Capítulo 37

High Hill era una enorme casa de estilo colonial con quince habitaciones, garaje y piscina. Ocupaba una hectárea y media en la elegante urbanización Short Hills de Nueva Jersey.

La casa la hizo construir uno de los muchos avispados que amasaron fortunas con la destilación de licores en los años veinte. La casa llevaba su nombre, y ninguno de los cuatro propietarios posteriores quiso cambiarlo.

Phil Corbett vivía en aquella mansión con su familia desde hacía casi tres años. Detestaba que las casas llevasen nombres pretenciosos, y cada dos por tres decía que iba a retirar el cartel de la mojonera contigua a la rampa de acceso.

Cuando sonó el teléfono, a las diez y media de aquella noche del 30 de abril, Phil llevaba ganados ochocientos dólares y estudiaba la posibilidad de hacer escalera real.

Todos los meses, Phil y cinco de sus amigos organizaban una timba de póquer. Jugaban cada vez en casa de uno, pero donde más les gustaba jugar a sus amigos era en High Hill. Poco después de instalarse allí, Phil recubrió las paredes de una estancia con paneles de nogal, la insonorizó y la convirtió en un híbrido de sala de música y garito del Far West, con melodías de la época a modo de ambientación, serrín en el suelo, ventilador colgado del techo, puros habanos y escupideras de cobre.

Jugaban lo bastante fuerte como para hacer la timba interesante. Pero ninguno de ellos hacía aspavientos si terminaba por ganar 5.000 dólares en la timba.

Aquella noche varios de los amigos de Phil comentaban lo que decían las noticias sobre su hermano. Dos de ellos, Matt McCann y Ziggy White, ambos millonarios, jamás pisaron una universidad, se criaron con Phil en Montclair y conocían a Harry bastante bien.

– ¡Hay que ver cómo han cambiado las cosas! -dijo Matt-. Teníamos adoración por Harry. ¿Lo recuerdas? Era la lumbrera destinada a destacar en la universidad, y nosotros, unos desgraciaditos con todos los números para acabar en la cárcel.

– Pues aún deberíais sentir adoración por él -replicó Phil-. Es un gran tipo. Mientras nosotros no hacemos más que acumular dinero, él se desvive por la salud de los demás, y la mitad de las veces, sin cobrar.

– ¿Qué es esa bobada del hospital y de su… estrés postraumático?

– Harry tiene el mismo estrés postraumático que podáis tener vosotros. Por lo visto, hay uno que se la tiene jurada. Eso me ha dicho, y yo lo creo.

– Ojalá tengas razón -suspiró Ziggy-. Harry siempre me ha caído muy bien, pero… incluso Dillinger, «el enemigo público número uno», ¿recordáis?, tenía un hermano.

– Oye, Ziggy, que mi hermano no es ningún Dillinger.

El teléfono no paraba. Había sonado por lo menos siete u ocho veces. Phil había acordado con Gail que las noches que hubiese timba de póquer en casa cogiera ella el teléfono. Aquella noche, no obstante, Gail había ido al cine con unas amigas.

Phil estudió sus cartas. Tenía el comodín, el diez, la reina y el rey de diamantes. Fulminó el teléfono con la mirada, como si lo conminase a dejar de sonar. Al final, estampó las cartas en la mesa.

– Vais a tener que esperar un minuto antes de que os deje limpios -dijo Phil, ya de pie-, aunque os aconsejo que lo dejéis correr porque voy a por la escalera real.

– Ya. ¡Y qué más! -masculló uno de sus amigos.

– Diga.

– Soy yo, Phil. ¿Estás solo?

– Pues… no, no estoy solo -contestó Phil, que notó enseguida que algo le ocurría a su hermano.

– Entonces, coge otro teléfono, por favor.

Phil pasó la llamada a línea de espera.

– Lo de la escalera real es broma -dijo Phil a la vez que dejaba las cartas debajo del montón-. Seguid sin mí un rato.

Phil tardó veinte minutos en regresar, visiblemente preocupado.

– Mi hermano está en un apuro. Me temo que vamos a tener que dejarlo así por esta noche.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ziggy White.

– Sí. Quedaos tú y Matt. Los demás volved a vuestras casas lo antes posible. Ya pasaremos cuentas mañana. Y el que quiera, que rece por Harry porque está en un terrible aprieto y va a necesitar de toda la ayuda que se le pueda prestar.

– Ten cuidado tú también, Phil -lo aconsejó uno de los tres que iba a marcharse-. A nadie le gusta que alguien de la familia se meta en un lío gordo, pero sucede.

– Lo sé, Stan. Gracias. Preferiría que no comentaseis que acabo de recibir esta llamada, pero lo dejo a vuestro criterio.

Los tres que iban a marcharse intercambiaron miradas de preocupación. Luego, sin hacer más preguntas, fueron a coger sus coches. Ziggy White y Matt McCann se quedaron con Phil. Momentos después, un coche patrulla subió por la rampa de acceso a la casa.

– Oye, Matt, necesito que te quedes con los niños hasta que llegue Gail -le pidió Phil-. Calculo que vendrá sobre las once y media. Yo voy a hablar con los agentes, Ziggy. Después, habré de salir sin que nadie me siga. ¿Se te ocurre alguna idea?

En su época de colegial, White era una verdadero demonio. Igual le daba por saltar desde alturas temerarias como por hurtar cualquier cosa de una tienda por pura diversión. De mayor, había triunfado en el mundo de las finanzas.

– Tranquilo, Phil -dijo White-. Que Matt se esconda mientras estén los agentes aquí. Dices que tu esposa no está y que te has quedado de «canguro» con los niños. Luego, acompañaré a los agentes hasta su coche y hablaré con ellos un rato. Mientras tanto, tú aprovechas para salir por la puerta de atrás. Lleva linterna, pero no la utilices hasta que estés seguro de que no corres peligro. Cuando llegues al fondo del jardín, cruza el arroyuelo. Si quieren sorprenderte, tendrán que intentarlo bastante más lejos, y no aquí, en la puerta. Yo saldré en cuanto se marchen. Iré en dirección a mi casa, pero daré media vuelta al llegar a Maitland. Te esperaré frente a la casa de los Griffin. Están en Inglaterra y no regresarán hasta dentro de unos días. ¿Sabes dónde está, no? De acuerdo entonces. Luego me dejas en cualquier sitio, cerca de mi casa, y sigues con mi coche mientras lo necesites.


* * *

Harry estaba agazapado en unos matorrales, junto al arcén de una carretera comarcal. Aunque la noche no era fría, estaba tan empapado que temblaba. Podía dar gracias a Dios por haber encontrado a Phil en casa. Dar Gracias a Dios, también, porque Phil no vacilara en ayudarlo.

Corbett aguardaba impaciente a que llegase su hermano. No le hacía la menor gracia exponerlo a que lo acusaran de complicidad en un asesinato, pero hasta que no encontrase a Antón Perchek y el medio de detenerlo, seguir en libertad era la única oportunidad realista que tenía.

Tuvieron que solucionar un peliagudo problema: como Harry no sabía exactamente desde dónde había llamado a su hermano y Phil no conocía bien la zona de Fort Lee, tuvieron que optar por una solución muy aventurada. Aprovechando que llevaba mucho dinero encima, Harry trataría de dar con una persona sobornable para que lo llevase hasta un lugar que ambos conocían: una carretera muy poco transitada que pasaba junto a una subcentral eléctrica, relativamente cerca de la casa de Montclair en la que se criaron. Era el lugar al que Harry llevó un día a su hermano menor para iniciarlo en la cerveza y los cigarrillos (aunque luego descubriera que ya hacía tiempo que Phil estaba familiarizado con lo uno y con lo otro).

El afortunado mortal que Harry eligió era un motorista que conducía una Harley Davidson. Harry lo vio desde una arboleda contigua a una gasolinera. El motorista fue al lavabo y, en cuanto salió, Harry le hizo señas para que se acercase. Era un tipo desgreñado con tatuajes en los brazos.

Era tan poco probable que el motorista temiese acercarse a Harry como que le gustase la policía. Harry le ofreció mil dólares por un trayecto de media hora, y el motorista aceptó en seguida.

A lo largo de sus años de ejercicio de la medicina, Harry había visto las terribles consecuencias de muchos accidentes de moto, con la suficiente frecuencia como para tenerle un saludable temor a subir a lo que los médicos de urgencias llamaban con cruel sarcasmo «ciclodonantes».

Por lo menos, aquel motorista, que dijo llamarse Claude, iba mínimamente preparado. Harry se puso el casco de acompañante que llevaba Claude, se agachó todo lo que permitía el asiento trasero, apretó los dientes y se abrazó a aquel motorizado oso.

– Eh… Si va a seguir tan cariñoso, tendré que cobrarle otros cien -dijo el motorista.

– Si no corres, me comportaré -replicó Harry.

A lo largo del primer par de kilómetros se cruzaron con cuatro coches patrulla.

– Algo muy gordo has debido de hacer, tío -gritó Claude.

– Sí. No pagar multas de aparcamiento -gritó a su vez Harry.

Durante la media hora que Harry estuvo agazapado en el matorral contiguo a la central eléctrica, vio pasar cinco vehículos policiales y un coche patrulla de Montclair.

Harry se secó el sudor de la frente y trató de ver claro cuál debía ser el siguiente paso a dar. En cierto modo, no podía quejarse, ya que había escapado milagrosamente a la trampa que Perchek le había tendido en Fort Lee. Con todo, al término de su vertiginoso viaje de cuarenta minutos en Harley Davidson, a Harry le castañeteaban los dientes. Le dio cien dólares de propina al motorista con el mismo desenfado que si le diese uno, y aceptó a cambio un pin que representaba una calavera.

Ahora, a medida que crecía su temor de no haberse entendido bien con Phil respecto del punto de encuentro, pensaba que ojalá Claude hubiese seguido con él.

Sendas curvas equidistaban del lugar en el que Harry se había escondido (estaban a unos cincuenta metros). Las luces de los faros de los coches que se acercaban se reflejaban en los árboles varios segundos antes de asomar por cualquiera de las dos curvas. Al oír el ruido de un motor o ver el reflejo de un faro, pegaba el cuerpo al fondo de la acequia paralela a la carretera. De manera que cada vez se ensuciaba y se mojaba más.

Era ya noche cerrada y la llovizna persistía. Oyó que un coche se acercaba a la curva que quedaba a su izquierda. Momentos después, vio el reflejo de la luz de los faros en la arboleda. Un camión, pensó a la vez que echaba de nuevo cuerpo a tierra. Pero no era un camión sino una caravana, grande como un autocar, que avanzaba lentamente seguida de cerca por un coche.

Harry contuvo la respiración al ver que ambos vehículos se detenían a menos de tres metros de donde él estaba. Los dos conductores pararon los motores y apagaron las luces.

El lugar quedó de nuevo sumido en la oscuridad hasta que, al abrirse y cerrarse una de las puertas de la caravana, el resplandor de la luz del interior iluminó una franja de la carretera.

– ¿Dónde estás, Harry?

Era Phil. Harry tardó unos instantes en contestar de tan agarrotados como tenía los músculos de la mandíbula a causa de la tensión. No veía muy claro qué hacían allí dos vehículos, pero, en sus circunstancias, no tenía más remedio que confiar en la sensatez de su hermano.

– Estoy aquí, Phil -contestó al fin Harry, que se enderezó y trató, en vano, de sacudirse parte del barro.

Phil se situó frente a la caravana, que Harry identificó entonces: una Winnebago.

– ¿Estás bien?

– Calado hasta los huesos, y aterrorizado -dijo Harry-. Si eso es estar bien…

– Pues aunque te parezca increíble, ahí dentro tengo un traje térmico que te va a sentar de maravilla.

– ¿De quién es ese coche?

– De Ziggy White. ¿Te acuerdas de él?

– ¿El que se forraba apostando a que podía conducir durante un kilómetro con los ojos vendados?

– Yo no quería que me acompañase, pero ha insistido. Por lo visto, su trabajo no le proporciona suficientes emociones fuertes. Aunque un agente de Bolsa como él… Además, dice que nunca olvidará que un día lo libraste de que Bumpy Giannetti le diese una paliza.

– Dale las gracias de mi parte -dijo Harry al subir a la caravana ayudado por Phil-. Lo que ocurrió, probablemente, es que Bumpy pensó que era más fácil atizarme a mí.

El interior de la Winnebago era más lujoso que cualquier hotel en el que Harry hubiese estado.

– ¡Es increíble! -exclamó Harry, que se despojó de la camisa y miró a su hermano, estupefacto-. ¿Es tuya?

– De momento, es tuya. Es el modelo Luxor, lo mejor que existe en caravanas: dos televisores, antena parabólica, fax, teléfono, bar, frigorífico, cadena estéreo, lavadora-secadora, doble airbag y mobiliario de madera de cerezo. Me has dicho que necesitabas un coche, pero he pensado que también necesitas dónde alojarte sin correr peligro. Y entonces he caído en la cuenta de que tenía ambas cosas en una. Las alquilamos a clientes que necesitan alojamiento pero no quieren hospedarse en un hotel. La documentación va a nombre de mi empresa. Está en la guantera, junto a un folleto de instrucciones acerca de dónde la puedes aparcar y dónde no. También está en el folleto el número de mi «busca». Puedes localizarme durante las veinticuatro horas del día.

– Phil… Yo… Muchas gracias. Muchísimas gracias. Esto es perfecto. ¿Cuánto…?

– Quita, quita -lo atajó Phil-. Más vale que no te lo diga.

Harry se secó la cara y las manos con una toalla y luego sacó de los bolsillos los empapados fajos de billetes.

– Has olvidado mencionar el importantísimo microondas, Phil.

– No hagas toda la pasta de una vez -le encareció Phil a la vez que le pasaba un traje térmico Nike-. Creo que no podría soportar verla volatilizarse tan de prisa. El frigorífico está bien provisto y en el armario hay ropa de tu talla. Ten cuidado y no te quedes en un sitio demasiado tiempo. ¿Necesitas algo más?

Harry reflexionó unos instantes. Luego cogió papel y bolígrafo del escritorio de caoba y escribió una nota para Maura.

– El portero de casa se la entregará, Phil. Y vete para casa porque ya has hecho más que suficiente.

– Qué vida la nuestra, Harry -exclamó Phil tras guardarse la nota en el bolsillo-. No te negaré que durante años, sobre todo después de que te condecorasen por lo de Vietnam, me esforcé en los negocios porque quería superarte en algo.

– Y lo has conseguido.

– ¡Bah! ¿No ves que me inventaba una inexistente rivalidad? Tú nunca me incitaste a ello. No somos rivales. No lo hemos sido nunca. Se trata de nuestras vidas. Eres mi único hermano y, por tanto, no quiero perderte, Harry.

Este miró a su hermano a los ojos. Era la primera vez que le hablaba así. Se recostó en el mullido respaldo del asiento contiguo al volante.

– ¿Recuerdas aquel día, frente a mi consulta, que me dijiste que no me preocupara, que algo surgiría que me hiciera sentirme más motivado? Pues… para qué te cuento. Ya lo creo que ha surgido, Phil. Ha surgido un monstruo llamado Anton Perchek. Un médico. Y no pienso parar hasta que acabe con él, o él conmigo.

Harry escribió el nombre en un papel y se lo dio a su hermano.

– Si algo me sucede -prosiguió Harry-, quiero que sepas que éste es el hombre que mató a Evie. También ha matado a Caspar Sidonis, a Andy Barlow, que era uno de los pacientes a quien yo más apreciaba… y Dios sabe a cuántos más habrá matado. El FBI sabe quién es, pero dudo que quieran reconocerlo. Me parece que la CÍA lo ha utilizado en alguna ocasión. Pasa por haber muerto hace años, pero tienen una de sus huellas dactilares localizada en la habitación que ocupó Evie en el hospital. La verdad es que ya no me importaba nada, Phil. No sé por qué. Quizá la crisis de los cincuenta… quizá Evie… quizá haber creído durante tanto tiempo en una maldición familiar respecto a mi salud. Pero ahora ha vuelto a importarme todo, Phil. Gracias a ese cabrón de Perchek me ha vuelto a interesar todo. Maura, la mujer para quien es la nota, es una persona extraordinaria, y quiero tener la oportunidad de conocerla mejor. Por consiguiente, no descarto volver a casarme algún día, si no con ella con alguien de su calidad, y tener hijos para hacerte tío.

– Seguro que te los malcriaría. En fin… ¿Adónde piensas ir desde aquí?

– Prefiero no decírtelo. Ya vas a tener que mentirle demasiado a la policía por mi causa.

– Recuerda que, para localizarme, no tienes más que llamar al «busca» a cualquier hora.

– De acuerdo. No te preocupes, Phil, voy a salir con bien de todo esto.

– Estoy seguro. Bueno… Será mejor que nos despidamos ya.

– Dale las gracias a Ziggy en mi nombre, y un beso a Gail y a los niños.

Permanecieron en silencio unos instantes junto a la puerta. Luego, por primera vez desde la muerte de su padre, se abrazaron.


* * *

Rocky Martino, el portero de noche del edificio en el que se encontraba el apartamento de Harry, tenía sobradas razones para dar más cabezadas de la cuenta porque había pasado la noche más larga y tensa de su vida. En pocas horas parecía que medio Manhattan se le hubiese venido encima para acosarlo a preguntas sobre el paradero de Harry Corbett: la policía de Manhattan, la de Nueva Jersey, incluso el FBI… como si fuesen tras un cadáver que se paseaba de un estado a otro.

También lo habían abrumado a preguntas periodistas radiofónicos y varias unidades móviles de canales de TV.

Todo lo que pudo decirles Martino era que no tenía ni idea de cuándo había salido Harry Corbett de casa, ni de cuándo volvería.

Lo único que se calló ante los periodistas, pero que sí le dijo a la policía, fue que Maura Hughes había vuelto al apartamento a las 22.30 y que aún seguía allí. Dos agentes habían subido a hablar con ella y habían permanecido en el apartamento más de una hora.

Por suerte, antes de que la policía se presentase, Rocky comprendió que no tenía la cabeza lo bastante despejada como para afrontar todo aquello. Llamó a Shirley Bowditch, presidenta de la comunidad de propietarios, que se encargó de todo.

Ahora, al fin, Rocky estaba solo. Fue al armario donde tenía su equipo de mantenimiento, justo detrás de la puerta del sótano. En el cajón de abajo, en el fondo de una caja de herramientas, guardaba varios botellines de licores. Eligió uno de vodka Absolut y lo vació de un trago. Era tan fuerte que, aunque lo reconfortase de momento, lo hacía lagrimear.

Cuando regresó al vestíbulo, un hombre alto y ancho de hombros, que llevaba una chaqueta de sport, golpeaba con los nudillos la ventanilla de la conserjería. En la mano izquierda llevaba una placa de la policía.

Rocky se acercó a preguntarle qué deseaba, y el agente se presentó.

– ¿Cómo se llama usted? -preguntó el agente.

– Rocky Martino.

– Necesitamos su colaboración. ¿A qué hora termina su turno?

– A mediodía -contestó Rocky-. Empiezo a las doce de la noche y no acabo hasta las doce del mediodía. Armand Rojas y yo acordamos…

– Eso da igual, Rocky -lo atajó el agente-. Escúcheme bien. Hay una mujer en el apartamento de Harry Corbett que se llama Maura Hughes.

– ¿Y?

– Si necesita un taxi para encontrarse con él… la vamos a llevar nosotros -dijo el agente, que le indicó a Rocky que lo siguiera hasta la puerta y señaló a un taxi, estacionado a unos veinte metros-. Si le pide un taxi, llame a ése. El resto corre de nuestra cuenta.

– Está bien -asintió Rocky, intimidado por la corpulencia y sequedad del agente, que sacó de la cartera un billete de cincuenta dólares y se lo dio-. Haga exactamente lo que le he dicho y… ni una palabra a nadie. Habrá otros cincuenta si lo hace bien.

Rocky se guardó el billete y siguió al agente con la mirada hasta que lo perdió de vista. Luego volvió al armario en el que guardaba la caja de herramientas. Haría lo que el agente le había pedido porque estaba asustado, y porque quería los otros cincuenta dólares. El tipo que una hora antes subió con un sobre para Maura sólo le dio veinte dólares.

Martino vació otro botellín de vodka. Harry Corbett le caía bien, y sentía que tuviese tantos problemas. No obstante, qué demonios, Rocky no tenía ninguna culpa.

El portero volvió al vestíbulo. Eran casi las cinco de la mañana. Tenía dinerito en el bolsillo y un alegre cosquilleo en todo el cuerpo.

A unos cincuenta metros de la entrada aguardaba el taxi. Se frotó las manos al pensar que, de un momento a otro, le caerían otros cincuenta dólares. Nadie podía reprocharle colaborar con la policía, nadie en absoluto.

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