Green Dolphin Street
Estaban aún lejos de la mansión de Atwater cuando Harry oyó la melodía en su interior. Tamborileaba con los dedos en el volante y seguía el ritmo con la cabeza.
Santana lo miró inquisitivamente.
– ¡Ah, la música!… Siempre que estoy excitado recuerdo la misma melodía. A veces, no me doy cuenta de que estoy excitado hasta que la oigo en mi cabeza.
Ray lo miró más inquisitivamente aún. Enmarcado por la grasienta pintura negra, sus ojos parecían irisadas perlas.
– Pues siga con la música, siga.
Fueron en dirección al Hudson, hasta la estrecha y sinuosa carretera del litoral que discurría frente a las mansiones. Harry apagó las luces y redujo la velocidad. No se veían coches por las inmediaciones, ni circulando ni aparcados.
Las casas daban todas al Hudson desde majestuosos altozanos. Estaban rodeadas de frondas y a conveniente distancia de la carretera. Con la lluvia y la oscuridad, era imposible ver más que las luces de las ventanas.
– ¿Seguro que no se ha desorientado, Harry? -preguntó Santana.
– Ya no estoy tan seguro como hace un rato -contestó Harry, que trataba de ver algo a través del parabrisas de la caravana, rítmicamente barrido por aspas anchas como palos de hockey-. Quizá por eso no dejo de oír la condenada melodía.
– Pues déjese de músicas. ¿Cómo demonios va a saber dónde estamos si no se ve nada?
– Busco el muro de cemento del que le hablé.
Y nada más decirlo lo vio: un muro de cemento, de medio metro de ancho, que discurría a lo largo de la carretera hasta perderse de vista. A su derecha, una valla de tela metálica, de casi dos metros de altura, se extendía desde el muro hasta el acantilado. Harry detuvo la caravana tan lejos de la carretera como pudo, paró el motor y señaló hacia la valla.
– Apuesto a que hay otra valla como ésta en el otro lado. La parte de atrás debe de dar al acantilado. De modo que la mansión queda completamente rodeada.
– Buen sitio para liarse a tiros sin que se te escape nadie -dijo Santana.
Ambos, miraron hacia la carretera. No se veía más que la verja de la mansión, a unos cincuenta metros. Santana se alumbró con una linterna sorda y sacó el equipo de las bolsas, un revólver de cañón corto y una semiautomática con silenciador. Harry la reconoció: era la misma que abatió al matón en el Central Park. Llevaban también un rollo de cuerda, cinta aislante, navajas, tenazas, alambre, machetes, potentes linternas y varias cajas de munición.
– Ya sé que sabe manejar un arma -dijo Santana tras darle el revólver y una caja de balas-. De todas formas, es bien fácil: concentrarse en el objetivo y disparar.
– … el objetivo y disparar -repitió Harry-. Casi como un anuncio de la Kodak.
– Llene la mochila y prepárese, Harry.
Santana cogió los prismáticos y el rifle, apagó las luces interiores de la caravana, abrió la puerta y bajó. Harry observó al ex agente «legal» de la Brigada de Narcóticos, que corrió con asombrosa agilidad y sigilo hasta el muro de cemento y lo escaló sin aparente esfuerzo. Luego, Ray se puso boca abajo en el borde del muro y miró hacia la casa. Al cabo de unos minutos, regresó junto a Harry.
– Se ve luz en la casa, que no está muy lejos del muro. Incluso se puede ver a través de algunas ventanas. Junto a la verja hay una caseta y un vigilante. No he visto a nadie más.
– ¿No hay perros?
– No he visto ninguno.
– ¿No podíamos haber traído unas cuantas chuletas, por si acaso?
– ¿Como en las películas?
– Exacto.
– Mire, Harry, ningún perro guardián, adiestrado para matar, se distrae de la presa que ha de atacar por un trozo de carne. Si vemos un perro le pegamos un tiro. Para una película puede ser demasiado sencillo, pero es muy eficaz. Verá lo que creo que debemos hacer: voy a volver a encaramarme al muro, un poco más abajo. Si ve una ráfaga de la linterna, llame a la casa y diga que quiere hablar con Maura. Así sabremos si está. Con un poco de suerte, la veré a través de alguna ventana. Si no, tendremos que acercarnos lo bastante como para localizarla. Si ve dos ráfagas, acérquese a mí. Si son tres, es que hay problemas. En tal caso, encarámese al muro y dispóngase a utilizar el revólver. Ahora cierre las puertas de la caravana, vaya a la parte de atrás y deje la llave debajo del neumático derecho. ¿Entendido?
– Entendido.
– ¿Listo?
– Sí, estoy listo, Ray, aunque antes quisiera aclarar una cosa.
– Adelante.
– Por favor, no lo interprete mal, pero yo también tengo una cuenta que saldar con esa gentuza. Por consiguiente, sólo quiero pedirle que… no pierda la calma.
La reacción de Santana no fue la que Harry esperaba. Ray lo fulminó con la mirada de un modo que lo sobrecogió. El tic del párpado y el de la boca se hizo más ostensible que nunca.
– Muy bien. Ahora escúcheme usted a mí -le espetó Santana-. He vivido en un puro dolor todos los segundos de todas las horas desde que ese cabrón me inyectó. ¡Hace siete años! Mis únicos momentos de paz me los proporciona el imaginarlo en la mugrienta prisión mexicana. Ahora está ahí dentro, con el otro cabrón que me entregó para que me torturase. ¡No me pida que conserve la calma!
Harry se cohibió al ver lo furioso que estaba Santana. Cuando percibió que se serenaba un poco, Harry posó la mano en su hombro.
– Perdone, Ray. Los cazaremos. Se lo prometo.
Santana se alejó y arrimó el cuerpo al muro. La lluvia había remitido bastante y se veía mejor la verja. Harry la miró unos instantes. Al volver la cabeza, vio a Santana encaramado al muro y una ráfaga de la linterna.
Harry consultó el reloj y, al ver que eran las 21.08, marcó el número que le dio Atwater, que se puso al teléfono en seguida.
– ¿Es el doctor Mingus? -preguntó Atwater.
– Sí.
– Repítame lo que tiene para mí.
– Quiero una prueba de que Maura está bien.
– Dígame lo que tiene para mí -insistió Atwater.
– Santana se hospeda en una pensión del Harlem hispano. Le daré la dirección y el nombre que utiliza cuando deje usted a Maura en libertad.
– ¿Cómo me ha localizado?
– Perchek dejó una huella dactilar en la habitación de Evie. Y una persona del FBI informó a Santana. Ha cumplido su promesa de mantenerlo en secreto. Sólo lo sabemos él y yo. Ni siquiera el agente que tomó la huella lo sabe.
– ¿Cómo averiguo yo que me dice la verdad?
– Me importa una mierda lo que usted averigüe o deje de averiguar. Me busca toda la policía de Nueva York. En cuanto Maura esté conmigo, desaparezco. Eso es lo único que me importa. Así que… ¿dónde está Maura?
– Dígame con qué miembros de la Tabla Redonda ha estado en contacto.
– Con dos de ellos. Uno es Jim Stallings, que está muerto. No le diré quién es el otro hasta que no libere a Maura. Es el que me ha dado los nombres de los demás.
– Deme uno.
– Un tal Loomis. El nombre de pila no lo recuerdo, pero lo tengo anotado.
– ¿No será ése el otro con quien ha hablado usted?
– No. Basta ya de dilaciones. No puedo eternizarme al teléfono.
– Vuelva a llamar a este mismo número dentro de cinco minutos.
Harry colgó y aguardó en la oscuridad. Un poco más adelante entreveía la sombra de Santana, echado boca abajo en lo alto del muro. Ya casi no llovía. El aire que penetraba por la ventanilla era limpio y olía a tierra mojada. Se oían los trinos de los pájaros y el canto de los grillos.
Harry se pasó los dedos por la grasienta pintura del dorso de las manos. A las 21.13 cogió el teléfono y volvió a marcar el número de Atwater.
– De acuerdo -dijo Atwater en cuanto lo oyó-. Tiene treinta segundos. La tengo a mi lado, escuchando con un inalámbrico. No haga que me enfade.
– Diga.
– Soy yo, Maura. ¿Estás bien?
– Muy preocupada por ti, Harry. Estoy bien. Me han hecho beber… bourbon. Yo no quería, pero me han obligado. Luego me han inyectado algo para obligarme a decir dónde estabas. No he podido decirlo porque no lo sabía.
La voz de Maura sonaba tensa pero enérgica.
– Sé fuerte, Maura. Tengo todo lo necesario para salir del país.
Maura titubeó un poco, aunque reaccionó al momento.
– No creía que pudieses conseguirlo tan pronto -dijo ella-. Estoy dispuesta -añadió justo antes de que se le interrumpiera la comunicación con Harry.
– Bueno, Corbett, vuelva a llamar dentro de otros cinco minutos y concretaremos el trato.
– Dentro de media hora. No puedo seguir ni un momento más donde estoy.
– ¿Quién es el otro miembro de la Tabla Redonda con quien habló?
– Harper. Pat Harper, de la Northeast Life and Casualty.
Aunque Kevin Loomis sólo se lo había mencionado una vez, Harry lo había memorizado. No era un nombre que pudiera olvidar: una tal Pat Harper fue su primer amor de adolescente. Citar a Harper en aquellos momentos era perfecto. Aunque no lograse su objetivo de aquella noche, no habría represalias contra Loomis.
– Está bien. Media hora -accedió Atwater.
Harry aguardó a que volviese a sonar la señal de marcar y trató de imaginar qué sucedía en el interior de la mansión. Durante dos minutos sólo vio oscuridad en derredor. Luego, vislumbró dos ráfagas de linterna. Había llegado el momento.
Cogió la mochila y enfundó el revólver. Fue agachado a lo largo de la parte exterior del muro hasta que llegó junto a Santana.
– No la tienen en la casa -susurró Santana-. Uno… me parece que Garvey, ha salido por una puerta lateral en dirección norte. Y al cabo de cosa de un minuto, ha entrado con ella. Luego, han vuelto a salir, y Garvey ha regresado solo. Sigue dentro.
– ¿Por dónde empezamos?
– Por el vigilante de la caseta de la verja. Si hay que disparar, déjeme a mí porque llevo silenciador.
– Lo sé.
– Me parece que esto será coser y cantar -dijo Santana tras dejar el rifle apoyado en el muro-. No obstante… espero que me pague el material.
Las mojoneras, muy cercanas al muro, facilitaban escalarlo. Harry y Ray se encaramaron, se descolgaron hasta la mitad de la cara interna y se dejaron caer al suelo, que estaba empapado. Harry temió resentirse del pecho, pero apenas notó un dolorcillo, nada comparable al que sintió al saltar la valla en Fort Lee. Si el dolor no iba a más, podría moverse sin dificultad aquella noche.
Empuñaron sus armas y se dispusieron a trepar por la pequeña verja. Al lado estaba aparcado un 4x4 de color oscuro. A través del ventanuco de la caseta vieron que el vigilante hablaba por teléfono.
– Corte cinco centímetros de cinta aislante -susurró Santana.
Luego, le indicó a Harry con un ademán que fuese a situarse al otro lado de la caseta de la verja, llamó con los nudillos y arrimó el cuerpo a la pared. La puerta se entreabrió y asomó el vigilante revólver en mano.
Fue todo muy rápido: Santana golpeó con su pistola la muñeca del vigilante, que dejó caer el arma al suelo. No le dio tiempo a gritar. Santana se abalanzó sobre él, le tapó la boca y pasó una pierna entre sus pantorrillas. La acción fue tan eficaz como silenciosa. El vigilante quedó tendido en el suelo, Ray se sentó a horcajadas en su pecho y le apoyó el cañón de la pistola en los dientes.
– ¡Ni respirar siquiera! -le susurró-. ¿Entendido?
El vigilante asintió con la cabeza. Sin dejar de encañonarlo, Ray lo puso de costado y le indicó a Harry que le atase las manos a la espalda. Luego, lo echó boca arriba y lo encañonó bajo el mentón.
– ¿Dónde está la mujer?
El vigilante miró el embadurnado rostro de Santana. Harry notó que sopesaba las ventajas e inconvenientes de mentir. Pero sus dudas duraron sólo instantes.
– En el pabellón de invitados… ahí abajo, por el sendero de la izquierda…
– ¿Está Perchek con ella?
El rostro del vigilante se descompuso al oír el nombre. Titubeó un momento, pero en seguida asintió con la cabeza.
– ¿Cuántos hombres hay? -preguntó Santana, que mientras aguardaba la respuesta le encañonó un ojo-. ¿Cuántos?
– Uno con Perchek en el pabellón, y dos en la casa -balbució el vigilante.
– ¿Y Garvey?
– ¿Quién?
– Atwater.
– Sí. Dos, aparte de él.
– Métale un trapo en la boca, amordácelo con la cinta aislante y átele los tobillos.
Harry lo amordazó y ató con artesanal eficiencia. Luego, entre los dos, arrastraron al vigilante unos diez metros, hasta un árbol, al que lo ataron. Santana se asomó entonces al interior de la caseta.
– El botón de apertura automática de la verja está junto al vano, Harry. La puerta de la caseta no está cerrada con llave -dijo Santana tras mirar el reloj-. Disponemos de veinte minutos. Vamos a buscarla.
Fueron a la sombra del muro, que enlazaba con la valla de tela metálica del otro lado de la propiedad, junto a una franja de espeso matorral. En lo alto de la cuesta, a su derecha, estaba la casa propiamente dicha. Había luz en todas las ventanas y en el porche. A unos cincuenta metros a la izquierda de la casa, se veían más luces en una fronda.
– Es allí -musitó Harry.
Ray asintió con la cabeza, rebasó a Harry y enfiló hacia la fronda. En cuanto llegaron, se adentraron agazapados entre los árboles.
El pabellón de invitados era una versión en miniatura de la mansión, pero no menos espectacular. Era casi toda de cristal, con pilares de acero que sobresalían del acantilado unos treinta metros, lo que le daba al pabellón una extraordinaria vista del Hudson.
Harry se asomó al precipicio. Había un rompeolas de aproximadamente cuatro metros de anchura que partía de la base del acantilado. Enfrente, al otro lado de las negras y quietas aguas del río, como una Vía Láctea, se veía Manhattan.
En el sótano del pabellón había varias habitaciones que daban al acantilado y que, por lo tanto, no se veían desde la fachada. A través de una de las ventanas, reforzada con barrotes de hierro, vieron a Maura, que estaba sentada al borde de una cama. Aunque demacrada y cansada, parecía serena.
Santana se llevó el índice a los labios y señaló hacia la casa. Cuando estuvieron más cerca, se asomaron a un enorme ventanal que daba a una estancia abovedada que hacía las veces de salón, comedor y cocina. El mobiliario era de cristal y maderas preciosas. Amplios balcones, que daban al porche, y media docena de ventanas, ofrecían impresionantes vistas de la ciudad.
Un guardaespaldas, que llevaba un revólver en una pistolera colgada del hombro, servía café. Detrás, sentado en un sillón frente a una mesita, estaba Perchek, que leía un libro.
Santana no pudo reprimir un quedo gruñido al verlo. Rezumaba odio. Cogió un pedrusco y le indicó a Harry, con un ademán, que lo siguiera hasta una puerta de cristal.
– Yo primero -susurró Santana.
Antes de que Harry pudiera reaccionar, Santana lanzó el pedrusco contra la puerta, que estalló hecha añicos. Ray estaba dentro casi antes de que la piedra cayese al suelo.
– ¡Quieto! -le gritó al guardaespaldas al ver que echaba mano al revólver.
Harry irrumpió entonces y le arrebató el revólver al guardaespaldas. Antón Perchek, sin apenas levantar la vista del libro, los miró y sonrió, perplejo. Los iris de sus ojos eran tan pálidos que casi parecían blancos, y tenía las pupilas tan dilatadas que parecían agujeros negros en la nieve.
Corbett no creyó detectar en la expresión de aquel hombre el menor rastro de temor, ni emoción ninguna.
– ¡Cuerpo a tierra! -le ordenó Santana al guardaespaldas, que pareció titubear.
Sin perder de vista a Perchek, Harry golpeó con la culata del revólver al guardaespaldas, que gimió y quedó semiinconsciente. Luego lo maniató.
Santana empujó una silla para acercársela a Harry y, sin dejar de apuntar a Perchek, ayudó a Corbett a sentar al guardaespaldas. Harry lo ató a la silla y luego se situó junto a Santana.
Perchek los miró a ambos con curiosidad. A Harry no le cabía duda de que era el hombre que vio frente a la habitación de Evie; el hombre cuyo rostro Maura había memorizado y dibujado. Aunque, en cierto modo, no lo parecía. Guardaba semejanza con los retratos que hicieron los ordenadores, pero no era como en ninguno de ellos. Habría encajado perfectamente detrás del mostrador de una tienda de comestibles, de la mesa de un despacho; con uniforme de barrendero o de piloto de reactor. Podía encajar en la personalidad de cualquiera y en la de nadie.
– Bueno, Ray. Cuánto tiempo, ¿verdad? -dijo Perchek con una voz tan melosa e hipnótica como privada de sentimientos.
Santana apartó con el pie la mesa frente a la que estaba Perchek y, pese a llevar la cara impregnada de la grasienta pintura negra, Harry notó la crispación de sus facciones. Tampoco a Perchek le pasó inadvertida.
– No tiene muy buen aspecto, Ray -dijo Perchek mientras el ex agente le ataba las muñecas a los brazos de hierro forjado del sillón-. Le tiemblan las manos, y tiene un tic en el ojo. ¿Drogadicción o enfermedad?
Harry reparó en que Perchek tenía los antebrazos muy musculosos, y prominentes bíceps que tensaban las mangas de su «polo» azul celeste. Santana lo registró por si llevaba alguna arma, pero no encontró ninguna.
– La llave de la habitación de Maura -le pidió Santana.
Perchek se encogió de hombros, como si se tratase de algo demasiado vulgar para prestarle atención.
– No hay llave; sólo hay una balda por fuera -repuso Perchek.
Santana le señaló a Harry con un ademán el tramo de escaleras que partía de la estancia. Al cabo de apenas medio minuto, regresó con ella. Maura estaba ojerosa, y tenía una costra de sangre en el labio inferior. No obstante, no parecía haber sufrido más daño.
– Le pegó el matón que la secuestró -dijo Harry.
– ¿Le han hecho algo más? -preguntó Santana.
– Salvo obligarme a beber bourbon, no. He podido escupirlo casi todo en el momento de ingerirlo, y cuando me he quedado sola me he provocado el vómito. A pesar de ello, he estado mareada durante un buen rato. Creían que no tardaría en suplicarles que me diesen más, pero se han equivocado.
Harry la atrajo hacia sí y la abrazó. Santana fulminó con la mirada a Perchek.
– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey a cambiar de identidad? -preguntó Ray.
Perchek siguió con su condescendiente sonrisa.
– Es que tiene un aspecto espantoso, horrible -dijo con voz tan impersonal como su mirada-. Siempre me he dicho que fue una lástima que en Nogales no tuviese tiempo de darle el antídoto del Hiconidol. Así que ahora entiendo lo que le pasa. ¡Madre mía, Ray! No sabe cuánto siento verlo tan desmejorado. Lo siento muchísimo.
– Dígame quién le proporcionó a Garvey una nueva identidad -se limitó a decir Santana con todo su aplomo.
– Porque, verá, Ray: existe un antídoto eficacísimo. El proceso bioquímico no puede ser más sencillo: el antídoto inunda el torrente sanguíneo, sustituye a esas enojosas moleculitas alojadas en sus nervios todos estos años y, listo… ¡ya está curado! Se acabó el dolor, Ray. Porque… no hay más que mirarlo a los ojos. ¿Drogadicto, eh? ¡Oh, Ray! Imagino lo que ha debido de sufrir durante estos años. Lo sorprendente es que no se haya quitado la vida antes…
Santana lo miraba casi traspuesto. Perchek hablaba en un tono sosegado que hipnotizaba, seducía y… resultaba convincente.
Harry quiso decir algo que rompiese el hechizo de la retórica de Perchek, pero tampoco él reaccionaba.
– … Bueno, no tiene por qué sufrir más, Ray -prosiguió Perchek-. ¿Esas crisis horriblemente dolorosas? Le prometo que puedo hacerlas desaparecer para siempre. No necesitará tomar más drogas. Lo notará en sólo unos minutos. Piénselo, Ray. Le garantizo que jamás volverá a sentir dolor. Puede dejarme atado mientras lo prueba. Y luego podrá marcharse. Le doy mi palabra de honor de que nadie lo tocará. Sólo me interesa él.
Perchek le dirigió a Harry una mirada de intenso odio antes de proseguir.
– A cambio del antídoto, sólo quiero que me deje media hora a solas con él.
Perchek volvió a mirar a Harry, que por primera vez detectó en sus ojos alguna emoción: un odio que lo consumía, completamente concentrado en él. Harry miró entonces a Santana y le pareció que titubeaba. También lo notó Perchek, que de nuevo les dirigió una condescendiente sonrisa.
Santana dejó su pistola encima de la mesa, dio media vuelta y le selló a Perchek la boca con cinco centímetros de cinta aislante. Luego, sacó del bolsillo un antiguo instrumento de tortura: un guante metálico con tornillos en los dedos. Perchek se crispó al verlo, pero no ofreció resistencia mientras Ray se lo ponía en la mano derecha.
– Yo no tengo drogas que produzcan dolor -dijo Santana-, pero he guardado esto para usted desde hace años. Lo trajo un amigo de China. Seguro que alguna que otra vez lo habrá utilizado usted. Primero la uña, después la carne, luego el hueso; a continuación, el otro lado. Al finalizar, se pasa a la otra mano. Los diez dedos, milímetro a milímetro. Se lo tenía reservado.
Santana apretó los tornillos hasta que las uñas de Perchek quedaron completamente blancas. Perchek no se inmutó.
– No permita que lo haga descender a su nivel, Ray -le rogó Harry-. No existe antídoto contra esa droga, y aunque existiese, usted sabe perfectamente que no se lo daría. Necesito a Perchek, Ray. Me acusan de asesinatos que ha cometido él. Limitémonos, pues, a entregarlo a la policía, y que lo encierren. No se ponga a su nivel.
– Usted no lo entiende, Harry -replicó Santana en tono glacial-. ¡Siempre he estado a su nivel! ¡Fuera de aquí! -le espetó hecho una furia.
Harry fue a replicar, pero comprendiendo que era inútil cogió a Maura del brazo.
– Aguardaremos ahí afuera -dijo Harry-. Si no llamamos a Garvey dentro de diez minutos, empezará a sospechar -añadió justo en el momento en que Santana apretaba el primer tornillo.
– ¿Qué agente de la CÍA ayudó a Garvey? ¿Quién lo encubre ahora?
Perchek sonrió. Santana apretó el tornillo hasta perforarle la uña, de la que empezó a manar sangre. Perchek miró con fijeza al frente, sin inmutarse.
– Si no contesta, le aseguro que le va a doler -dijo Santana-. Elija.
– No, Ray. Eres tú quien ha de elegir…
Era Sean Garvey quien acababa de decírselo desde la puerta. Con un revólver apuntaba a la cabeza de Harry. Luego entró en la habitación seguido del matón que le pegó a Maura en el taxi y que ahora la arrastraba del brazo, a la vez que apuntaba a Ray.
– … y usted también, aunque le queda poco tiempo…