Capítulo 1

Doce meses después


Harry Corbett había dado ya quince vueltas alrededor de la pista cubierta cuando sintió un dolor en el pecho.

La pista tenía un perímetro de doscientos metros y se hallaba en la terraza del último piso del edificio Gris del Centro Médico de Manhattan. En la planta contigua inferior había un modesto gimnasio equipado con pesas, sacos, esterillas y los aparatos de rigor.

El centro de puesta a punto física, único en la ciudad, estaba reservado exclusivamente para el personal del hospital. Se construyó gracias a un legado del doctor George Pollock, un cardiólogo que había cruzado dos veces a nado el canal de la Mancha. La muerte de Pollock, a los noventa años de edad, se produjo como consecuencia de una caída desde una escalera mientras limpiaba el canalón de desagüe del tejado de su casa de campo.

Al notar el dolor, Harry pensaba precisamente en Pollock y en cómo se sentiría uno a los noventa años. Aminoró un poco la marcha e imprimió a sus hombros un movimiento de rotación. El dolor no cesó. No era un dolor insoportable (de intensidad 2, de acuerdo a la escala que, del 1 al 10, utilizaban los médicos). Pero le dolía.

Harry no quiso dejar de correr. Tragó saliva y se dio masaje en el plexo solar. No acababa de precisar el punto exacto donde le dolía. Según cómo, el dolor parecía localizado debajo del esternón y, según cómo, en la región lumbar.

Aminoró la marcha un poco más -de 8 a 10 minutos cada km-. El dolor se le concentró entonces en el pulmón izquierdo. Pero… no. Se le acababa de desplazar a un punto que se encontraba entre el pezón derecho y la clavícula.

Siguió reduciendo la velocidad y, al poco, optó por detenerse. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en los muslos. No era una angina de pecho, se dijo. No tenía nada que ver con los dolores que llamaban cardíacos. Conocía su cuerpo y, por supuesto, conocía el dolor. No era muy fuerte y, mientras no fuese el corazón, le tenía sin cuidado de dónde procediese.

Harry era consciente de que su razonamiento no era muy lógico; que, nunca, en ningún caso, lo hubiese utilizado para un diagnóstico destinado a un paciente. No obstante, como les ocurría a la mayoría de los médicos, cuando tenían algún síntoma doloroso, su voluntad de no estar enfermos podía más que la lógica.

Steve Josephson, que iba en dirección contraria haciendo jogging, se le acercó.

– ¿Le ocurre algo? -le preguntó.

Sin dejar de mirar a la peraltada superficie de corcho de la pista, Harry respiró profundamente. El dolor había desaparecido como por ensalmo. Aguardó unos segundos para cerciorarse. Nada. Se disipó la duda. No se trataba del corazón en absoluto, se repitió.

– Sí, estoy bien, Steve -contestó-. Siga, siga. Y no se preocupe.

– ¿Sabe qué le digo? Que fue usted el entusiasta del atletismo que me indujo a esta bobada del jogging -bromeó Josephson-. Así que aprovecharé la menor excusa para detenerme.

Steve Josephson sudaba más que Harry, aunque probablemente no había recorrido más que la mitad de distancia. Al igual que Harry, Steve Josephson ejercía la medicina general (especialistas en medicina de cabecera, los llamaba la burocracia). Cada uno cubría uno de los turnos de día. Para el de noche, y para los fines de semana, se turnaban con otros cuatro colegas.

Eran poco más de las seis y media de la mañana (más temprano de lo normal para su diario ejercicio, pero es que aquél iba a ser un día muy ajetreado e importante).

A las ocho, después de la ronda de visitas matutina y de una reunión sobre urgencias en el departamento de medicina general, todo el personal del Centro Médico de Manhattan acudiría al auditorio.

Tras varios meses de entrevistas y estudios, la comisión encargada de determinar si había que reducir o no los privilegios de los facultativos de medicina general del hospital estaba lista para presentar su informe. A juzgar por los rumores que habían llegado a oídos de Harry, las conclusiones de la comisión Sidonis serían duras (casi una castración profesional).

Con una sustancial parte de sus ingresos y de su prestigio en la cuerda floja, el inminente informe bastaba para que a Harry se le declarase una úlcera o tuviese espasmos musculares. El extraño dolor no tenía por qué deberse a nada grave. Además, había algo que lo preocupaba más que el informe de la comisión.

– Llevamos casi un año corriendo juntos tres o cuatro veces por semana -dijo Josephson- y nunca lo he visto detenerse antes de terminar sus ocho kilómetros.

– Bueno, Stephen, eso sólo significa que siempre hay una primera vez para todo -dijo Harry, que al ver la expresión del rostro de su colega, suavizó el tono-. Créame, amigo mío, si fuese algo importante se lo diría, no le quepa duda. Lo que ocurre es que hoy no me apetece correr más, ya que tengo demasiadas cosas en qué pensar.

– Entiendo. ¿Ingresan a Evie mañana?

– Pasado. Su neurocirujano es Ben Dunleavy. Habla de eliminar su aneurisma cerebral como si de la extirpación de una verruga se tratase. De todas maneras, supongo que así, poco más o menos, es cómo lo hará.

Salieron de la pista al acercarse los otros corredores del gimnasio.

– ¿Y cómo está ella de ánimo? -preguntó Josephson.

– En líneas generales está bastante tranquila -contestó Harry encogiéndose de hombros-, aunque… muy encerrada en sí misma, por lo que a sus sentimientos se refiere.

Encerrada en sí misma. El eufemismo de la semana, musitó Harry contrariado. No recordaba cuál fue la última vez que Evie se sinceró con él acerca de algo importante.

– Bueno, pues dígale que Cincy y yo le deseamos que vaya todo muy bien, y que pasaré a verla en cuanto le extirpen esa… verruga.

– Gracias -dijo Harry-. Estoy seguro de que lo agradecerá.

La verdad era que lo dudaba. Aunque Steve Josephson era un hombre amable, inteligente y cariñoso, Evie no podía soportarlo a causa de su obesidad.

«¿No lo has oído nunca respirar? -le preguntó ella una vez, tras alabarle Harry sus virtudes como médico-. Me sentí como si hablase con un toro enfurecido. Y esas camisetas blancas, tan ceñidas, bajo la camisa… me sacan de…»

– Bueno -dijo Josephson al entrar con Harry en los vestuarios-. Antes de pasar a la ducha, ¿por qué no me dice lo que de verdad le ha ocurrido ahí fuera?

– Ya le he dicho…

– Mire, Harry, estaba muy cerca de usted en la pista, y he visto que se ha quedado blanco como la cera.

– No ha sido nada.

– Me he pasado años aprendiendo a no hacer preguntas capciosas. No me haga olvidar lo aprendido.

Para los reconocimientos rutinarios y para actualizar los exigidos por sus respectivas compañías de seguros, Harry y Josephson se reconocían mutuamente, y extendían los correspondientes certificados. Y aunque ambos se urgían a hacerse un chequeo completo, no se hacían caso. Lo más cerca que estuvieron de ello fue al poco de cumplir Harry los cuarenta y nueve años.

Harry, a quien ya obsesionaban la dieta y el ejercicio, había prometido hacerse un chequeo y unas pruebas cardiológicas. Steve, que era seis años más joven pero que pesaba veinticinco kilos más, accedió a hacerse un reconocimiento, a hacer jogging y a adelgazar. Lo cierto, no obstante, era que, salvo las carreras que Josephson se daba en la pista a regañadientes, lo demás estaba sin cumplir.

– He tenido una pequeña indigestión -admitió Harry-. Eso es todo. Por un momento me ha preocupado, pero en seguida se me ha pasado.

– ¿Indigestión? O sea, que, por lo visto, cuando se tiene una indigestión duele el pecho.

– Si hubiese sido un dolor en el pecho, se lo diría, Steve. Sabe usted perfectamente que se lo diría.

– Permítame que lo corrija: sé perfectamente que no me lo diría. ¿Cuántos hombres logró que evacuasen con aquel helicóptero?

Aunque Harry rara vez hablase de ello, a lo largo de los años casi todo el mundo en el hospital había oído alguna versión de lo ocurrido en Nhatrang, o se la había inventado. Según de qué versión se tratase, los heridos que logró evacuar, antes de caer herido gravemente, iban desde tres (que fue lo consignado al concedérsele la condecoración) hasta veinte. En una ocasión le oyó a uno de sus pacientes, de pasada, alardear de que su médico había matado a cien soldados del Vietcong y rescatado a otros tantos americanos.

– No soy un héroe, Stephen. En absoluto. Si creyese que el dolor se debe a algo importante, se lo diría.

Josephson seguía sin convencerse.

– Tiene pendiente conmigo hacerse una prueba de estrés. ¿Cuándo cumple los cincuenta?

– Dentro de dos semanas.

– ¿Y cuándo es la fecha de esa maldición familiar?

– Ah… vamos…

– Fue usted, Harry, quien me lo contó. ¿Cuándo es?

– En septiembre. El primero de septiembre.

– Pues le quedan cuatro semanas.

– Yo… Bueno, está bien. En cuanto Evie se reponga me haré las pruebas. Prometido.

– Le advierto que hablo en serio.

– A pesar de la fama que tiene, siempre lo he creído así.

Harry se desnudó y fue hacia las duchas. Sabía que Steve Josephson no podía dejar de mirar la retícula de cicatrices que tenía en la espalda. Treinta y un fragmentos de metralla. Medio riñón. Una costilla. La impronta dejada por la extracción de todo ello habría encajado de maravilla en un mapa de carreteras. No era difícil imaginar la increíble sensación que debía de sentir Harry al deslizarse los pechos de Evie por las cicatrices, en lo que ella llamaba deber patriótico para con un héroe de guerra. ¿Cuándo fue la última vez? Tenía que reconocer con tristeza que no lo recordaba.

Dejó correr el agua caliente hasta que se vio envuelto en vapor. Faltaban dos semanas para que cumpliese los cincuenta. ¡Cincuenta! No era consciente de haber notado el menor síntoma de lo que llamaban crisis de la mediana edad, aunque, quizá, el acoquinamiento que sentía últimamente fuese un síntoma. Las piezas del rompecabezas de su vida tenían que estar ya más que encajadas, y sin embargo el camino que eligió en su momento se veía constantemente amenazado. Corría peligro de abrirse bajo sus pies.

Recordaba el día en que, en plena convalecencia, decidió renunciar a su carrera de cirujano y consagrar su vida profesional a la medicina general. El año y medio que pasó en Vietnam lo había cambiado. Ya no sentía el menor deseo de estar en primer plano, y no era porque lo afectase en exceso el dramatismo que se vivía a diario en un quirófano. En realidad, seguía gustándole la cirugía. Lo que ocurría era que había terminado por descubrir que su verdadera vocación era la medicina general. «Simplemente.» La única palabra que podía describir la clase de vida que Harry eligió era precisamente ésa: «simplemente». Levantarse por la mañana, intentar ayudar a unas cuantas personas con su salud, cultivar un par de aficiones y, tarde o temprano, instalarse en la armonía. Tarde o temprano, las grandes preguntas tendrían sentido.

Aunque la verdad era que últimamente nada parecía tener sentido. Las grandes preguntas se mostraban tan huidizas como siempre, o más. Su matrimonio se tambaleaba. Seguían sin hijos, pese a lo mucho que los deseaba. La seguridad económica, que confió lograr con los años, iba ligada a una especialidad de la medicina que ya no deseaba ejercer. Siempre se negó a que su profesión fuese un simple medio de ganar dinero. Jamás había tratado de captar pacientes millonarios ni había eludido tratar a nadie porque no pudiese pagar. Tampoco quiso vivir en una zona residencial. No hizo cursillos para convertirse en un superespecialista. Como consecuencia de ello, su coche tenía ya siete años y había suscrito un fondo de pensiones que era tanto como tirar el dinero, porque no pensaba jubilarse nunca.

Y, encima, su prestigio profesional estaba ahora en la cuerda floja, su esposa tenía que vérselas con el escalpelo de un neurocirujano y en vísperas de su cumpleaños, le sobrevenía aquel dolor en el pecho.


* * *

La reunión del personal del departamento de medicina general, convocada a toda prisa, no sirvió para mucho. Cada uno de los médicos que tomó la palabra, durante una acalorada sesión de cuarenta y cinco minutos, parecía tener una información distinta respecto de las conclusiones de la comisión Sidonis. No se votaron mociones ni se aprobaron acciones de protesta. Salvo el gesto de presentar un frente unido (por el solo hecho de asistir a la asamblea en el auditorio), no podían hacer nada hasta analizar el informe de la comisión.

– No ha abierto usted la boca en la asamblea, Harry -le dijo Steve Josephson al salir.

– No había nada que decir.

– Sidonis y su equipo se dedican a la caza de brujas, y usted lo sabe. Todos están asustados. Ha podido calmarlos Harry y usted es… una especie de líder para ellos. El oficioso kahuna.

– Un modo amable de decirme que soy más viejo que la mayoría.

– No insinuaba eso en absoluto. Yo ayudo a traer niños al mundo, Sandy Porter abre y cose venas que es un portento, los hermanos Kornetsky son consumados cardiólogos. Casi todos nosotros ejercemos especialidades que pueden sufrir hoy un rudo golpe. Usted es el único que interviene en todas.

– ¿Y qué? ¿Qué pretende que hagamos, Steve? ¿Retar a los especialistas a una carrera olímpica?

– Oh, Harry… Es que todo esto es una barbaridad. No entiendo lo que le ocurre últimamente. Sólo espero que sea algo transitorio.

Harry fue a replicar que no sabía a qué se refería Josephson, pero en lugar de ello farfulló una excusa. Aunque nunca le gustó hablar en público, con los años, sus maneras directas y su sentido común para enfocar cualquier conflicto le habían granjeado el respeto de todo el hospital, además, nunca había rehuido un problema. De manera que Steve tenía razón: podía y debía haber dicho algo en la asamblea. Los médicos del departamento, sobre todo los más jóvenes, estaban realmente preocupados por su futuro.

La crisis del Centro Médico de Manhattan tenía una clara explicación: el hospital, en tanto que persona jurídica, había sido acusado en tres sucesivos casos de negligencia profesional en pocos meses. En los tres juicios se vieron involucrados facultativos de medicina general. Harry pensaba que aquella epidemia de litigios no se debía más que a una pura coincidencia. De acuerdo a la «moda» de primero queréllate y luego pregunta, los especialistas -igualmente vulnerables- podían ser objeto de querellas similares.

Al cundir el pánico entre el personal médico se creó una comisión de seguimiento de no-especialistas presidida por Caspar Sidonis, carismático y conocido cardiocirujano. Harry y Sidonis nunca habían hecho buenas migas, aunque Harry no acertase a entender por qué. Ahora estaban en lados opuestos de la mesa, y apostaban fuerte por un «bote» que sólo tenía valor para los facultativos de medicina general. De momento, era Sidonis quien tenía todas las cartas en la mano.

– Tiene que perdonarme, Steve -dijo Harry mientras iban por el pasillo que conducía a urgencias-. Me temo que últimamente ando un poco bajo de tono, y la verdad es que no sé por qué. El climaterio masculino, o algo así. Puede que lo que necesite sea una buena… dinamo para cargar las pilas.

El pasillo, que permitía atajar el camino hasta el auditorio, estaba cerrado para el público pero no para el personal médico. En el departamento de urgencias no cabía un alfiler. Todas las salas estaban ocupadas: cirugía mayor, cirugía menor, ortopedia, pediatría, curas, reconocimiento y cardiología.

– Cada persona es un mundo -añadió Harry.

– Sí -farfulló Steve-. En fin, a partir de hoy más nos vale estar atentos a las demandas de empleo.

Una enfermera los rebasó y entró en una de las salas de cardiología.

– Adminístrele otros tres de morfina -le oyeron decir a un médico al acercarse a la sala.

– ¿Cuánto Lasix le han dado?

– Ochenta, doctor…

– Taquicardia a causa del Valium. Estoy casi seguro.

– Le baja la presión, doctor.

– ¡Puñeta! Tenían que haber llamado a cardiología.

– Los he llamado al «busca», pero no han contestado.

Steve y Harry se detuvieron en la entrada. El paciente, un fornido setentón de color, estaba en situación crítica, semi incorporado en la camilla, jadeante. A cada inspiración se le oía un borbor en el pecho. Su ritmo cardíaco había subido a ciento setenta pulsaciones. El joven que tenía a su cargo al paciente era un buen médico, aunque con fama de perder la sangre fría en situaciones difíciles.

– ¿Qué presión tiene? -preguntó.

– Creo que siete, doctor, aunque apenas se oye.

Había inequívoca preocupación en la voz de la enfermera. Su reiterado empleo de la palabra «doctor» llevaba implícita la sugerencia de que hiciese algo.

– No podemos esperar a cardiología -dijo el médico-. Prepárese para aplicarle un electroshock de trescientos joules, Janice. Y vuelvan a llamar a cardiología.

Steve Josephson miró a Harry alarmado.

– Edema pulmonar -dijo Josephson.

– Creo que así es -convino Harry.

– El monitor no refleja nada que se deba al Valium.

– Estoy de acuerdo. Una taquicardia sin más, diría yo, debido a lo estresante de la situación.

– No podemos dejar que le aplique el electroshock.

Harry vaciló unos momentos pero asintió. Luego, él y Steve se acercaron al paciente.

– Es una simple taquicardia, Sam -le susurró Harry muy quedamente para que sólo el joven médico lo oyese-. Puede matarlo si le aplica un electroshock.

El médico miró primero al monitor y luego a las enfermeras y a los técnicos que rodeaban al paciente. Su expresión pasó de la perplejidad a la ira y al azoramiento, pero en seguida sintió alivio.

– ¿Quiere hacerse cargo usted? -preguntó Sam-. Pues, nada, adelante. De verdad.

Sin decir palabra, Harry cogió una toalla y le secó al paciente el sudor de la frente. Miró el brazalete de identificación.

– Soy el doctor Corbett, señor Miller. Apriete la mano si me comprende. Bien. No va a ocurrirle nada, pero tiene que intentar respirar más pausadamente. Ya sé que es difícil y que está asustado, pero puede hacerlo. Nos ocuparemos de usted. ¿Qué opina, Steve?

– No estoy seguro. Su ritmo cardíaco es demasiado rápido.

– ¿Hiperconcentración de hematíes?

– Un cincuenta por ciento de probabilidades. Si no es fumador, la concentración es excesiva.

Steve y Harry miraron a Sam, que meneó la cabeza.

– No ha fumado en su vida -dijo Sam-. ¿Qué tendrá que ver en esto su concentración de glóbulos rojos?

Harry no apreció que el paciente tuviese los tobillos hinchados, ni ningún otro síntoma externo que revelase exceso de líquidos. Con independencia de cuál fuese la causa, el fallo cardíaco provocaba una presión anómala en la circulación pulmonar. El suero, la parte no celular de la sangre, irrumpía a través de las paredes de los vasos pulmonares. Como consecuencia de ello, los glóbulos rojos, demasiado grandes para pasar a través de los capilares, los obstruían. Harry le examinó las pupilas al enfermo para ver si había constricción que delatase un marcado efecto narcótico. Las tenía pequeñas pero no constreñidas.

– Tres más de morfina -dijo Harry-. Denme una bolsa para sangría, por favor. Le extraeremos un poco de sangre. Prepárense para intubarlo, por si es necesario -añadió, volviendo a enjugarle el sudor de la frente al paciente-. Lo está haciendo muy bien, Miller -lo animó-. Intente respirar un poco más lentamente aún.

– Perdone -musitó el joven médico, perplejo- ¿le van a extraer sangre?

– En efecto.

– Pero… eso ya no lo hace nadie.

– Va muy bien, Miller -dijo Harry, que miró luego a Sam-. Esto ya no lo hace nadie, ¿eh? Pues nosotros sí, Sam-añadió-. Sobre todo con alguien que tiene tal concentración de hematíes. Que un método no sea de tecnología punta no significa que no sirva. A menudo, tratar de reducir líquidos con diuréticos no es tan eficaz como lo que vamos a hacer. Y con alguien con tal concentración de glóbulos rojos los diuréticos son bastante más peligrosos. Todo líquido que se le elimine con diuréticos hará que aumente su concentración de hematíes y, tarde o temprano, puede reventarle un vaso. Presión, por favor.

– Estabilizada en ocho. Se oye algo mejor -contestó la enfermera.

Harry miró a Steve Josephson, que insertó la gruesa aguja para las flebotomías en una vena con una destreza sorprendente para sus gruesos dedos. Al instante, la sangre fluyó por el tubo y empezó a llenar la botella de plástico.

La remisión del edema pulmonar de Clayton Miller fue espectacular.

– Ya… respiro… algo mejor -logró decir Miller al cabo de un minuto.

– ¿Qué le parece, Steve? ¿Le sacamos otros cien centímetros cúbicos?

– Si la presión no baja, se le pueden extraer incluso doscientos.

Harry ajustó ligeramente la aguja y el flujo de sangre aumentó. Durante poco más de un minuto todos guardaron silencio.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó de pronto Miller, que respiró hondo, visiblemente distendido-. ¡Dios mío!… Estoy mejor, mucho mejor.

La verdad era que respiraba aún con dificultad, aunque el ritmo respiratorio era más normal. Las pulsaciones habían bajado a cien, y las demás constantes también se normalizaban. Las dos enfermeras se miraron con desbordante alivio. El joven médico se acercó a Steve y a Harry.

– Es increíble -dijo-. No sé qué decir, señor Miller. Los doctores Corbett y Josephson han sido providenciales para usted, y para mí.

El paciente hizo un amago de levantar ambos pulgares.

– Escuchen -prosiguió Sam-: me he enterado de lo de la comisión que han formado para recortar sus privilegios. Por mi parte, si quieren que les escriba lo que acaba de ocurrir aquí esta mañana, lo haré encantado.

– Me parece que es ya un poco tarde para eso -dijo Harry-. Lo que sí podría hacer es dejarle una nota al doctor Sidonis. A lo mejor la lee antes de su redicha salutación de costumbre.

Los tres médicos miraron hacia la puerta al oír pasos. El glacial Gaspar Sidonis acababa de dar media vuelta y enfilaba hacia el auditorio.

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