Después de enterarse de que tenía que evacuar el camarote, Eric corría sin que sus pies tocaran apenas el suelo.
¡Podía haber estrangulado a Alvirah Meehan!
– Tómate tu tiempo para hacer la maleta.
Desde luego, señora. ¡No tenía tiempo! Sabía que el imbécil de Dudley estaría encantado con todo aquello. Y era culpa suya. Era Dudley el que se había equivocado en el recuento de pasajeros. Y ahora el extraordinario director enviaría un ejército de empleados para completar el desalojo. «Sé que me odia -pensó Eric-, y más cuando me dieron a mí un camarote más grande.» Dudley tenía un camarote pequeño sin terraza, pero a Eric le vendría estupendamente en ese momento. Tenía un miedo espantoso a enfrentarse a Bala Rápida para darle la mala noticia.
No quiso esperar al ascensor y echó a correr hacia la escalera.
«¿Cómo vaya esconderlos? ¿Dónde vaya esconderlos? ¿Cómo puedo tenerlos en la suite del tío Randolph tres días nada menos?» La sala de invitados era muy pequeña, y el armario también.
Lo único que sabía es que tenía que sacarlos de su camarote, y deprisa.
– ¡Jo, jo, jo! ¡Eric! -le llamó un pasajero-. ¿Cuándo me van a dar el disfraz de Santa Claus?
– ¡Pregúntele a Dudley! -exclamó Eric sin dejar de correr.
De pronto se le ocurrió una idea. Debería echar mano a un par de disfraces. Bala Rápida y Barron Highbridge podían ponerse los trajes de Santa Claus y así nadie sospecharía de ellos si los veía.
¿Dónde estaban los disfraces? Tenían que estar en el almacén de la cubierta 3, decidió. Todos los camarotes de los Santa Claus estaban en la cubierta 3. La gente que había ofrecido su trabajo voluntario tenía peores habitaciones que las de la gente que había donado dinero. Así funciona el mundo.
¿Tendría tiempo de ir a buscarlos? Antes de poder tomar una decisión racional, Eric se encontró dirigiéndose a la cubierta 3. Su juego de llaves maestras incluía una para el almacén. «Por favor, que estén allí», rezó.
En algunos camarotes se oían voces. No debía de estar lejos del almacén. Al pasar junto al equipaje todavía amontonado fuera de varios camarotes, se sacó las llaves del bolsillo. Dobló una esquina. Al fondo del pasillo había dos personas, pero por suerte le daban la espalda. Avanzó a pasos agigantados hacia la sala y abrió la puerta con la llave.
En efecto, vio encantado que los disfraces colgaban de una percha. Agarró a la carrera dos de ellos con pinta de quedar bien a Bala Rápida, bajo y corpulento, y a Barron, alto y delgado, dos personas que solo se hacían regalos a sí mismas. Cogió dos barbas blancas, dos gorros y dos pares de sandalias negras. Los Santa Claus tropicales, pensó. Encontró en un armario varias bolsas de basura negras y metió en una toda la parafernalia. Se agotaba el tiempo y Eric sudaba copiosamente.
Volvió a subir por la escalera hasta la cubierta principal y llegó a su camarote sin tener que explicar a nadie qué llevaba en la bolsa de basura. El cartel de «No molestar» seguía en la puerta. Abrió y se preparó para la reacción de los polizones.
Barron estaba tirado en el sofá cama, viendo la televisión y comiendo una bolsa de patatas.
– Chist -advirtió, antes de susurrar-: Tony acaba de dormirse. Lleva todo el día de un humor de perros.
– Pues se va a poner peor -saltó Eric-. Tenéis que marcharos.
Tony abrió los ojos de golpe.
– ¿Qué?
– Ha habido un error y ahora falta un camarote. Una pareja de pasajeros va a venir a este.
– ¡Mira qué bien! -exclamó Bala Rápida-. ¿Y se te ha ocurrido alguna brillante idea para acomodarnos?
Barron se incorporó con una expresión de terror en el rostro. La bolsa de patatas salió volando esparciendo su contenido por el sofá cama y el suelo.
– Nos dijiste que iba a ser fácil, que solo teníamos que quedarnos en tu habitación.
– Y os vais a quedar en mi habitación. Solo que ahora está al fondo del pasillo.
– ¿Al fondo del pasillo?
– Es la suite de mi tío.
– ¿El de «te quiero, tío Randolph»? -gruñó Tony.
– Ese mismo.
Eric volcó en la cama los contenidos de las bolsas de basura.
– Poneos esto -pidió desesperado-. Luego iremos a la suite. Mi tío no está. Si alguien nos ve no sospechará nada, porque hay diez Santa Claus a bordo.
En ese momento llamaron a la puerta.
– ¿Puedo ayudarle con su equipaje, señor Manchester?
Eric reconoció la voz de Winston, el pomposo mayordomo que el tío Randolph había contratado porque pensaba que daría algo de clase al proyecto.
– No, gracias. Tardaré otros quince minutos más o menos, luego puedes preparar el camarote.
– Muy bien. Llámeme cuando esté listo.
– Ese tío debe de creerse que está en el palacio de Buckingham -masculló Tony.
Los dos delincuentes se apresuraron ante el riesgo de ser descubiertos. Se desvistieron deprisa para ponerse los disfraces. Eric les tendió las barbas y los gorros. Las sandalias se ajustaban con unas tiras. Estaban ridículos.
Los ojos de Tony, de párpados pesados, se veían malévolos sobre la masa de pelo blanco que le cubría la boca. Pero por lo menos si alguien les veía, era muy probable que lograran escapar sin levantar sospechas.
– Voy a ver si está la costa despejada -anunció Eric, con el corazón palpitante. Abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo. Todo estaba tranquilo-. Voy a echar un ojo a la suite para asegurarme de que no hay nadie.
Fue al camarote de su tío y echó un rápido vistazo a las habitaciones de la suite. Luego volvió apresuradamente a su propio camarote e hizo una señal con la cabeza a los otros dos.
Una vez en la suite del comodoro, Eric suspiró aliviado.
– La habitación de invitados está ahí -explicó.
– ¡Esto será una broma! -gruñó Tony nada más echar un vistazo.
Los únicos muebles eran una cama doble, una mesilla, una silla delante de otra mesa Y algunos armarios.
Barron abrió el ropero.
– ¿Esperas que nos escondamos aquí?
– No -gruñó Eric-. Id al baño.
El baño de invitados, al igual que la habitación, era mucho más pequeño que el de su antiguo camarote.
– Esperad aquí hasta que trasladen mi equipaje. Y cerrad la puerta.
Tony asintió, pero con una expresión de furia asesina.
– Te lo advierto, Eric. Más te vale que no nos cojan.