Alvirah se despertó a las seis menos cuarto. Willy seguía dormido, al parecer en la misma postura que había pasado toda la noche. El movimiento del barco se había reducido a un suave bamboleo. Se levantó deprisa y una vez en el baño se lavó la cara con agua fría y se cepilló los dientes. Se puso un chándal y su broche. Pensaba mucho mejor por la mañana con un café, se dijo. Sabía que en el Lido servían café, zumo y bollos de seis a siete, antes de abrir para el desayuno completo.
Después de dejar una nota para Willy junto a la lámpara de la mesa, salió al pasillo y cerró la puerta con infinito cuidado. Echó a andar deprisa y se sobresaltó cuando se abrió de pronto la suite del comodoro y apareció Eric con aspecto adormilado y vestido con un arrugado chándal.
– A quien madruga Dios le ayuda -saludó alegremente Alvirah, queriendo aprovechar la oportunidad para acorralar a Eric y hablar con él-. Vente a tomar un café. Tuviste todo un detalle dejándonos tu camarote. Espero escribir en mi periódico una columna muy favorable sobre el crucero, y me encantaría que aparecieras en ella.
A Eric no se le pasó por alto el brillo en los ojos de Alvirah y supo que le estaba observando con atención. La noche anterior había fingido irse a acostar, dejando la puerta abierta de su habitación para ver si su tío se metía en la cama o se dormía en el sofá. El problema fue que se quedó dormido él antes que su tío, y ahora acababa de despertarse con un sobresalto al ver que era ya de día y Crater volvería a su camarote en cualquier momento. Llamó a la enfermería y le informaron de que Crater estaba muchísimo mejor e insistía en que le dieran el alta en cuanto entrara el médico en la consulta, a las siete. Aquello significaba que solo tenía una hora para sacar a Bala Rápida y a Highbridge del camarote de Crater y esconderlos hasta que Winston arreglara la suite y pudiera meter a los polizones en su propia habitación.
– Gracias, señora Meehan -contestó-, pero voy a la enfermería a ver cómo está el señor Crater y luego tengo que arreglarme -explicó. Soltó una risa y le dio unos golpecitos en el brazo-. Mi tío puede parecer muy relajado, pero lleva el barco con mano dura.
¿Con mano dura?, pensó Alvirah. A juzgar por lo que había visto aquel barco era un auténtico caos.
– En otro momento -sugirió amablemente-. ¿No te parece maravillosa la luz del amanecer? Cuando me levanto con los pájaros es cuando me siento más viva. Supongo que ya sabes que tengo fama de ser una buena detective aficionada. Cuando quiero averiguar lo que está pasando me pongo a pensar, y mira por donde, a menudo doy con la respuesta.
Por un instante a Eric se le tensaron los músculos del cuello.
– ¿Y ahora qué está intentando averiguar? -preguntó, intentando fingir que aquello le divertía.
– Bueno, alguna que otra cosilla -contestó ella displicente. Se moría por preguntar a Eric si le gustaban las patatas fritas, pero sabía que la pregunta sería malinterpretada y por tanto no muy bien recibida-. Por ejemplo, me encantaría averiguar quién robó los disfraces de Santa Claus. No es que tengan mucho valor, pero de todas formas sigue siendo un robo.
Eric no quería seguir con la conversación. Con cada palabra que pronunciaba aquella mujer el corazón le martilleaba con más fuerza en el pecho. Esa cansina vieja estaba jugando con él, lo sabía.
– Estoy seguro de que es usted toda una detective, señora Meehan. Disfrute del café mientras yo voy a ver a nuestro paciente.
Ya habían llegado a los ascensores, pero Eric salió disparado hacia la escalera. Debía de gustarle hacer ejercicio para bajar andando a la enfermería, se dijo Alvirah. Pero ella no pensaba forzar las rodillas, de manera que llamó el ascensor.
A las seis y cuatro minutos estaba ante la máquina de café del Lido, sirviéndose la primera taza ella misma. Detrás de las pesadas puertas batientes se oía un estruendo de platos en la cocina. «Supongo que soy la primera cliente», pensó. Pero al mirar por la ventana vio a un Santa Claus alto con una bandeja de café, zumo y bollos, que se alejaba deprisa por cubierta en dirección a la popa.
Tal vez era el agradable señor Cannon, uno de los Santa Claus más altos. Alvirah se apresuró hacia la puerta de cristal.
– ¡Eh, Santa Claus! -gritó con voz risueña.
El hombre volvió la cabeza, pero en lugar de detenerse, aceleró el paso. Fue entonces cuando Alvirah advirtió, o creyó advertir, que solo tenía un cascabel en el gorro. Se dispuso a correr tras él, pero la cubierta estaba resbaladiza y de pronto el café salió volando y ella se desplomó como una tonelada de ladrillos, dándose un golpe en la cabeza contra una de las hamacas.
Por un momento quedó aturdida y sin aliento. La cabeza le estallaba de dolor y notó que le corría sangre por la cara. Alzó la vista. El Santa Claus había desaparecido. Creyó que iba a desmayarse, pero antes llevó la mano por reflejo al micrófono de su broche.
– Estoy segura de que me ha visto -comenzó con voz grogui-. Era alto. Pensé que sería Ted Cannon. Creo que solo tenía un cascabel en el gorro. Me sangra la frente. Quise salir corriendo tras él y ahora estoy tirada en la cubierta…
Entonces perdió el conocimiento. Luego tuvo la vaga sensación de que la gente se arremolinaba a su alrededor, la ponían en una camilla, le presionaban algo frío contra la frente, la montaban en un ascensor. Cuando recuperó la conciencia, abrió los ojos y encontró a Willy mirándola preocupado.
– Te has dado un buen golpe, cariño. No intentes moverte.
Tenía un espantoso dolor de cabeza, pero aparte de eso esperaba no haberse hecho nada serio. Movió los dedos de manos y pies. Parecían estar bien. Movió un poco los hombros y vio con alivio que no estaba paralizada.
El doctor Gephardt, con la chaqueta del uniforme a medio abrochar, estaba junto a Willy.
– Señora Meehan, se ha dado un buen golpe en la cabeza. Le voy a dar unos puntos en la frente y luego le haremos una radiografía. Quiero que guarde reposo unas cuantas horas.
– Si estoy bien -protestó Alvirah-. Pero créame, en este barco están pasando cosas muy raras.
La cabeza le iba a estallar, pero su cerebro empezaba a ver con claridad.
– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Willy.
– Nada más servirme el café vi a uno de los Santa Claus. Pensé que sería Ted Cannon…
– Cannon está en la sala de espera -la interrumpió Willy-. Estaba haciendo footing con Maggie y fueron ellos los que te encontraron tirada en la cubierta. Estabas hablando…
– Al micrófono.
– Bueno. Pues luego te desmayaste.
– Ya sé que Ted no me habría ignorado. Pero el Santa Claus que vi sí lo hizo. Le grité y él se volvió a mirarme y luego siguió su camino. ¡Y solo tenía un cascabel en el gorro! Estoy segura de que llevaba uno de los trajes robados. ¡Tenemos que descubrir quién es ese Santa Claus y dónde está! Vamos a llamar a Dudley, a Regan y a Jack.
– Regan, Jack, Luke y Nora están aquí en la sala de espera.
– Señora Meehan, necesita usted estar tranquila…
– Estoy bien -insistió Alvirah-. Me he dado golpes más graves que este. Mi familia tiene fama de cabeza dura. No voy a estar tranquila en ningún momento sabiendo que hay un ladrón en este barco que puede estar tramando cualquier cosa.
De pronto oyeron una voz enfadada en la sala de al lado:
– He oído al médico. ¡Quiero que venga ahora mismo!
– Perdonen -se excusó Gephardt, saliendo apresuradamente.
– Debe de ser Crater -comentó Alvirah-. Tiene buenas cuerdas vocales, para alguien que anoche parecía a punto de caer redondo.
– Se ve que ha mejorado -convino Willy-. Voy a por los Reilly.
– Di a Maggie y Ted que vengan también. Tenemos trabajo.
En el par de minutos que tardaron todos en entrar, Alvirah se puso a pensar en Eric. Se suponía que tenía que haber ido a ver a Crater, pero tenía la corazonada de que no lo había hecho.
– ¡Alvirah! ¿ Estás bien? -preguntó Nora nada más entrar.
– Estupendamente.
– ¿Qué ha pasado?
Alvirah volvió a contar la historia del Santa Claus huraño. Ted y Maggie ya habían explicado a los Reilly cómo habían encontrado a Alvirah tirada en cubierta.
– Estoy casi segura de que llevaba un gorro con un solo cascabel-insistió Alvirah-. Tenemos que decir a Dudley que reúna los ocho trajes de Santa Claus para aseguramos de que todos llevan dos cascabeles. Si es así, entonces la persona que vi llevaba uno de los disfraces robados. Lo que he pensado es que podemos pedir a los otros Santa Claus que nos ayuden. Tenemos que marcar los trajes de alguna manera para saber distinguir los trajes robados si vemos a alguien con ellos por el barco… Creo que los han robado para que una o dos personas puedan andar por aquí de incógnito. Y he estado a punto de atrapar a una de ellas.
– ¿Estás segura de que te oyó llamarle? -preguntó Regan.
– Segurísima. Se dio la vuelta y todo. Pero no le vi la cara debido a la barba. -Alvirah se volvió hacia Ted-. Al verlo por detrás pensé que era usted. Era más bien alto.
Ted sonrió.
– Me alegro de contar con una testigo de confianza.
– Sí, así soy yo, siempre de confianza -bromeó Maggie.
Jack movió la cabeza.
– Tiene lógica que robaran los trajes para andar por el barco de incógnito. No creo que obligaran a ninguno de los Santa Claus auténticos a ponerse el traje nada más salir de la cama para ir a por un café.
– ¡Sería ridículo! -exclamó Alvirah-. Si allí ni siquiera había nadie a quien entretener. Y desde luego a mí no quiso entretenerme para nada.
Willy le cogió la mano.
– Yo siempre estoy dispuesto entretenerte.
– Ya lo sé, Willy -contestó Alvirah con cariño.
La enfermera se asomó a la puerta.
– ¿Cómo vamos, señora Meehan?
– Yo estupendamente -contestó ella con retintín-. ¿Ya usted qué le ha pasado?
Regan sabía que si había algo que ponía negra a Alvirah, era el colectivo «nosotros» en una situación médica.
La enfermera ignoró la pregunta. Al mirar en torno a la sala advirtió a Maggie.
– Se ha levantado usted muy temprano, después de haber estado aquí en plena noche. ¿Cómo está su amiga?
– Estaba durmiendo cuando me marché. -Al ver que los otros la miraban con expresión interrogante, se explicó-: El parche contra el mareo le vino muy bien.
– Con la tormenta de anoche supongo que han tenido que repartir muchos parches de esos -comentó Luke.
– Estuvimos bastante ocupados hasta medianoche, sí. Pero luego la única que vino fue la señora Quirk, hasta que llegó la señora Meehan.
Alvirah advirtió la cara de extrañeza de su amiga.
– ¿Qué pasa, Maggie?
– No, nada. Es que anoche vi salir a un hombre de aquí mientras estaba en la sala de espera, y pensé que sería un paciente.
La enfermera fue a decir algo, pero vaciló. El doctor Gephardt estaba detrás de ella y era evidente que había oído la conversación.
– ¿Había aquí alguien cuando el señor Crater tuvo la pesadilla? -preguntó con tono de honda preocupación.
– No, que yo sepa -le aseguró ella de inmediato.
El médico se volvió hacia Maggie.
– Según nuestros informes, estuvo usted aquí a las cuatro de la madrugada.
– Sí.
– Y dice que vio salir a un hombre de esta zona a la sala de espera.
– Pues sí. Yo me había dado la vuelta para sentarme, y pasó justo a mi lado.
– ¿Y cómo era? -preguntó Alvirah.
Maggie vaciló.
– Ya sabía yo que algo me tenía intranquila, y ya sé que os va a parecer una locura…
– Dilo de todas formas -insistió Alvirah.
Maggie meneó la cabeza con una mueca.
– Se parecía a Louie Gancho Izquierdo.