Los aperitivos se servían en el espacioso salón adyacente al comedor. Un fotógrafo había colocado su cámara en la puerta junto con un fondo en el que se veía la barandilla de un barco contra un cielo plagado de estrellas. Allí, a las ocho en punto, el comodoro comenzaría a posar para hacerse fotografías mientras los invitados entraban al comedor.
Las paredes estaban decoradas con una variedad de artículos y fotografías enmarcadas, todas testimonios de los filantrópicos esfuerzos de los invitados. Una tal Eldona Dietz había sido elegida por una original carta de Navidad en la que detallaba todas y cada una de las actividades de sus hijas en los últimos doce meses y que había ganado un premio en una re vista familiar. En la pared se exhibía una versión ampliada y enmarcada de dicha carta. Para que nadie la pasara por alto, una versión más pequeña ocupaba el centro de todas las mesas del cóctel.
El comodoro hablaba en voz baja con Dudley, que parecía bastante agobiado. Era evidente que no le gustaba nada lo que estaba oyendo.
– Solo tenemos ocho Santa Claus porque faltan dos trajes, señor.
Dudley había querido encontrar el momento adecuado para dar la noticia, pero por desgracia el comodoro ya había contado a las figuras disfrazadas que rondaban por la sala con sus «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!» y ordenó a Dudley que fuera a buscar a los dos que faltaban.
– Pero ¿cómo pueden faltar dos trajes? -quiso saber Weed-. La puerta del almacén estaba cerrada, ¿no?
– Sí, señor.
– ¿Han forzado la cerradura?
– No, señor.
– Pues entonces, si no me equivoco, alguien que tenía la llave entró a robar los disfraces.
– Ese parece ser el caso, señor.
El comodoro hizo un visible esfuerzo por controlar la indignación, pero los ojos le echaban chispas.
– Me siento muy herido, Dudley. Alguien pretende arruinar nuestro crucero de Santa Claus. Me está hirviendo la sangre. Deberías haber informado a Eric, si no has podido dar antes conmigo.
– Señor, para cuando me di cuenta de que faltaban los disfraces, estaba usted arreglándose para la cena, y a Eric no lo he visto desde que terminó el simulacro de emergencia.
– Estaba en mi suite. No sé qué ha podido retenerlo. Debería estar aquí ya. ¡De esto ni una palabra a nadie! No quiero que los invitados se enteren de que tenemos un ladrón a. bordo. Ya han tenido que ver a uno de nuestros camareros intentando huir de la justicia. Pero ¿dónde has contratado a esta gente, Dudley, en una penitenciaría?
– Sí, señor, no lo voy a discutir. Y no, señor, no contrate a nuestros empleados en una penitenciaría…
Al otro lado de la sala los cuatro Reilly compartían una mesa. Regan estaba pendiente de la conversación que mantenían Weed y Dudley.
– Me parece que el comodoro le está echando una buena bronca al director del crucero -comentó.
– Es el que se cayó del muro de escalada, ¿no? -preguntó Luke.
– Sí, Y creo que también fue el que contrató al camarero que se tiró del barco.
– ¿Y de eso cómo te has enterado? -terció Jack.
– Cuando estábamos esperando que nos dieran las instrucciones para el simulacro de emergencia, papá y tú estabais discutiendo sobre los posibles nominados para las próximas elecciones presidenciales, Y yo mientras tanto oí a un par de oficiales que hablaban del tipo que se tiró del barco…
– Y yo que pensaba que estabas atenta a cada una de mis palabras… -se quejó Jack.
Regan no hizo caso de la interrupción.
– Los oficiales decían que lo de contratar al personal había sido de chiste. Por lo visto Dudley nunca se había encargado de contratar a nadie en las otras líneas navieras en las que había trabajado. Al parecer no es responsabilidad del director de crucero. Se ve que tuvo que encargarse él porque el responsable era Eric, el sobrino del comodoro, el que estaba en el camarote que tiene ahora Alvirah, y no hizo el trabajo. Así que le rogó a Dudley en el último momento, además de tener que encargarse de la lista de invitados.
Jack cogió la carta de Navidad del centro de mesa.
– La que escribió esto tiene que ser una persona muy interesante. «En los últimos doce meses ha sido muy emocionante ver a Fredericka Y Gwendolyn florecer hasta convertirse en dos adorables jovencitas. Clases de violín, gimnasia, canto, baile, observación de aves, clases de etiqueta, preparación de pasteles orgánicos sin grasas, etcétera… Pero todas estas actividades no les han impedido ser consideradas con el prójimo. Tenemos varios vecinos ancianos a cuyas puertas llaman todas las mañanas para asegurarse de que han sobrevivido a la noche…»
– ¡Menos mal que no viven en nuestro barrio! -exclamó Luke-. No estarán las niñas esas en el barco, ¿no?
– No mires -murmuró Regan.
En ese momento dos niñas pasaban corriendo junto a su mesa, perseguidas por una mujer con aspecto de matrona que las llamaba:
– ¡Fredericka! ¡Gwendolyn! ¡Devolved a papá y a mamá sus copas de champán!
Jack volvió a dejar la carta en el centro de mesa.
– Regan, prométeme que nunca enviarás una carta de estas.
– Prometido.
Nora miraba la foto tamaño póster de Louie Gancho Izquierdo colgada en la pared junto a su mesa.
– Este sí que era un buen tipo.
– ¿Quién? -preguntó Luke.
– Louie Gancho Izquierdo -contestó Nora, señalando el póster-. Era un boxeador profesional que se convirtió en un escritor de misterio muy vendido. Una vez me tocó firmar libros con él, cuando yo era nueva y él ya era muy conocido.
Su cola era larguísima Y en la mía solo había unos cuantos rezagados. De pronto el hombre se levantó y dijo a la multitud que había leído mi libro y que le había encantado, y que quien no lo comprara debería pelear un asalto con él. -Nora se echó a reír-. ¡Vendí cientos de libros!
Regan y Jack se quedaron mirando el póster, pensando los dos lo mismo. Louie Gancho Izquierdo se parecía sorprendentemente a Tony Pinto, cuya fotografía acababan de ver en la pantalla del ordenador.
– ¿Sabes si tenía hijos? -preguntó Jack a Nora.
– Que yo sepa no. -Nora se volvió hacia la puerta-. Ah, bien, ahí están Alvirah y Willy.
Los Meehan, Willy con esmoquin como todos los demás caballeros, y Alvirah con un traje de chaqueta de seda y falda larga, se acercaban hacia ellos.
– ¡Lo siento! -se disculpó Alvirah-. Pero por una vez no llegamos tarde por mi culpa. Willy se puso a jugar un solitario y estaba convencido de que podía ganarse a sí mismo. Para cuando se enteró de que el juego estaba perdido, solo le quedaban unos minutos para prepararse. ¿No es verdad, Willy?
– Tienes razón, como siempre -contestó él-. Alvirah se encontró una baraja en la mesilla de noche y me puse a tontear con las cartas. No están muy nuevas, así que pensé que serían del sobrino del comodoro, pero nos hemos topado con él en el ascensor y por lo visto odia las cartas. Las llevo en el bolsillo, por si a alguien le apetece jugar más tarde.
El comodoro dio unos golpecitos en el micrófono y sopló.
– ¡Atención, por favor! Ha llegado el momento de otorgar las medallas del crucero de Santa Claus a todos los que tan generosamente se han entregado a hacer el bien este pasado año. En primer lugar me gustaría llamar a todos los del grupo de Lectores y Escritores. Es un honor estar en su presencia…
Docenas de manos se alzaron en el aire blandiendo copas vacías para que los camareros volvieran a llenarlas. Era evidente que el comodoro no había hecho más que empezar.
Uno por uno fue poniendo las medallas en torno al cuello de todos los miembros del grupo de Lectores y Escritores. A continuación les tocó a los que habían donado dinero a organizaciones benéficas, incluida Alvirah. Finalmente otorgaron la medalla a Eldona Deitz. Su marido y sus hijas estaban junto a ella. Las niñas, de ocho y diez años respectivamente, daban brincos incapaces de contener su entusiasmo.
– ¿Estáis orgullosas de vuestra madre? -preguntó el comodoro.
– Nosotras lo hicimos todo -chilló Fredericka-. A mamá le gusta levantarse tarde. Papá tiene que llevarle el café todas las mañanas, porque si no, no abre los ojos.
Eldona agarró a su hija por el codo y sonrió al comodoro.
– Fredericka es la bromista de la familia, ¿a que sí, cariño?
Fredericka se encogió de hombros.
– No lo sé -masculló.
Por fin el comodoro llamó a los diez Santa Claus, dos de los cuales no llevaban puesto el disfraz.
– Una pequeña confusión -explicó a la multitud-, pero estos diez hombres maravillosos estarán recorriendo el barco con sus trajes de Santa Claus los próximos cuatro días.
– Que Dios nos ayude -murmuró Luke.
Mientras el comodoro le ponía la medalla a Bobby Grimes, el hombre obviamente borracho agarró el micrófono.
– Yo debería llevar puesto el traje de Santa Claus ahora mismo -gruñó-. Pero hay un ladrón a bordo de este barco. ¡Tengan todos cuidado! ¡Cualquiera que se haya tomado la molestia de robar dos de estos cochambrosos disfraces podría hacer el agosto con su dinero y sus joyas!