– El médico estará en seguida con usted.
En cuanto Ray Santana le oyó a Orsino decir estas palabras supo que iba a morir, y a morir de un modo espantoso.
Habían pasado unas diez horas desde que le retiraron la adhesiva venda de los ojos. Llevaba diez horas amordazado y atado a un sillón de alto respaldo, con la cabeza y el mentón tan bien sujetos con esparadrapo que no podía moverlos. Después de diez horas sin dejar de oír la música y las canciones de los mariachis que le llegaban desde la calle y de saber a ciencia cierta que lo iban a liquidar, le hubiese dado igual que el jolgorio de la fiesta de Nogales se hubiese celebrado en Marte.
Llevaba diez horas sin ver más movimiento que las idas y venidas de una enorme cucaracha, una cucaracha de unos cuatro centímetros de largo que asomaba de una grieta de la enmohecida pared del sótano y deambulaba sin prisa hasta llegar al suelo.
Ray seguía a la cucaracha con la mirada hasta que dejaba su campo de visión y aguardaba a que reapareciese. Estuvo un rato pensando en las cucarachas (en cómo se apareaban, y en si elegían pareja para toda la vida); y también pensó en su familia: en Eliza, que solía cantar mientras preparaba sus extraordinarias paellas…, en su hijo Ray zambulléndose de cabeza en el agua por donde cubría. Durante unos momentos pensó en cómo fue su vida antes de conocer a Eliza; en su pandilla (los Road Warriors), en las drogas… en su decisión de dejar la pandilla e intentar cursar una carrera… en lo irónico que resultaba haber terminado como agente secreto de la DEA.
Ahora, después de diez años de intensa dedicación, iba a conocer al Doctor. Y pronto, muy pronto, sospecharía de él…; muy pronto moriría.
Aunque no alcanzase a comprender la razón, todo se vino abajo cuando estaba a punto de culminar una labor de casi tres años, porque ya había llegado la hora de ponerlo en manos de la policía y de los jueces. Su tapadera había sido tan sólida y hermética como siempre. La reunión para entregar las pruebas a Sean Garvey (su contacto de la Central) se había rodeado de las medidas de seguridad propias de la Prioridad Uno (cuatro horas de movimiento ininterrumpido, media docena de señuelos y de coberturas y un camino por el que era imposible seguirlos). No obstante, de pronto todos los hombres de Alacante se les echaron encima, y en cuestión de segundos se acabó. Ni un disparo les dio tiempo a hacer para defenderse. No hubo el más mínimo forcejeo. Así. Visto y no visto.
A Garvey lo habrían encerrado vaya Dios a saber dónde. A Ray le vendaron los ojos, lo embutieron en el maletero de un Mercedes y lo llevaron de vuelta a la ciudad. Al cabo de una hora, lo arrastraron hasta el sótano de una casa y luego, a través de un húmedo túnel, hasta otra sección del sótano.
Ray se preguntaba si el Doctor habría ido ya a ver a Garvey.
El bueno de Garvey resistiría lo justo antes de dar nombres porque, pese a su talante de hombre duro, era débil, se decía Ray. En cuanto derramase una gota de sangre, en cuanto sintiese verdadero dolor (el que le produjese un electrodo, un cuchillo, un destornillador o cualquier otra cosa que utilizasen), cantaría de plano. Largaría hasta el último nombre que supiese, convencido de que si no se ponía demasiado pesado con los hombres de Alacante, a lo mejor no lo mataban. Craso error.
«… ¿Tijuana?… Ah, pues ése debe de ser un tal Gonzales. Hace tres años que tiene un tenderete de fruta en el centro, pero en realidad es un agente del FBI… ¿Veracruz? Sí. A ése también lo conozco…»
«Perdona, Garvey -pensó de pronto Santana-. Me hago cargo… qué puñeta. Yo soy un activista y tú un tío de despacho. Yo aquí como un tótem, pensando que eres una mierda por flojear ante ellos. Pero es que a mí aún no me han tocado. Además, tú no sabes ni la décima parte de lo que yo sé sobre los agentes que operan sin cobertura en territorio mexicano. Y no pienso soltar prenda, pase lo que pase, que de algo ha de servirme el entrenamiento con los Road Warriors, bastante más duro que lo que estos cabrones me hagan aquí. Así que… tú haz lo que puedas, Garvey. Haz lo que puedas y, eso sí, no se lo pongas demasiado fácil.»
Pasó otra media hora, o quizá algo más. Santana cerró los ojos y deseó… desearse la muerte o, por lo menos, el sueño. El aire del sótano estaba muy viciado y olía a moho. Aspirarlo a través de la nariz le resultaba tan trabajoso que se le hacía imposible dormir.
Qué ironía. En tres años había acumulado la suficiente información como para procesar a varias docenas de personas por delitos graves. En lo único que en realidad había fallado era en no determinar el trazado del famoso Conducto de Alacante (un túnel que conectaba varias casas del Nogales de Arizona con otras tantas del Nogales de México). Ahora, sin embargo, salvo que estuviese muy equivocado, no sólo había descubierto el Conducto sino que lo había recorrido.
Eliza tenía razón, como de costumbre: debió haberlo dejado cuando aún estaba a tiempo, establecerse en el negocio de ajardinado de parcelas del que siempre hablaba y dejar las heroicidades para los chiflados. Ahora…
Oyó un chirrido por detrás (una sección de la pared que se abría como una puerta). Instantes después vio aparecer a Orsino.
Como hombre de confianza de Alacante y frío asesino, Orsino había sobrevivido a la herida que le produjo un disparo de fusil, que le arrancó la mitad del labio inferior y parte de la mandíbula. Sólo le quedaba el lado derecho de la boca, aunque, quién sabe, quizá Orsino se gustase más así, pensó Ray
– Ya es hora -masculló Orsino con el infatuado orgullo del parásito que vive a la sombra de una leyenda-. Ya es hora de que lo vea el Doctor.
Un cuarentón de aspecto corriente y mediana estatura apareció en el sótano. Lo más destacable de su fisonomía era que no había nada que lo fuese. No era bien parecido ni tampoco feo. Ninguna de sus facciones era desproporcionada. No tenía entradas ni llevaba gafas. Tenía el pelo castaño y lo llevaba corto. No tenía tics ni cicatrices.
Empujaba una carretilla de acero inoxidable en la que llevaba un raído maletín de piel. Le dio la espalda a Ray para abrirlo.
Ray crispó de tal modo las manos, asidas a los brazos del sillón, que los nudillos le quedaron blancos.
– Me llamo Perchek; doctor Antón Perchek -dijo el hombre.
A Santana se le hizo un nudo en el estómago. La saliva le sabía a bilis. Aquel nombre era una sentencia de muerte. El Doctor. En la Agencia (en Washington) todos sabían quién era Perchek, aunque, que Ray supiese, nadie lo había visto nunca más que en fotografía.
– A juzgar por su expresión, le suena mi nombre -dijo Perchek sonriéndole enigmáticamente-. Eso está bien. Eso está muy bien.
Ray tenía la boca reseca.
El doctor Antón Perchek era un médico nacido y formado en la extinta Unión Soviética. Hacía tiempo que había abandonado su país de origen. Ahora era un apátrida.
A lo largo de los años, el Doctor se había labrado la reputación de ser el mejor en lo suyo: mantener a cualquier torturado con vida, despierto y sensible. Rara vez estaba sin trabajo (Sri Lanka, Bosnia, Paraguay, Irak, Sudáfrica, Haití). Dondequiera que hubiese conflictos o represión política había demanda para sus servicios. Incluso se rumoreaba, aunque sin pruebas, que había hecho ocasionales trabajos para la CÍA. Y un gran jurado federal había procesado a Perchek, en rebeldía, por complicidad en la muerte de varios agentes secretos norteamericanos. Ray había conocido muy bien a dos de ellos.
– Bien, señor Santana -dijo el Doctor en un español sin acento pero inexpresivo-. ¿O prefiere que lo llame Ray?
El Doctor aguardó a que Santana contestase, pero, al darse la vuelta, reparó en el esparadrapo que lo amordazaba.
– Perdone, señor Santana, no me había fijado -dijo Perchek riendo por su pequeño despiste-. Por favor, Orsino.
El lugarteniente sonrió con su media boca, se acercó a Ray y le arrancó sin contemplaciones el esparadrapo de la boca y el del mentón.
– Bien: ¿Santana o Ray? ¿Qué prefiere? -insistió Perchek.
Ray relajó los músculos de la mandíbula y miró al Doctor.
– Me da igual.
– Más fácil entonces.
A juzgar por su acento, nadie hubiese dicho que Perchek se había criado en la ya desaparecida Unión Soviética. Hablaba doce idiomas. Su inexpresivo rostro esbozó una sonrisa dirigida a Ray, que reparó entonces en que en la cara de aquel hombre había algo que no tenía nada de inexpresivo: sus ojos. Tenía la mirada más dura y los iris más pálidos (casi traslúcidos, gélidos, de un azul acerado) que había visto nunca en un ser humano.
– No sé a qué viene todo esto -dijo Ray trabajosamente.
– No se preocupe, que lo ayudaremos a averiguarlo -repuso Perchek con un talante impasible sólo alterado por los destellos de sus acerados ojos.
Perchek le pasó a Orsino un trozo de bramante y señaló a la lámpara que pendía del pecho. Cuando Orsino hubo atado el bramante, Perchek siguió unos instantes el balanceo del cordel. Luego, sacó de su maletín una botella de plástico que contenía una solución intravenosa, le conectó un tubo de goteo y la colgó del bramante.
– Es una solución salina normal, al cero coma nueve por ciento -le informó Perchek mientras se ponía unos guantes de goma
El Doctor le ató un torniquete de látex por encima del codo izquierdo y aguardó unos segundos a que las venas se dilatasen; después le inyectó un catéter intravenoso con la facilidad de quien ha realizado la misma operación centenares de veces, y le fijó al otro brazo el manguito para tomarle la presión arterial.
– Escúcheme -dijo Ray con tanto aplomo y ponderación como pudo-. Tiene que escucharme, Orsino. Me estaba trabajando a ese agente del FBI, a Garvey. Me iba a vender información acerca de la nueva estrategia de la DEA contra Alacante.
– Mentira -le espetó Orsino.
– Es la verdad.
– Ya veremos lo que es verdad y lo que no -dijo Perchek, a la vez que introducía en una jeringuilla grande una solución ligeramente turbia.
Luego insertó la larga aguja a través de la goma del tubo y fijó la jeringuilla al antebrazo de Ray con esparadrapo.
– Lo veremos muy pronto -insistió Perchek-. ¿Orsino?
Orsino se arrodilló y se colocó de tal manera que la cara le quedó a unos treinta centímetros de la de Ray Santana. El aliento de Orsino, que apestaba a tabaco y a ajo, echaba para atrás. Ray sintió repugnancia al ver la amarillenta y carcomida dentadura del ayudante del Doctor.
– Nombres -lo apremió Orsino con una burbujita de saliva en el lado bueno de la boca-. El de los agentes mexicanos. El de todos ellos.
Ray dirigió la mirada hacia Perchek, que estaba de pie. Se preguntó qué debía de tenerle reservado en el desvencijado maletín. El suero de la verdad, quizá. Era bien sabido que Perchek solía dejar el trabajo sucio a sus subalternos. Él se limitaba a utilizar sus drogas para mantener a las víctimas vivas y conscientes. Sin embargo, se le hacía cuesta arriba creer que el obtuso Orsino tuviese la paciencia y la habilidad necesarias para graduar convenientemente el dolor.
– No conozco ninguno, Orsino -dijo Ray-. Tiene que creerme.
Durante su año de formación en la Agencia, él y sus compañeros compartían algunas clases con sus homólogos de la CÍA. Una de las materias se centraba en cómo afrontar un interrogatorio hostil. Los alumnos la llamaban «Tortura 101». El instructor, un ex piloto de combate llamado Joe Dash, había pasado cuatro años en un campo de concentración del Vietcong. Le arrancaron los ojos.
«Hay tres cosas que deben ustedes tener en cuenta cuando los sometan a un interrogatorio hostil -subrayaba Dash, que siempre creía que eran tres los puntos esenciales sobre cualquier materia. Tres… ni uno más ni uno menos-. Primera, que cualquier cosa que les prometan a cambio de sus respuestas es mentira. Segunda, que si no les dicen lo que quieren oír es probable que opten por no matarlos y seguir con el interrogatorio otro día. Y tercera, y más importante, que mientras sigan con vida cabe la posibilidad de que los liberen.»
– Queremos esos nombres -insistió Orsino.
– Le juro que no conozco ninguno. Tiene que creerme.
«Al ser sometidos a un interrogatorio hostil pasarán por tres fases. Conviene prolongar cada fase todo lo humanamente posible. Primero nieguen saber nada. Y persistan en negarlo. Luego, reconozcan que saben algo, pero den información falsa y, a ser posible, que les cueste comprobarla. Cuanto más tarden en comprobar que mienten, más aumentarán sus posibilidades de que los liberen. Créanlo, porque a mí me liberaron. La tercera fase consiste en decirles lo que quieren oír. Que lleguen a esta fase o no depende bastante de su entereza y de la habilidad de quienes los interroguen.»
Orsino alargó su rolliza mano y le pellizcó a Ray la mejilla con saña.
– Me alegro de que no nos los haya dicho -farfulló Orsino, que se hizo a un lado.
Ray sintió un estremecimiento al reparar en la acerada mirada del Doctor.
– ¿Sabe usted algo de química, Santana? -preguntó Perchek-. Bah. No importa. Quizá le interese saber el nombre científico de la sustancia que contiene la jeringuilla. Pero… es demasiado largo, y complicado.
– Muy interesante -dijo Ray.
– Para abreviar lo llamamos hiconidol hidrocloruro. Lo sintetizó un químico amigo, pero la idea fue fruto de mis investigaciones.
– Bravo.
– Verá, Santana: en el extremo de cada nervio del cuerpo humano hay un neurotransmisor que lo conecta con el nervio contiguo y lo activa. Este nervio, a su vez, activa al siguiente. El mensaje se transmite (con bastante rapidez, la verdad) desde el punto en el que se haya causado una herida hasta el punto del cerebro que acusa el dolor y… ¡uy!
– Muy bien explicado -dijo Santana, tan consciente de lo que se proponía Perchek como de que debía de notarle en los ojos que lo adivinaba.
– El hiconidol es una sustancia casi idéntica, átomo a átomo, al neurotransmisor que canaliza el dolor. Esto significa que puedo activar tales nervios todos a la vez o uno a uno. Piénselo, Santana. Ni heridas… ni hematomas… ni sangre. Sólo dolor. Puro dolor. Salvo para mi trabajo, el hiconidol no tiene el menor interés clínico. No obstante, si algún día lo comercializásemos, creo que el nombre adecuado sería Agonil. Es un producto increíble, aunque lo diga yo. ¿Una pequeña inyección? Un cosquilleo. ¿Una dosis superior? Bueno… supongo que ya lo imagina.
Ray tenía la boca reseca. Le latía el corazón con tal fuerza que estaba seguro de que el Doctor lo notaba.
«No lo haga, por favor -clamó Ray en silencio-. Por favor…» La yema del pulgar de Perchek oprimió el émbolo.
– Creo que empezaremos con algo modesto -dijo el Doctor-, equivalente, poco más o menos, a una fresca brisa en sus alvéolos dentarios.
La última voz que Ray oyó antes de la inyección fue la de Joe Dash.
«Un hombre puede optar por tres maneras de enfrentarse a la muerte…»
Seis años después
Desde hacía doce años, el restaurante Jade Dragón, en la zona alta del West Side de Manhattan, se enorgullecía de tener una cocina excepcional a precios muy razonables. Como consecuencia de ello servían casi cuatrocientos cubiertos los días laborables, con un comedor con capacidad para 175 personas. Los fines de semana superaban los ochocientos cubiertos.
Aquella noche de un cálido viernes de junio había demoras de hasta media hora para conseguir mesa.
Sentado en su lugar acostumbrado, Ron Farrell les comentaba a su esposa Susan y a sus amigos Jack y Anita Harmon lo mucho que había progresado el local desde que él y Susan comieron allí por primera vez diez años atrás. Ahora, aunque habían cambiado de domicilio tres veces, se habían impuesto cenar en el Jade Dragón viernes alternos, solos o en compañía de amigos.
Casi habían acabado ya con un plato, que los Harmon aseguraron era de lo mejorcito de la cocina china, cuando Ron se interrumpió a media frase y empezó a tocarse el abdomen. Súbitamente, sintió retortijones acompañados de arcadas. Le sudaban las axilas y el rostro, y se le nubló la vista.
– ¿Estás bien, Ronnie? -le preguntó su esposa.
Farrell trató de imponerse un lento ritmo respiratorio. Siempre había dominado bien el dolor, pero el que ahora sentía se agudizaba.
– No me encuentro bien -logró decir-. No sé… De repente, me ha entrado un dolor aquí.
– No puede ser por lo que has comido -dijo Susan-. Todos hemos comido lo mismo.
De pronto, Susan se quedó lívida. El sudor le perlaba la frente. Luego, sin que le diese tiempo a articular palabra, ladeó el cuerpo y vomitó sobre el suelo.
De pie junto a la puerta de la cocina del atestado restaurante, el joven ayudante del chef observaba el revuelo que se había organizado, al percatarse los clientes de que los cuatro de la mesa 11 se sentían tan alarmantemente indispuestos.
Sin inmutarse, el ayudante volvió a la enorme cocina y fue a llamar desde el teléfono público (reservado al personal eventual). Marcó un número escrito a mano en una ficha de 8 x 14 centímetros.
– Diga -le contestaron.
– Aquí Xia Wei Zen.
– Sí, dígame.
El ayudante leyó despacio las palabras escritas en la ficha.
– El trébol tiene cuatro hojas.
– Muy bien. Ya sabe donde tiene que ir cuando termine su turno. El hombre del coche negro le recogerá el vial vacío a cambio de lo que queda por pagarle.
El interlocutor del ayudante colgó sin más. Xia Wei Zen miró en derredor para asegurarse de que nadie se fijaba en él y luego volvió a su sitio. El trabajo no se le haría tan pesado en lo que faltaba para terminar su turno. Por lo pronto, le esperaba un buen montón de dinero y, además, habría muchos menos clientes durante lo que quedaba de noche.
La llamada se recibió en la sala de urgencias del hospital Good Samaritan a las 21.47. Cuatro pacientes, con prioridad dos, eran trasladados en ambulancia desde un restaurante chino que estaba a veinte manzanas de allí. El diagnóstico inicial era intoxicación aguda debida a alimentos en mal estado.
Prioridad dos significaba lesiones o enfermedad potencialmente grave, sin peligro inmediato para la vida del paciente.
En el hospital había el trajín habitual de los viernes por la noche. Las enfermeras y los médicos residentes llevaban ya tres horas de retraso en su trabajo rutinario. Las veinte salas de urgencias de que disponía el centro estaban llenas, al igual que la sala de espera. El aire olía a sudor, desinfectante y sangre. Por todas partes se percibía la enfermedad, el sufrimiento y el dolor (los lamentos, el llanto de los niños, la tos incontrolada).
– ¿Ha comido alguna vez en el Jade Dragón? -preguntó la enfermera que atendió la llamada de la ambulancia.
– Creo que sí -repuso la jefa de la planta.
– Pues la próxima vez quizá sea mejor que vaya a un italiano, ya que viene para acá una ambulancia con dos intoxicados, probablemente por alimentos en mal estado. Y nos traerán dos más en seguida: dos hombres y dos mujeres, cuarentones. Con vómitos. Los cuatro a la UVI.
– ¿Constantes vitales?
– De momento, normales, pero, según los de la ambulancia, ninguno tiene muy buen aspecto.
– Vaya manera de aguarles la fiesta a los cuatro.
– ¿Qué habitaciones les damos?
– ¿Es que hay alguna que no esté ocupada?
– Se podría dejar libre la siete, si el doctor Buenamuerte, o comoquiera que se llame, tiene a bien autorizarlo.
– Perfecto. Instalen a quien esté peor allí y a los demás en el pasillo. Les daremos habitación en cuanto podamos. Pídale que le firme también volantes para análisis de rutina y un electrocardiograma para los cuatro.
– Pe eme.
Ron Farrell gruñó de dolor al pasar su camilla al ascensor de urgencias para el traslado. Iba acostado en posición fetal. El dolor de estómago no remitía.
Jack Harmon -que enseguida se había sentido peor que Susan- había llegado en la ambulancia con Ron, que lo vio saludarlo con la mano desmayadamente, al conducirlos a ambos a través de las puertas automáticas hacia la atestada sección de ingresos, intensamente iluminada por los fluorescentes.
Los minutos siguientes transcurrieron entre un alud de preguntas, jeringuillas, espasmos de dolor y exploraciones por parte del personal médico.
A Ron lo condujeron a una pequeña habitación llena de estanterías con material clínico. Junto a una pared había una botella de oxígeno. El personal médico se dirigía a él con cortesía, aunque era evidente que todos estaban desbordados. Que Ron supiese, su médico de cabecera no pertenecía al cuadro del hospital Good Samaritan. No podía hacer nada, salvo aguardar a que le administrasen el calmante que le habían prometido.
– ¿Se encuentra mejor, verdad? -dijo un hombre con fuerte acento extranjero que Ron no pudo identificar.
Todavía en posición fetal, que era la que le resultaba menos incómoda, Ron parpadeó y alzó la vista. El hombre, que vestía uniforme azul, como casi todo el personal de urgencias, le sonrió. La lámpara del techo, eclipsada por su cabeza, formaba un brillante halo a su alrededor y le oscurecía el rostro.
– Soy el doctor Kozlansky -le dijo-. Parece que usted y los demás han sufrido una intoxicación por alimentos en mal estado.
– En ese condenado Jade Dragón. ¿Está bien mi esposa?
– Desde luego. Claro que sí. Está muy bien.
– Menos mal. Me duele muchísimo el estómago, doctor. ¿No podrían administrarme un calmante?
– Para eso precisamente estoy aquí -contestó Kozlansky.
– Maravilloso.
El médico cogió una jeringuilla medio llena de un líquido claro y la vació en el tubo intravenoso.
– Gracias, doctor-dijo Farrell.
– Quizá sea mejor que aguarde a darme las gracias hasta ver… qué efecto le hace.
– Muy bien. Como prefiera…
Farrell se quedó de pronto sin habla. Sintió un horrible vacío en el pecho. Y se percató de inmediato de que su corazón había dejado de latir.
Kozlansky siguió sonriéndole con benevolencia.
– ¿Se encuentra mejor, verdad? -le preguntó.
Ron notó que los brazos y las piernas empezaban a temblarle de manera incontrolable. Se le arqueó la espalda de tal modo que sólo los talones y la cabeza tocaban la cama. Le castañeteaban los dientes. Luego empezó a perder el conocimiento. Sus ideas se hicieron confusas. El pánico que había sentido remitió hasta desaparecer. Al rato, su cuerpo quedó inerte en la cama.
Kozlansky permaneció allí observándolo durante un minuto largo, y después se guardó la jeringuilla en el bolsillo.
– Me temo que ahora debo dejarlo -musitó con voz impersonal-. Le ruego que procure descansar