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Ante la insistencia de su madre, Fredericka y Gwendolyn habían ido a bañarse en la piscina.

– Mente sana en cuerpo sano -gorjeó Eldona, sentada al borde de la piscina con los pies metidos en el agua. Ya había escrito dos páginas de la carta de Navidad del año siguiente-. «Aquí estamos en la primera travesía del Royal Mermaid, y la bondad de mis niñas ya está en boca de todos…»

Cuando las niñas terminaron con los largos de rigor, se enzarzaron en una pelea en el agua con la que lograron salpicar a todos los que tomaban el sol en las hamacas.

«La energía de los jóvenes alegra el corazón», prosiguió Eldona, enjugándose las gafas.

Los camareros, que ya servían Bloody Marys y Margaritas, iban propagando la noticia del funeral de la madre del comodoro. Huelga decir que Fredericka y Gwendolyn se enteraron de la inminente ceremonia.

– Mamá -dijo Fredericka sin aliento, nada más salir de la piscina-, ¿has oído lo del funeral de esta tarde?

– Sí, cariño. Y podéis asistir. Será precioso.

– A lo mejor podemos cantar, como hacemos en la iglesia.

A Eldona se le humedecieron los ojos de ternura.

– Qué idea más bonita. Yo creo que al como doro le gustará. Pero tenéis que estar seguras. ¿Por qué no vais a poneros algo de ropa deportiva y se lo preguntáis vosotras mismas?

– ¡Síiiiiiiii! -Las niñas se pusieron a saltar dando palmas-. ¿Dónde está papá? ¡Vamos a contárselo a papá!

– Está allí, en el rincón. -Eldona señaló a su marido, que estaba tumbado en una hamaca con una revista cubriéndole la cara-. Se ha ido a poner a la sombra. Ya sabéis lo mucho que cuida su salud. Pero le encantará enterarse de lo amables que habéis sido.

– Tengo una idea mejor, mamá: le damos una sorpresa cantando esta tarde.

– Lo que vosotras queráis, preciosas. Ahora ya podéis iros.


El comodoro e Ivy iban por la tercera taza de té. Weed había colocado con cariño el cofre de plata con las cenizas de su madre sobre la mesa. Cuando Winston llevó la bandeja con la tetera y las tazas, fue a recoger la urna y el comodoro le reprendió seriamente.

– Eso solo puedo tocarlo yo, Winston. Déjalo ahí. A mi madre siempre le gustó mucho el té.

– A la mía también le encanta el té -comentó Ivy.

Era muy emocionante estar en la suite del comodoro.

Cuando le conoció, se había sentido intimidada por él. Era un hombre rudo, imponente, muy viril. La clase de hombre que su madre describiría como «un buen hombretón». Pero allí sentada con él se había dado cuenta de que por dentro era blando y tierno, y que, como tanta gente, solo ansiaba que le quisieran.

El comodoro le sirvió más té.

– Ivy, como ya le dije en la capilla, hace usted que me reconcilie con este crucero. -Se echó a reír-. Tengo tres ex esposas que se casaron conmigo por lo que pensaron que podía darles. Con la última, Reeney, todavía mantengo una buena relación de amistad…

Ivy sintió una punzada de celos.

– … Pero no podíamos ponemos de acuerdo en nada. Ella quería pasarse la vida buscando antigüedades. Creía tener muy buen ojo para esas cosas, aunque le aseguro que no era así. Pero lo peor es que odiaba navegar…

– ¡A mí me encanta navegar! -exclamó Ivy.

– A mí también. Pero Reeney me ayudó en muchas cosas, tengo que admitirlo. Tiene muchísimas dotes para la organización. Me ayudó a decorar la casa de Miami que compré después del divorcio. Incluso me ayudó a encontrar a Winston. Me dijo que no necesitaba otra esposa, sino un mayordomo, alguien que quisiera cuidarme.

Ivy tuvo que apretar los labios para que no se le escapara un: «¡A mí me encantaría cuidarle!».

– ¿Dice usted que nunca ha estado casada, Ivy? -le preguntó el comodoro, con tono de extrañeza, llamándola sin darse cuenta por su nombre de pila-. ¿Una mujer tan atractiva como usted?

Ivy notó una oleada de calor. ¡Se lo estaba pasando de maravilla! No quería que el momento acabara.

– ¡Aaay, muchas gracias! -empezó a murmurar, cuando un fuerte ruido en la puerta los sobresaltó a los dos.

– ¿ Ahora qué? -preguntó el comodoro, levantándose irritado a abrir la puerta.

Fredericka y Gwendolyn le hicieron una reverencia.

– Buenos días, como doro Weed. -Entraron corriendo en la sala sin haber sido invitadas-. Buenos días, señora -saludaron a Ivy, también con una reverencia.

– Hola, niñas -contestó ella, pensando que lo de la reverencia era del todo irónico, puesto que ambas habían entrado a la fuerza.

– ¡Oooh, qué bonito! -exclamó Fredericka, abalanzándose sobre la caja de plata.

Pero Ivy se le adelantó, poniendo la mano sobre el cofre.

– Esto es del comodoro -declaró con firmeza.

El comodoro casi se desmayó al ver a aquella avasalladora niña a punto de sacudir las cenizas de su madre.

– ¿Qué puedo hacer por vosotras? -preguntó, intentando disimular sus sentimientos.

– Nos hemos enterado de la ceremonia especial que habrá esta noche por su madre, y nos gustaría cantar una canción especial-explicó Fredericka.

– Las dos estamos en un coro infantil -añadió Gwendolyn.

«Que Dios me ayude», pensó el comodoro.

– Hemos aprendido una canción en el colegio que creemos que sería perfecta. Solo hay que cambiar una palabra. «Mi mamá yace sobre el océano. Mi mamá yace sobre el maaar.»

Ivy las miró sin podérselo creer.

– Gracias -contestó el comodoro-. Estaría muy bien.

Tal vez al final de la ceremonia. Ahora id a ensayar -añadió con voz ronca.

– ¡Bieeen! -gritaron las niñas-. ¡Vamos a decir a todo el mundo del barco que tienen que venir!

Y salieron corriendo hacia la puerta.

Gwendolyn se volvió hacia Fredericka.

– Ahora vamos a ver cómo está el tío Harry. Le contaremos lo de la ceremonia. Podemos reservarle un asiento y ayudarle a subir a cubierta. Seguro que no se lo querrá perder.

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