Capítulo 42

Lo primero que notó Harry tras recobrar el conocimiento fue un olor inconfundible: una mezcla de desinfectantes, antisépticos, almidón de lavandería y medicamentos. Era para él un olor tan familiar como el suyo propio. Estaba en un hospital, postrado en una cama.

Imagen a imagen, la pesadilla se reproducía en su cabeza. Estaba muerto; tenía que estar muerto porque la enlodada agua del río había inundado sus pulmones.

¿Estaba en el cielo?

¡Qué va, hombre, qué va! Imposible.

Estaba muerto. Y la verdad era que no se estaba tan mal. Ahora abriría los ojos y vería las nubes a sus pies. James Masón guiaría a los nuevos reclutas hasta la celestial escalerilla, que los conduciría al siguiente nivel.

– ¿Doctor Corbett? Abra los ojos, doctor Corbett.

Era voz de mujer. Harry no contestó de inmediato, aunque notó que podía hacerlo. Le pasó revista a su cuerpo. Flexionó las piernas; luego el brazo izquierdo y después el derecho, que no le respondió. ¡El brazo había desaparecido! La bala había destrozado una arteria y se había quedado sin brazo. Entreabrió los ojos y se miró el pecho. Vaya… allí estaba el brazo, apoyado displicentemente en el pecho y vendado en cabestrillo. Tanto el brazo como la mano parecían funcionar como era debido.

– Maura… -musitó Harry-. Maura…

– ¿Quién es Maura? -le preguntó la mujer.

Harry abrió los ojos y ladeó la cabeza hacia la mujer. Era joven y atractiva; rubia, con el pelo corto. Lo miraba con ojos de persona inteligente. Llevaba bata blanca y una placa azul con su nombre: «Dra. Carole Zane. Cardiología».

– Maura Hughes es la mujer que iba conmigo -dijo Harry, ya con la mente muy despejada.

– Una mujer ha sobrevivido al accidente, pero no sé cómo se llama. Por lo que he oído, usted estaba bastante peor. Creo que la han ingresado en un hospital de Newark.

«Gracias a Dios está viva», pensó Harry.

– ¿Sabe usted algo más acerca del accidente? -preguntó él.

– Nada, salvo que iban ustedes en una caravana y se despeñaron desde diez metros de altura por un acantilado que da al Hudson.

– En una caravana… -musitó Harry con cara de perplejidad-. ¿Y ahora dónde estoy?

– En la unidad coronaria del hospital Universitario de Manhattan, y yo soy la doctora Zane, cardióloga. Lo trajeron aquí anoche en helicóptero. Por lo visto, éste es el hospital con cama libre en la unidad coronaria más cercano al accidente.

– ¿Qué día es hoy?

– Sábado.

– Día uno, ¿verdad?

– Primero de septiembre, sí.

Primero de septiembre. El último para el abuelo. El principio del fin para mi padre. Ahora me toca a mí…

– ¿He tenido un infarto?

– Quizá. No estamos seguros. Es usted médico, ¿verdad?

– Sí, de medicina general.

– Bien, entonces. Tiene una herida de bala en el brazo. Esta le ha rozado el húmero pero no se lo ha roto. Queríamos examinarle la herida más a fondo anoche, pero no pudimos porque su electro no es normal: refleja irregularidades que apuntan a la posibilidad de futuros daños en las paredes arteriales. Como sus enzimas cardíacos son algo elevados, parece claro que ya se ha producido alguna lesión menor en el corazón.

– O sea, ¿que he tenido un infarto?

– No ha tenido. La gráfica del electro cambia continuamente. Sea lo que sea… aún lo tiene, lo que significa que estamos a tiempo de… reparar la avería.

– ¿Cómo?

– Con un bypass, por ejemplo.

Harry le resumió a la doctora sus antecedentes familiares. Le dijo que hacía meses que tenía síntomas de manera intermitente. La doctora Zane tomó nota de todo. Resultaba obvio que era una mujer inteligente, aunque lo que más le gustó a Harry fue su amabilidad, su solicitud y el tacto de que hacía gala para que el paciente no notase lo abrumada de trabajo que estaba.

– ¿Tiene dolor ahora? -le preguntó ella.

– Nunca tengo dolor cuando estoy en reposo; sólo cuando corro o hago algún ejercicio más o menos violento.

– Bien. Hemos renunciado a recurrir, por ejemplo, a disolventes de coágulos a causa de la herida de bala y a posibles lesiones internas que aún no hayamos detectado. Por tanto, le hemos puesto un gota a gota de nitroglicerina.

La doctora Zane señaló a las bolsas de plástico del gotero y al tubo que tenía inyectado en el brazo izquierdo. Una de las bolsas era de glucosa.

– No hay problema -dijo Harry, que no sabía cómo preguntar dónde estaba, exactamente, Maura y cómo se encontraba.

– Nos gustaría hacerle una cateterización cardíaca lo antes posible -le comunicó la doctora.

– Lo que ustedes consideren necesario.

Zane le pasó entonces un impreso para que firmase la autorización.

– La página dos incluye una serie de problemas potenciales que pueden surgir al aplicar esta técnica. Tengo la obligación de explicárselos uno a uno -le aclaró ella.

– No se moleste -dijo Harry tras firmar el impreso-. Ya he estado muerto una vez, y no se está tan mal. ¿Cree que podría hacer un par de llamadas telefónicas?

– Primero déjeme auscultarle el corazón y los pulmones, y luego… tiene visita.

Harry se dejó auscultar, aunque impaciente por saber quién era la visita. Luego, Carole Zane le prometió verlo en el laboratorio de cateterización cardíaca lo antes posible y se encaminó a la salida. Harry la siguió con la mirada. Entonces reparó en que frente a su cubículo de cristal de la unidad coronaria había un agente de policía de uniforme.

– ¿Doctora Zane?

– ¿Sí? -dijo ella dándose la vuelta.

– ¿Qué hace ahí ese agente?

– Pues… por lo visto, está usted… detenido -contestó ella con una amable sonrisa-. Lo veré abajo.

Harry pulsó el botón que accionaba electrónicamente el respaldo para incorporarse un poco más. Miró en derredor por si veía un teléfono. Si él estaba detenido, también Phil debía de tener problemas. No cabía duda de que la policía había descubierto que la caravana era suya.

– Una sola llamada, Corbett. Como si estuviera en la cárcel.

Albert Dickinson irrumpió en la estancia y se detuvo frente al cubículo, a los pies de su cama. Llevaba el traje de siempre y olía como si se acabase de fumar un paquete de cigarrillos de una vez. Verlo le produjo a Harry tanta repugnancia como enojo.

– ¿Ha detenido usted a alguien frente a la casa de Doug Atwater? -preguntó Harry.

– La policía de Nueva Jersey se ocupa del asunto.

– A lo mejor aguardan ustedes hasta que alguien le pegue fuego a la mansión… ¿Sabe algo de Maura?

– Aún no está con delírium trémens, si es a eso a lo que se refiere.

– Es usted un cabrón de mierda. Por lo visto ignora lo que significa ser amable.

– No lo soy nunca con los asesinos ni con los borrachos. Cierto. No lo soy.

– Se le va a quedar usted cara de tonto cuando se esclarezca la verdad. ¿Me dice cómo está Maura o qué?

– Está en el hospital Municipal de Newark. Herida, pero no de gravedad. Por lo visto, es ella quien lo ha salvado a usted: emergió a la superficie y, como no lo encontró, volvió a sumergirse. Dicen los médicos que usted estaba a punto de irse al fondo cuando ella lo sacó; en pleno infarto…

– Eso me han dicho. ¿Y el vehículo que se despeñó con nosotros?

– Lo están sacando ahora.

– ¿Hay supervivientes?

– No.

– ¿Cuántos iban?

– No lo sé. En el atestado veré cuántos y quiénes eran. Luego aguardaré hasta que me digan que está en condiciones de prestar declaración, así tendrá tiempo de inventarse otro cuento. Le anticiparé que sabemos de dónde sacó la caravana. La policía de Nueva Jersey le hará una visita a su hermano en cuanto el fiscal les comunique que tenemos que acusarlo de complicidad, cosa que haremos.

Harry se ajustó los tubos de oxígeno de la nariz. ¿Se proponía el inspector provocarlo para presenciar en directo un infarto?

– ¿Qué es eso? -preguntó Harry al ver acercarse a una enfermera con una jeringuilla.

– Demerol -contestó ella-. Para que esté relajado durante la cateterización. Dentro de un minuto estarán preparados en el laboratorio.

– No quiero que me inyecten nada -dijo Harry-. Le prometo que estaré tranquilo.

– Muy bien, pero tendré que decírselo a la doctora Zane -le informó la enfermera.

– Este hombre está detenido, señorita -dijo el inspector-. Dondequiera que vaya ha de acompañarlo un inspector.

La enfermera no pareció tan impresionada por la autoridad de Dickinson como a él le hubiese gustado.

– ¿Dónde hay un teléfono, señorita? -preguntó Harry.

– Una sola llamada -le recordó Dickinson.

Harry tuvo que morderse la lengua para no despotricar contra el inspector y toda su familia. Luego llamó a su hermano a cobro revertido.

Phil acababa de enterarse del accidente y estaba a punto de salir hacia el hospital. Tal como Harry imaginó, le quitó importancia a la fortuna que iba a perder por el siniestro total de la caravana.

– Mira, de todas maneras, ése iba a ser mi regalo para tu cumpleaños, Harry. Sólo faltaba empaquetarlo.

Pese a su desenfado, era obvio que a Phil lo preocupaba el estado de su hermano.

– Claro, tanto insistir con lo de la «maldición», al final vas a conseguir ponerte enfermo de verdad -lo reprendió Phil.

– Puede que tengas razón.

Phil le prometió averiguar lo que pudiera acerca de Maura y pasarlo a ver al cabo de dos horas.

Momentos después, un enfermero muy cargado de espaldas, gruesas gafas de concha y bigote entrecano se acercó con una camilla. Cambió las bolsas del gotero al soporte de la camilla y luego asió el borde de la sábana por debajo de la cabeza de Harry. Dos enfermeras, situadas a ambos lados de la cama, estiraron a su vez la sábana a la altura de la cadera.

– Eh, no se quede ahí como un pasmarote -le espetó una de las enfermeras a Dickinson-. Coja la sábana… ahí, a los pies de la cama y ayúdenos a levantarlo.

Dickinson lo hizo, aunque de mala gana.

– Muy bien -dijo la otra enfermera-. Una, dos y tres…

Entre los cuatro levantaron a Harry y lo colocaron en la camilla. Harry sintió un pequeño dolor en el brazo y otro, real o imaginario, en el pecho.

– ¿Cuánto van a tardar? -preguntó el inspector.

– De una a dos horas -contestó una de las enfermeras, a la vez que posaba un monitor/desfibrilador cardíaco portátil entre los pies de Corbett-. Depende de lo que le encuentren, y de lo que le hagan. Puede acabar en el quirófano para hacerle un bypass.

Las enfermeras conectaron un pequeño balón de oxígeno a la intubación nasal de Harry y lo arroparon con una sábana. Dickinson salió entonces de la estancia detrás de una de las enfermeras, que ayudaba a empujar la camilla.

– Tómese un descanso -le dijo el inspector al agente de uniforme-. Bajo con él. Dentro de media hora llamo y le cuento cómo va.

Flanqueado por una enfermera y por Dickinson, condujeron a Harry en la camilla hasta el ascensor. El monitor que le habían colocado entre los pies reflejaba los latidos de su corazón. Tener que afrontar una operación (él, que siempre había estado del… otro lado) le resultaba extraño e irreal y, sin embargo, lo hacía sentirse tan mortal como cualquiera. No obstante, a decir verdad, se sentía así desde la noche que regresó a la planta 9 del edificio Alexander con el batido para Evie.

Un enfermero del laboratorio de cateterización ayudó a introducir la camilla en el ascensor, que tenía también puerta por el otro lado. Luego entraron Dickinson y la enfermera. Harry oyó que se cerraba la puerta y que introducían una llave en el panel de control para poder bajar hasta el laboratorio sin detenerse.

– Eh, ¿qué hace usted? -exclamó la enfermera-. El laboratorio de cateterización está en la octava y no en el subsótano.

Apenas hubo acabado de decirlo, la enfermera se quedó lívida. Dickinson miró atónito al enfermero y trató de sacar el revólver. Harry oyó el ruido sordo de un disparo hecho con silenciador, y vio que la enfermera giraba sobre sí misma y se desplomaba. Dickinson había llegado a sacar el revólver, pero lo bajó en un claro gesto de rendición.

El revólver con silenciador volvió a disparar y, al instante, se vio un agujero en la pechera izquierda de la camisa del inspector, que se miró horrorizado la herida. Un rodal escarlata se formó de inmediato alrededor del agujero.

Dickinson miró a Harry tan atónito como abatido. Luego puso los ojos en blanco y, sin llegar a decir una palabra, cayó redondo al suelo.

Harry estaba demasiado estupefacto y horrorizado como para hablar. El monitor indicaba que tenía 170 pulsaciones por minuto. De un momento a otro le estallaría el corazón.

– Ya le advertí que debía matarme cuando tuvo la oportunidad -dijo Antón Perchek en tono glacial-. Ahora, deberá prepararse para su gran escapada.

El ascensor se detuvo en el subsótano, pero Perchek mantuvo las puertas cerradas.

– No lo conseguirá -dijo Harry.

– Hasta ahora lo he conseguido, ¿no? -replicó Perchek en tono arrogante-. No he tenido más que pasar a recoger unas cosillas a mi apartamento de Manhattan. He llegado aquí para hacer los preparativos sólo horas después de que llegase usted. No han podido elegir mejor hospital para mis propósitos ya que dispongo de varias placas de identificación excelentes. Además, como he hecho muchos trabajos aquí para la Tabla Redonda, conozco muy bien el edificio.

– Está usted loco.

– Bueno, doctor, ahora habremos de salir. Tengo un cesto de la lavandería justo al lado de la puerta, pero como es sábado, en la lavandería no hay casi nadie. Le inyectaré un poco de Pentotal y podremos salir tranquilamente.

– ¿Y por qué no me mata? -preguntó Harry.

Perchek se situó a los pies de la camilla para que Harry pudiera ver su expresión de desprecio… y de júbilo.

– Oh, Harry, es que la idea no es matarlo; la idea es hacer que me suplique que lo mate -contestó.

Harry miró en derredor, en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. No iba a dejar que lo secuestrase y torturase. Aquello iba a terminar allí para los dos, como fuera. Miró el botón de apertura de la puerta, que quedaba justo al lado de su pie derecho.

La puerta de la lavandería estaba cerca del ascensor, igual que la del cuarto de las herramientas y el del transformador. Si lograba salir del ascensor podía tener alguna oportunidad. Como mínimo, Perchek habría de optar entre perseguirlo o huir.

Como no le apretaba mucho el vendaje, tenía bastante movilidad en el brazo. Cubierta por la sábana, deslizó la mano por su cuerpo. Aunque le dolía mucho el hombro al moverlo, eso era lo de menos en aquellos momentos. Asió entre los dedos lo único que se le ocurrió que podía utilizar como arma: la aguja del gotero. La extrajo de la vena y la ocultó en la mano izquierda.

Perchek abrió la puerta del ascensor por la que habían entrado.

– Ahí está el cesto de la ropa, justo donde lo he dejado -dijo Perchek, que empujó la camilla hacia fuera-. Ahora, sólo un poco de Pentotal y…

Justo en aquel momento, se oyó gemir a la enfermera caída en el suelo. Perchek se dio la vuelta.

«¡Ahora!», se gritó Harry.

Asió firmemente la aguja y se la clavó en la sien a Perchek, que gritó de dolor y retrocedió tocándose el lugar donde había recibido la agresión.

Harry bajó de la camilla y lanzó el puño izquierdo con toda su fuerza a la mejilla de Perchek y lo derribó, junto al cesto de la ropa. Luego pulsó el botón de apertura de la puerta del ascensor. Oyó que Perchek gateaba y que la otra puerta del ascensor se abría.

Harry echó a correr, cruzó varias puertas y se adentró por el laberinto del subsótano del hospital.

De pronto se encontró en el cuarto de las calderas. La temperatura, allí, superaba los 35 °C y el ruido de la maquinaria era ensordecedor.

Harry se quitó el vendaje y se alejó del ascensor, temeroso de que Perchek le disparase por la espalda de un momento a otro. Se introdujo por una pasarela de hierro sujetándose a la barandilla. Abajo, a unos cinco metros, estaba la enorme turbina, sobre una plataforma de cemento. La vibración martilleaba el pecho de Harry. Era como si lo golpease el puño de un peso pesado.

A su izquierda, estaban las calderas: orondos gigantes que irradiaban calor y energía hacia un techo de casi veinte metros de alto.

A unos treinta metros de las calderas estaba la cabina de control, de paredes de cristal. En el interior, de espaldas a Harry, un técnico muy corpulento, con mono de color marrón y casco amarillo, miraba atentamente los monitores del circuito cerrado de TV.

– ¡Socorro! -gritó Harry-. ¡Socorro!

El estruendo de las máquinas ahogó sus gritos. Harry avanzó a trompicones, sudoroso y con un intenso escozor en los ojos. La vibración de la turbina lo mareaba. Miró hacia atrás justo en el momento en que una bala se estrelló en un pilar de hierro, a escasos centímetros de su cabeza.

Perchek lo apuntaba desde el fondo de un pasillo. Harry echó cuerpo a tierra y gritó de dolor al golpearse en el hombro. A unos quince metros estaban las escaleras que conducían a la sala de control. Harry se dijo que tenía que estar forzosamente insonorizada.

«Quince metros», pensó al notar un intenso dolor en el pecho. Desde allí veía una bolsa de McDonald's junto a uno de los monitores de TV. No obstante, salvo que el técnico se diese la vuelta, habría dado igual que la cabina de control estuviese en la Luna. Era imposible llegar hasta allí antes de que Perchek se le echase encima.

Entonces reparó Harry en que, a unos cuatro metros a su derecha, estaba la escalera que conducía a la planta de la turbina. Fue a gatas hasta allí. Con la mano derecha no podía hacer prácticamente nada. El calor era asfixiante y el aire casi irrespirable. El dolor del pecho no remitía.

Bajó, trastabillando, los peldaños de hierro y fue a parapetarse detrás de la turbina, cuya vibración sometía su cuerpo a una dolorosa tortura.

A cinco metros por encima de él, en la pasarela que partía de la zona del ascensor, Perchek lo buscaba asomado a la barandilla. Quedarse allí con la intención de matarlo era una temeridad, pero estaba claro que la arrogancia y el odio de Perchek se imponían a su sentido común.

Acuclillado detrás de la turbina, Harry quedaba fuera del campo de visión de Perchek. Detrás había otra barandilla de seguridad que daba al nivel inferior.

Bajo el enorme subsótano se oía correr agua (probablemente, bombeada desde el río para refrigerar el vapor de las calderas, después de pasar por la turbina). Harry se preguntó si el conducto por el que el agua volvía al río sería lo bastante ancho para que pasase una persona.

Perchek ya se había situado para cubrir las escaleras que daban a la pasarela. Las escaleras de acceso al nivel inferior eran prácticamente una continuación de las anteriores.

No había modo de que Harry pudiese llegar allí, de manera que siguió parapetado tras la turbina, aunque, justo en aquel momento, lo vio Perchek.

Harry se echó hacia atrás al ver el fogonazo del revólver. El disparo acababa de reventar una cañería a sólo centímetros de su cabeza, y al instante un estruendoso chorro de vapor a presión formó una nube del suelo al techo. La temperatura se elevó rápidamente y el aire se le hizo a Harry aún más irrespirable.

Corbett sabía que no podía llegar a ninguna de las escaleras. Mientras tanto, la nube de vapor rodeaba por completo la turbina. Harry se adentró a rastras por la densa nube y se descolgó bajo la barandilla de seguridad. Los cuatro o cinco metros que había hasta el nivel inferior se le antojaron un insondable abismo, pero no tenía más remedio. Sobreponiéndose al dolor, y agarrado a la barandilla con la única mano que podía hacerlo, afirmó los pies en un reborde y saltó.

Sintió un fuerte dolor al caer y rodar por el suelo; un dolor tan intenso que casi no lo dejaba respirar. Tardó varios segundos en percatarse de que aún podía moverse. Ahora estaba en el nivel inferior del hospital, y debajo no había más que desagües y tierra. La enorme plataforma de hormigón, sobre la que descansaba la turbina, se hallaba en el nivel que Harry acababa de dejar. Entonces vio a sus pies una rejilla de hierro. Se agachó y la examinó. Debía de medir poco más de un metro de lado. Era la entrada de un túnel de unos dos metros y medio de anchura. En la base del túnel, a un metro y medio de donde Harry se encontraba, fluía una rápida corriente: era el agua que, después de refrigerar la turbina, volvía al río.

Junto a la rejilla había un panel con cuatro botones, que permitían abrir o cerrar el paso del agua en ambas direcciones.

La perspectiva de tratar de escapar por aquel túnel no era muy atrayente, pero Harry veía claro que era su única posibilidad. No obstante, si no remitía el dolor, quizá no le diese tiempo a intentarlo.

El vapor no dejaba de fluir a la planta de la turbina. El aparatoso siseo del chorro a presión se oía desde donde Harry estaba. Perchek debía de vigilar la escalera.

De pronto, Corbett comprendió que Perchek tenía un problema. En cuanto bajase la presión del vapor en las conducciones, se dispararía la alarma, lo que obligaría al técnico de la cabina a bajar a ver qué sucedía. Cualquier hombre sensato huiría.

Pero Antón Perchek no estaba precisamente cuerdo.

Harry logró mover un poco la rejilla. Era pesada, pero, de haber podido utilizar normalmente los dos brazos, habría podido quitarla con relativa facilidad. Alzó la vista hacia las escaleras, temeroso de que de un momento a otro Perchek asomase de la nube de vapor. El dolor localizado en el esternón se extendía a su mandíbula y a sus pómulos por puro reflejo. Tras mucho forcejear con la rejilla logró retirarla.

Calculó que la corriente de agua debía de tener algo menos de un metro de profundidad. No era mucho para amortiguar su caída y, además, él estaba débil, aturdido, sudoroso y, probablemente, a punto de tener un infarto. Era poco probable que llegase vivo al río a través del túnel. Sería mejor ocultarse detrás de la plataforma de la turbina porque de un momento a otro tenía que aparecer alguien a ver qué ocurría.

Gateó hasta la base de la plataforma de cemento, justo en el momento en que Perchek salió de la nube de vapor y echó a correr escaleras abajo. Harry se agachó. Perchek no lo había visto.

Al lado de Harry había una carretilla de hierro llena de herramientas. Pensó coger un martillo con la mano izquierda, y aunque era un arma contundente, dudó poder utilizarla con eficacia. De todas maneras, tenía que intentarlo.

Perchek escudriñó por todas partes y se fijó en la boca del túnel. Al no ver la rejilla en su sitio, pensaría que Harry había huido por allí. Perchek pareció desconcertado.

Harry empuñó el martillo y permaneció al acecho mientras Perchek se acuclillaba frente a la boca del túnel, dudoso.

Corbett apenas podía respirar a causa del dolor, y mucho menos, concentrarse. De pronto, Perchek se enderezó, se alejó de la boca del túnel y siguió la búsqueda. Harry maldijo en silencio. Tenía que hacer algo: atacarlo o correr escaleras arriba. Al momento, Perchek volvió a agacharse y a mirar hacia el interior del túnel.

Harry, sin casi darse cuenta de lo que hacía, se irguió y, con las últimas fuerzas que le quedaban, empujó la carretilla y cargó con ella contra Perchek, que al oír el chirrido de las ruedas dio media vuelta.

Demasiado tarde.

La carretilla lo embistió y lo lanzó por la barandilla al agua. Harry se desplomó a su vez jadeante, a punto de perder el conocimiento. Desde allí podía ver a Perchek, que, a gatas, chapoteaba en el agua en busca de su revólver.

Harry sacó fuerzas de flaqueza para moverse. Se arrodilló junto a la rejilla con angustiosa lentitud y volvió a colocarla. Perchek miró hacia la boca del túnel al oír el metálico ruido de la rejilla. Por primera vez, Harry creyó ver pánico en su rostro. Entonces pensó en el panel de control. Si podía interrumpir la corriente de salida, el nivel subiría y le dificultaría a Perchek encontrar el revólver. Cualquier cosa que le hiciera ganar un poco de tiempo merecía la pena.

Trabajosamente, Harry llegó a rastras hasta donde estaba el panel de control, se enderezó y pulsó el botón. Oyó por debajo ruido de engranajes. Cayó de bruces al suelo y se quedó inmóvil, sin apenas poder respirar, ni ver, ni oír.

Pasó un rato. ¿O fue sólo un minuto? ¿O una hora?

De pronto, la rejilla de la boca del túnel se movió. Abrió los ojos y, a través de una gris neblina, vio que Perchek se aferraba desesperadamente a la rejilla y la embestía una y otra vez.

Al cerrar Harry el paso del enorme desagüe, el nivel subió tanto que hizo subir también a Perchek. Sin embargo, pese a no tener apenas dónde afirmar los pies, Perchek era lo bastante fuerte como para retirar la rejilla. En cuestión de segundos habría logrado salir.

Cegado y dolorido, Harry se incorporó sobre un codo y, con angustiosa lentitud, logró echarse de espaldas encima de la rejilla. No habría podido moverse de allí de haber querido (con frenética desesperación por parte de Perchek, que asomaba los dedos e intentaba tirarle del pelo, de la camisa…).

– ¡Corbett! ¡Apártese! ¡Apártese!

– ¡Váyase a… al infierno, Perchek! ¡Al infierno!

– Corbett…

Al instante, no se le oyó más que farfullar. Sus movimientos se debilitaron.

Harry notó el alivio del agua fresca que rebosaba del túnel e inundaba el suelo. Los dedos que se aferraban a la rejilla se soltaron. Pasaron varios minutos. El nivel del agua siguió subiendo a su alrededor y tocaba ya su cuello y sus orejas.

De pronto, el estruendo de las máquinas y del vapor cesó.

«Muerto -pensó Harry-. Al fin estoy muerto… Pero también Perchek, Ray… También ha muerto Perchek.»

Una mano zarandeó suavemente su hombro. Alzó la vista y, a través del vapor, vio al técnico de la cabina de control arrodillado a su lado, su casco amarillo, sus cordiales ojos marrones tras las gafas protectoras…

– ¿A quién se le ocurre quedarse aquí? ¿Está usted loco? -lo reprendió el técnico-. Lo asombroso es que esté con vida.

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