gil Gephardt, el médico de a bordo, que venía a ver cómo estaba.
Crater se dio cuenta, demasiado tarde, de que sin la enorme chaqueta ya no parecía tan enclenque. Intentó hundir los hombros mirando desde arriba a aquel pequeño doctor con aspecto de búho.
– Ah, señor Cráter, nos presentaron cuando subió usted a bordo. Soy el doctor Gephardt. Al ver que no estaba en la fiesta, me preocupó que estuviera enfermo.
«No metas las narices donde no te llaman», pensó Crater.
– No esperaba dormir tanto -explicó-. Con las emociones y los preparativos del crucero, tenía el corazón acelerado y estaba agotado.
Se dio cuenta de que Gephardt lo miraba con atención sin apenas parpadear.
– Señor Cráter, según mi opinión médica, tiene usted mucho mejor aspecto. Solo unas pocas horas de beneficioso aire marino y la diferencia es ya notable. Estoy seguro de que no necesitaremos llamar al helicóptero, después de todo. ¿Le puedo sugerir que baje y coma algo?
– Ahora mismo voy -prometió Crater, conteniendo las ganas de cerrarle la puerta de golpe en las narices.
Al final consiguió cerrarla despacio Y se apresuró a mirarse en el espejo. La pasta grisácea que se había puesto en la cara antes de subir al barco casi había desaparecido. Se untó un poco más, pero le dio miedo usar tanta como hubiera querido. Aquel médico era más inteligente de lo que parecía.
Antes de salir del camarote, hizo un último intento de ponerse en contacto con sus cómplices. Esta vez logró comunicar. El plan quedó confirmado. A la una de la madrugada de la noche siguiente fingiría una urgencia médica. Gephardt pediría al capitán que llamara al helicóptero. Calculando con un margen razonable, el helicóptero llegaría antes de que amaneciera. A esa hora la mayoría del pasaje y la tripulación estaría dormida. Sería como quitarle un caramelo a un niño.
Después de apagar el móvil se dirigió hacia la puerta. Mientras se apresuraba por el pasillo desierto, pensó con sombría satisfacción que en treinta y tres horas su misión estaría cumplida y su sustanciosa paga en camino.
Cogió el ascensor hasta el salón. Atravesó la sala acordándose de cojear y apoyarse en el bastón, ignorando el ebrio estallido de un frustrado Santa Claus que provocaba oleadas de emoción en la fiesta.
En la puerta del comedor el maître se apresuró a recibirle.
– Usted debe de ser el señor Crater -saludó, ofreciéndole el brazo para que se apoyara-. Le tenemos reservada una mesa magnífica. Dudley le ha colocado con una notable familia. Hay dos jovencitas muy especiales que están muy ilusionadas con poder ayudarle en este crucero.
Crater, que no tenía paciencia alguna con nadie de menos de treinta años, quedó horrorizado. Al acercarse a la mesa vio que la única silla vacía estaba entre las dos «encantadoras jovencitas» que ya le habían parecido intensamente irritantes en la ceremonia de bienvenida.
Nada más sentarse él, Fredericka se levantó de un salto.
– ¿Puedo ayudarle a cortar la carne?
Gwendolyn, que no estaba dispuesta a quedar en segundo plano, le echó los brazos al cuello.
– Te quiero, tío Harry.
«Ay, Dios mío -pensó Crater-, me va a emborronar toda la crema gris.»