– Fuiste imprudente hace siete años, Raymond -dijo Garvey-. Y has vuelto a ser imprudente esta noche.
Sin dejar de encañonar a Harry en la sien, Garvey se apartó del vano de la puerta hasta quedar de espaldas al río.
– Mi amigo Big Jerry, aquí presente, llama a la caseta del vigilante para concertar un partido de golf. Y ¿de qué se entera? Pues de que está ausente. Así que, vamos, Raymond, quítale eso al doctor Perchek.
– ¡Cabrón! -le espetó Santana sin moverse-. ¿A cuántos compañeros has llevado a la muerte? ¿Cómo cobrabas? ¿Por cabeza?
Ray miró hacia la puerta por el rabillo del ojo. Fue sólo un ligerísimo movimiento, pero Harry lo notó, y también Garvey.
– No intentes esos trucos conmigo -dijo Garvey-. Sabes perfectamente que no hay nadie ahí fuera. Acéptalo, Raymond, lo has intentado y has fallado. Así que… quítale eso de la mano a Antón.
Santana volvió a mirar hacia la puerta de un modo casi imperceptible. Entonces aflojó el tornillo. Perchek flexionó los dedos y el guante cayó al suelo.
– Muchos de los compañeros que vendiste tenían hijos -dijo Ray-. Niños que tuvieron que crecer sin padre. Corríamos graves riesgos, a cambio de una mísera paga, porque creíamos en lo que hacíamos. Confiábamos en ti, y nos entregaste, uno a uno. A Perchek puedo entenderlo porque se la juega él solo, por la razón que sea, pero tú… tú eres peor; eres escoria, un desalmado, un traidor…
– La cinta -le espetó Garvey-. Quítasela de la boca.
Santana se la quitó, aunque no precisamente con delicadeza.
– No tenías que haberte movido de Kentucky o de dondequiera que estuvieses, Raymond. Hubiese sido mejor para todos. Ahora nos veremos obligados a… evitar males mayores para que mis planes no se tuerzan.
– ¿Sacaste a Perchek de la cárcel con la idea de que trabajase para la Tabla Redonda?
– Digamos, simplemente, que, en cuanto le cogí el tranquillo a mi nueva profesión de agente… de seguros, consideré la conveniencia. Ahora, sin embargo, he de averiguar cuál de mis caballeros necesita una lección de lealtad. Por suerte, creo que nuestro amigo, el doctor Corbett, puede darnos esa información. Además, da la casualidad de que tenemos aquí al hombre ideal para ayudarlo. ¿Querrá ayudarlo, Antón?
– Lo haré encantado -repuso Perchek, sonriente.
– Apártate un poco hacia un lado, Raymond, ya que Big Jerry desatará a Antón. Y usted, Harry, ¿sería tan amable de ocupar el lugar del doctor Perchek en el sillón?
Garvey le encañonó a Harry en la nuca y lo obligó a gatear hasta el sillón.
Harry pasó lentamente por encima de Maura, que aún estaba en el suelo, y al reparar en que Santana -en cuclillas junto a Perchek- miraba por tercera vez hacia la puerta, empezó a creer que de verdad había alguien fuera.
Sean Garvey pareció creer lo mismo.
– Oye, Jerry, estoy seguro de que nuestro amigo Raymond pretende confundirnos, pero echa un vistazo ahí fuera por si acaso. Luego desata al doctor Perchek.
Mientras Jerry se dirigía hacia la puerta de entrada, Harry oyó un movimiento por detrás de él. De pronto, con un sobrecogedor rugido de odio y rabia, Santana se abalanzó sobre su antiguo jefe.
Garvey le disparó dos veces a quemarropa. Jerry dio media vuelta y le disparó también. No obstante, Santana parecía incontenible. Cargó con el pecho sobre Garvey, que trastabilló hacia atrás hasta el porche. Jerry se lanzó en pos de ambos, pero Harry notó que no iba a llegar a tiempo.
Santana le había aplicado a Garvey una llave mortal, pero Garvey se aferró a él de tal manera que, al chocar contra la barandilla que daba al acantilado, ambos se precipitaron al vacío entre sobrecogedores gritos.
Jerry miraba aún hacia el vacío cuando Perchek lo llamó a voces. Jerry giró sobre sus talones justo en el momento en que Harry se incorporaba y alcanzaba la pistola que Santana había dejado encima de la mesa. La empuñó al mismo tiempo que Jerry disparaba. Saltaron astillas del canto de la mesa mientras rodaba por el suelo. Un nuevo disparo le pasó rozando.
Corbett sintió un fuerte dolor en el pecho, pero hizo caso omiso. Echó cuerpo a tierra y apuntó al hombre que se disponía a matarlo. De nuevo la recurrente pesadilla de Nhatrang. En esta ocasión, sin embargo, no era el rostro de un asiático casi adolescente. No oyó el disparo atronar en sus oídos, sólo un ruido sordo y un fogonazo. El cuello de Jerry reventó, y el matón salió despedido de espaldas, destrozó uno de los ventanales y cayó al porche.
Harry se puso en pie, dispuesto a disparar de nuevo, pero no fue necesario ya que el guardaespaldas yacía inerte. Le sangraba la carótida a borbotones, que remitieron en unos segundos hasta que sólo manó un hilillo.
Maura corrió junto a Harry, que se quitó la mochila y sacó la potente linterna. Juntos alumbraron la base del acantilado. Los cuerpos de Garvey y de Santana, despeñados desde treinta metros de altura, se habían destrozado al estrellarse contra las rocas.
– Oh, Ray… -musitó Harry.
Maura desvió la mirada.
– Por lo menos habrá acabado de sufrir -dijo ella, que tuvo que saltar por encima del cadáver del corpulento guardaespaldas, que yacía sobre un lecho de añicos de cristal-. Me comentó en el hospital que no creía poder soportar los dolores mucho más tiempo. Cuando lo llamaron para decirle que la huella dactilar era de Perchek, llevaba meses sin pensar más que en el suicidio.
Aunque Maura no lo vio, Harry tuvo que sujetarse a la barandilla hasta que remitió el dolor en el pecho.
Ahora no, por favor
– Perchek le inyectó el Hiconidol -dijo Harry-. Por eso lo odiaba Ray. Pero era con Garvey con quien de verdad quería ajustar cuentas porque fue éste quien los entregó, a él y a otros agentes «legales». En fin… Ahora tenemos que salir de aquí antes de que acudan los de la mansión. Podemos llamar a la policía desde la caravana -añadió Harry, que se alejó de la barandilla y siguió a Maura al interior del pabellón-. Andando, Perchek. Al menor movimiento sospechoso, lo mato.
– No lo dudo, no lo dudo. Ya veo que se le da a usted muy bien -comentó Perchek.
Harry volvió a amordazarlo, cortó la cuerda que lo ataba al sillón y lo obligó a echarse boca abajo en el suelo. Entonces volvió a notar lo musculoso y fuerte que era aquel hombre. Pese a tenerle encañonada la columna vertebral, Harry no las tenía todas consigo.
– Tan fuerte como puedas -le dijo a Maura mientras ella le ataba a Perchek las manos a la espalda-. Asegúrate de que tenga las manos relajadas al atárselas. No quiero que le quede ni una décima de milímetro entre la cuerda y la muñeca. Luego, coge esa pistola que está ahí en el suelo. Cerciórate de que el seguro…
– Lo sé. Lo sé -lo atajó Maura.
Harry obligó a Perchek a levantarse y a cruzar la puerta. Desde el fondo de la estancia, atado y amordazado, el vigilante los vio salir.
– Por ahí, junto a la valla -susurró Harry-. Y mantén los ojos abiertos, Maura, porque hay dos tipos más en la mansión.
Cruzaron entre arbustos y matas que rezumaban agua de la lluvia, hasta unos diez metros. Cuando hubieron recorrido otros tantos, vieron el muro de cemento.
– ¡Allí! -susurró Maura alarmada.
Una silueta que empuñaba un revólver avanzaba sigilosamente hacia ellos por el césped. Harry le quitó a Perchek la mordaza.
– ¡Ordénele detenerse inmediatamente!
Perchek hizo caso omiso y Harry le encañonó la nuca.
– ¡Haga lo que le ordeno o lo dejo en el sitio!
– Soy Perchek. No se acerque más. Nuestro amigo médico me tiene encañonado.
– ¿Dónde está Doug? -preguntó el guardaespaldas.
– Muerto. ¡Quédese donde está!
– ¡No! ¡Aléjese de aquí! -le gritó Harry-. Retroceda unos pasos y quédese en el césped, donde yo pueda verlo. Ahora vamos hacia la verja, Maura. Hay otro hombre armado por ahí. Mantente muy alerta.
Cruzaron el césped. Harry sujetaba con una mano el cabo de la cuerda con la que Perchek tenía atadas las muñecas y con la otra la pistola con silenciador de Santana. Maura esgrimía el revólver, dispuesta a disparar.
– Será mejor que me mate -dijo Perchek.
– ¡Calle la boca!
– Santana desaprovechó la oportunidad, y ya ve cómo ha terminado.
En cuanto llegaron junto a la verja, Harry se asomó a la caseta. No había nadie.
– No te despegues de mí -susurró Harry-. ¿Sigue en el césped ese tipo?
– Sí -contestó ella.
– Bien.
Harry contuvo la respiración y atrajo a Perchek hacia sí. Lo obligó a cruzar la portezuela que se abría en la verja para los peatones.
La caravana estaba donde la dejaron, a cincuenta metros de la entrada.
– Esa caravana es nuestra, Maura. La llave está debajo del neumático derecho, en la parte de atrás. Tú conducirás y yo me encargaré de él. Impresiona, pero no tiene la menor dificultad conducirla. No hay más que poner el motor en marcha y arrancar. Hasta que estemos dentro, no dejes de mirar atrás. Dispara a cualquier cosa que se mueva.
– La última oportunidad -dijo Perchek.
Harry no se molestó en contestar. Toda su atención estaba concentrada en la caravana, a sólo unos diez metros ya.
– ¿Nada por detrás?
– Nada -contestó Maura.
– Ya casi estamos.
Llegaron a la esquina del muro, a apenas tres metros de la caravana. Todo parecía normal.
– Bueno. Tú coge la llave. Te cubriré.
Harry se arrimó a la chapa de la caravana. Maura se agachó junto a él, corrió hasta la parte de atrás del enorme vehículo y metió la mano bajo el neumático derecho. Harry contuvo de nuevo el aliento.
«¡Que esté ahí, Dios mío!», exclamó Harry para sí.
– ¡Ya la tengo! -exclamó Maura, que corrió hacia la puerta del lado del acompañante, la abrió y pasó hasta el lado del volante.
Harry ayudó a subir a Perchek.
– Muy bien, Perchek. Échese en esa litera de…
A Harry no le dio tiempo a terminar la frase ya que alguien había disparado desde lo alto del muro, junto a la verja. La bala perforó la chapa del vehículo, a sólo milímetros de la cabeza de Harry. Antes de que pudiera reaccionar, un segundo disparo lo alcanzó en el brazo.
Corbett dejó escapar un grito y trastabilló hacia atrás. Al llevarse la mano derecha a la herida se le cayó la pistola. Perchek, con las manos atadas a la espalda, saltó como una exhalación y corrió hacia la verja.
Otro disparo dio en la carrocería de la caravana. Maura corrió tras Perchek, que se escabulló por la portezuela de la verja. Luego, disparó tres veces hacia el muro, pero la sombra que asomaba hasta hacía unos instantes ya había desaparecido.
– No es nada -dijo Harry-. Sube a la cabina y arranca. No es una herida grave.
Harry subió tras ella a la cabina y cerró la puerta. Maura arrancó de inmediato y Harry se rasgó la manga del jersey. La bala había perforado el deltoides, un músculo que afectaba al brazo y a la región de la clavícula y del omóplato. Aunque la herida le sangraba, era sangre venosa y no arterial. Podía mover los dedos y el codo, pero el brazo le dolía mucho (tanto como para temer que la herida le hubiese interesado también el húmero). Se vendó la herida con la manga y la anudó con los dientes tan fuertemente como pudo resistir.
Al acelerar Maura y pasar frente a la enorme verja, se encendieron los faros del 4x4 aparcado junto a la caseta.
Harry se maldijo por no haber disparado a los neumáticos del vehículo cuando pasaron junto a él
– Nos persiguen -dijo Harry.
– ¿Hacia dónde voy?
– El río queda a la derecha. Sigue hasta que encuentres un camino, a la izquierda, por el que puedas pasar holgadamente.
– Es que este trasto es enorme, Harry…
– Aumenta la velocidad mientras notes que lo dominas y luego… pisa a fondo -le indicó Harry, que cogió el teléfono y marcó el número de la policía-. ¡Soy el doctor Harry Corbett! Estoy en busca y captura. Vamos en una caravana por la costa de Nueva Jersey, frente a Manhattan. Nos persiguen unos individuos que quieren matarnos. Estamos…
La ventanilla del lado del volante estalló de pronto y cubrió a Maura de añicos de cristal. Instintivamente, ella agachó la cabeza, pero la levantó en seguida y aceleró hasta llegar a los 65 km/h.
– ¿Estás bien? -le preguntó Harry.
– Tengo cortes en la cara y en el brazo pero estoy bien.
Los neumáticos rechinaron al girar ella el volante hacia la izquierda. El vehículo patinó en el mojado asfalto y, de inmediato, notaron que chocaban con algo y oyeron un metálico estrépito.
El bandazo hizo que se abriesen las puertas de los armarios de la caravana. El fax salió despedido de su soporte y fue a estamparse contra una alacena. Las cacerolas, las sartenes y varias latas de conservas cayeron y rodaron hasta la preciosa mesa de comedor, de madera de teca.
– ¿Quieres hacer el favor de ponerte el cinturón de seguridad? -gritó Harry.
– ¡No ves que no puedo soltar el volante!
Harry soltó el teléfono, cogió el revólver de Maura y fue hacia una de las ventanas laterales de la caravana.
– ¡No los veo! -le gritó a Maura, a la que entreveía en la cabina-. ¡A lo mejor los has embestido… y los has metido en la cuneta!
Nada más decirlo, estalló la ventana trasera de la caravana. Harry hizo tres disparos en aquella dirección, a la vez que Maura giraba bruscamente hacia la derecha. Harry perdió el equilibrio y gritó al golpearse el brazo herido con el canto de un mueble.
La colisión con el 4x4 fue en esta ocasión más ostensible y estrepitosa. El todoterreno era más rápido, pero nada tenía que hacer en un «cuerpo a cuerpo» con una Luxor.
– ¿Harry?
– Estoy bien. ¡Me parece que son tres! Perchek va en la parte de detrás. ¡Estoy seguro de que es él!
Con el rugido de ambos motores y el fuerte viento que soplaba, apenas se oían. Iban lanzados cuesta abajo.
– ¡Me voy a salir de la carretera, Harry!
– ¡Intenta meterte por alguna bocacalle, a la izquierda!
– ¡Es que voy a más de noventa! ¡Tendría que reducir a menos de veinte! Espero que no me encuentre con una curva demasiado pronunciada…, o volcaremos.
– ¡Aguanta! ¡Lo estás haciendo fenomenal!
El todoterreno se situó entonces a la altura de la caravana. Varios disparos perforaron el parabrisas por el lado de Maura. Harry apretó el gatillo del revólver, pero sólo oyó un exasperante clic. Sus perseguidores no les daban tregua.
– ¡Cuidado, Maura! -gritó Harry.
Un nuevo disparo dejó el parabrisas como una cristalizada tela de araña. Maura giró a la izquierda.
Sólo la presión del todoterreno evitaba que se saliesen de la carretera.
Harry palpó el asiento del acompañante para ponerse el cinturón de seguridad, pero al ver que ella no lo llevaba, desistió. O los dos, o ninguno.
– ¡Nos han adelantado! ¡Tratan de cortarnos el paso, Harry! -gritó Maura-. ¡Apenas veo a través del parabrisas! ¡Ten cuidado, Harry! ¡Están ahí delante!
El todoterreno había embestido el radiador de la caravana, bajo el enorme parabrisas. La caravana lo llevaba literalmente a rastras, surcando un bosque de arbustos y matorral a más de 80 km/h. Los troncos estallaban como petardos al paso de la caravana.
Las ramas de los árboles de mayor tamaño flagelaban la carrocería del enorme vehículo, y algunas se metían por las ventanillas.
Maura perdía una y otra vez el control de la dirección, pero una y otra vez lograba enderezar el vehículo.
La franja de arbustos limitaba con una de césped, de unos diez metros de anchura. A lo lejos, se veían las luces de Manhattan, en la otra orilla del Hudson.
– ¡Harry! ¡Harry! -gritó Maura-. ¡Nos despeñamos!
El todoterreno y la caravana rebasaron juntos el borde del precipicio. Harry se sujetó al asiento y estiró las piernas. A través del parabrisas vio, horrorizado, que el todoterreno caía como un meteorito y se estrellaba en el lecho del río.
La caravana se balanceó unos instantes en el borde del acantilado y luego cayó aparatosamente. Al chocar con el agua, el parabrisas reventó hacia dentro y el enorme doble airbag se hinchó. La cabina se llenó de agua helada.
Harry se venció hacia el salpicadero en el mismo instante en que su airbag lo empujaba hacia el respaldo del asiento. El dolor del pecho, que en ningún momento había remitido, lo sintió entonces con terrible intensidad.
– ¡Maura! -gritó Harry.
La caravana se inundó y, en pocos segundos, la fuerza de la corriente la volcó y la hundió.
La presión del airbag, y el dolor del pecho y del brazo dificultaban los movimientos de Harry, que porfiaba por pasar al asiento contiguo y ayudar a Maura. La corriente lo aplastaba contra el respaldo. Se quitó los zapatos de lona y trató de serenarse y de orientarse.
La oscuridad era total. ¿Dónde estaban las ventanas? ¿Por debajo o por encima de él? ¿Seguían hundiéndose?
Sin apenas aire en los pulmones, pataleó para impulsarse… hacia donde fuera y salir de la caravana. Pero no había manera. Le entraba agua por la nariz y por la boca. En cuestión de segundos le estallarían los pulmones. Y sintió pánico; pánico a morir ahogado.
Sus movimientos eran cada vez más débiles y más inútiles. El dolor del pecho era insoportable. Tragaba agua.
«Respira -le ordenaba su mente-. Tienes que respirar.»
La oscuridad se hizo absoluta.
Harry se rindió. Le pesaban los brazos. El terrible dolor que martirizaba su esternón remitió. Luego, en el momento mismo de perder el conocimiento, notó que una mano lo agarraba por la camisa.