Al fin había cesado la ola de calor que a finales del verano había causado insolaciones, accidentes y muertes en toda la ciudad. A media tarde, la temperatura no llegaba a los 20° C, y soplaba una brisa bastante agradable y amenazaba lluvia.
Harry acompañó a Maura hasta su coche a las seis en punto. Luego regresó al garaje de su casa y aguardó a que fuesen las ocho y cuarto para salir. El reloj del salpicadero del BMW llevaba años estropeado, y ni él ni Evie se preocuparon por arreglarlo. De modo que tendría que fiarse de su Casio.
Estaba ya cerca del garaje cuando Maura lo llamó, para probar el teléfono móvil e informar de que no había excesivo tráfico entre su apartamento y el puente George Washington. Tal como convinieron, no volvería a llamar hasta las ocho y veinte.
– Lo vamos a conseguir, Harry -dijo ella-. Ya lo verás. A las diez de la noche estaremos en condiciones de ir a la policía. Esta vez tendrán que creernos. Ánimo.
– Sí, mujer, sí, pero ten cuidado.
Harry dejó el coche en su plaza del garaje y salió a la calle. Vio un coche patrulla que circulaba muy despacio, a unos cincuenta metros de allí. ¿Lo buscarían a él? Por culpa de Ray Santana no podía considerarse a salvo en ninguna parte. Volvió al BMW, encendió la radio y aguardó.
La cadena de emisoras de radio WINS, que sólo emitía noticias, seguía dando, aproximadamente cada diez minutos, flashes informativos acerca de los extraños hechos que rodeaban al «loco del revólver» del CMM. Al verdadero Max Garabedian lo había detenido la policía, lo habían interrogado e inmediatamente puesto en libertad.
Garabedian había regresado inmediatamente a su apartamento de la calle 103. Se negaba a hablar con los periodistas hasta que no se lo aconsejase su abogado. En una declaración preparada y leída por su abogado, Garabedian afirmaba no saber nada del hombre ingresado con su nombre en el CMM. Negaba tener con Harry Corbett más relación que la propia entre médico y paciente. Sin embargo, decía de Harry que era un «médico inteligente y muy entregado a su trabajo», y expresaba su determinación de abstenerse de emitir cualquier juicio hasta que se aclarase la verdad.
Aunque Harry estuvo tentado de llamar a Garabedian desde el teléfono del coche, comprendió que no era momento para hacer nada más que aguardar a que fuesen las ocho y cuarto.
Pero había más: no habían detenido a Ray Santana. La policía no sabía cómo justificar que un hombre armado con un revólver, en pijama y descalzo lograse salir de un hospital rodeado por todos los miembros de seguridad del centro y decenas de agentes. El locutor no pudo resistir la tentación de dar su propia opinión: al fin y al cabo, aquello era Nueva York, y por más extraña que fuese su indumentaria, a lo mejor había salido tranquilamente por la puerta y se había mezclado con la multitud de Manhattan.
A las siete de la tarde, la directora de relaciones públicas del CMM, Barbara Hinkle, dio una conferencia de prensa, que la WINS resumió en uno de sus informativos.
El Centro Médico de Manhattan, dijo Barbara Hinkle, se felicitaba de que nadie hubiese resultado herido en el desgraciado incidente. El hospital no daría más comunicados hasta que hubiese concluido una investigación preliminar de lo que había estado a punto de ser una tragedia. Lo que sí añadió Hinkle fue que, por el momento, la dirección del hospital no había logrado localizar al doctor Harry Corbett, el médico que hizo que el autor de los disparos ingresara en la habitación 218, en la planta 2.
«Estoy segura -había dicho Hinkle-, de que el doctor Corbett ha estado sometido últimamente a una gran tensión como consecuencia de la trágica muerte de su esposa. Tengo entendido que ha precisado atención médica para superar su gran pesadumbre, así como por las secuelas de su estrés postraumático, consecuencia de su heroico comportamiento en Vietnam…»
¡Estrés postraumático!
– ¡Vaya, hombre! ¡Menuda lengua tiene la Barbie del hospital! -exclamó Harry.
Estaba claro que los médicos más influyentes del hospital ya se habían reunido y decidido una estrategia común para afrontar el colectivo desastre a que los abocaba el doctor Harry Corbett… ¡Estrés postraumático! Harry temblaba al pensar qué otro «síndrome» se sacarían de la manga si a alguien se le ocurría preguntar quién era su psiquiatra.
«… aventuramos que el doctor Corbett pudo utilizar el nombre de Max Garabedian para hospitalizar a otra persona por la que debe de sentir especial aprecio pero que no está afiliado a la Seguridad Social -proseguía Hinkle-. Quizá un compañero, ex combatiente de Vietnam. Y todo se ha descubierto ante el desquiciamiento del paciente.»
«Bonito -pensó Harry-. Muy bonito. Y… no muy lejos de la realidad.»
El resto de la conferencia de prensa de Barbara Hinkle no añadía nada sustancial, salvo que examinaban la identidad y el historial de las enfermeras particulares que atendían al falso Garabedian.
Durante cuarenta minutos, las emisoras no dieron más noticias. Luego, media hora antes de que Harry tuviese que salir en dirección a Nueva Jersey, una noticia aseguraba que se había aclarado uno de los muchos misterios relacionados con el caso. Un electricista que reparaba el circuito de calefacción había sido encontrado por un empleado de mantenimiento atado y amordazado en el subsótano. Un hombre que respondía a la descripción del fugitivo le había robado la ropa, los zapatos y los veinticinco dólares que llevaba (aunque la cartera se la devolvió en seguida). La policía la había examinado, por si había huellas dactilares; igual que la habitación que «el loco del revólver» había ocupado durante tres días.
«Creo que estaba nervioso y asustado -comentaba el electricista-. La verdad es que se ha portado bastante bien conmigo. Me ha devuelto la cartera porque me ha dicho que sabía el engorro que significa tener que pedir un nuevo carné de conducir. No me ha hecho ningún daño, aunque creo que sí me lo hubiese hecho de haberme resistido…»
Harry miró el reloj: eran las 20.10; por tanto, ya oscurecía y se encendían las luces de la ciudad. Puso en marcha el motor del BMW y lentamente, muy lentamente, bajó por la rampa del parking.
A las 20.15 en punto apagó la radio y se adentró en el tráfico. Empezaba la partida.
Aunque no creyese estar excesivamente nervioso, Harry tenía las manos blancas de tanto crisparlas en el volante. Miró el reloj: eran las 20.20 ¿Dónde estaba? ¿Y la llamada? Volvió a mirar el reloj. «Bueno -pensó-. A lo mejor son sólo las 20.18.» Entonces sonó el teléfono.
– Sí.
– Estoy en un árbol, Harry -susurró Maura casi sin resuello-. En la copa de un árbol de una fronda contigua al descampado. ¿Increíble, no? Si llego a saber que conocería a un hombre que me iba a hacer subir a los árboles de los vertederos de Nueva Jersey en plena noche con un revólver entre los muslos, no me hubiese molestado en darme a la bebida.
– Pues yo no estoy en un lugar tan exótico -dijo Harry en un tono innecesariamente bajo-. En la calle noventa y seis, en dirección a la avenida. ¿Se ve ya a alguien?
– Ni un alma. He encontrado un sitio estupendo para dejar el coche y un excelente puesto de observación.
– ¿Estás segura de que nadie te ha visto?
– Completamente. ¿Crees que te sigue alguien?
– No lo sé.
– Da igual que te sigan o no. Espera… Me parece que se acerca un coche por la carretera. Te volveré a llamar a las nueve menos diez, salvo que el que esperamos esté demasiado cerca del árbol.
– Lo estás haciendo estupendamente, Maura. ¿Vas bastante abrigada? Me parece que no tardará en llover.
– Estoy muy bien. Ya te lo he dicho antes: esta noche va a quedar todo solucionado.
Con un ojo en la carretera y otro en el retrovisor, Harry enfiló por la avenida Henry Hudson. A cierta distancia, volvió a ver el mismo turismo de color oscuro que estaba casi seguro que iba detrás de él desde el principio. Pero Maura tenía razón: daba igual que su anónimo comunicante lo hiciese seguir. Iba a cumplir con las instrucciones al pie de la letra. Maura era el as que guardaba en la bocamanga.
Nada más cruzar el puente George Washington empezó a lloviznar. A Harry lo molestaba mucho conducir con el limpiaparabrisas funcionando. Sólo lo conectaba cuando no tenía más remedio. En esta ocasión, no obstante, lo puso en marcha en cuanto cayeron las primeras gotas. Si algo se torcía aquella noche, no iba a ser porque él cometiese alguna estupidez.
En cuanto hubo cruzado el río, ya en Nueva Jersey, consultó el mapa de carreteras. A tres kilómetros de la orilla dejó la carretera principal y se adentró por un barrio obrero de arboladas calles. Los patios y los pequeños jardines de las casas, de madera en su mayoría, rebosaban de toda la parafernalia propia de familias con hijos de corta edad. El coche oscuro que seguía al BMW iba a unos doscientos metros y llevaba las luces apagadas. A Harry le pareció ver que eran dos las personas que iban en el coche.
Harry reconoció fácilmente el cruce en el que el informador le había indicado que se detuviese durante un minuto. Estaba a punto de volver a arrancar cuando sonó el teléfono. Maura llamaba con varios minutos de antelación. Ya antes de contestar, Harry intuyó algún contratiempo.
– ¿Sí?
– ¡Para inmediatamente, Harry! -le susurró Maura, muy asustada-. Hay policía por todas partes. Una docena de agentes, por lo menos. O puede que más. Como no se ven los coches patrulla, cualquiera diría que no ocurre nada. Pero el caso es que están aquí.
A Harry se le heló la sangre. Miró el retrovisor. El coche oscuro seguía detrás, a unos ciento cincuenta metros. Harry arrancó y siguió despacio calle adelante.
– ¿Y qué más?
– Tu amigo Dickinson está aquí. Durante unos momentos lo he tenido a tres metros del árbol. Ahora ha ido a comprobar que todos sus hombres estén en sus puestos.
– ¿Estás segura?
– ¡Y tan segura! Colabora con él un teniente que parece ser de por aquí y estar muy entusiasmado por participar en… tu captura. Los he oído comentar que has concertado una entrevista aquí con una persona. Supuestamente, le has ofrecido veinticinco mil dólares para que se deshaga de un cadáver que tienes oculto, para que se lo lleve a mil kilómetros de aquí y lo entierre donde jamás lo encuentre nadie. El supuesto comunicante ha dicho que estabas loco, y que te divierte matar. Dice haber llamado porque te tiene miedo. Debes huir, Harry.
Aunque desconcertado y confuso, Harry optó por hacerle caso a Maura y aceleró.
– Pues tú procura que no te vean -dijo Harry-; aléjate de la zona y ve a mi apartamento en cuanto puedas. Te llamaré allí.
– Ten cuidado, Harry.
Nada más colgar, Harry consultó el plano. Al llegar al próximo cruce tomaría a la izquierda o seguiría hacia delante, en lugar de girar a la derecha como le indicó el supuesto informador. Los dos del coche oscuro que lo seguía tardarían, a lo sumo, tres o cuatro segundos en percatarse de que se apartaba del plan inicial.
Harry pensó que lo más seguro para él era tratar de volver a la autopista. Aceleró hasta ponerse a poco más de 60 km/h.
¿Enterrar un cuerpo? ¿Cómo se le ocurría a Perchek que podía crearle problemas con algo tan inverosímil? A menos que…
En cuanto comprendió de qué se trataba, Harry apagó las luces, giró bruscamente a la izquierda y pisó a fondo el acelerador. Al llegar al siguiente cruce volvió a girar, pero esta vez a la derecha y luego a la izquierda. Oía la sirena de un coche patrulla muy cerca y veía los luminosos haces azules entre los árboles. El firme de las calles, tan agrietado y seco durante las dos últimas semanas a causa del intenso calor, estaba ahora resbaladizo debido a la lluvia y al aceite derramado por los coches.
Harry llegó al fin a una calle que desembocaba en la carretera principal. Aunque Harry era un conductor muy prudente, y rara vez corría, ni siquiera en autopista, iba ahora a más de 130 km/h. Un coche que saliese marcha atrás de una casa… un niño en bicicleta… Era muy peligroso ir a semejante velocidad por allí. No cabía duda de que los agentes del camuflado coche policial que lo seguía habían pedido refuerzos.
No sabía qué hacer. Circulaba por unas calles casi inundadas, en una zona que no conocía, de noche, en un BMW que tenía diecisiete años y, muy probablemente, con un cadáver en el maletero. Un minuto. En cosa de un minuto lo alcanzaría el coche que lo perseguía o le cortaría el paso el que llegaba con refuerzos.
Se acercaba a gran velocidad a una carretera principal. Si era la misma por la que había llegado a la zona, era de dos carriles por sentido y sin valla divisoria. El turismo estaba ahora a menos de tres manzanas y le ganaba terreno rápidamente. Harry pensó en frenar, dar la vuelta y enfilar por la autopista hacia el norte. No obstante, en el último momento vio que había un perceptible hueco en el tráfico, en ambos sentidos. Pisó a fondo y cruzó los cuatro carriles de la autopista como una exhalación. Estuvo a punto de chocar con dos tractores que iban a cruzarse. Los esquivó de milagro. Oyó un desafinado concierto de bocinas y un estridente chirrido de neumáticos.
Su perseguidor no tendría más remedio que renunciar a cruzar, porque el tráfico de la autopista volvía a ser fluido en ambos sentidos.
Harry vio una bocacalle y se adentró por allí. Redujo un poco, miró hacia atrás y vio que uno de los tractores había volcado.
Oía varias sirenas a lo lejos. Se metió por una calle secundaria y se adentró hasta la mitad de una rampa de acceso a una casa. No se veía luz en el interior.
Las sirenas aullaban cada vez más cerca. Bajó sigilosamente del coche, temeroso de que de un momento a otro se encendiesen todas las luces de la casa y de que un perro guardián se abalanzase sobre él. Miró en derredor. No tenía ni idea de dónde estaba, salvo que la fachada de la casa daba al río y la parte de atrás al oeste, a un bosquecillo. Con un poco de suerte podría ocultarse entre los árboles y darse un respiro para ver qué hacía.
Harry abrió el maletín y se llenó los bolsillos con lo que calculó que podían ser alrededor de 7.000 dólares. Llevaba unos elegantes zapatos, que podrían ser muy adecuados para impresionar a los empleados del banco, pero muy poco para huir de la policía.
Cogió la llave del maletero y fue a abrirlo. Sintió el impulso de dejarlo correr… y correr. Temblaba al pensar qué nueva pesadilla le tendría reservada Perchek. Ya se enteraría después, por las noticias, del contenido del maletero.
Oyó una sirena muy cerca y vio un coche patrulla lanzado a toda velocidad calle abajo. Harry se ocultó entre las sombras. El círculo se estrechaba. Disponía de muy poco tiempo. Introdujo la llave en la cerradura del maletero, vaciló un poco en el último momento, pero al fin abrió. Un nauseabundo hedor le dio en la cara como un bofetón. El cuerpo de Caspar Sidonis estaba allí, desmadejado. Su rostro estaba blanco como la cera, y en ambas sienes tenía costras que correspondían a los orificios de entrada y salida de una bala.
Con el estómago revuelto, Harry titubeó. ¿Qué iba a hacer ahora? Tragó saliva y cerró lentamente el maletero.
– Pobre hombre -musitó Harry, que en aquel mismo momento vio acercarse un segundo coche patrulla.
Iba muy despacio, sin la sirena y con las luces apagadas.
Dos agentes inspeccionaban con las linternas las casas y accesos de ambos lados de la calle.
Harry volvió a ocultarse entre las sombras. De un momento a otro enfocarían hacia donde él estaba. Miró el maletero, echó a correr hacia el fondo del patio y saltó una valla de tela metálica que separaba la casa del bosquecillo colindante.
En cuanto dio con los pies en tierra, sintió un dolor en el pecho que lo dejó sin aliento. Partía del esternón y le llegaba a la mandíbula y las sienes. Tropezó y cayó sobre un empapado rodal cubierto de musgo. Se puso perdido, no sólo a causa del agua sino de su intensa sudoración.
El aullido de las sirenas le llegaba ahora desde todas las direcciones. Se adentró a gatas en el bosque y no se enderezó hasta que llegó junto a un árbol de grueso tronco. Se ocultó detrás. El dolor empezó a remitir. Respiró hondo para dominar sus náuseas y tranquilizarse.
No debía descartar entregarse. No era imposible que algunos creyesen que le habían preparado una trampa. Mel Wetstone ya había hecho más de un milagro con él. Quizá pudiera librarlo también de aquello.
Pero no. La idea de que lo detuviesen y lo encarcelasen, pensar en cómo se cebaría en él el inspector Albert Dickinson, se le hacía insoportable.