Capítulo 3

A media mañana Harry terminó de dictar dos pliegos de descargo, salió del hospital y fue a pie a su consultorio de la calle 116 Oeste, que estaba a seis manzanas de allí.

El cielo estaba despejado y no hacía frío, sólo un estimulante fresquito. Sin embargo, a pesar del buen tiempo, volvió a sentir la pertinaz lasitud que lo había invadido durante meses. Era una sensación que no había experimentado nunca, ni siquiera durante el año durante el que el dolor de las heridas de guerra lo tuvo postrado. Lo que más lo desalentaba era no poder sobreponerse.

Iba tan distraído que, al cruzar Lexington Avenue, lo deslumbró el sol y estuvo a punto de darse de narices con un camión de la Federal Express.

No podía ir más despistado.

– ¡Eh, doctor, aquí!

Un taxista que acababa de dejar a un cliente, le hizo señas desde el otro lado de la calle. Tardó unos instantes en recordar que era el esposo de una de sus pacientes de obstetricia (una de sus «últimas» pacientes de obstetricia, pensó con tristeza).

– Hola, señor Romero. ¿Qué tal el niño? -se interesó en cuanto llegó junto al taxi.

El taxista alzó el pulgar con una franca sonrisa de satisfacción.

– ¿Quiere que lo lleve a algún sitio? -le preguntó.

– No, no, gracias, señor Romero. De verdad.

El taxista volvió a sonreírle y se alejó.

El breve encuentro le levantó un poco el ánimo a Harry, que siguió su camino a un paso algo más vivo. Junto a la boca de incendios del edificio en cuya planta baja tenía Harry su consultorio, estaba aparcado un Mercedes descapotable de chillón color amarillo. Phil Corbett le sonreía sentado frente al volante.

– ¡Puñeta! -masculló Harry.

No es que tuviese nada contra su hermano menor; por el contrario, era sólo que había días en los que le resultaba más difícil soportarlo. Y aquél era uno de esos días.

– Un Doscientos veinte SL, como nuevo, con veinticinco mil kilómetros -dijo Phil, que le hacía señas para que subiera-. Acaba de llegar a una de mis tiendas, pero no he querido venderlo y me lo he quedado. ¿Tienes idea de lo que vale nuevo? Menudo chollo.

La formación académica de Phil había concluido al mes de ingresar en la Universidad Municipal. La dejó para emular a Harry y alistarse en la Armada. Tres años después, volvió a vestir de paisano y empezó a trabajar en la venta de coches. Era una profesión hecha a la medida para su fácil sonrisa, su mente ordenada y su perpetuo optimismo. Cinco años después de su primera venta, le compró la tienda al propietario y, a partir de ahí, empezó su expansión. Ahora, «seis tiendas después», tenía a dos hijas y a un hijo en un colegio privado, una esposa encantadora -que no podía gastar todo lo que él ganaba aunque se lo propusiera- y era socio de uno de los más selectos clubes deportivos de Nueva Jersey. Tampoco tenía problemas por lo que a las cuestiones importantes de la vida se refería (por la sencilla razón de que nunca se hacía preguntas trascendentes).

– Ochocientos setenta y tres mil cuatrocientos noventa y dos dólares con setenta y tres centavos -dijo Harry-, antes de impuestos… ¿Has ido a ver a mamá?

– Iré mañana. ¿Cómo sabes el precio del coche?

– No lo sé. Son los ingresos brutos de toda mi vida. Estuve en casa el martes y no me reconoció.

– Supongo que es la ventaja de haber tenido todos esos ataques al corazón.

– Muy gracioso.

Phil le dirigió a su hermano una escrutadora mirada:

– ¿Te encuentras bien, Harry? Tienes muy mal aspecto.

– Gracias.

– Bueno, pues… tú mismo. Tienes bolsas en los ojos, y te has vuelto a comer la uña del dedo gordo.

– Tengo muchas preocupaciones, Phil -replicó Harry mirando el reloj-. Dentro de dos minutos tengo el primer paciente.

– ¿Se puede saber a qué se deben tantas preocupaciones? ¿A Evie? ¿Cuándo la operan?

– Dentro de unos días.

– Saldrá bien. Es de… de hierro… o por lo menos de piedra sí es…

– No empieces otra vez, Phil.

– No he dicho nada malo.

– Pero poco te ha faltado.

– ¿Qué voy a tener yo en contra de mi cuñada? Me llama y me pide que la ayude a convencer a mi hermano para que acepte el empleo que le ha ofrecido una empresa de productos farmacéuticos. Y yo le digo que, aunque el puesto es importante y atractivo, y quizá mejor remunerado, creo que mi hermano debe decidir, por sí mismo, si desea abandonar el ejercicio de la medicina para avalar píldoras y redactar anuncios para la publicidad en revistas. Y va y me llama cabrón egoísta, envidioso de que mi hermano se abra camino. Bueno, pues, desde entonces, apenas me ha dirigido la palabra. ¿Qué voy yo a tener en contra de mi cuñada?

– Era ella quien tenía razón, Phil. Debí aceptar el empleo.

– Mira, Harry, ¿sabes lo maravilloso que es que acudan a ti pacientes y que puedas ayudarlos?

– Ya no es así.

– Vamos… Tienes cuarenta y nueve años y yo cuarenta y cuatro, por tanto es a mí a quien le toca eso de la crisis de la mediana edad. Tú tienes que haberla dejado atrás hace mucho.

– Por lo visto no es así. No sé, Phil, es como… si me costase demasiado aceptar las cosas como son en mi vida. Quizá no me haya fijado metas suficientes o… vete a saber. Ahora me siento como si no tuviese nada por lo que luchar. Debí aceptar el empleo. Por lo menos habría tenido que afrontar nuevos objetivos.

– Eres un gran profesional, Harry. Lo que ocurre es que ese condenado cumpleaños que se te echa encima te tiene deprimido. Lo de empezar por cinco… se encaja mal.

– Bueno, Phil, bueno. No es necesario que me lo recuerdes.

Harry sólo había hablado en una ocasión de la «maldición de los Corbett». Y como era de esperar, Phil se mostró tajante en que no debían hacer el menor caso de la supuesta maldición.

Resultaba que, un primero de septiembre, su abuelo paterno, que hacía sólo unos meses había cumplido los setenta, murió de repente de un ataque al corazón. Veinticinco años después, exactamente veinticinco años después, su padre tuvo su primer ataque cardíaco. Tenía sesenta años y cinco semanas, y fue también un primero de septiembre. Para Harry, el hecho de que no muriese aquel mismo día fue tan trágico como irrelevante. Los dos años que sobrevivió, postrado por la enfermedad, fueron un auténtico infierno para todos.

Primero de septiembre… La fecha se le había quedado grabada a Harry desde que su padre tuvo aquel ataque al corazón. Pero después de asistir a un ciclo de conferencias sobre cardiología, más que grabada, aquella fecha la tenía marcada a fuego en la cabeza.

«Puede deberse a factores ambientales o genéticos -había dicho el cardiólogo-. Posiblemente a una combinación de ambos factores. Pero a menudo nos encontramos con una especie de secuencia familiar que llamamos la "Ley de las Décadas". Dicho sencillamente, un hijo suele sufrir su primer ataque diez años más joven que su padre. Es obvio que hay excepciones a esta "ley". No obstante, compruébenlo. Si se encuentran con alguien que ha sufrido su primer ataque al corazón a los cincuenta y cuatro años, y tiene antecedentes familiares, es muy probable que su padre tuviese su primer ataque a los sesenta y cuatro (no a los sesenta y tres ni a los sesenta y cinco). A los diez años exactos…»

– Físicamente sí te encuentras bien, ¿no, Harry? -preguntó Phil-. ¿Estás bien, no?

– Claro que sí, Phil. Me encuentro perfectamente. Quizá lo que me ocurre es que llevo casi tres años sin tomarme dos semanas seguidas de vacaciones. Tengo el coche casi para el desguace y…

– Bueno, pues aunque no te lo creas, ésa es, en realidad, una de las razones por las que he venido. Tengo una oferta extraordinaria para ti: un Doscientos veinte nuevo a precio de coste. No a ese precio de coste que le decimos a todo el mundo que se lo vendemos. A auténtico precio de coste. Un Mercedes nuevo. Ya sabes que a Evie le encantan. Y, quién sabe, puede que ella incluso lo…

– ¡Phil!

– Está bien, está bien. Eres tú quien ha dicho que necesitabas nuevas metas.

Harry abrió la puerta del «tragamillas» y bajó por el lado de la calzada.

– Un beso a Gail y a los niños -dijo.

– Me dejas preocupado, Harry. Estoy acostumbrado a verte de buen humor, tanto que, a veces, hasta me ríes las gracias.

– Es que hoy no has estado gracioso, Phil.

– Dame otra oportunidad. ¿Qué tal si almorzamos juntos la semana que viene?

– Espera a ver cómo evoluciona lo de Evie.

– De acuerdo. Y no te preocupes, Harry. Si realmente es eso lo que necesitas, estoy seguro de que algo se te presentará que te ilusione.


* * *

Después de haber ingresado en veintiuna ocasiones en el hospital Parkside, Joe Bevins podía precisar la hora que era sin necesidad de reloj. Le bastaba con los ruidos y con los olores que le llegaban desde el pasillo. Incluso conocía a algunas de las enfermeras y a otros miembros del personal por sus pisadas, especialmente en el pabellón número 5. Casi siempre conseguía que, al ingresarlo, lo enviasen allí.

El personal de aquel pabellón era el más amable del centro y el que sabía atender mejor a los pacientes con insuficiencia renal crónica, sometidos a diálisis. Por otra parte, las habitaciones del lado sur de aquella planta eran las que más le gustaban porque tenían vista al parque y se veía a lo lejos el Empire State.

No era un tipo de vida muy agradable tener que acudir al centro tres veces por semana para que lo conectasen a la máquina de diálisis, o que lo ingresasen de urgencia en el hospital cada vez que tenía un fallo circulatorio, se le declaraba una infección, se le desmandaba el azúcar, sufría arritmia o se le inflamaba tanto la próstata que no podía orinar. Pero con setenta y un años, con diabetes e insuficiencia renal, era como aquello de «a caballo regalado no le mires el dentado».

Desde su habitación oyó traquetear dos camillas por el pasillo; dos pacientes que regresaban de sus respectivas sesiones de terapia: una mujer de cierta edad, sin familia, a la que habían amputado las dos piernas por gangrena. Ahora se limitaban a tenerla allí, en espera de que hubiese cama libre en alguna residencia. «Podría ser peor -se decía Joe-. Mucho peor.» Por lo menos, él tenía a Joe Jr., a Alice y a los niños. Por lo menos, a él lo iban a visitar.


* * *

Joe Bevins miró hacia la cama contigua. El paciente que la ocupaba -veinte años más joven que él- estaba en el quirófano porque en aquellos momentos lo operaban del estómago, de un maldito cáncer.

«¡Menuda!», pensó Joe. Por mal que estuviese, no debía olvidar nunca que podía ser peor.

Notó que había alguien frente a su puerta antes de oírlo aclararse la garganta. Al darse la vuelta, vio a un ATS con la bata blanca, allí de pie, ajustando unos tubos a una especie de cesta metálica.

– Usted debe de ser nuevo -dijo Joe.

– Sí, pero no se preocupe porque hace mucho tiempo que desempeño este trabajo.

Era un cuarentón. Le sonreía. A Joe le pareció que tenía una cara afable. Quizá no fuese una persona simpatiquísima pero tampoco daba la impresión de ser uno de esos profesionales quemados y adustos.

– ¿Para qué es ese monitor? -preguntó Bevins.

Los médicos siempre le decían a Joe qué pruebas iban a hacerle porque sabían que le gustaba enterarse. Los tres especialistas de la planta habían hecho ya su diario recorrido de visitas, y ninguno había dicho nada de análisis de sangre.

– Esto es un detector HTB-R veintinueve de anticuerpos -repuso el ATS a la vez que dejaba el detector encima de la mesilla de noche-. Ha surgido un brote infeccioso en el hospital y, por consiguiente, estamos reconociendo a todos los pacientes con problemas renales o pulmonares.

– Vaya -dijo Joe, que notó que el ATS tenía un leve acento extranjero-. ¿De dónde es usted?

El ATS le sonrió mientras preparaba los tubos y la aguja. En la plaquita de plástico azul del nombre, que llevaba prendida en la bata, decía «G. Turner, Flebotomista». Joe trató de ver más datos en la tablilla que llevaba en la mano izquierda, pero la primera hoja estaba doblada hacia arriba y le fue imposible leer nada.

– ¿Se refiere a mi país de origen? De Australia, pero vivo en Estados Unidos desde niño. Tiene usted muy buen oído para los acentos, señor Bevins.

– Antes de enfermar enseñaba inglés.

– Aja. Claro -dijo Turner, que miró un momento hacia la puerta, que había dejado entreabierta al entrar-. Bueno… ¿vamos allá?

– Sí, pero tenga cuidado con mi shunt.

Turner le levantó a Joe el antebrazo derecho y pasó los dedos suavemente por encima del shunt de la diálisis (el firme y distendido vaso creado al unir una arteria y una vena). Turner tenía los dedos largos y cuidados. Joe pensó que debía de tocar el piano y tocarlo bien.

– Lo haremos con el otro brazo -dijo Turner, que fijó un torniquete de látex a unos ocho centímetros del codo de Joe y tardó mucho menos que la mayoría de los ATS en localizar una vena adecuada-. Parece sobrellevar usted todo esto muy bien. Así me gusta -añadió a la vez que se ponía los guantes y le frotaba con alcohol el derredor del punto de la vena elegido.

– No son los médicos quienes me mantienen vivo -dijo Joe-. Es mi actitud.

– Lo creo. Voy a utilizar una aguja muy fina. Trata la vena con más mimo.

Antes de que Joe pudiera decir nada, la fina aguja, conectada a un delgado catéter, estaba ya en la vena. La sangre fluyó al catéter. Turner acopló una jeringuilla al extremo del catéter e inyectó una pequeña cantidad de un líquido de color claro.

– Esto es sólo para limpiar -le indicó Turner, que aguardó quince segundos, extrajo una jeringuilla de sangre, retiró la fina aguja y presionó en el punto del pinchazo-. Perfecto. Estupendo. ¿Se siente bien?

«Estoy perfectamente.»

Joe estaba seguro de haberlo dicho, pero no había sido así. El hombre que estaba junto a su cama le sonreía con expresión indulgente, sin dejar de presionar con el dedo en el punto por el que le había insertado la aguja.

«Estoy perfectamente», trató de volver a decir Joe.

Turner le soltó el brazo y volvió a dejar la aguja y el tubo en su caja metálica.

– Buenos días, señor Bevins -le dijo-. Gracias por su colaboración.

Casi ya el pánico se había apoderado de Joe al darse Turner la vuelta y salir de la habitación. Se notaba raro, como si flotase. El aire de la habitación se adensaba. Algo le ocurría, y algo horrible. Trató de pedir auxilio, pero tampoco esta vez le salió la voz. Intentó ladear la cabeza para llamar a las enfermeras. Veía colgar el cordón por el rabillo del ojo, pero estaba paralizado. No podía hacer el menor movimiento, ni siquiera respirar. Tenía el cordón de llamada a menos de un metro. El brazo no le respondió al tratar de alargarlo. El aire se hacía cada vez más irrespirable y Joe notó que empezaba a perder el conocimiento. Moría ahogado en aire y no podía hacer nada, nada en absoluto.

El artesonado del techo empezó a velarse y luego a oscurecerse, hasta quedar sumido en una negra «niebla. A medida que aumentaba la oscuridad remitía el pánico de Joe.

Desde el otro lado de la entornada puerta de su habitación, oyó el carrito de las comidas, que rehacía el camino por el pasillo hacia la cocina. Le llegaba el aroma de la comida.

Tras veintiuna hospitalizaciones en el Parkside -casi todas ellas en la planta número 5-, estaba en condiciones de asegurar que eran las once y cuarto.


* * *

Siete de las diez sillas de la sala de espera del consultorio de Harry estaban ocupadas. Sólo para los nietos de Mabel Espinoza necesitaban tres.

Harry tenía la satisfacción de que Mabel, una octogenaria, luciese una sonrisa que, pese a sus muchos padecimientos de todo orden, no se había borrado de su rostro desde hacía mucho tiempo. Tenía hipertensión, disfunción vascular, hipotiroidismo, retención de líquidos, propensión a las comidas fuertes y una gastritis crónica.

Durante años, Harry la mantenía a flote casi a base de placebos y buenos consejos. El caso era que funcionaba y, gracias a ello, Mabel podía ocuparse de sus nietos y su hija no había perdido el trabajo. En el mundo de un director de relaciones médicas de la Hollins /McCue Pharmaceuticals, no había ninguna «Mabel» como aquélla, se dijo Harry.

Mary Tobin que, por así decirlo, era «recepcionista-gerente» del consultorio de Harry, miró hacia la sala de espera desde su cubículo de paredes de cristal. Era una fornida mujer de color, abuela por partida múltiple, que llevaba con Harry desde su tercer año de ejercicio de la medicina, y muy extrovertida respecto de aquellos temas sobre los que tenía opinión (y la tenía sobre casi todos).

– ¿Cómo fue la asamblea? -preguntó al entrar en su pequeño feudo para consultar la agenda.

– ¿Asamblea?

– Sí, el follón ese.

– Ah… Pues digamos que durante todos estos años ha trabajado usted para un barítono y, de ahora en adelante, trabajará para un tenor -explicó Harry.

Mary Tobin sonrió. Le hizo gracia la imagen.

– ¡Qué sabrán ellos! No podrán con usted, doctor Corbett -dijo ella-. Ha superado momentos más difíciles, y siempre acaba por encontrar la salida.

– Magnífico. Repítamelo muchas veces. ¿Tengo llamadas?

– Sólo su esposa. Ha llamado hace media hora.

– ¿Le ocurre algo?

– No, creo que no. Me ha dicho que la llame al trabajo.

Harry enfiló hacia su despacho, que se encontraba al final de sus tres salas de reconocimiento. Además de Mary Tobin, trabajaba con él, desde hacía cuatro años, una joven enfermera llamada Sara Keene y una asistente de enfermería que debía de hacer la número veinte que había contratado. A una de esas veinte la tuvo que despedir por robar, el resto se habían marchado al quedar embarazadas o para ganar más. Sara levantó la cabeza y lo saludó al verlo pasar frente a su mesa.

– Me he enterado de lo ocurrido en la asamblea, doctor Corbett. No se preocupe -lo animó la enfermera.

– Si vuelve a decirme alguien que no me preocupe, acabaré por preocuparme -dijo Harry.

Su despacho personal era una espaciosa estancia exterior del que fuera un elegante edificio de apartamentos. Además de la mesa y las sillas de nogal, tenía una plataforma de footing. La había utilizado para pruebas de estrés cardíaco hasta que, en vista de cómo estaba el patio, por lo que a las indemnizaciones por imprudencia profesional se refería, optó por renunciar a las pruebas. Ahora aprovechaba la plataforma para hacer ejercicio. Las paredes del despacho, en las que antes había paneles de lo que Evie llamaba «pino barato», las pintaron de blanco a petición suya. Tenía enmarcados los consabidos diplomas, certificados y menciones, además de algo que muy pocos médicos podían exhibir: la Medalla de Plata de Vietnam. Había también tres óleos contemporáneos, elegidos por Evie, los tres abstractos, aunque ninguno de los tres fuese del gusto de Harry, que no los habría elegido nunca, de haberlo dejado Evie. Sin embargo, a la mayoría de sus pacientes parecían gustarles.

Encima de la mesa había también tres fotografías enmarcadas. En una estaba Harry con sus padres en la ceremonia de entrega de diplomas de la Facultad de Medicina, en otra aparecía Phil con Gail y los niños y en la tercera estaba Evie (un retrato de estudio, en blanco y negro, hecho por uno de los fotógrafos más afamados de la ciudad).

Harry tenía en los cajones de la mesa docenas de fotografías de Evie que él hubiese preferido enmarcar en lugar de aquélla, pero su esposa insistió en aquel retrato.

Al sentarse ahora en su sillón, Harry cogió delicadamente el portarretratos entre sus manos y contempló los prominentes y bien modelados pómulos de Evie, su sensual boca y la intensidad de su mirada. Era una foto de poco antes de que contrajeran matrimonio, hacía ya nueve años. Evie, que tenía entonces veintinueve años, era todavía la mujer más hermosa que Harry había conocido.

Cogió el teléfono y marcó el número de la redacción de la revista Manhattan Woman.

– Con Evelyn DellaRosa, por favor -dijo al posar de nuevo el portarretratos en la mesa-. Dígale que es su esposo.

Llevaba cinco años como redactora de la sección de «Consumo» de la combativa revista mensual. Harry era consciente de que, para ella, representaba un duro retroceso profesional aquel empleo, después de haber trabajado como presentadora en una cadena de TV, pero admiraba su tenacidad y su empeño por volver a estar en el candelero. En realidad, le constaba que algo positivo se avecinaba en su carrera. No había querido decirle de qué se trataba exactamente, pero conociéndola, el solo hecho de comentarle que trabajaba en un reportaje que tenía muchas posibilidades era esperanzador.

Evie tardó tres minutos en ponerse al teléfono.

– Perdona que te haya hecho esperar tanto, Harry, pero es que tenía a un técnico dispuesto a contármelo todo sobre un asunto de experimentos con perros en un sótano propiedad de la InSkin Cosmetics, y el muy cabrón se me ha echado atrás.

– ¿Te encuentras bien?

– Aparte de que no dejo de pensar ni un momento en ese condenado bulto de mi cabeza, sí, me encuentro bien.

– Ha habido reunión en el hospital.

– ¿Reunión?

– Bueno, la asamblea. Lo de la comisión Sidonis.

– Ah, sí. ¿Cómo ha ido?

– Digamos que debí haber aceptado el empleo en la Hollins /McCue.

– Siempre es tarde si la dicha es mala.

– Por favor, Evie… Yo reconocí que tenías razón. ¿Qué más quieres que te diga?

Harry tenía claro que cualquier cosa que dijese no haría sino empeorar las cosas. La decisión que tomó, hacía poco más de un año, de rechazar el empleo fue la gota que colmó el vaso, el tiro de gracia a su matrimonio. En realidad, si tenía en cuenta que podía contar con los dedos de una mano las veces que habían hecho el amor desde entonces, lo más lógico era pensar que el distanciamiento continuaba.

– Hace un rato me han llamado del consultorio del doctor Dunleavy -dijo ella.

– ¿Y?

– Tienen ya cama para mí en la planta de neurocirugía, y fecha y hora para operarme. Quiere que vaya mañana por la tarde y que me operen el jueves por la mañana.

– Cuanto antes, mejor.

– Claro… ¡como no es tu cabeza la que está en juego!

– Vamos, Evie…

– ¿Sabes qué te digo? Te prometí ir a escucharte esta noche al club, pero no me apetece.

– No te preocupes. No es ningún asunto importante. No tengo por qué ir a tocar si no quiero.

Se lo dijo con exquisito tacto para que su tono de voz no denotase la menor contrariedad. Durante su noviazgo, e incluso en sus primeros años de matrimonio, a ella le encantaba ir a escucharlo. Ahora, en cambio, no recordaba cuánto hacía que no había ido. Había esperado con ilusión aquel pequeño paso hacia la normalidad de sus relaciones, pero se hizo cargo del estado de ánimo de su esposa.

– Tengo que hablar contigo, Harry -dijo Evie-. ¿Podrías llegar esta noche pronto a casa para salir a cenar?

– Claro. ¿Por qué?

– Ya hablaremos esta noche. ¿De acuerdo?

– ¿Algo malo?

– Por favor, Harry. Dejémoslo para esta noche.

– De acuerdo, Evie. Te quiero.

Ella no correspondió de inmediato al saludo de despedida.

– Ya lo sé, Harry -se limitó a decir.

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