Capítulo 27

– La reunión no va a ser agradable -le dijo el abogado Mel Wetstone a Harry mientras cruzaban la ciudad en coche, de camino al hospital-. No obstante, le prometo que esa gente no va a burlarse de usted.

Wetstone lo había pasado a recoger con el Mercedes que Philip le vendió (el que, según su hermano, daba imagen de abogado importante). Las cuatro puertas y el maletero eran de apertura electrónica, y el sofá trasero (porque llamarlo asiento no le hacía justicia) era reclinable. Resultaba tranquilizador que Wetstone tuviese tanto éxito como para poder permitirse semejante lujo. Con todo, el Mercedes despertaba también la sensación de fracaso que tenía Harry a aquellas alturas de su vida; una sensación que, como un pavo en vísperas del día de Acción de Gracias, se hinchaba a medida que pasaban frente a los lujosos edificios de la zona.

– ¿Le ha dicho Sam Rennick qué se proponen? -preguntó Harry.

– Sam está muy al corriente de lo que se cuece entre bastidores, pero no lo veo dispuesto a tener en cuenta nada de lo que pedimos: ni el dibujo de la señora Hughes, ni la teoría del empleado que encera el suelo en el hospital, ni la llamada del asesino a su consulta. No lo quieren en el hospital hasta que el caso se haya resuelto.

¿Ypueden hacer eso?

– Probablemente. La reglamentación sobre hospitales tiene varias lagunas. Además, la redacción de muchos artículos se presta a equívocas interpretaciones sobre lo que se puede hacer o no con los miembros del personal. Es más que probable que esté hecho a propósito. Lo peor que puede pasar es que decidan someter a votación su continuidad, pero, créame, estamos en condiciones de jugar muchas cartas antes de que tomen esa decisión. Podemos, por ejemplo, exigir un arbitraje judicial, aunque primero tendríamos que asegurarnos de que el asunto vaya a parar a un juez que no esté predispuesto en contra nuestra. Con todo, sería mucho más práctico conseguir que cedan sin llegar a ese extremo, y conseguirlo aquí y ahora. Eso es lo que me propongo hacer.

Harry miraba absorto el paisaje a través de la ventanilla. No tenía el menor deseo de dejar el Centro Médico de Manhattan. Por lo pronto, sus pacientes constituían su sostén emocional y económico. Además, si dejaba de ejercer en el hospital, le sería mucho más difícil acosar al asesino. Desde que Walter Concepción colaboraba con ellos, habían avanzado lo bastante como para creer que, a no tardar, hallarían un medio eficaz de estrechar el círculo en torno a aquel criminal.

Maura iba de camino para entrevistarse con el amigo de su hermano, Lonnie Sims. El Genio tenía acceso a los programas informáticos de diseño gráfico más modernos. Utilizaban uno para ayudar a los testigos a hacer retratos-robot de los sospechosos. Realzarían en la pantalla del monitor el dibujo de Maura y le añadirían calidad fotográfica, color y detalle. El resultado sería, esencialmente, un juego de fotografías en color, una de frente y dos de perfil. Luego, quitarían y pondrían, combinarían distintos detalles, hasta lograr fotos similares del hombre en cuestión, al margen de las caracterizaciones o disfraces a los que hubiese recurrido.

Cuando Harry y su abogado entraron en la sala de conferencias en la que se reunía la dirección del hospital, el ambiente que se respiraba era mucho más tenso y amenazador que la primera vez.

En la enorme mesa habían colocado micrófonos para grabar lo que se dijese. Los actores que intervinieron en el primer acto del drama estaban allí, junto a numerosas caras nuevas, altos cargos entre los que se incluían miembros de la comisión gestora del hospital, jefes de departamento, la jefa de enfermeras de las plantas 9 y 5 del edificio Alexander, Caspar Sidonis y una taquígrafa jurada.

Un hombre, a quien Harry no conocía, estaba sentado junto al jefe de los servicios jurídicos del hospital. Era un hombre de duras facciones que llevaba un traje azul de pésima hechura.

Steve Josephson le apretó cariñosamente la mano a Harry al pasar. Doug Atwater sonrió, visiblemente incómodo, y se le acercó.

– Harry -le susurró-, me alegro de tener esta oportunidad para hablar con usted. Espero que entienda que el otro día sólo le sugerí lo que me pareció mejor para usted. Está claro que no le sentó bien, y me duele. Quiero que sepa que estoy dispuesto a apoyarlo sin reservas.

Media docena de sarcásticas réplicas se agolparon en la mente de Harry, pero ninguna de ellas salió de su boca. Atwater no se lo merecía. En todos aquellos años, siempre fue un gran apoyo para él, cuya defensa de los médicos de cabecera o de familia, como se decía ahora, Atwater consideraba muy respetable. Lo único que se le ocurrió, para evitar aquella especie de consejo disciplinario que iba a tener lugar, y en el que Harry parecía abocado a la humillación y al cese, era que éste pidiese una excedencia voluntaria.

– Me hago cargo, Doug, pero no he hecho nada incorrecto y no puedo dejarlo correr sin luchar.

– En tal caso, duro con ellos, Harry -le dijo Atwater, sonriente.

Sam Rennick releyó las normas por las que iba a regirse la reunión (acordadas por él y por Mel Wetstone).

Los testigos declararían y contestarían preguntas, primero de Rennick y luego de Wetstone. A Harry se le permitiría hablar después de cada testimonio, pero sólo para contestar a preguntas de su abogado y no para dirigirse a ninguno de los testigos directamente. Al término de la reunión, una comisión conjunta, formada por ejecutivos y personal médico, realizaría una votación secreta para decidir si se suspendía o no a Harry en sus funciones.

– Antes de que usted empiece, Rennick -dijo Doug Atwater-, me gustaría que constase en acta que la Cooperativa de Salud de Manhattan acata las normas por las que va a regirse esta reunión. El estatus del doctor Corbett como facultativo del cuadro médico de la CSM permanecerá intacto mientras siga desempeñando sus funciones en este hospital.

Si se tenía en cuenta que, por lo que a la inclusión y exclusión de médicos se refería, el sector de las mutuas de seguros de asistencia se regía por sus propias normas, la afirmación de Atwater equivalía a un apoyo. Su compañía podía impugnar el resultado de aquella reunión si se le excluía de su cuadro médico. Era algo que Harry temía que hiciesen y, por lo tanto, se alegró doblemente de saber dominarse ante Doug Atwater.

La jefa de enfermeras de la planta 9 del edificio Alexander fue la primera en intervenir. Leyó declaraciones juradas de las dos enfermeras que estaban de servicio la noche de la muerte de Evie. Ambas expresaban el convencimiento de que, salvo Maura Hughes, Harry fue la última persona en ver a Evelyn antes de que muriese tras reventársele el aneurisma.

Sue Jilson refirió con detalle que el doctor Corbett le pidió permiso para volver a entrar fuera de las horas de visita, porque tenía que salir a comprar un batido. El jefe de los servicios jurídicos del hospital aprovechó la ocasión para soltarle un rapapolvo a la jefa de enfermeras por negligencia en la seguridad de la planta. Luego, le preguntó a la enfermera cuál era el estado clínico de Maura Hughes la noche en cuestión.

– Jamás he visto un caso de delírium trémens más agudo -repuso la enfermera-. Estaba inquieta y agresiva, sudaba profusamente y estaba desorientada casi permanentemente. Cuando no acusaba al personal de no hacerle caso, se espantaba insectos inexistentes. Aunque estuvo sedada casi durante todo el tiempo que duró nuestro turno, es una de las pacientes que nos ha causado más problemas.

Harry y Mel Wetstone se miraron. Como el jefe de los servicios jurídicos del hospital sabía que iban a presentar el dibujo de Maura, trataba de minar su credibilidad, de dar de ella la peor imagen posible. Ésa era la razón de que Harry se opusiese a que Maura mostrase personalmente su dibujo (Mel le advirtió que, si asistía, podía «oír» de todo).

Wetstone se aclaró la garganta, bebió un poco de agua y le dirigió a la enfermera una glacial sonrisa.

– Siento que la señora Hughes causase tantos problemas en la planta de neurocirugía -dijo Mel.

– Gracias -repuso la enfermera, sin percatarse del sarcasmo que entrañaba el comentario.

– No le caen a usted muy bien los alcohólicos, ¿verdad?

– ¿Le caen bien a alguien?

Wetstone se tomó casi medio minuto antes de contestar (una pausa retórica para que sus palabras hiciesen el máximo efecto).

– Pues la verdad es que sí. A algunas personas les caen bien -dijo Wetstone quedamente-. La Asociación de Médicos Americanos ha clasificado oficialmente el alcoholismo como una enfermedad, y también la Asociación de Psiquiatras Americanos. Confío en que no albergue usted los mismos prejuicios acerca de muchas otras «enfermedades». No tengo más preguntas que hacerle.

La jefa de enfermeras, roja como un tomate, dobló la hoja en la que llevaba sus notas y evitó las miradas de los presentes. Aunque el efecto de su testimonio no quedase neutralizado por completo, no cabía duda de que se había amortiguado.

– Doctor Corbett-dijo Wetstone-, ¿ha permanecido usted en contacto con Maura Hughes desde que le dieron el alta?

– En efecto.

– Y ¿cómo se encuentra?

– La verdad es que bastante bien. No ha probado el alcohol desde que la operaron, y vuelve a pintar.

Harry y Maura convinieron el día anterior en aquella mentira piadosa.

– Claro. Es una consumada y prestigiosa pintora, ¿no es así? Ha traído usted un dibujo hecho por ella, ¿verdad?

– Una copia, para ser exacto. La señora Hughes no podía recordar algunos detalles del rostro del hombre que vio, y recurrimos a un especialista para que la sometiese a una sesión de hipnosis.

– ¿Se refiere al doctor Pavel Nemec?

Los murmullos que se oyeron en la sala indicaban que el Húngaro era bien conocido por la mayoría de los presentes.

– No estoy seguro de que sea doctor en medicina -contestó Harry-, pero, en efecto, me refiero a él. No tuvo el menor problema para hacerle recordar lo que había olvidado. Le bastó una sesión de unos veinte minutos.

– Mire, señor Rennick -dijo Wetstone-, aquí tengo una declaración jurada de Pavel Nemec en que expone su convencimiento de que el dibujo que verán representa el rostro recordado por Maura Hughes: el del hombre que irrumpió en la habitación novecientos veintiocho después de que el doctor Corbett saliese a comprarle un batido a su esposa.

Wetstone aguardó a que distribuyeran las copias del dibujo y luego miró a Harry.

– Doctor Corbett, ¿ha visto usted alguna vez al hombre representado en el dibujo de la señora Hughes?

– En efecto. Llevaba el uniforme de los empleados de mantenimiento del hospital. Cuando llegué, enceraba el suelo de la planta en la que se encuentra la habitación novecientos veintiocho. Al salir a comprar los batidos, aún seguía allí. Y a mi regreso, se había marchado.

– ¿Está usted seguro?

– Totalmente seguro. El retrato se le parece mucho. Maura Hughes tiene un ojo increíble para el detalle. Incluso comento que debía de haberse comprado la pajarita con el nudo hecho, porque el nudo era demasiado perfecto.

Varios de los presentes se echaron a reír.

– ¡Esto es ridículo! -masculló Caspar Sidonis tan audiblemente que lo oyeron todos.

– De manera que, según usted, doctor Corbett -dijo Wetstone-, este hombre, el que aparece en el dibujo, aguardó el momento oportuno, se puso una bata blanca que sacó del cajetín de su enceradora, irrumpió como si tal cosa en la habitación novecientos veintiocho y le inyectó a su esposa una dosis letal de Aramine.

– Creo que eso fue exactamente lo que hizo.

La expresión de muchos de los presentes era inescrutable. No obstante, a Harry le pareció que la mayoría aún albergaba serias dudas acerca de él.

Wetstone indicó con un ademán que había terminado. Como, por lo menos en teoría, la carga de la prueba estaba en el hospital, Harry no sería interrogado por el jefe de los servicios jurídicos del centro. Era uno de los acuerdos de procedimiento que Wetstone le arrancó a Rennick.

Y fue precisamente Sam Rennick quien, a continuación, presentó al desaliñado hombre del traje azul, Willard McDevitt, jefe de mantenimiento del hospital.

McDevitt era un cincuentón de rubicundo rostro. Su nariz tenía todo el aspecto de haber sufrido más de una fractura. Hablaba con el convencimiento de quien se cree siempre en posesión de la verdad. A Harry le recordó a Bumpy Giannetti, el pendenciero mocetón que lo provocaba a la salida del colegio, y que le zurró con biológica regularidad desde el al 10º de EGB. Se preguntó si Bumpy lo habría respetado más ahora que era sospechoso de dos asesinatos.

– Señor McDevitt, ¿reconoce el rostro del dibujo? -preguntó Rennick después de presentar debidamente al testigo.

– En absoluto. No lo he visto en mi vida -contestó el jefe de mantenimiento, que miró a Harry con insolente suficiencia.

– ¿Y qué me dice de la enceradora, la que, según el doctor Corbett, utilizó el asesino aquella noche?

– Bueno. En primer lugar, permítame que le diga que, si había aquella noche una enceradora en la novena planta del edificio Alexander, era de mi departamento. Y si era de mi departamento, quien la utilizase también era de mi departamento.

– ¿Y no pudo traerla alguien al hospital?

– Todo es posible, pero esas enceradoras industriales pesan doscientos cincuenta kilos y abultan más que una secadora. Es difícil imaginar que puedan introducirla en el hospital sin que nadie lo note.

– ¿Y no pudieron cogerla de su departamento?

– No, salvo a punta de pistola. Nos regimos por unas normas que redacté personalmente para evitar que nadie utilice material sin autorización. Se controla incluso el material estropeado o fuera de servicio. Dudo que pudiéramos… extraviar una enceradora de un cuarto de tonelada.

– Gracias, señor McDevitt.

Rennick asintió con la cabeza en dirección a Wetstone, aunque sin llegar a mirarlo. Harry ironizó para sus adentros sobre el despropósito de una profesión en la que las soterradas martingalas eran parte aceptada e incluso prevista de su ejercicio. Luego, reparó en que Caspar Sidonis intercambiaba susurrados comentarios con uno de los administradores, que se sentaba a su lado, a la vez que gesticulaba en dirección a Harry. Las componendas en el campo de la medicina quizá fuesen más sutiles que en el campo judicial, pero no menos repugnantes.

– Señor McDevitt -dijo Mel Wetstone-, ¿dónde se guardan las enceradoras?

– En un cuarto del subsótano que se cierra con llave. Es más, tiene dos cerraduras, y sólo yo y Gus Gustavson, mi encargado de mantenimiento, tenemos llave. Para utilizar cualquier enceradora, hay que contar con una autorización firmada por él o por mí.

– Está entendido, señor McDevitt, pero ¿cree usted que hay algún medio de que una persona que no pertenezca a su departamento pueda hacerse con una de esas enceradoras?

– Absolutamente ninguno.

De nuevo aquella mirada. Harry le sostuvo la mirada a aquel individuo de una manera que nunca logró hacer con Bumpy Giannetti. Incluso consiguió esbozar una sonrisa. Si Mel Wetstone lo hubiese informado de su siguiente maniobra, habría sonreído de oreja a oreja.

Wetstone se levantó, fue hacia la puerta, la abrió y retrocedió. Durante varios segundos se hizo un expectante silencio, roto después por un mecánico zumbido. Un hombre alto y rubio, con el mono de mantenimiento del CMM, entró en la sala. En el mono, llevaba prendida la placa de identificación, con la foto, que lo acreditaba como empleado del CMM. El empleado enceraba las baldosas del derredor de la ostentosa alfombra oriental. En uno de los lados de la enceradora había una chapa metálica en la que se leía: «PROPIEDAD DEL CENTRO MÉDICO DE MANHATTAN».

– ¿Qué puñeta significa esto? -exclamó Willard McDevitt.

Wetstone le hizo una seña al empleado y éste paró la enceradora.

– ¿Conoce usted a este hombre, señor McDevitt?

– No.

– ¿Trabaja usted en este hospital, señor Crawford?

– No.

– ¿De dónde ha sacado este chisme, señor Crawford?

– De un cuarto del subsótano en cuya puerta dice «Mantenimiento».

– ¿Le ha sido difícil conseguirlo?

– Ha sido pan comido -repuso el rubio sonriente-. Iré ahora a devolverla, si no le importa.

El rubio hizo girar la enceradora y se alejó. Al instante, se oyeron murmullos en la sala. Harry vio que varios miembros del personal médico se echaban a reír. Willard McDevitt parecía ir a abalanzarse sobre Mel Wetstone de un momento a otro, pero al oír lo que le susurraba el jefe de los servicios jurídicos del hospital, echó la silla hacia atrás y salió airadamente de la sala. Wetstone, por su parte, tuvo buen cuidado en no mostrarse ufano, ni siquiera satisfecho. Permaneció plácidamente sentado y aguardó a que su puesta en escena surtiese todo su efecto. Por primera vez, Harry tuvo la sensación de que los presentes se inclinaban en su favor. Si tan equivocados podían estar Rennick y su testigo acerca de la enceradora, cualquiera podía pensar también que acaso lo estuviesen sobre otras cosas.

– ¡Un momento! ¡Un momento! -clamó Caspar Sidonis, que no parecía dispuesto a encajar impasible otro revés.

Sidonis se levantó y fue hacia la cabecera de la mesa. Owen Erdman, el director del hospital, echó la silla hacia atrás para dejarlo pasar.

– Este hombre es un charlatán de feria -dijo Sidonis mirando a Wetstone-. Intenta, con burdos trucos, desviar la atención de lo esencial del caso. Y, la verdad, Sam, me temo que lo único que ha hecho usted es facilitarle las cosas. Esto no es la sala de un juzgado sino la sala de reuniones de un hospital. No estamos aquí para debatir tecnicismos legales. Estamos aquí para procurar que nuestros miles de pacientes, pacientes que podrían acudir a muchísimos otros centros tengan suficiente confianza en el Centro Médico de Manhattan como para acudir. Nos hemos reunido para evitar que nuestro hospital se convierta en el hazmerreír de la ciudad. Estamos aquí para garantizar que quienes salen de las facultades de medicina, que pueden elegir entre un sinfín de hospitales de todo el país, tengan en tan buen concepto este centro como para solicitar trabajar aquí como médicos residentes.

Había que reconocer que la intervención de Sidonis había sido brillante, pensó Harry. Era su venganza por lo de Evie y por la humillación que acababan de sufrir quienes defendían lo que a él le interesaba. Dos pájaros de un tiro. Lo peor era que su energía y la convicción con que se expresaba procedían de su odio a Harry y de su convencimiento de que éste era culpable.

Corbett volvió a tomarle el pulso a la sala con la mirada. Las cosas ya no pintaban tan bien como hacía un momento. Mel Wetstone pareció ir a levantarse para rebatir la parrafada de Sidonis, pero lo pensó mejor y se recostó en el respaldo. Tratar de evitar que el poderoso jefe de cirugía cardiovascular expresase su opinión podía ser contraproducente.

– No me incomoda decir que Evie DellaRosa y yo estábamos enamorados -prosiguió Sidonis-. Durante años, ella y Harry Corbett fueron matrimonio sólo de nombre. La noche anterior a que ella ingresara en este hospital, la noche anterior a que la asesinasen, Evie le contó lo nuestro. Me consta. Ése fue el motivo. Y tenía otro: una póliza de seguro de doscientos cincuenta mil dólares. Las enfermeras ya han testificado que tuvo, también, la ocasión. Y, desde luego, sólo un médico podía pensar en el método elegido. No obstante, cabe la remota posibilidad de que el doctor Corbett sea tan inocente como asegura. Es remotamente posible que las absurdas explicaciones que da sean ciertas. De todas formas, su hipotética inocencia no modifica el hecho de que dos de nuestros pacientes en estrecho contacto con él han muerto. Los periódicos hacen su agosto a costa de nuestro hospital, y la confianza que tanto nos hemos esforzado por consolidar se derrumba. Harry Corbett le debe a este hospital un respeto y una consideración que lo obligan a dimitir hasta que este asunto se aclare en uno u otro sentido. Y comoquiera que no ha hecho honor a esta responsabilidad, los aquí presentes debemos tomar medidas. Prometo solemnemente que si esta institución no muestra el suficiente sentido común para defender sus intereses, los de su personal y los de sus pacientes, dimitiré. Muchas gracias.

Agotado, por lo menos en apariencia, Sidonis tuvo que apoyarse en los respaldos de las sillas para volver a su sitio. Mel Wetstone respiró hondo y dejó escapar un suspiro. Harry estaba tan sulfurado como cohibido. Sidonis amenazaba al hospital y a la Junta de Administración con un rudo golpe a sus mejores activos: la reputación y la cartera. «FAMOSO CIRUJANO DIMITE POR EL CASO DE UN COLEGA EN ENTREDICHO.» Harry ya imaginaba los titulares del Daily News. Ladeó la cabeza hacia su abogado para expresarle sus temores, pero se interrumpió al oírse un alboroto fuera de la sala. Se abrió la puerta bruscamente e irrumpió la secretaria de Owen Erdman.

– Perdone, doctor Erdman -dijo la secretaria sin resuello-. He intentado explicárselo, pero no han querido escucharme. Sandy ha llamado a seguridad. Llegarán en seguida.

La secretaria se apartó hacia un lado y un nutrido grupo irrumpió en la sala. Al frente iba Mary Tobin y, justo detrás, Marv Lorello, todos los médicos de familia del departamento y pacientes de la consulta particular de Harry (algunos acompañados por hijos de corta edad). Casi treinta personas, calculó Harry, que reconoció a Clayton Miller, el hombre cuyo grave edema pulmonar él y Steve Josephson controlaron tras extraerle medio litro de sangre.

El grupo se agrupó en uno de los rincones de la sala de conferencias. Mabel Espinoza -una de las pacientes de Harry- se adelantó al grupo con dos de sus nietos pegados a la falda.

– Me llamo Mabel Espinoza.

La mujer lo dijo con un fuerte acento latino, pero nadie tuvo problemas para entenderla. Miró hacia los presentes con la firme dignidad que la había convertido en una de las pacientes predilectas de Harry.

– Tengo ochenta y un años. El doctor Corbett es mi médico de cabecera, y el de mi familia, desde hace veinte. Si hoy estoy viva se debe a que es un médico maravilloso. Y muchas otras personas podrían decir lo mismo. Cuando estoy demasiado enferma para salir, va a visitarme a casa. Si alguien no puede pagar, siempre nos dice que le paguemos cuando podamos. Soy una de las firmantes de la petición. En menos de veinticuatro horas hemos recogido más de doscientas firmas. Gracias.

– Ha sido idea de Mary Tobin -le susurró Wetstone a Harry-, pero no creía que fuese capaz de semejante movilización.

Otra de las mujeres que iba en el grupo se adelantó para hablar. Era Doris Cummings, profesora de EGB en un colegio de Harlem. En seguida pasó a leer la petición, firmada por 203 pacientes de Harry, en la que enumeraba las razones por las que consideraban al doctor Harry Corbett esencial para su bienestar y el de sus familias.

– «… si se aparta al doctor Corbett del cuadro facultativo del Centro Médico de Manhattan sin causa irrefutable que lo justifique, los abajo firmantes nos proponemos prescindir de este hospital para nuestra asistencia médica. Y si renunciar a este hospital nos obliga a darnos de baja de la CSM, nos daremos de baja. Este hombre es parte muy importante en nuestras vidas, y no queremos perderlo.»

Marv Lorello le susurró algo al oído a Cummings y se acercó luego a Owen Erdman. Cummings rodeó la mesa y dejó la petición frente al director del centro.

Una distinguida mujer llamada Holden, que fue presidenta del Consejo de Administración del hospital, se enjugó una lágrima. A su derecha, Mary Tobin sonreía radiante como una madre al graduarse un hijo.

Luego habló Marv Lorello en nombre del departamento de medicina general. Dijo que Harry era un amigo excepcional y un ejemplo para el departamento, sobre todo para aquellos que se iniciaban en la profesión. Luego, leyó una declaración firmada por todos los miembros del departamento en que, sustancialmente, amenazaban con trabajar para otro hospital si Harry era apartado sin que hubiese pruebas de su culpabilidad. Dejó la declaración encima de la petición del grupo de pacientes que, de inmediato, abandonó la sala.

No hubo más debate. La votación fue un puro trámite. Aunque dos de los doce que votaron lo hicieron a favor del cese de Harry, Caspar Sidonis se marchó en cuanto leyeron el resultado de la votación.

– Doctor Corbett -dijo Erdman con frialdad-, ha sido una impresionante demostración de aprecio hacia usted, y sería una verdadera tragedia que tanta lealtad resultase defraudada. ¿Tiene algo más que decir?

– Sólo que estoy agradecido por la votación. Soy inocente, y me propongo demostrarlo y descubrir al verdadero asesino. Espero que no haya inconveniente en que se distribuyan copias de este retrato por el hospital.

– ¡De ninguna manera! -le espetó Erdman-. El personal que está a mi cargo distribuirá el boceto discretamente a los jefes de departamento. No podemos exponernos a que se airee que un asesino puede andar suelto por el hospital, disfrazarse de empleado de mantenimiento y asesinar a cualquiera de nuestros pacientes. Le exijo que prometa colaborar en este sentido.

Harry miró a Mel Wetstone, que se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

– Tiene usted mi palabra -accedió Harry.

– En tal caso -concluyó Erdman-, cuenta con nuestras bendiciones para seguir en su puesto.

– ¿Va usted a casa? -le preguntó Wetstone a Harry cuando hubieron salido del hospital.

– No. Voy a mi consulta. Creo que Mary Tobin se merece que la invite a almorzar.

– ¿Sólo a almorzar? A una cena en el Ritz, por lo menos.

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