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El comodoro Weed estaba en su mesa rodeado de admiradores, contando cómo había decidido cambiar su vida reformando el Royal Mermaid y pasando el resto de sus días dando la vuelta al mundo en aquel barco.

– Mi amor por el mar comenzó a los cinco años, cuando me regalaron una balsa de plástico. Me puse mi pequeño chaleco salvavidas y mi padre me paseó por el lago que había cerca de casa…

Eric y el doctor Gephardt habían oído la historia más de cien veces, pero se les exigía que se sentaran todas las noches a la mesa del comodoro y se mostraran encantadores con los distintos invitados. Esa noche el privilegio de cenar con los oficiales del barco había recaída sobre los Jasper, una pareja de ancianos que habían pujado por el crucero en una subasta benéfica para Salvar a los Anfibios, y los Zinder, una pareja de mediana edad del grupo de Lectores y Escritores.

Eric estaba desesperado por marcharse, frenético por no saber qué habrían hecho sus dos polizones después de que los descubrieran en la capilla. ¿Por qué se había quitado Bala Rápida el traje de Santa Claus y qué demonios hacía dando saltos? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Habrían ido a la capilla los Reilly y los Meehan con aquella loca de los gritos? Los había visto salir juntos del salón. Bala Rápida y Highbridge no serían tan estúpidos para haberse quedado en la capilla, ¿no?


Eric estaba furioso porque Dudley había conseguido escapar de la mesa cuando Ivy Pickering se volvió loca.


El doctor Gephardt había estado circulando por la fiesta de cóctel antes de ir a ver a Harry Crater. Este debía de haber donado un buen montón de dinero a obras benéficas, pensó Gephardt, para que el comodoro corriera el riesgo de tener a alguien tan enfermo a bordo. Echó un vistazo a la mesa donde estaba Crater y vio que el anciano se levantaba. Las niñas que tenía a cada lado se levantaron también de un brinco.

Crater estaba a punto de perder la cabeza. Las niñas se habían pasado toda la cena volviéndole loco, y la conversación de sus padres era para aburrir a las ovejas. Por lo menos el estallido de aquella mujer había resultado ser un estímulo muy necesario para su organismo.

– Señor Crater, tengo que hacerle una fotografía con las niñas -insistió Eldona-. Vamos a hacer un álbum del crucero y se lo mandaremos. Tiene que damos su dirección. Por favor, siéntese.

Crater accedió de mala gana y fue a sentarse. Eldona vio con horror que Gwndolyn había apartado la silla de la mesa, tal como le habían enseñado en la clase de etiqueta para Ayudar a la Gente Mayor. La expresión de Crater mostró primero sorpresa y luego pánico al darse cuenta de que no había ninguna silla para recibirle. De pronto se oyó un golpe y el señor Cráter desapareció bajo la mesa.

Las exclamaciones interrumpieron el relato del comodoro de los años felices que había pasado en el campamento de vela de Cape Cod.

Maldiciendo entre dientes, tirado de espaldas y de momento conmocionado, Crater sabía que se había vuelto a fastidiar la espalda. Fredericka se inclinó sobre él con una servilleta mojada en un vaso de agua y comenzó a frotarle la cara.

– Bueno, bueno -murmuraba-. Ha sido culpa de mamá. Aaagh, ¿qué eso gris que tiene en la cara?

Crater le arrebató la servilleta.

– Es por culpa de mis medicinas -gruñó-. Quítame las manos de encima.

A esas alturas el doctor Gephardt ya estaba agachado a su lado, encantado de tener un motivo para huir de la mesa del comodoro.

– Señor Crater, ¿puede seguir mi dedo? -preguntó, moviéndolo delante de él.

Crater se lo apartó de un manotazo e intentó levantarse. Pero el dolor de la espalda le impedía moverse.

Gephardt frunció el ceño.

– Vamos a pedir una camilla. No podemos correr riesgos dada su condición. ¿Qué le pasa exactamente?

– ¡De momento, de todo!

– ¿Puede mover las piernas?

– Tengo mal la espalda, me la he torcido. Ya me ha pasado antes, me pondré bien. Solo ayúdeme a levantarme.

Gephardt meneó la cabeza con solemnidad.

– No, no, ha sido una mala caída y no podemos estar seguros de que no se haya hecho algún daño serio. Como médico insisto en que pase la noche en la enfermería. Si es necesario, llamaremos a su helicóptero.

– ¡No! -explotó Crater, incorporándose sobre un codo y dando un respingo al notar los conocidos espasmos en la espalda irradiando punzadas de dolor por todo su cuerpo- No quiero marcharme de este crucero. Me he ganado este viaje donando mucho dinero a obras benéficas.

Fredericka y Gwendolyn se pusieron a dar saltos y palmadas.

– ¡Síiiiiiiiiiii! Iremos a verle a la enfermería del barco.

Dos enfermeros llegaron con una camilla. Colocaron en ella a Crater con cuidado y le ataron los brazos a ella. Cuando ya se lo llevaban de la sala, Crater oyó al doctor decir a un enfermero:

– Tengo el número de su helicóptero. Tal vez debería llamar para avisarles de que es posible que tengan que venir a por el señor Crater en cualquier momento.

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