Capítulo 9

Harry le contó con detalle a Tom Hughes su llamada al anestesista y lo que había visto en la ficha de Evie. Nada más terminar de explicárselo, subieron a Evie a la planta. Se estremeció al verla y comprender que ya pensaba en ella, y en su vida en común, en pretérito. Pese a todos los esfuerzos, la mujer que había sido su esposa durante nueve años estaba prácticamente muerta.

– El electroencefalograma muestra una pequeña actividad cerebral -le informó Richard Cohen mientras volvían a conectar a Evie a los aparatos de control de sus constantes vitales y de oxigenación-, aunque muy poca. Desde luego, no la suficiente como para que, en cuanto usted lo autorice, no se proceda a… Como usted sabe, el factor tiempo es crucial. Los órganos empiezan a fallar.

– Lo sé -dijo Harry-. ¿Cuándo piensan hacer el segundo electroencefalograma?

– A las diez de la mañana.

Harry miró a su esposa. En sus veinticinco años de médico, había vivido innumerables experiencias ligadas a la muerte y al dolor, pero ninguna de ellas lo había preparado para afrontar aquélla. Hacía sólo unas horas, Evie era la persona más importante en su vida. Hacía sólo unas horas, con Sidonis o sin él, aún tenían la oportunidad de salvar su matrimonio. Y de pronto todo había terminado. Ahora le pedían que permitiera que la muerte de Evie fuese fuente de vida para otros, que autorizara la donación de sus órganos.

Siempre prestó su apoyo a las familias que se encontraban en tales circunstancias, y siempre encontró las palabras oportunas. Pero nunca había tenido que tomar él la decisión.

– Entréguele la documentación a las enfermeras -dijo Harry-. La firmaré antes de marcharme. No obstante quiero ver a Evie por la mañana, antes de que hagan nada.

– No se preocupe -lo tranquilizó Cohen, que le dio las gracias, musitó unas breves y algo azoradas palabras de condolencia y salió de la habitación.

Al cabo de unos momentos, en cuanto tuvieron a Evie conectada a todos los aparatos de control, entró el técnico en respiración asistida. Sue Jilson le tomó la presión a Evie, anotó el dato junto a los de sus otras constantes vitales y miró a Harry.

– El técnico que le ha hecho el escáner le ha quitado esto a su esposa -dijo la enfermera con frialdad-. Me ha parecido que ya no tenía sentido volver a ponérselo -añadió al devolverle a Harry el colgante de Tiffany's.

– Pues yo sí creo que lo tiene -replicó Harry con expresión de perplejidad.

Harry volvió a ponerle el colgante. Al darse la vuelta, él y Tom Hughes estaban de nuevo a solas con las dos pacientes. Maura no cejaba en su farfulla, sin más pausa que para espantar a los minúsculos torturadores que invadían su cama.

«Los oxigenados órganos de Evie sólo tenían ya valor considerados individualmente», pensó Harry al verla conectada a todos aquellos aparatos, que tan familiares le resultaban.

Tom apagó la lamparita de la cabecera de la cama y dejó sólo los tenues fluorescentes del techo.

– Siento mucho que tenga que pasar por todo esto -lo consoló Tom.

– Gracias -susurró Harry sin dejar de mirar a su esposa.

– Podemos hablar, si le sirve de desahogo. Tengo tiempo, y apenas estoy cansado.

– Sí, pero afuera -dijo Harry.

Sacaron las sillas al pasillo, que estaba en penumbra y casi en silencio.

– No tiene por qué hablar de su esposa si le resulta demasiado duro.

– La verdad es que sirve de desahogo.

– De acuerdo. No le importe mandarme callar cuando quiera. Le confesaré que, como policía, lo poco que me ha contado hasta ahora me intriga. ¿Qué cree usted que ocurre?

– No tengo ni idea. Quizá todo se reduzca a un cúmulo de malentendidos. Puede que la enfermera que se puso al teléfono no entendiese bien el nombre del anestesista. Acaso algún médico, amigo nuestro, estuviese en la planta para ver a otro paciente y entrase un momento para saber cómo se encontraba Evie…

– Cuando hay tantas explicaciones, malo. Sé por experiencia que cuando uno necesita invocar varios hechos coincidentes para explicar lo que haya ocurrido, ninguno de ellos lo explica. ¿Le importa que volvamos a la habitación un momento?

Harry reflexionó unos instantes para sus adentros y luego siguió al joven policía.

Hughes inspeccionó el derredor de las camas de Maura y de Evie, las paredes, los interruptores y hasta las propias camas bajo la curiosa mirada de su hermana.

– En lugar de partir de la hipótesis más inocente -dijo Tom sin interrumpir su inspección-, pongámonos en lo peor. Supongamos que un médico, o alguien que se haya hecho pasar por médico, llamase para que le conectaran el gotero a su esposa y diese el nombre del anestesista de turno. Luego, pudo entrar en la habitación sin que lo viesen las enfermeras, hablar con mi hermana y administrarle a su esposa ese regulador de la presión de que me ha hablado. Después, salió y se las arregló para que nadie lo viese. Lo que necesitamos es un motivo que justifique que hiciera tal cosa, y algo que explique que pudiera entrar y salir de la planta sin ser visto.

– Dickinson entró sin que lo vieran.

– Entrar sí. Las enfermeras estaban en la sala de reuniones para dar sus informes antes del cambio de turno. Pero pasar inadvertido en dos ocasiones, al entrar y al salir, y, además, haberlo planeado así, es demasiado.

– ¿Hacia qué se inclina usted, entonces?

– Hay que inspeccionar todos los lugares en los que nuestro misterioso médico haya podido dejar huellas dactilares. Lástima que no tengamos las de los médicos de la…

– Bien, doctor Corbett -los interrumpió el inspector Dickinson desde la entrada-. Creo que usted y yo tenemos que hablar -añadió con expresión cansada, recostado en la jamba de la puerta-. Debo advertirle que tiene derecho a permanecer en silencio, pero que todo lo que diga podrá ser utilizado contra usted ante un tribunal de justicia. Tiene derecho a…

– Un momento -lo atajó Tom-. ¿Por qué le recuerda sus derechos? ¿Acaso está detenido?

– Todavía no, pero lo estará. Sólo he querido despachar cuanto antes las formalidades.

– Teniente Dickinson -replicó Hughes-, hay cosas que ignora usted acerca de lo que ha ocurrido aquí.

– ¿Quiere saber lo que sé, «yalero»? Sé que por más que tengan de todo: sexo, dinero, poder, drogas o lo que sea, los médicos siempre quieren más. Son así. Cíteme un caso de asesinato con diez sospechosos entre los que haya un médico, y diré siempre que el culpable es el médico. De manera, doctor Corbett, que si no le importa…

– Mire, teniente, otro médico entró a ver a la señora Corbett anoche, después de que Harry hubo salido -le informó Tom.

– No entró nadie más. La única persona que subió a esta planta después de que el doctor Corbett se hubiese marchado fue usted. Y para entonces, a la señora Corbett ya le habían administrado la… medicina. Lo he comprobado con las enfermeras, que llevan el control de todas las visitas.

– Las enfermeras se equivocan. Alguien estuvo aquí. Un nombre de unos cuarenta años, de poco más de metro setenta, moreno, ojos marrones, raza blanca.

– ¿Y eso quién lo dice?


Pese a que, a juzgar por la expresión de su cara, Tom Hughes esperaba aquella pregunta, no le resultó nada fácil contestarla.

– Mi hermana -repuso, no obstante-. El hombre en cuestión, que fuese médico o no llevaba bata blanca, habló con ella, estuvo con la señora Corbett y se marchó. Poco después, se le reventó a la paciente el aneurisma.

– ¿Eso vio usted, mi querida señorita? -le preguntó Dickinson a Maura en tono burlón.

– ¡Memo! -le espetó ella-. Debería usted pegarle un tiro a quien le hizo ese tupé. Yo podría pintar una hoja de lechuga con betún y hacer que pareciese más real.

Aunque Dickinson sonrió con indulgencia, estaba claro que el sarcasmo de Maura le había escocido. Hasta entonces no reparó Harry en que el teniente llevaba peluquín. Otro detalle que avalaba las dotes de observación de Maura Hughes.

– ¿Por qué no se toma otra copa, señorita? -replicó Dickinson.

– Maura, ¿quieres hacer el favor de ser menos chistosa y limitarte a decirle al inspector lo que viste?

Ella se sacudió algo del hombro pero guardó silencio.

– Da igual -dijo Harry-. Dudo de que el inspector vaya a prestarle mucha atención. De manera, teniente, que terminemos con esto cuanto antes.

– ¿No cree usted que merecería la pena llamar a alguien del instituto anatómico forense, teniente Dickinson? -preguntó el sargento.

– ¿Para qué?

– Puede que el médico que estuvo aquí anoche dejase huellas.

– ¿Huellas en una habitación de hospital? Bah… Gran idea, «yalero», gran idea. En un solo día han podido pasar por aquí un par de cientos de personas.

– Casi todos los que han estado en esta habitación, médicos incluidos, tienen sus huellas dactilares registradas en los ficheros de seguridad del hospital -dijo Harry-. Es una medida que adoptó la dirección hace años, a raíz de que un pedófilo, fichado por la policía, mintiese en su solicitud de empleo y fuese contratado como enfermero en pediatría.

– Maravilloso. Estoy seguro de que al forense le encantará acudir aquí, con la nochecita que hace, porque una mujer con delírium trémens dice haber visto a alguien que ninguna otra persona de la planta ha visto.

– Le aseguro, teniente, que conozco a mi hermana, y no tengo la menor duda de que alguien entró aquí.

– Y yo le aseguro que las arañas, las hormigas y las serpientes no dejan huellas dactilares. Así que acabemos de una vez, Corbett. Se sentirá mucho mejor cuando se haya desahogado… -dijo el teniente.


* * *

Harry tuvo que someterse al frío y maquinal interrogatorio a que lo sometió Dickinson hasta pasada la medianoche. El inspector daba por sentado que la versión de Caspar Sidonis era la correcta: Harry no se habría resignado a que su esposa lo dejase por otro, y le habría administrado una sustancia para elevarle la presión. Su muerte parecería consecuencia de haberle reventado el aneurisma, y a nadie le extrañaría. De modo que habían enviado muestras de sangre al laboratorio para que las analizasen. Si encontraban sustancias extrañas, sobre todo si tenían el efecto de elevar la presión sanguínea, había muchas probabilidades de que se dictase una orden de detención contra Harry.

– Motivo, procedimiento, ocasión -sentenció Dickinson-. Sólo nos falta el procedimiento.

A Harry le pareció inútil informar a un inspector tan claramente hostil acerca de la prescripción que se dio por teléfono para que le conectasen el gotero a Evie. Baraswatti aparecería por la planta a primera hora de la mañana, entregaría su informe y, tarde o temprano, llegaría a conocimiento de Dickinson. Entonces, el inspector deduciría que la llamada la hizo el propio Harry, al objeto de prepararse el terreno para su letal inyección.

Motivo, procedimiento, ocasión.

Dickinson volvió a entrar en la habitación tras Harry.

– Oiga, «yalero», mande a un agente aquí, y que se quede mientras ella esté viva y él siga en la planta.

– Han dicho que está clínicamente muerta -replicó Hughes.

– Mire, ¿va a hacer que envíen a alguien aquí, o prefiere que sospeche que están los dos de acuerdo?

– Claro que estamos de acuerdo -masculló Hughes.

– ¿Cómo ha dicho?

– Que estamos de acuerdo en quedarnos aquí los dos para protegerla.

– Perfectamente. Les he ordenado a las enfermeras que no se quede solo aquí con ella mientras esté viva.

– Pero…

– ¿Está claro?

– Por supuesto, teniente.

Harry siguió a Dickinson pasillo adelante. No se separó de él hasta que hubo entrado en el ascensor.

– ¿Se ha marchado ya? -preguntó Hughes al regresar Harry a la habitación.

– De momento. Dice que si aparece cualquier sustancia extraña en las muestras de sangre de Evie, me detendrán.

– ¿Y teme usted que aparezca algo?

Harry se frotó los párpados. Los tenía tan irritados que parecían rojos.

– No sé qué demonios pensar -contestó-. ¡Menudo imbécil es ese tipo! Lo digo porque lo mínimo que podía haber hecho era llamar a alguien para que buscase huellas dactilares. Estoy de acuerdo en que parece un palo de ciego, pero puede no serlo si…

– No lo necesitamos a él para nada -lo interrumpió Hughes, que le indicó a Harry con un ademán que lo siguiera hacia los ascensores.

– ¿Ah, no?

– Contamos con el Genio. Está al llegar.

No había hecho Hughes más que decirlo cuando se abrieron las puertas del ascensor y asomó un joven negro de aspecto desmedrado. Llevaba una chaqueta de los Detroit Tigers, una gorra de los Detroit Lions, un maletín en una mano y una caja de aparejos de pesca en la otra.

– ¿Te ha visto? -le preguntó Hughes.

– ¡Qué va! Y eso que ha pasado por mi lado. Albert no vería un cadáver aunque colgase del techo.

– Para qué te cuento… Gracias por venir -le dijo Tom-. Harry Corbett… Lonnie Sims, más conocido por el Genio.

Sims dejó la caja de aparejos y le estrechó la mano a Harry con vigor de jugador de rugby.

– Está con nosotros -le dijo Tom a la enfermera del turno de noche al pasar frente a ella-. Es inspector.

Una vez en el interior de la habitación 928, Hughes miró a Harry sonriente.

– Mientras usted estaba con el teniente, he llamado a Lonnie y le he puesto al corriente de la situación. Lonnie y yo fuimos compañeros de curso en la Universidad de Nueva York cuando hice mi master en criminología -le explicó-. Es el mejor especialista en inspección ocular que haya habido nunca. Además, le encanta buscar huellas dactilares.

– Lo último es verdad, amigo mío -dijo Sims, que dejó el kit de aparejos en una silla y lo abrió-. Muy cierto.

– Un amigo mío, Doug Atwater, tiene mucha influencia -dijo Harry-. Es probable que lo haya visto, Tom. Estuvo aquí hace un rato.

– ¿Uno alto, bien parecido y rubio?

– Exacto. No tendrá problemas en acceder al registro de huellas dactilares, que debe de estar en seguridad o en el departamento de personal.

– Estupendo -dijo Sims tras ponerse unos guantes de goma y darles sendos pares a Harry y a Tom-. Conozco a uno del laboratorio del FBI que también puede ayudarnos. Ahora vamos a hacer una pequeña reconstrucción. Tú, Tom, dile a tu hermana que nos oriente, y procura no tocar nada, sobre todo las barandillas metálicas de la cama. Usted, Harry, hará el papel del misterioso intruso. Y tampoco toque nada.

– De acuerdo -asintió Harry, que miró a Maura y luego a Evie.

Su esposa ni siquiera adoptaba ya la postura de «descerebración». Estaba claro que Evie llevó una doble vida, por lo menos desde sus relaciones con Caspar Sidonis. ¿Habría tenido otros amantes? ¿Su muerte se debería a la relación con alguno de ellos?, pensó Harry mientras iba hacia la puerta para representar su papel en la reconstrucción de lo ocurrido.

De una cosa estaba casi seguro el doctor Corbett: los análisis de las muestras de sangre de Evie, que podían tardar días o incluso semanas, revelarían algo anormal.

Al día siguiente, sacarían a Evie de allí y limpiarían la habitación. Si querían encontrar huellas dactilares del misterioso médico, tenían que intentarlo ahora.

– ¿Por qué lo llaman Genio? -le preguntó Harry a Lonnie Sims, que se encogió de hombros y miró a Tom.

– Porque… verá… -contestó Hughes-. Fue el número uno de nuestra promoción.


* * *

Despuntaba el alba al salir Harry del hospital. La sesión de trabajo con Lonnie Sims duró más de dos horas, y a juzgar por lo que Harry había observado, el tal Sims era un verdadero genio.

– La clave está en el pulgar -le había dicho Lonnie-, en ese versátil y solapado pulgar. La mayoría de los forenses, que se llaman expertos, tratan de fijar la superficie de las cosas, por lo que espolvorean por encima, pero la clave está en fijar la parte inferior.

Sims se dejó orientar por Maura y guió a Harry y a Tom para que, con lentos movimientos, reconstruyesen media docena de escenas probables. Los observaba atentamente y, cada vez que decidía marcar un punto para detectar huellas, les pedía que permaneciesen inmóviles.

Maura les aseguró que el misterioso médico no llevaba guantes de goma. Sims espolvoreó bajo las bandejas de las camas y en la cara inferior de las barandillas, e hizo otro tanto con los pomos de las puertas, las bombillas, ambas caras de las cabeceras y de los pies de las camas. No olvidó ni los apliques del cuarto de baño. Utilizó polvos especiales, una linterna de luz infrarroja, lupas y una minúscula y ultramoderna cámara fotográfica. De las cincuenta huellas que tomó, sólo algunas eran lo bastante claras.

Sims les aseguró que si Doug Atwater podía facilitar el acceso al archivo de huellas dactilares del departamento de personal, podían hacer un análisis útil.

Cuando Sims hubo cerrado la caja de aparejos y el maletín y hubo salido con Tom Hughes de la planta 9 del edificio Alexander eran las tres de la madrugada. Harry llamó entonces a Phil y a la familia de Evie. Luego se sentó junto a la cama y estuvo un rato casi a oscuras, pensando en todo… aunque en nada concreto.

– Y ahora tenga cuidado, Gene -le dijo Maura al ver que iba a salir de la habitación.

Hasta entonces no se percató Harry de que estaba despierta. Sólo había permanecido en silencio para no molestarlo durante aquellos minutos, que podían ser los últimos que pasara con Evie. Aunque también era posible que se le hubiese pasado el efecto de los calmantes. Quizá las espeluznantes imágenes del delírium trémens hubieran dejado de atormentarla. O acaso tuviera la suficiente fuerza de voluntad para mantenerlas a raya durante un rato.

– Lo tendré -dijo él-. Téngalo usted también, Maura. Y gracias por su ayuda.

Al dejar la planta, Harry se detuvo en el mostrador de las enfermeras y firmó la autorización para que dispusieran de los órganos de Evie. Pensar que el corazón por el que tanto habían rezado no tardaría en latir en otro pecho mitigó un poco la profunda tristeza que sentía, pero no lograba superar su confusión ni su pesimismo.

Las calles estaban casi desiertas. Emocionalmente exhausto, Harry volvió a casa en el coche. Lo veía todo a través de una opresiva bruma.

Dejó el coche en el parking que había a una manzana de su casa.

Como de costumbre, Rocky Martino, el portero de noche del edificio de apartamentos, se había quedado dormido en su raído sillón de piel, a la vista de todo aquel que mirase a través de los cristales de la entrada.

Aunque nunca lo reconociese, Rocky tenía más de sesenta años. Tampoco reconocía beber más de lo recomendable ni hacerlo, además, durante el trabajo, como sabían perfectamente todos los vecinos. Despedir a Martino estaba en el orden del día de casi todas las reuniones de la comunidad de vecinos desde que Harry vivía allí. Pero nada grave había ocurrido durante el turno de Rocky, y como, por otro lado, era un hombre amable, no lo habían llegado a echar.

Aunque Harry pensó en llamar primero con los nudillos en el cristal o pulsar el timbre, optó por usar sus llaves. Rocky se levantó en cuanto oyó el metálico ruido de la cerradura.

– ¡Menudo susto me ha dado, doctor! -exclamó Rocky al abrirle la contrapuerta-. Creía que ya se habían recogido todos esta noche. ¿A qué hora ha salido usted?

– ¿Qué quiere decir?

– Que no lo he visto salir después de que le subieran lo del «chino».

– ¿Del «chino»? ¿Para mí? -exclamó Harry, alarmado.

– Por supuesto.

– ¿Y por qué no me ha avisado usted por el interfono?

– Pues… Bueno… Sí lo he avisado.

– ¿Y ha visto volver a salir al chico del restaurante?

Rocky estaba ya visiblemente asustado y decidido a mentir.

– Claro -contestó-. Ha subido y ha vuelto a bajar.

– ¿A qué hora ha venido? -dijo Harry dirigiéndose hacia el ascensor.

– No me acuerdo, doctor. A las diez… o quizá a las once. ¿Por qué?

Harry entró en el ascensor y sujetó las puertas para que no se cerrasen.

– Pues, verá, Rocky -contestó Harry de mal talante-, porque no he estado en casa en toda la noche, ni he pedido nada al restaurante chino.

El apartamento estaba cerrado con llave, pero eso no significaba nada. La puerta era de seguridad y tenía una alarma conectada al circuito de la comisaría del barrio, pero ni él ni Evie la conectaban nunca, salvo que estuviesen en casa. En una ocasión, Evie olvidó las llaves dentro y el conserje le abrió con la tarjeta magnética que tenía a modo de llave maestra.

Harry pensó en llamar a la comisaría y no entrar, pero estaba agotado y la policía podía tardar horas en llegar.

Al abrir la puerta lo sorprendió ver que había luz en el salón y en toda la casa. No le hizo falta pasar del recibidor para notar que habían revuelto todo el piso. Pensó que, quien fuera, podía seguir aún en el interior.

Cualquier persona sensata habría bajado de inmediato al vestíbulo para llamar desde allí a la policía, pero en aquellos momentos no era precisamente la sensatez lo que lo inspiraba. Fue pasillo adelante y casi deseó que el intruso se abalanzase sobre él. Necesitaba con urgencia pegarle a alguien.

Aunque en el apartamento no había nadie, se lo habían puesto todo patas arriba: le habían descolgado todos los cuadros; los cajones de cómodas, coquetas y mesillas de noche estaban por el suelo; los colchones estaban fuera de las camas y todo lo que contenían los armarios encima; incluso le habían levantado las alfombras. Daba la impresión de que buscasen una caja de seguridad, en cuyo caso se habrían llevado una desilusión. Nunca tenían mucho dinero en casa, y las joyas que tanto atesoraba Evie -que eran, con mucho, su pertenencia de mayor valor- estaban en la caja de seguridad de un banco. Con todo, Harry echó en falta muchas cosas. El joyerito de Evie estaba vacío, y su abrigo de visón no aparecía por ninguna parte; también les habían robado la cubertería de plata, algunos objetos de cristal auténtico, varios cuadros pequeños y un dibujo de Picasso, que Evie conservaba de su primer matrimonio y que podía valer unos quince mil dólares.

Sin embargo, donde habían entrado de verdad a saco era en el pequeño estudio. Los cajones de la mesa del despacho -hechos trizas igual que el sillón- se los habían vaciado, y todo el contenido estaba amontonado junto a una pared. Los libros de la biblioteca, cuyas estanterías cubrían por completo las paredes, estaban en el suelo.

Allí había algo muy raro, pensó Harry. Les habrían entrado a robar, eso estaba claro, pero a robar con un objetivo concreto.

Fue entonces a la cocina, que estaba tan destrozada como el resto de las estancias de la casa. Harry miró en derredor y reparó en que encima de la mesa había cuatro cajas de cartón sin abrir, y en cada una de ellas había un plato de cocina china, ya frío. Encima de una de las cajas había una bandejita de papel de aluminio con un pastelillo de la suerte. El primer impulso de Harry fue agarrar las cajas y estamparlas contra la pared, pastelillo incluido, pero le pudo la curiosidad.

«La luz de la buena suerte seguirá iluminando tu camino», decía en el interior del dulce augurio.

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