Capítulo 7

Al cabo de media hora, lograron ganar la batalla para vencer la altísima presión sanguínea de Evie, pero todo el personal médico que la atendía era consciente de que habían perdido la guerra.

Harry aguardaba de pie, sumido en la mayor impotencia, mientras un técnico ajustaba los mandos del aparato que le proporcionaba a Evie la respiración asistida: lo único que aún la mantenía con vida. Le inyectaban suero en ambos brazos y tenía el estómago, la vejiga y los pulmones intubados. No pasaba un minuto sin que, sin razón aparente, todo su cuerpo se crispase y estirase, adoptando una postura característica en las descerebraciones. Era una pesadilla que Harry había visto muchas veces a lo largo de su vida profesional y en Vietnam, pero nunca había logrado acostumbrarse. Como es lógico, en aquel caso aún lo afectaba más.

Para Harry era tanto más doloroso porque, en su fuero interno, se negaba a aceptar el hecho de que ya no había nada que hacer.

«Esperen. Denme otros cinco minutos. Tengan un poco de paciencia. Esta mujer va a reaccionar y va a salir de aquí por su propio pie… Ya lo verán…»

– No, gracias -le dijo a una enfermera que le ofrecía café-. He de… Tengo que llamar a la familia de Evie.

Harry miró hacia el pasillo. Maura Hughes parecía más calmada. Su hermano, un pelirrojo de rostro aniñado que no encajaba con su uniforme, seguía sin dejar de acariciarle la mano mientras observaba la tragedia que tenía lugar en la habitación 928.

Eran las once menos cuarto. La unidad de escáner quedaría libre dentro de cinco minutos. Se habían enviado muestras de sangre al laboratorio para incluir los datos en la ficha de Evie. Cuando estuviera lista del escáner -en el supuesto de que no detectasen nada que los animase a operarla-, procederían a hacerle una serie de electroencefalogramas. Si con un intervalo de doce horas dos electroencefalogramas daban «plano» o casi «plano», se dictaminaría la muerte cerebral.

Harry se secó inadvertidamente una lágrima que había rodado por su mejilla.

– ¿Se puede saber qué puñeta pasa aquí, Corbett?

Semiaturdido, Harry se dio la vuelta. Caspar Sidonis estaba a un par de metros de distancia, con los brazos en jarras y expresión colérica.

– No sé de qué me habla -masculló Harry-. De todas maneras, en estos momentos estoy un poco ocupado. Mi esposa…

– ¡A Evie me refiero! -le espetó Sidonis-. Pero… bah… Dejémoslo correr.

Sidonis irrumpió airadamente en la habitación. El neurocirujano Richard Cohen le examinaba de nuevo los ojos a Evie. Sue Jilson estaba al otro lado de la cama y le ajustaba a Evie el tubo del gotero.

– ¿Qué ha pasado aquí, Richard? -preguntó Sidonis.

– Ah, hola, Caspar. ¿Es paciente suya?

– No. Es… es una íntima amiga.

– Bueno, pues su esposo está allí…

– Lo que él diga me tiene sin cuidado, Richard. Quiero que me lo cuentes tú. ¿Qué ha pasado?

Fue una orden más que una petición. Cohen se rehízo en seguida de la sorpresa que le produjo el talante agresivo del médico.

– ¿Sabe que estaba en preoperatorio para extirparle un aneurisma?

– Sí, sí. Naturalmente que lo sé.

– Pues hace un rato esta enfermera, Sue Jilson, ha entrado, la ha encontrado inerte, con una pupila muy dilatada y una tremenda subida de la presión. La hemos atiborrado de fármacos y nos ha costado lo nuestro conseguir que le baje la presión. Ahora está a trece, pero, entretanto, se le ha dilatado la otra pupila. Tiene un papiledema bilateral que indica una enorme presión endocraneal y… adopta la postura típica de…

– ¡Madre mía! -exclamó Sidonis, muy afectado.

Harry observaba desde la entrada. Se quedó estupefacto al ver que el cardiocirujano le acariciaba delicadamente una mejilla a Evie. Richard Cohen y Sue Jilson se quedaron boquiabiertos.

– ¿Tiene alguna posibilidad, Richard? -preguntó Sidonis.

Para un médico, sobre todo para alguien tan prestigioso como Sidonis, la respuesta a la pregunta era obvia. El neurocirujano lo miró sorprendido.

– Pues… verá… No lo creo, Caspar -contestó Richard-. Esperamos bajarla a que le hagan un escáner y los electroencefalogramas.

– ¿Estaba él aquí con ella? -preguntó Sidonis señalando a la puerta.

– ¿Cómo dice?

Hasta aquel instante Harry no había logrado salir de su perplejidad ante lo que se palpaba en la habitación. Que él supiese, Sidonis y Evie sólo podían haberse visto, de pasada, en alguna fiesta. Lo cierto era que Evie nunca le había hablado de él.

– ¿Conoce usted a mi esposa, Caspar?

Sidonis dio media vuelta como un gato sobresaltado.

– Sabe perfectamente que sí. ¿Estaba usted aquí con ella antes de… antes de que ocurriera?

– Naturalmente que estaba con ella. Es mi esposa. Pero ¡se puede saber…!

– ¿Ha entrado aquí alguien más aparte de él, Richard?

– ¿Cómo dice?

– Digo que si ha estado aquí con Evie alguien más después de Corbett -dijo Sidonis casi a voz en grito.

– Cálmese, Caspar, cálmese -trató de tranquilizarlo Cohen-. Hablemos en el pasillo.

Al salir los tres médicos, seguidos de Sue Jilson, sólo quedó con Evie el técnico en respiración asistida.

– ¿Se puede saber qué pasa? -musitó Cohen-. ¿No tendrá esto nada que ver con la asamblea de esta mañana, verdad?

Sidonis estaba tan furioso que apenas lograba dominarse. Gesticulaba fuera de sí, desentendido de Maura Hughes y de los dos médicos que estaban junto a ellos.

– Me he limitado a preguntar si ha entrado alguien en la habitación desde que Corbett… perdón, el doctor Corbett, se marchó y el momento en que advirtieron lo de Evie.

– Creo que yo puedo contestar a esa pregunta -terció Sue Jilson-. No ha entrado nadie más. El doctor Corbett no se ha marchado hasta las ocho y cuarenta y siete. Lo tengo anotado. Después de las ocho sólo se puede bajar al vestíbulo en ascensor, y hay que pasar por el control de las enfermeras. El agente Hughes, que es el hermano de Maura, el que está allí con ella ha llegado a la planta hacia las nueve y media, pero ya habíamos entrado a ver qué le ocurría a la señora Corbett. Puede corroborárselo Alice Broglio, la otra enfermera de la planta.

– Lo sabía… -masculló Sidonis con los puños crispados.

– ¿Querría hacer el favor, Caspar, de decirnos de qué va todo esto? -le preguntó Cohen.

– Pregúntenle a él.

– ¿Harry?

– No sé de qué va -repuso Harry.

– ¡Qué cinismo! -le espetó Sidonis-. Evie lo iba a dejar por mí, como sabe usted muy bien. Se lo dijo anoche en el restaurante al que lo llevó, el SeaGrill. ¿No ve que sé incluso adonde fueron? ¿Qué le ha hecho?

– ¡Será cabrón! -replicó Harry, furioso.

La cólera y el odio que Harry sentía se unieron a su mortificante desesperación. No tenía ninguna razón para no creer lo que acababa de oír: Evie y el maldito Caspar Sidonis… De pronto, todo encajaba: tantos meses de frío distanciamiento, sus idas y venidas a horas desusadas, los viajes fuera de la ciudad, las excusas para rehuir la relación sexual, la misteriosa llamada del día anterior. «Tengo que hablar contigo, Harry…»

De Sidonis, claro.

¡Mientes, cabrón!, sintió el impulso de gritarle, pero comprendió que Sidonis decía la verdad. Llevaba meses sin lograr sobreponerse a una persistente e inexplicable tristeza, y ahora comprendía a qué era debida.

Sin decir palabra, Harry dio media vuelta y entró en la habitación 928.

– Déjeme a solas con ella un minuto -le dijo al técnico-. Lo llamaré si surge algún problema.

Harry apagó la luz de la lamparita de la cabecera de la cama, se acercó una silla y se sentó junto a Evie. Al lado, la máquina de respiración asistida producía un sordo zumbido, insuflaba un chorro de oxígeno enriquecido en los pulmones de Evie.

Hacía diez años que Evie y él se conocieron. Diez años. Los presentó un amigo común, convencido de que eran el uno para el otro. Con ella, Harry se sentiría más motivado, sería más espontáneo y se animaría a conocer un poco de mundo (porque tenía el pasaporte casi sin estrenar). Evie conseguiría la serenidad y el equilibrio que tan desesperadamente necesitaba. Ella sería la vela y él el timón. Y la verdad era que había funcionado, por lo menos durante cierto tiempo. Al final, sin embargo, ella fue incapaz de cambiar. No había nada que hacer. Siempre aspiraba a más. Ahí estaba el problema.

– Puñeta, Evie -musitó Harry-. ¿Por qué no te sinceraste conmigo? ¿Por qué no me contaste lo que ocurría? ¿Por qué no nos has dado una oportunidad?

Introdujo el brazo entre los barrotes de la barandilla y le cogió la mano. Había sido una estupidez y una ingenuidad creer que Evie podía cambiar; incluso pensar que tuviese, de verdad, la intención de cambiar. Una mano se posó suavemente en su hombro.

– ¿Se encuentra bien, Harry? -le preguntó Doug Atwater, que lo miró con cara de preocupación.

– ¿Cómo?… Ah, hola, Doug. La verdad es que no. No me encuentro nada bien.

– ¿Qué le pasa a Sidonis? Ha ido a la sección de las enfermeras a llamar al forense y a la policía. Le he preguntado qué ocurría y se ha limitado a fulminarme con la mirada. Poco le ha faltado para decirme una grosería.

Harry meneó la cabeza. Aquello era una pesadilla. El forense… la policía…

– No sé lo que ocurre, Doug. A Evie se le ha reventado el aneurisma. No hay nada que hacer.

– ¡Oh, Dios mío!

– Sidonis acaba de decir que se acostaba con ella y que Evie me iba a dejar por él. Cree que ella me lo contó anoche, y no es cierto.

– Oh, Harry. No sabe cuánto lo siento, amigo mío.

– Ya lo sé. Pero… ¿qué hace aquí a estas horas?

– Es que he ido al cine con Anneke. He pasado sólo a recoger unos papeles, y el vigilante me ha dicho lo que pasaba. He dejado a Anneke en mi despacho y he subido. ¿Por qué ha llamado Sidonis a la policía?

Harry soltó la mano de Evie y se alejó de la cama. La idea de que Caspar Sidonis tocase a su esposa le resultaba tan triste como repulsiva.

– Yo he sido el último que ha estado con ella. Debe de sospechar… aunque me importa bien poco lo que él piense.

Harry salió de la habitación seguido de Doug Atwater. Acababa de llegar la camilla para bajar a Evie a que le hiciesen el escáner.

Richard Cohen miró a Harry y se encogió de hombros.

– Harry, Caspar ha ido a llamar al forense y a la policía. Está convencido de que usted le ha dado algo a su esposa para que le suba la presión. Me parece que voy a llamar a Bob Lord y a Owen para ponerlos al corriente -dijo Cohen.

Lord era el jefe del personal médico y Owen Erdman el director del hospital.

– Llame a quien le dé la gana -dijo Harry-. Esto es ridículo.

– Ya aviso yo a Owen -se ofreció Atwater-. ¿Es que Sidonis se ha vuelto loco o qué, Richard?

– Loco, no sé -replicó el neurocirujano-, pero que está hecho una furia sí. Asegura que habló con su esposa al salir ustedes dos de casa anoche y que ella le juró que iba a decirle a usted lo suyo.

– Pues no me dijo nada.

– Escuche. No podemos quedarnos cruzados de brazos. Llamaré a Lord desde radiología. No se mueva de aquí. En cuanto haya visto el escáner subiré a hablar con usted. La especialista en electroencefalografía viene de camino, pero vive en el Bronx.

Un enfermero condujo la camilla de Evie hacia el ascensor. El técnico en respiración asistida iba junto a Evie con la bolsa de oxígeno en alto, y detrás, Cohen, Sue Jilson y dos médicos residentes a quienes Cohen les había pedido que no se alejaran de allí.

Doug Atwater miró a Maura Hughes al pasar junto a ella.

– Es la compañera de habitación de Evie -le dijo Harry-. El policía es su hermano. Sufre una crisis de delírium trémens.

– ¿Delírium trémens? -preguntó Atwater con cara de extrañeza.

– Es que está muy sedada. No puedo creer lo que ocurre, Doug.

Atwater condujo a Harry hacia un sillón de plástico y lo hizo sentarse.

– ¿Va a quedarse aquí en el hospital? -le preguntó Doug, inclinado hacia él.

– Pues… supongo que sí; por lo menos hasta que hayan hecho todas las pruebas. Cohen quiere mi autorización para que Evie pueda donar sus órganos. Probablemente voy a tener que decidirlo antes de mañana por la mañana.

– ¡Qué rabia! -exclamó Doug.

Atwater conocía al matrimonio casi tan bien como cualquiera del hospital. Había cenado en su casa un par de veces y habían salido los tres por lo menos en dos ocasiones, aunque de la última hacía ya dos o tres años. Doug era simpático, abierto y a veces -sobre todo si llevaba unas copas- muy divertido. En más de una ocasión, Evie había hablado de buscarle pareja entre sus amigas. Sin embargo, como recordaba ahora Harry, a medida que su matrimonio se deterioraba había dejado de hablar de buscarle pareja. Lo que le decía a menudo era que saliese con Doug. «Está bien que salgáis los hombres con vuestros amigos de vez en cuando», le decía. No era de extrañar, no.

– Creía que Sidonis estaba casado -dijo Harry.

– Por lo menos en el tiempo que yo llevo aquí no, aunque ha debido de estarlo. Tiene uno o dos hijos no sé dónde. Es todo lo que sé. Más bien está casado con el quirófano, su corredor de Bolsa, su agente de publicidad y, por supuesto, con su espejo. Incluso se rumorea que es homosexual.

– Me temo que no -dijo Harry, que rió amargamente.

– Bueno, Harry, he de ir a llamar a Owen. También he de pasar a ver a Anneke. ¿Quiere que hable con Sidonis?… Da igual, ahí viene.

Sidonis los abordó como si se los fuese a comer.

– El forense ha llamado al laboratorio y ha ordenado que le preparen muestras de sangre de Evie -les dijo-. Además, el inspector Dickinson viene de camino. Dice que le gustaría que no se moviera usted de aquí hasta que él llegue.

– No pienso ir a ninguna parte. De todas formas, no tengo nada que decirle a él, ni a nadie que traiga usted -replicó Harry.

– ¿Se puede saber por qué hace todo esto, Caspar? -le dijo Doug.

Sidonis le dirigió una recelosa mirada. Estaba claro que consideraba a Atwater un enemigo.

– Ah… ¿no lo sabe usted? -se decidió a contestarle Sidonis-. Evie y yo empezamos a salir hace más de un año. Anoche le comunicó a Harry que lo iba a dejar por mí. Esta tarde la ingresan aquí con una presión totalmente normal y sin que, desde hacía un mes, el aneurisma le produjese la menor molestia. Entra él en la habitación y ella está perfectamente. Se marcha, y al cabo de menos de media hora le sube la presión de un modo inconcebible y se le revienta el aneurisma. ¿No recelaría usted?

– Si no conociese a Harry Corbett, quizá sí-replicó Atwater fulminándolo con la mirada-, pero se equivoca de medio a medio. Y le diré una cosa: si lo que asegura acerca de usted y de su esposa es cierto, lo que se merece es que le partan la cara por haber destrozado su matrimonio. Y, ahora, disculpe, he de ir a telefonear a Owen Erdman para ponerlo al corriente de lo que ha hecho usted. Vuelvo dentro de un rato, Harry. Y esté tranquilo.

– ¡Un momento!… -protestó Sidonis-. Si va a llamar a Erdman, quiero hablar con él…

Sidonis siguió a Doug Atwater por el pasillo, que quedó en silencio al alejarse los dos.

– Perdone usted…

– ¿Cómo?

Harry alzó la vista. El hermano de Maura Hughes, todavía junto a su cama, se aclaró la garganta y se alisó el uniforme con cierta timidez. Harry reparó en los tres galones de sargento de la inmaculada chaqueta.

– Soy Tom Hughes -dijo el policía con un ligero acento neoyorquino-, hermano de Maura.

– Hola -se limitó a decir Harry, algo incómodo al saber que el policía había oído los exabruptos y la revelación de Sidonis.

– Yo… verá… siento mucho todo lo que está pasando usted.

– Gracias.

– Dice Maura que ha sido muy amable con ella.

El sargento miró a su hermana, que roncaba de un modo extraño, poco natural.


– Los calmantes le han hecho efecto -añadió Tom Hughes.

– Eso parece.

– Verá, no quisiera parecer entrometido, pero como estaba aquí, a un paso de ustedes, no he tenido más remedio que oírlo

– ¿Y?

Harry se sentía violento e incapaz de mantener siquiera una conversación tan intrascendente como aquélla. Al levantarse del sillón de plástico recordó que aún no había llamado a la familia de Evie. Quizá debía llamar también a Steve Josephson. En cuanto supo la fecha y la hora de la operación de Evie, canceló las visitas de la mañana y le pidió a Steve que lo sustituyese hasta la una. Podía llamarlo y pedirle que estuviera durante todo el turno.

– Verá… -dijo Tom Hughes-, perdone que me meta donde no me llaman. Ya sé que con semejante trago no puede estar usted para nada, pero es que hay algo que creo que debe saber.

Harry lo miró vacilante y luego se acercó a él.

– Ese médico… -prosiguió Hughes con voz susurrante-, ese moreno, el que alardeaba de estar liado…

– Sí, sí. Ya sé a quién se refiere: a Sidonis -lo atajó Harry.

– Bueno, pues el doctor Sidonis parece dar por sentado que es cierto lo que ha dicho la enfermera: que ha sido usted el último en estar con su esposa antes de que ella…

– ¿Y bien?

– Pues que no ha sido usted el último.

– ¿Cómo?

– No ha sido usted el último. Poco después de marcharse usted, un hombre ha estado con ella en la habitación… un médico.

– ¿Está seguro?

– Casi seguro -contestó el sargento tras reflexionar unos momentos- o, mejor dicho, estoy completamente seguro.

– Pero… ¿cómo lo sabe?

El sargento de la policía fijó la mirada en las ruedas de la cama con expresión vacilante. Luego alzó la vista y miró a Harry algo cohibido.

– Porque me lo ha dicho mi hermana -le contestó.

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