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La cubierta de Deportes del Royal Mermaid estaba en popa. Además del tristemente famoso muro de escalada, había una cancha de baloncesto y una pista de minigolf. Bala Rápida y Highbridge habían llevado allí sus bandejas, en las que habían amontonado al tuntún queso, galletas y uvas del bufet del Lido, buscando un sitio donde ocultarse para comer. Al descubrir la zona de juegos, Highbridge señaló un granero rojo en miniatura que se alzaba sobre el séptimo agujero del minigolf. Una vaca con la boca abierta se asomaba por la ventana del granero, y el hueco entre sus dientes era obviamente el objetivo de la pelota de golf. Una vez que entrara por ese hueco, era de esperar que la bola llevara bastante inercia para rodar por el granero, bajar una cuesta y aterrizar cerca del agujero.

– Vamos a escondemos detrás del granero -sugirió Highbridge-. Estamos en la popa del barco, así que nadie nos verá desde el otro lado. Y el minigolf está ahora cerrado.

– ¡Mis cartas! -exclamó de pronto Bala Rápida.

– ¿Qué?

– Que con tanto juego por aquí me he acordado de mis cartas. Me las dejé en el otro camarote.

– ¿Y qué?

– Pues que tengo que recuperarlas. ¡Son importantes!

De pronto oyeron voces. Alguien subía por la escalera.

– ¡Vamos! -le apremió Highbridge.

Rodearon rápidamente la cancha de baloncesto vallada y recorrieron la intrincada pista del minigolf, hasta encontrarse a salvo detrás del granero. Allí se sentaron apoyados contra él y procedieron a devorar el queso.

La noche se estaba nublando.

– Vamos muy deprisa -observó Highbridge, mirando la estela de agitada espuma blanca sobre la vasta expansión de agua-. Pero ese cielo no me gusta nada.

– ¿Por qué no? ¿Qué quieres, una luna llena para que nos vea todo el mundo?

– Yo tenía un yate, antes de que los federales empezaran a ponerse pesados, y conozco muy bien este tiempo. Se avecina una gran tormenta.

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