Seis días después del funeral de Evie, la víspera del cumpleaños de Harry Corbett, que cumpliría cincuenta, el abrumado médico comprendió que ya no se le creía potencialmente sospechoso de un probable caso de asesinato. Lo consideraban el único sospechoso de un asesinato.
Al igual que todas las mañanas desde la muerte de Evie, Harry procuraba parecer muy concentrado en su labor, pero tenía la cabeza como si le fuese a estallar de tanto darle vueltas a los últimos acontecimientos.
Aunque estaba casi seguro de que el hombre que lo drogó y lo interrogó en el apartamento de Evie era el responsable de la muerte de su esposa, no podía hacer nada para demostrarlo.
Después de salir del apartamento del Village pasó por la tienda de Paladin Thorvald. Los dos matones que lo atacaron habían utilizado el nombre del joyero. Thorvald, no obstante, no sabía nada de ellos y, a juzgar por su reacción, debió de pensar que el angustiado médico no estaba en su sano juicio. Por su parte, Harry tenía el presentimiento de que poco iba a tardar Thorvald en verse envuelto en aquel turbio asunto.
El doctor Corbett fue a la comisaría más cercana en cuanto hubo salido de la joyería, pero no llegó a entrar. Pensó en las implicaciones de denunciar el hecho y dio media vuelta. Sin embargo, a cien metros escasos de la comisaría se armó de valor, dispuesto a dejarse humillar una vez más, y volvió hacia ella.
Como ya no tenía las llaves del apartamento de Désirée, todo lo que pudo hacer fue poner la denuncia y aguardar hora y media a que el inspector localizase al administrador de la finca. El apartamentolo alquiló una tal Crystal Glass, que pagó en metálico seis meses anticipados. Harry pensó que, a lo mejor, la tal Crystal Glass no era sino otro nombre supuesto de Evie. Cifraba sus escasas esperanzas de que no lo tomasen por loco, en que apareciese algo en el apartamento que probase su versión, pero no fue así.
«No dude en ponerse en contacto con nosotros si tiene más información, doctor Corbett», le había dicho el inspector en su tono más condescendiente.
«Descuide», se limitó a decir Harry.
«Los dos matones no parecían seguir al acecho de sus movimientos -pensó Harry-, pero ¿quién me asegura que no vuelvan a por mí?» También lo preocupaba haber puesto en peligro a Julia Ransome involuntariamente, y la llamó para prevenirla. Pero nada anormal habían notado ninguno de los dos desde entonces.
Cuando el inspector Dickinson llegó a su consultorio para comunicarle que había nuevos indicios que lo convertían en el único sospechoso, Harry sometía a una prueba de estrés cardíaco, en su plataforma móvil, a un impresor jubilado de setenta y seis años llamado Daniel Gerstein.
Gerstein era un irascible superviviente de los campos de exterminio nazis. Se negaba en redondo a hacerse la prueba de estrés con ningún otro médico, una prueba que tenía por objeto ver a qué se debía su persistente dolor en el pecho. De manera que Harry no tuvo más remedio que volver a utilizar la plataforma, pese a su decisión de no hacerlo.
El paciente pasó la prueba sin que Harry apreciase nuevos síntomas ni alteraciones en su cardiograma. Le diagnosticó artritis degenerativa de las costillas y de los hombros. Como Gerstein le pidiera un diagnóstico más científico y «algo que lo aliviase», como conseguían sus amigos de sus médicos, escribió: «Artralgia torácica severa, de origen no cardíaco», y le recetó Motrin.
Mientras observaba la curva de su cardiograma en la pantalla del monitor, sin advertir ninguna anormalidad, Harry se preguntó si estaría su propio corazón en tan buenas condiciones. El fuerte dolor que sintió en el pecho al ser atacado en el apartamento de Evie lo decidió a someterse a un reconocimiento cardiológico. Llamó para pedir hora, y como le dijeron que el médico estaba de viaje, se olvidó del asunto. Lo que sí hizo fue darse unas buenas palizas en la pista del gimnasio del hospital durante los días siguientes.
No había vuelto a sentir molestias, y a cada día que pasaba sin notar anomalías, remitía su temor a una enfermedad del corazón, aunque sin dejar de darle vueltas a otras posibles causas.
Se dijo que lo que ocurría era que sus precedentes familiares (la «maldición de los Corbett», como decía él) exacerbaban su aprensión respecto de cualquier síntoma de cardiopatía. Las molestias y leves dolores a los que la mayoría de las personas no daban importancia, a él empezaban a mortificarlo. Su hermano tenía que haber notado alguna que otra molestia en el pecho, como todo el mundo. ¿Quién no tenía molestias alguna vez? Pero su hermano no se pasaba el día con el calendario en la mano, ni llamaba al cardiólogo. ¿Por qué? Pues porque nunca se creyó genéticamente condenado a morir a causa de un infarto a temprana edad.
«No lo voy a dejar de lado», se dijo Harry mientras le extendía a Gerstein la nueva receta para sus pastillas contra la hipertensión. No iba a dejarlo de lado, no: un día de estos iría al médico a hacerse una prueba de estrés cardíaco, aunque, por el momento, con maldición o sin ella, tenía más apremiantes preocupaciones.
A través del intercomunicador se oyó la voz de Mary Tobin. Dos personas querían verlo: el agente Graham y el inspector Dickinson.
El inspector le indicó al agente Graham, que iba de uniforme, que tomase asiento en una de las sillas que Harry les señaló, pero él se quedó de pie y empezó a pasear de un lado a otro mientras hablaba. Apestaba a tabaco como la otra vez. Llevaba un traje de fibra sintética que le sentaba fatal. A Harry le pareció el mismo que le vio en el edificio Alexander.
– Bien, doctor -dijo Dickinson, que miró a Harry y luego a los diplomas y los cuadros que cubrían las paredes del consultorio-. Ya le dije aquella noche en el hospital que volveríamos a vernos. Y aquí estoy.
– Ya lo veo -repuso Harry en tono sarcástico.
– En su sala de espera no cabe un alfiler. ¿Tiene siempre tanto trabajo?
– ¿No podría usted volver después de las cinco, teniente? Muchas de las personas que aguardan han tenido que hacer verdaderos equilibrios para poder estar aquí a la hora que les he dado. Y procuro ser puntual.
– Ojalá mi médico pensara como usted. Es el doctor McNally. Tiene la consulta junto al sector oeste del Central Park. ¿Lo conoce?
– No, no lo conozco, teniente. ¿Cuánto cree que vamos a alargarnos?
– Eso depende.
– ¿De qué?
– De usted, doctor -repuso Dickinson, que sacó un bloc del bolsillo y miró a Harry-. ¿Le dice algo la palabra Metaraminol?
A Harry se le cayó el alma a los pies. El tenue rayo de esperanza de que el análisis de las muestras de sangre extraídas al cadáver de Evie no revelara la presencia de ninguna sustancia extraña se desvaneció.
– Querrá decir Metaraminol -lo corrigió Harry-. Es más conocido por el nombre comercial: Aramine.
– ¿Y sabe usted qué efectos produce?
– Naturalmente que sí, teniente. Vaya al grano.
– ¿Tiene usted por aquí Metaraminol?
– Ya casi nadie lo utiliza. Y… no. No tengo aquí Metaraminol. Nunca tengo. Le ruego que me diga lo que haya venido a decirme y se marche. Tengo pacientes que atender.
– ¡Le diré lo que he venido a decir cuando me salga de las narices! -le espetó Dickinson con los puños cerrados-. Si no quiere hacer esperar a sus pacientes como hace mi médico, salga a decirle a la enfermera que los mande a todos a casa.
– ¡Es usted quien se va a largar de aquí inmediatamente! -le gritó Harry-. ¡Fuera!
– ¡Pero bueno! ¿Qué va a hacer? ¿Llamar a la policía? -exclamó Dickinson, un poco más calmado-. Mire, doctor: facilitémonos las cosas. Saldremos ganando todos.
Harry cogió el teléfono, dispuesto a llamar a la comisaría, pero lo pensó mejor y colgó el auricular para, a continuación, recostarse en el sillón.
– ¿Qué quiere, Dickinson?
– Quiero que confiese lo que le hizo a su esposa.
– ¿Qué?
– Verá, doctor: sé que fue usted quien lo hizo. Todo el que está mínimamente familiarizado con el caso opina lo mismo. De modo que lo único que tiene que hacer es confesar.
– Yo no hice nada. ¿Han encontrado Aramine en la sangre de Evie?
– ¡Como para hacerle estallar el cerebro a un elefante! El forense asegura que nadie, salvo un médico o un farmacéutico, podía conocer los efectos de semejante sustancia. ¿Qué le parece a usted?
– Yo no la maté -dijo Harry, que suspiró con abrumada expresión. Aunque no pudiera probar lo que sabía, no tenía sentido ocultárselo a Dickinson-. Yo también creo que la mató un médico, probablemente el hombre a quien Maura Hughes vio entrar en la habitación. Evie trabajaba en un reportaje que preocupaba a muchas personas. Todo lo que sé es que tenía que ver con la prostitución de alto nivel y personas relevantes. La mataron para impedir que continuara. La noche siguiente a su funeral encontré los materiales de su reportaje en un apartamento del Greenwich Village.
– ¿Y?
– El supuesto médico y dos matones se me echaron encima cuando apenas había empezado a echarles un vistazo a los materiales para el reportaje.
Tarde o temprano, Harry tendría que desvelar quién era el alter ego de Evie y la naturaleza de su trabajo, pero aún no se sentía con ánimo.
– ¿Cómo sabe que se trata de un médico?
– Con seguridad, no lo sé. Lo creo porque parece obvio que es alguien que sabe moverse en un hospital, y que conoce los medicamentos. En el apartamento de Evie me puso una inyección intravenosa. Luego, me drogó con una sustancia muy específica y me interrogó durante varias horas. Después, él y los matones se marcharon y dejaron el apartamento completamente vacío.
– ¿Y lo deja con vida después de haberle visto usted la cara?
– No le vi la cara. Ni a los otros dos tampoco -replicó Harry, que reparó en que el cinismo de Dickinson se tornaba en incredulidad-. Los dos matones llevaban el rostro cubierto con una media -añadió-. Cuando apareció el supuesto médico, yo tenía los ojos tapados. Maura Hughes es, que yo sepa, la única persona que le ha visto la cara.
Harry no había tardado mucho en comprender por qué no lo mató el misterioso médico. Bajo el efecto del potente hipnótico que le administró, reveló todo lo que sabía, o sea: prácticamente nada. Comprendió que, cuando lo sorprendieron, apenas les había echado un vistazo a los materiales del reportaje, y en lo poco que había visto y leído, no había nada que pudiera inculpar a nadie (ni nombres, ni fechas, ni lugares). Si el médico tenía confianza en sus métodos (y había sobradas razones para pensar que era un hábil interrogador), se percataría de que Harry no representaba ninguna amenaza.
Además, Harry caía ahora en la cuenta de que había una razón más importante para no haberlo matado. Si Caspar Sidonis no hubiese irrumpido en escena con su ira y sus sospechas, nadie habría puesto en duda que la muerte de Evie se debió a causas naturales. Las hemorragias eran una frecuente complicación de los aneurismas y, por lo mismo, a nadie sorprendían. El forense no habría titubeado en extender el certificado de defunción por muerte natural. Sin embargo, debido a la insistencia de Sidonis, se hizo un exhaustivo análisis de la sangre del cadáver. Encontrarían Aramine y, de inmediato, las sospechas recaerían sobre Harry. Si desaparecía, o era asesinado, la investigación sobre el caso se intensificaría.
De modo que le ahorraban morir a manos de los gladiadores, sólo para echarlo luego a los leones.
– Dígame entonces, doctor, ¿cómo sabe que el hombre del apartamento es el mismo que mató a su esposa? -preguntó Dickinson.
– Con seguridad, no lo sé. Y ahora, ¿querría hacer el favor de marcharse?
– Tengo un mandamiento judicial para registrar su consultorio y su apartamento, y buscar el fármaco del que hemos hablado.
– ¡Qué tontería! Si yo hubiese hecho lo que usted dice, no sería tan estúpido de tener aquí una provisión de Aramine.
– Mire, doctor, ya fue lo bastante estúpido como para matar a su esposa y creer que no lo iban a descubrir. Es un grado de estupidez suficiente como para tener una provisión de Aramine. ¿Lo ve, Graham? Ya se lo dije. Estos médicos toman a los demás por tontos, por eso siempre cometen errores, y por eso los descubren.
El joven agente se rebulló en la silla, visiblemente violento, y desvió la mirada.
– ¿Va a registrar el consultorio mientras atiendo a mis pacientes?
– No sería necesario si usted nos dijese la verdad. Sé lo de las relaciones de su esposa con esa eminencia. Sé que ella planeaba dejarlo a usted. Sé lo del seguro de vida que pretende cobrar. Sé lo del fármaco que utilizó. Y sé que fue usted el último en verla con vida. ¿Qué le parece? Quizá fue en un arrebato. Ella era una mujer hermosa y no pudo soportar perderla. Así, de pronto pasa usted por el botiquín, piensa en el aneurisma que padece, ve el Aramine a mano y… asesinato en segundo grado. Es de lo que se le acusará. Nada más. La pena por un asesinato en segundo grado no es muy grave, por lo que podría estar en la calle en cinco años. Incluso podría no cumplir la pena, si tiene un buen abogado.
Dickinson se fijó en la Estrella de Plata que Corbett tenía enmarcada en un cuadrito. Debajo de la condecoración decía: «Mató a tres enemigos en combate».
Harry notó que el inspector acababa de reparar en aquella frase. De pronto, cayó en la cuenta de que podía esgrimir ante él un sólido argumento.
– Dígame una cosa, teniente. Si sabe todo eso acerca de mí, y tan seguro está de que asesiné a mi esposa, ¿por qué no se ha presentado aquí con una orden de detención?
– ¿Cómo dice?
– Es evidente que el juez no está dispuesto a concederle la orden de detención contra mí bajo la acusación de asesinato, a menos que demuestre usted que tengo una secreta provisión de Aramine. ¿Me equivoco?
No había más que verle la cara a Dickinson para advertir que Corbett no se equivocaba.
– ¿Y qué? -exclamó el inspector sin perder la calma-. Dentro de dos semanas se reunirá el gran jurado, y le garantizo que, con los elementos de prueba que estoy en condiciones de presentar, no vacilarán en procesarlo. Empecemos con el registro, Graham.
– Un momento, agente -dijo Harry, que tras pasar a la ofensiva no pensaba ceder-. Me parece que no se trata sólo de eso, ¿verdad? Se ha encontrado también con lo de Maura Hughes. El juez ha creído su versión de que, después de salir yo, entró otra persona en la habitación. Es eso, ¿no?
– Usted mató a esa mujer, Corbett.
– Ya. Han creído a Maura Hughes. Ya lo veo.
– A ella no -dijo el inspector, que a duras penas pudo contener la ira que le producía su frustración-. A quien han creído ha sido al condenado «yalero» de su hermano. El muy imbécil se ha permitido pasar por encima de mí. Puso una denuncia. Así, sin encomendarse a Dios ni al diablo. Le aseguro yo que antes le darán la placa de inspector a Charles Manson que a él. Pero no se haga ilusiones. En realidad, no han creído la versión de ese imbécil; lo único que ha conseguido es que esperen a hacer ciertas comprobaciones. Y por lo que se refiere a esa alcohólica que esgrime usted como testigo, su hermano no podrá testificar en su nombre porque, en cuanto la oigan quienes han de oírla y la calen, nadie creerá que haya visto más que bichos. De modo que, ¿nos va a dejar hacer nuestro trabajo o no?
– Supongo que no tengo más remedio.
– Exacto, Corbett. No le queda otro remedio. Es usted un engreído de mierda. Detesto a la gente como usted. Usted mató a su esposa. Y también detesto a los asesinos. Esto no ha hecho más que empezar, doctor. Tome buena nota: lo voy a crucificar. Y tarde o temprano pagará. No lo dude. Vamos, Graham, empecemos con el registro.
Dickinson y Graham tardaron dos horas en registrar todas las dependencias del consultorio. Harry aguardó unos minutos, hasta asegurarse de que el inspector no iba a regresar. Luego se sirvió una taza de café tibio, cogió un bagel de los que se hacía traer de la panadería judía de la esquina y volvió a su despacho.
Harry sacó de la cartera una nota y llamó a Maura Hughes.
– Soy el doctor Harry Corbett, el marido de Evie, señorita Hughes. ¿Me recuerda?
– Sí que lo recuerdo, sí.
Aunque sin llegar a farfullar, su tono le pareció a Harry algo entrecortado y bronco.
– ¿Qué tal se encuentra? -le preguntó Corbett, que pensó que acaso hubiese bebido.
– No del todo bien.
– Lo siento.
– Pero sí que estoy algo mejor.
Harry se percató de que no iba a pasar de una conversación intrascendente si él no iba al grano.
– ¿Ha hablado la policía con usted?
– No.
– Pues conmigo sí. Acaban de salir de mi consultorio, y me parece que no tardarán en ponerse en contacto con usted. Han encontrado una sustancia extraña en la sangre de Evie. Murió asesinada.
Harry hizo una pausa, pero Maura Hughes permaneció en silencio.
– El inspector Dickinson está convencido de que lo hice yo; y yo de que fue el médico que usted vio.
Maura guardó silencio.
– ¿Sigue ahí, señorita Hughes?
– Sí, lo escucho.
– ¿Se encuentra bien?
– A si estoy bebida se refiere, ¿verdad?
«Como si la viera», pensó Corbett. Debía de estar en bata, sentada frente a la mesa de la cocina de un pequeño y destartalado apartamento, con un vaso de whisky en la mano y una botella por la mitad.
– Sí, supongo que eso es lo que he querido decir -repuso Harry, entristecido al imaginarla-. No obstante, perdóneme porque no es asunto mío. La he llamado para que nos veamos en cuanto pueda. Es muy importante para mí.
– ¿Por qué?
– El inspector Dickinson está empeñado en cargarme la muerte de Evie. Acaba de registrar mi consultorio durante dos horas, con todos mis pacientes aquí. No sé cómo me he contenido. He estado a punto de tirarle una silla a la cabeza a ese memo, como lo llamó usted.
– Lo recuerdo, sí.
– Pues bien: la única razón por la que, de momento, no me detienen es porque el juez, el fiscal o acaso algún superior del inspector Dickinson no descartan que sea cierto que vio usted salir a un hombre de la habitación, tal como denunció su hermano.
– Y lo vi.
– No lo dudo, por eso necesito verla. He de encontrar el medio de averiguar quién es, y usted es la única persona que lo vio.
– ¿Cuándo quiere que nos veamos? -preguntó Maura tras un largo silencio.
– No sé. ¿Qué tal esta noche?
– Esta noche no puedo.
– Mañana entonces -dijo Harry, que estuvo a punto de proponerle otro día porque el siguiente era su cumpleaños-. Y escúcheme bien, Maura: si se siente violenta porque ha de beber, olvídelo; no tiene por qué.
– A las siete y media -propuso ella-. Si tiene mi número de teléfono, supongo que tendrá también mi dirección.
– La tengo. Gracias, Maura.
– Ah, doctor Corbett…
– ¿Sí?
– No suele preocuparme lo que opinen los demás, pero ya que me lo ha comentado, le diré que, si doy la impresión de haber bebido, es porque tengo voz de dormida; acabo de dar una cabezada. Lo cierto es que no he probado una gota de alcohol desde que me ingresaron.
– ¡Eso es maravilloso!
– Pero estaba a punto.
– ¡No… por favor! -le encareció Harry.
– Supongo que podré abstenerme, por lo menos, hasta mañana a las siete y media. Quizá no sean verdaderas ganas de beber lo que tengo; acaso es sólo que me aburro.
– Me comentó su hermano que es usted pintora. ¿Ha vuelto a pintar desde que le dieron el alta?
– La verdad es que no. Apenas he hecho otra cosa que haraganear por la casa, dar cabezadas, compadecerme y pensar en beber.
– Pues ¿sabe qué?, podríamos cenar juntos mañana. De no ser por usted no estaría en libertad. Yo le sacaré el jugo a sus dotes de observación, y usted se distraerá un rato.
Harry se lo propuso, en la creencia de que, si estaba tan deprimida como parecía, no iba a aceptar. No obstante, notó que titubeaba.
– ¿He de ir muy elegante? -dijo ella, sin embargo.
– No es necesario, si no quiere. Salvo en el trabajo, mi indumentaria de gala son los téjanos.
– Pues, entonces, cuente conmigo -dijo Maura-. Acepto encantada.