Capítulo 31

Era casi medianoche. Harry oyó que Maura llamaba discretamente con los nudillos en la entreabierta puerta de su dormitorio.

Harry estaba echado boca arriba. Trataba de coger el sueño, aunque sabía que le iba a costar bastante porque estaba muy desvelado. El horizonte parecía algo más despejado para ellos, como ya se adivinó desde que Maura lo convenció de que contratase a Walter Concepción.

Kevin Loomis acababa de dejarle un mensaje en el contestador. Quería hablar con él. Iba a llamarlo por la mañana. Poco a poco, el círculo se estrechaba. Paso a paso, se acercaban al asesino de Evie y de Andy Barlow.

– Entre. Estoy despierto -dijo Harry.

– ¿Quiere que tomemos una taza de té y que le haga un rato de compañía?

Maura llevaba unos holgados pantalones de algodón y un top. La luz del pasillo le daba un vaporoso aspecto. Si lo que se proponía en aquellos momentos era resultar atractiva y sensual, lo había conseguido. Harry se incorporó y le indicó con un ademán que se sentase a los pies de la cama, a prudente distancia.

– El té no me apetece, pero un poco de compañía sí.

Un poco de compañía. Harry se sintió atraído hacia ella en cuanto se vieron en el apartamento de Maura, y su interés iba en aumento. Era una bobada, se decía Harry. Y además era peligroso. Ambos eran frágiles y vulnerables. Su esposa había muerto hacía sólo unas semanas y Maura convalecía; por tanto, tenían problemas muy graves que afrontar. (Por lo pronto, a un loco que quería matarlos.)

– He decidido volver a casa mañana, Harry -le anunció ella.

– No tiene por qué -dijo él, que trató de disimular su sorpresa y su contrariedad.

– Ya lo sé, pero tarde o temprano tendré que marcharme. No es que huya de nada, y espero que lo entienda así. Es sólo que, de pronto, no puedo pensar más que en las ideas que tengo en la cabeza para pintar. Veo flashes que cruzan mi mente como cometas.

– Eso está muy bien, pero me parece peligroso.

– Por lo que al asesino se refiere, sí -convino ella-. De todas maneras, también corro peligro aquí. Hasta que no lo desenmascaremos no estaremos tranquilos en ninguna parte. De lo que ya estoy a salvo es del alcohol. Eso era para mí lo más preocupante, más aún que el asesino. En la reunión de AA de esta noche me he acabado de convencer. No voy a bajar la guardia, y seguiré asistiendo a las reuniones. Pero estoy segura de que no voy a reincidir. Casi doy por bien empleado lo ocurrido, si ello conduce a liberarme de la esclavitud del alcohol. Sin embargo… -añadió, sonriente-, ahora necesito estar sola, y creo que usted también.

Maura se arrodilló en la cama y se sentó en los talones. Su cuerpo quedaba a media luz. Harry trató de recordar la última vez que hizo el amor con Evie; la última vez que realmente sintió algo por ella. Estaba excitado. Aunque llevaba días agobiado por el deseo sexual, hasta entonces había logrado dominarse. Pero ¿y ahora? Alargó el brazo y le cogió la mano.

– No necesito estar solo, ni quiero que se marche.

Ella se le acercó. Al aspirar su fragancia comprendió que ya era inútil toda resistencia.

– No me conoce, Harry -dijo ella-. Soy dura. Podríamos decir que soy una devoradora de hombres -añadió con el entrecejo fruncido.

Harry echó el cuerpo ligeramente hacia atrás y la miró con fingido espanto.

– Apuesto a que lo ha oído en alguna película.

– Pues sí: en una de la Garbo, me parece, aunque me seduce poner en práctica mi propia versión. Bromas aparte, no crea que es del todo falso. Lo cierto es que ya ni me acuerdo de cuándo tuve relaciones con alguien que me importase de verdad, salvo como autoafirmación.

– No necesita mucho para afirmarse -dijo él-. Es muy atractiva.

– ¿Incluso calva?

– Pero… ¡si tiene ya una mata de pelo que es una preciosidad! Bueno… dejémoslo en brote, aunque así le veo mejor la cara.

Harry la atrajo hacia sí y le acarició los pezones con delicadeza. Ella gimió quedamente y recostó la cabeza en su pecho.

– Lo deseaba desde que te vi subir las escaleras de mi apartamento, Harry. Pero tengo miedo. Acabamos de pasar los dos por muy duras pruebas, de las que duelen de verdad.

– No importa que no hagamos el amor. Podemos quedarnos así, tranquilamente.

Ella deslizó la mano hasta sus shorts.

– No dejes que te haga caso, Harry.

Recostado en el cabezal de la cama, Harry la besó con suavidad en los labios y en el cuello. Ella se arrodilló a horcajadas encima de él y se quitó el top. Harry la besó entonces en la boca a la vez que le acariciaba los pechos.

– Hacer el amor sobria va a ser toda una novedad para mí.

– No tenemos por qué hacerlo esta noche.

– Calla, Harry, y escúchame. No me atrevo a hacer el amor contigo sin… adoptar precauciones. No sé cuánto tiempo hará que… No obstante, ya sabes que muchas veces una alcohólica no sabe lo que hace.

– Tranquila. Evie era una experta en preservativos. Están en el cajón de la mesilla de noche. Llevan ahí meses. Creo que la caja está sin abrir.

– Pues la abriremos.

Se besaron con ardor. Él introdujo la mano por sus pantalones, la dejó resbalar hasta las nalgas y la deslizó luego entre los muslos. En seguida notó su humedad. Maura dejó que le acariciase el clítoris todo lo que pudo resistir. Luego, ella le bajó los shorts y lo besó por todo el cuerpo.

– Despacito, Maura -le rogó él-. Estoy… muy desentrenado. Y quiero que dure.

– ¿Quién dice que vamos a dejarlo en el primero? -le susurró ella a la vez que lo ayudaba a bajarle los pantalones.

Completamente desnuda, con su blanquísima piel y su incipiente pelo, resultaba la mujer más sexy que Harry había tenido jamás entre sus brazos.

Ella estaba boca abajo, con las piernas separadas. Harry se arrodilló por detrás y, con las rodillas, le separó un poco más las piernas. Estaba tan excitado y tenía el pene tan erecto que le dolía. Le besó la cara interna de los muslos y le acarició la entrepierna. Ella estaba a punto… muy a punto.

– Por favor, Harry -musitó ella-. Por ahí no. Quiero verte la cara la primera vez. Quiero ver tu maravilloso rostro.

La besó en la nuca y la ayudó a darse la vuelta. Ella levantó las rodillas y atrajo el pene hacia sí.

– No dejes de mirarme -le susurró ella a la vez que lo ayudaba a penetrarla-. Por favor, cariño, no cierres los ojos. Así, espera sólo un poquito. No cierres los ojos. Quiero que veas cómo gozo contigo, cómo me gusta tenerte dentro.


* * *

La luz de la mañana se filtraba por los postigos. Sonó el teléfono. Harry no recordaba a qué hora se quedó dormido, pero no podía hacer mucho rato. Habían hecho el amor y, tras descansar un poco, repitieron. Luego se ducharon, comieron un poco y volvieron a hacer el amor.

– Si estás así a los cincuenta… -le dijo Maura, jadeante-, casi me alegro de no haberte conocido a los veinticinco.

– Tú tenías sólo once años.

– Por eso, por eso…

Una hora después, ella le besó las cicatrices de la espalda. Harry ya le había contado lo de Nhatrang.

– Me parece que ya puedes contarme la verdad de lo que sea -dijo ella-. Lo comprenderé. ¿Cómo se llamaba ella?

El teléfono no dejaba de sonar. Harry alargó el brazo para cogerlo y ella se desperezó. El reloj digital de la radio marcaba las 7.50.

– Diga.

– ¿Harry?

– Sí.

– Soy Doug, Harry. Perdone que lo haya despertado.

– Llevo horas despierto.

Maura estaba ya bastante despejada y empezó a hacerle cosquillas a Harry por debajo de la sábana. Él le apartó la mano y apenas logró contener la risa.

– ¿Se puede saber qué pasa, Harry? -preguntó Atwater.

A juzgar por el tenso tono de su voz, estaba claro que no se refería a lo que ocurriera en aquellos momentos en el dormitorio de Harry.

– ¿A qué se refiere? -dijo Harry.

– ¡A los carteles! Por favor, Harry, somos amigos. Le ruego que no se burle de mí.

Harry se incorporó en la cama, sobresaltado. Maura comprendió que había problemas y se incorporó también.

– Pues tiene que creerme, Doug. No sé de qué me habla.

– Han pegado carteles en todos los tablones de anuncios de nuestro hospital y, por lo menos, de otros dos. Carteles con ocho versiones de un retrato-robot del hombre que usted cree que mató a su esposa. Owen está furioso.

Harry masculló por lo bajo y tapó el micrófono del teléfono con la mano.

– Han pegado carteles por todo el hospital. Ha tenido que ser Walter -dijo Harry, que retiró la mano del micrófono para volver a dirigirse a Atwater-. Le juro, Doug, que no ha sido cosa mía, sino de una persona que contratamos para ayudarnos. Le advertí que no lo hiciera, pero, por lo visto, no me ha hecho caso. ¿Hay algo más en los carteles? Me refiero a si sólo es la fotografía o dicen algo.

– Claro que… dicen algo. Escuche, Harry, que no soy imbécil. No me trate como si lo fuera.

– Por favor, Doug, ¿qué dicen?

Harry oyó que Atwater suspiraba para tratar de dominarse.

– Dicen que se busca al hombre de la fotografía por el asesinato de Evelyn DellaRosa y que cualquiera que tenga información lo llame a usted al número de teléfono que acabo de marcar. Se ofrece una recompensa de cincuenta mil dólares por cualquier dato que conduzca a su detención.

– ¿Cuánto?

– Cincuenta mil.

– ¿Cincuenta mil?

– Owen está que se sube por las paredes, Harry.

– Dígale que lo siento. Lo llamaré para explicárselo, y haré que retiren los carteles.

– Es que no se trata sólo de este hospital, Harry. Han llamado de la universidad. Y me temo que haya carteles por todas partes.

– Me ocuparé de ello, Doug. Haré que los retiren.

– ¿Quién ha sido?

– Nadie que usted conozca. Gracias, Doug. Gracias por avisarme.

Harry colgó con cara de circunstancias.

– Tampoco se puede decir que sea alguien que yo conozca de verdad -musitó-. ¿Podrías localizar a tu hermano ahora, Maura?

– Supongo que sí.

– Quiero saber si ha ejercido alguna vez en Nueva York un detective privado llamado Walter Concepción.


* * *

Kevin Loomis llamó a las nueve en punto. El contestador había grabado tres mensajes anteriores aquella mañana: uno era de un empleado de mantenimiento del CMM, otro del hospital Universitario y el último del psiquiátrico de Bellevue. Los tres daban cuenta de haber visto al hombre del cartel. Dos de las personas que dejaron mensaje pedían un anticipo de la recompensa prometida, para dar más información.

Harry fue a buscar un bloc a su despacho y anotó los mensajes con la idea de llevar una especie de diario sobre el caso. También programó el contestador para filtrar llamadas.

– ¡Condenado Walter! -exclamó Harry tras oír cada uno de los mensajes.

Loomis lo llamó desde un teléfono público. Se limitó a decirle que estaba dispuesto a verse con él. Lo notaba tenso, pero no excesivamente.

– Lo aguardaré en la esquina sudoeste del cruce entre la Tercera Avenida y la calle 51. Esta noche a las once -dijo Loomis-. Lleve una gorra de béisbol. Lo reconoceré.

Loomis colgó sin darle tiempo a Harry a hacerle ninguna pregunta.

Durante la media hora siguiente se produjeron otras dos llamadas para pedir aclaraciones sobre la recompensa. Contestó Maura, que no creyó que ninguna de las dos llamadas fuese muy prometedora.

– Vamos a tener que ingeniárnoslas para filtrar el aluvión de llamadas que se nos vendrá encima -comentó Maura-. Si la persona que llame, nos pone en la pista del hombre que buscamos, la escucharemos; de lo contrario, nada.

– Yo no tengo cincuenta mil dólares, Maura.

– Calma. Lo primero es lo primero -dijo ella-. ¿No recuerda que ésa fue precisamente la recomendación de la persona que habló anoche en AA?

– ¡Madre mía! ¡He creado una sanguijuela!

La tercera llamada fue de Tom Hughes. Indagaría, pero, así, de memoria, no recordaba haber oído hablar nunca de un detective privado llamado Walter Concepción. Nada más colgar, Harry llamó a la casa de huéspedes en 1a que se alojaba Concepción. Contestó el propio Walter.

– Vamos a ver, Walter, quiero saber quién puñeta es usted y por qué quiere fastidiarme de esta manera.

Se hizo un largo silencio.

– ¿En… su casa o en la mía? -dijo al fin Walter.

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