Harry fue por la avenida Lexington hasta la calle 587 cruzó hacia el sector sur del Central Park.
Le gustaba pasear por la ciudad a cualquier hora, pero especialmente por la noche y, sobre todo, si no tenía prisa.
El bourbon doble le había hecho mucho efecto y le tentó tomarse otro en cualquier bar. No obstante, no pensaba con claridad con más de una copa, y quería reflexionar acerca de su conversación con Julia Ransome.
Durante los dieciocho meses que pasó en Vietnam, se convirtió casi en un alcohólico «funcional». A menudo, bebía en exceso para sobrellevar el horror de la guerra, como hacían tantos otros oficiales.
Por suerte, al regresar del frente no le fue difícil dejar de beber. Tampoco sintió nunca la necesidad de embotar sus sentidos a base de pastillas. Muchos de los médicos y de los enfermeros que recurrieron a las pastillas, o al alcohol, no lograron que las pavorosas escenas que presenciaron dejasen de atormentarlos, ni lo lograrían en la vida.
Cuando llegó a la fuente que alegra la entrada del hotel Plaza, se detuvo y miró hacia la Quinta Avenida; la redacción de Manhattan Woman estaba en la calle 47.
Eran casi las once pero no se sentía con ánimo de ir a encerrarse en casa ni de ir al C.C.'s Cellar porque estaría demasiado atestado, aparte de que el grupo que actuaba en el club aquellos días no era de los que más le gustaban (un cuarteto de un estilo que le parecía pretencioso). Por tanto, decidió darse una vuelta por la redacción de la revista, aunque sabía que a aquellas horas no habría nadie, antes de caer en la tentación de pasar toda la noche de juerga.
Para disimular el olor a bourbon de su aliento, de camino se compró caramelos de menta, pero cuando llegó a la calle 47, que estaba a diez manzanas del hotel Plaza, ya se los había comido todos.
El vigilante de seguridad, que estaba tras el mostrador de recepción del vestíbulo del remozado edificio, dejó a un lado el National Enquirer y le dirigió una recelosa mirada.
Harry le dijo que Evie había muerto y que le gustaría ver las cosas que tenía en el despacho antes de que cualquiera las metiese en una caja y las guardase en el almacén. Para reforzar sus dotes de persuasión, sacó de la cartera una fotografía de Evie y un billete de veinte dólares.
El vigilante miró detenidamente la foto de la espectacular mujer, se guardó el billete en el bolsillo de la camisa e hizo una llamada. Al cabo de tres minutos, Harry salía del ascensor de la planta 23, en la que se encontraban las oficinas de la revista Manhattan Woman.
– Todos hemos sentido mucho lo de Evie, doctor DellaRosa. Soy Chuck Gerhardt, el maquetista.
Gerhardt era un hombre de unos treinta y cinco años. El pelo empezaba ya a clarearle y lo llevaba muy corto. Iba con téjanos negros, muy ajustados, y un jersey de cuello vuelto, negro también. El grabado del medallón que le colgaba del cuello le recordó a Harry una tuba. La cadena era muy gruesa y el grabado era una filigrana de bisutería (cristal engastado en un metal pulido).
El maquetista no debió de perder más allá de una caloría al estrecharle la mano.
– Encantado de conocerlo -le dijo Harry-, y gracias por sus palabras. Aún no me hago a la idea de que haya muerto.
Doctor DellaRosa… Harry se sentía solidario con Evie y con todas las mujeres que en su vida profesional no utilizaban el apellido del esposo. Por otra parte, no había razón para aclararle al empleado que él se apellidaba Corbett. Hacía años que Evie no lo había invitado a subir a su despacho, y no pensaba volver a poner los pies allí cuando se hubiese marchado. Sólo había ido a buscar una pista acerca de cuál era el proyecto en el que trabajaba Evie, o sobre el secreto despacho que ella tenía en el Greenwich Village, aunque, claro está, se decía Harry, todo detalle que arrojase alguna luz sobre la extraña con la que había estado casado durante nueve años sería bienvenido.
– Me encuentra aquí por casualidad -dijo Gerhardt-. El próximo número de la revista ha de salir el lunes y tengo muchísimo trabajo; lo que llamamos nosotros estar en «plena histeria». Ni siquiera he podido asistir al funeral. Los jefes sí han ido, pero nosotros, los currantes, que somos los que cargamos con todo, estamos encadenados a la mesa.
– Siento que no haya podido asistir. Ha sido un hermoso funeral. Y le ruego me disculpe por haberlo interrumpido en su trabajo.
– En absoluto. Yo… la verdad es que tampoco me hago a la idea de que Evie haya muerto. Era la mejor, doctor DellaRosa; de las que sabían jugar fuerte.
– Lo sé -pareció admitir Harry, a quien no le pasó inadvertida la ironía que entrañaban las palabras de Gerhardt-. Mire, no me he sentado desde que salí del funeral. No he hecho más que dar vueltas por la ciudad, y he venido a ver si podía llevarme las cosas de Evie.
Chuck Gerhardt lo miró con extrañeza.
– Creo que el hombre que envió usted ayer, doctor DellaRosa, o quizá fuera anteayer, debió de llevárselo todo. Lo recuerdo porque…
– ¿Lo vio usted? -preguntó Harry con una crispación que a duras penas logró ocultar.
– Sólo un momento porque estaba en el otro lado de la oficina cuando vino. Kathy, la recepcionista, lo acompañó al despacho de Evie. ¿No lo sabía usted?
– En realidad, sí -dijo Harry, que fingió caer de pronto en la cuenta-. Ya sé lo que ha ocurrido. Debió de ser un compañero de trabajo. Va a un gimnasio que está muy cerca de aquí. El otro día, se me ofreció para recoger las cosas de Evie. Con todo lo que ha ocurrido, lo había olvidado. ¿Le importa que, de todas maneras, vaya a dar un vistazo?
– En absoluto.
– Es uno de los despachos que comunica con recepción, ¿verdad?
– No. Se cambió hace dos años al despacho del fondo del pasillo.
– Ah, sí. Es que hacía mucho que no pasaba por aquí.
El nombre de Evie estaba aún en la dorada placa de la puerta de roble del despacho. Harry entró, pese a albergar el íntimo convencimiento de que iba a ser inútil. Y no se equivocó. En el despacho no quedaba nada; ni en la mesa, ni en el archivador. Se habían llevado incluso los cuadros y las fotos que pudiera tener en las paredes. Los libros que tenía en una pequeña librería estaban amontonados en un rincón.
«Seguro que esos libros los han examinado, uno por uno, en busca de cualquier papel o documento importante», pensó Harry. Las dudas que pudieran quedarle acerca del allanamiento de su piso se desvanecieron. El robo en su apartamento no fue sino una cortina de humo para encubrir un registro en toda regla, pero… ¿qué buscaban?
Palpó bajo los estantes de la librería, por si encontraba algo, pero nada. La papelera estaba vacía. Harry no acababa de entender que hubiesen podido entrar en el despacho y vaciarlo como por ensalmo. Tenían que haberle contado un cuento muy convincente a la recepcionista, y quien fuese debía de ser un hombre con mucha sangre fría. No podía tratarse de un aficionado.
¿Los robos en su apartamento y en el despacho de Evie tendrían relación con su muerte? ¿Cómo no iban a tenerla?
Sin detenerse a reflexionarlo, Harry se sentó en el sillón de Evie y encendió el ordenador. En seguida apareció la barra del menú, pero tras pulsar la tecla para que apareciese lo archivado en el disco duro, vio que el archivo estaba vacío. No quedaba nada en absoluto. Ni una carta, ni un artículo, ni siquiera nombres de documentos. Todos los datos habían sido extraídos como quien vacía una hucha.
– ¿Me necesita? -dijo Chuck Gerhardt desde la puerta con una comprensiva sonrisa.
– No, aunque, de todas formas, muchas gracias -contestó Harry, que le sonrió a su vez con verdadera perplejidad-. Gracias por todo.
Gerhardt puso tres billetes de diez dólares en la mesa.
– Le debía esto a Evie -dijo-. Supongo que ahora tengo que devolvérselo a usted.
– Ni hablar. No tiene que devolverme nada. Si ella lo apreciaba lo bastante como para prestárselos, estoy seguro de que no le hubiese importado dejarlo así.
– No. No fue un préstamo. Ella tenía un amigo en el Village que trabaja en joyería fina. Se me soltó un eslabón de esta cadena y el medallón cayó al suelo de mármol del vestíbulo. Me lo regaló un amigo muy querido… en un viaje que hicimos a Alemania. Creí que no tenía arreglo, pero el amigo de Evie lo recompuso.
El Village. Evie nunca se alejaba para hacer sus compras más allá de Saks en la Quinta Avenida. Incluso el C.C.'s le parecía a ella un lugar demasiado bohemio. La primera vez que Harry oyó mencionar el Greenwich Village, en relación a Evie, fue cuando Julia le contó lo de su secreto despacho. Y ahora esto.
– ¿No sabrá usted, por casualidad, dónde vive el joyero, Chuck?
– La verdad es que Evie no me lo dijo, pero su tarjeta estaba pegada dentro de la caja en la que me trajeron el medallón. Estoy casi seguro de que la conservo. Bajemos a mi despacho.
Harry siguió a Gerhardt hasta un amplio estudio atestado de material de diseño. El maquetista rebuscó en su mesa durante unos momentos y encontró la tarjeta. Paladin Thorvald. Joyería fina y antigüedades.
Gerhardt puso cara de satisfacción. Harry tomó nota de las señas y le dio una palmadita en la espalda al empleado.
– Ahora puede quedarse tranquilamente con el dinero, Chuck -le dijo Harry-. Se lo ha ganado.
Harry se detuvo a sacar dinero de un cajero automático y luego cogió un taxi hasta el Village.
La joyería y tienda de antigüedades de Paladin Thorvald estaba justo al lado de Bleecker Street, muy cerca de Bowery. Era casi la una de la madrugada, pero allí, como en muchos barrios de Manhattan, aún había cierta animación por la calle (y los omnipresentes merodeadores, que acechaban para hacerse con su nocturno botín).
Harry no tenía otro plan que mostrarle la fotografía de Evie a todo el que quisiera echarle una ojeada. Si no tenía suerte, volvería a casa, a dormir un poco, y volvería al Village a primera hora de la mañana. La rapidez contaba. Quienquiera que hubiese registrado el apartamento y el despacho de Evie, era lo bastante decidido -y estaba lo bastante desesperado- como para cometer un asesinato. Aparte de esto, y para agravar las cosas, el inspector Albert Dickinson estaba ansioso por recibir el informe del forense, que confirmara la presencia de alguna sustancia extraña, para echarse encima de su único sospechoso: Harry Corbett.
La joyería de Thorvald estaba en el primer piso de un desvencijado edificio. El ladrillo rojo de la fachada amarilleaba de pura dejadez, y el único escaparate de la tienda estaba protegido por rejas. Un pequeño letrero anunciaba que estaba abierto desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde.
Harry miró hacia el interior de la tienda, donde una bombilla iluminaba supuestas joyas que, más que antigüedades, parecían quincalla. No era precisamente la clase de bisutería que habría comprado Evie. Harry estaba seguro de que era muy improbable que Evie hubiese ido, a propósito, a comprar allí; seguro que debió de pillarle de paso, loque quería decir que su despacho tenía que estar cerca.
El doctor Corbett les mostró la foto de Evie a otros tantos clientes que vio salir de una tienda de comestibles contigua al portal de la joyería. Luego entró para mostrársela al dependiente.
Éste, que debía de ser indio o paquistaní, reconoció a Evie como cliente habitual, pero no tenía ni idea de dónde vivía, aunque, según le precisó a Harry, él sólo trabajaba a partir de las once.
Hasta hacía unos días, Harry no hubiese imaginado nunca a su esposa por las calles de aquel barrio, sola y de noche.
Cuando se hubo alejado apenas una manzana de la tienda, notó que los merodeadores de la noche lo acechaban y se le acercaban para ofrecerle sexo o para atracarlo (probablemente para ambas cosas). No tardaría mucho en abordarlo alguien. Miró el reloj. Era una estupidez andar por allí a semejante hora, de manera que, sin dejar de mirar atrás a cada paso, rehízo el camino hacia la joyería de Thorvald.
Fue él entonces quien abordó a los viandantes para mostrarles la foto de Evie. Dos le dijeron que no la habían visto nunca, y otros dos lo evitaron antes de que pudiese preguntarles nada.
Decidió entonces coger un taxi y volver a casa. Al pasar otra vez por delante de la joyería, miró el escaparate a través de los barrotes y vio que, por el fondo de la tienda, deambulaba un fornido y barbudo individuo que llevaba una camisa muy holgada.
Harry llamó con los nudillos. El hombre alzó la vista, miró el reloj y le indicó con un ademán que estaba cerrado. Harry volvió a llamar, pero esta vez con la foto de Evie y dos billetes de veinte dólares en la mano izquierda. El hombre vaciló y luego se acercó a la puerta con andar cansino. Con su camisa profusamente bordada, la poblada barba, la coleta y el pendiente de oro que llevaba en el lóbulo de una oreja, parecía un híbrido de Eric el Rojo e Iván el Terrible. Sin embargo, su rostro, aunque probablemente habría atemorizado a un niño, tenía una expresión amable que inspiraba confianza. Miró la foto a través del escaparate. Harry notó que la reconocía. Le mostró la alianza que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, la foto y los billetes. Paladín Thorvald titubeó, pero en seguida se encogió de hombros, desconectó la alarma y abrió la puerta.
– ¿Es usted el marido de Désirée? -preguntó al presentarse Harry como su esposo-. No tenía ni idea de que estuviese casada, y mucho menos con un médico.
Harry no pudo evitar pensar en las horas que él y Evie pasaron para elegir el anillo de compromiso y las alianzas. Saber que frecuentaba el Village de noche, que utilizaba el nombre de Désirée y que no llevaba la alianza, le hubiesen dejado estupefacto hasta hacía muy poco. No obstante, ahora lo sorprendió, sin más.
– Mire usted, Thorvald, soy su esposo. Es decir, lo he sido hasta hace unos días. ¿Podría entrar a hablar con usted un minuto?
Aunque Thorvald retrocedió unos pasos para franquearle la entrada, Harry notó que el hombre recelaba. Pensó que no había razón para no explicárselo todo, salvo el hecho de que la policía investigaba la muerte de Evie por si se hubiese tratado de un homicidio.
– Acéptelo, por favor -le dijo Harry al darle los dos billetes de veinte dólares.
Thorvald no se hizo rogar. Se guardó los billetes en el bolsillo de la camisa y escuchó, muy circunspecto, lo que Harry le contó.
– Y, bueno, ¿qué es lo que desea saber, exactamente? -preguntó Thorvald, tan receloso como al principio cuando Harry hubo terminado su explicación.
– Si pudiera decirme dónde vive, se lo agradecería muchísimo.
– Mire usted: en el Village viven muchas personas, por razones muy diversas. Una de esas razones es un respeto a la intimidad, que no es muy frecuente en otros lugares. Vive y deja vivir. Ya me entiende. Si Désirée era su esposa y no le habló de su apartamento de aquí, sus razones tendría.
– Escuche, Thorvald. Evie está muerta -dijo Harry, que no tuvo que esforzarse mucho para darle a su voz un tono apremiante-. Tenía treinta y ocho años, y ha muerto. Habíamos formado un hogar, y teníamos amistades y planes para el futuro. Necesito saber quién era Désirée. Al margen de cómo se hiciese llamar, era mi esposa. Estoy seguro de tener las llaves de ese… apartamento. Usted dígame sólo dónde vivía. Es todo lo que le pido.
Thorvald se acarició la barba y se miró las sandalias.
– Dos portales más abajo -casi susurró el joyero-. Es una puerta recién pintada de rojo. En el segundo piso, creo que me dijo una vez. No estoy seguro porque nunca he estado en esa casa.
– Gracias. Me hago cargo de que se mostrase reacio a decírmelo -reconoció Harry-. No volveré a molestarlo -añadió al ver que Thorvald lo miraba de forma escrutadora.
– Siento la muerte de su esposa -le dijo el joyero al despedirse.
En la parte superior de la puerta roja había dos pequeños paneles de cristal. Harry se puso de puntillas y miró hacia el interior.
En la portería no había nadie. Miró en derredor para asegurarse de que no lo acechaban y sacó del bolsillo el llavero de Evie. En el fondo, aún confiaba en que todo fuese un malentendido; que hubiese hecho una montaña, imaginado una doble y secreta vida para Evie, aunque ese último atisbo de esperanza se desvaneció cuando introdujo una de las llaves en la cerradura y abrió.
Entró y cerró la puerta. La portería estaba muy mal iluminada y, aunque no se podía decir que apestase, necesitaba una limpieza a fondo. Junto a la entrada había una destartalada mesa en la que el cartero dejaba las revistas y los sobres que no cabían en los buzones (una veintena dispuestos en dos hileras, junto a dos columnas de timbres).
Harry miró las etiquetas de plástico de los buzones, en las que sólo figuraba la inicial y el apellido. En algunos buzones, habían añadido debajo de la etiqueta otros nombres en trozos de papel pegados con cinta adhesiva. La inicial D no aparecía, y ninguno de los apellidos le resultaba familiar. En el buzón del apartamento 2F no había ningún nombre. La llave del llavero de Evie era la de aquel buzón, que estaba vacío.
De pronto, Harry oyó un leve ruido frente al portal. Se dio la vuelta, alarmado, y se le aceleró el pulso. Aunque no vio que nadie mirase a través de los paneles de cristal, estaba casi seguro de que alguien lo espiaba.
Sintió el impulso de asomarse a la calle, pero lo pensó mejor. No podía ser nadie recomendable. Lo importante era subir a echarle una ojeada al apartamento 2F.
El primer piso tenía un angosto pasillo, de paredes estucadas, al que daban las puertas de varios apartamentos y del que partía una escalera sin alfombrar tan estrecha que Harry no entendía cómo se las arreglaban los de los pisos superiores cuando tuviesen que entrar o salir con un sofá o un frigorífico, porque, además, no había ascensor.
Nervioso todavía por su íntima certidumbre de que alguien lo espiaba, subió por la escalera muy despacio y alerta.
El apartamento 2F estaba en la parte de atrás del inmueble. Al acercarse a la puerta, Harry trató de imaginar a Evie por aquel mismo pasillo. Se detuvo a escuchar frente a la puerta. No se oía nada. Llamó con los nudillos y no contestaron. Como al insistir tampoco salió nadie a abrir ni oyó ruido en el interior, Harry se armó de valor e introdujo la otra llave en la cerradura.
Acababa de abrir la puerta del mundo de la mujer que se hacía llamar Désirée.