Kevin Loomis, vicepresidente primero de la Crown Health and Casualty Insurance Company, guardó una carpeta con notas en su maletín, ordenó la mesa y consultó su agenda para ver qué compromisos tenía al día siguiente. Era muy meticuloso en su trabajo. Nunca salía del despacho por las tardes sin atar bien todos los cabos.
Loomis llamó a su secretaria a través del intercomunicador y puso en hora su cronómetro mental. A los seis segundos tenía a la secretaria en el despacho.
– Dígame, señor Loomis.
Brenda era una joya (lista, organizada, leal y… despampanante). Loomis la había heredado de Burt Dreiser, que en la actualidad ocupaba los cargos de presidente y director ejecutivo de la compañía.
Kevin sospechaba que Brenda y Dreiser estaban liados, aunque mantuviesen las apariencias en la oficina. No obstante, lo cierto era que le daba igual. Dreiser lo aupó al cargo que ocupaba, pasando por encima de otros ejecutivos más antiguos y, en algunos casos, más cualificados que él. Y, por lo que a Kevin concernía, que Dreiser se acostase con Brenda Wallace le confería aún mayor poder.
– ¿Tenemos pendiente algo más? -preguntó Kevin-. Porque iba a irme ya.
– Como el segundo y el cuarto martes de cada mes -dijo Brenda, sonriente-. Que tenga suerte.
Se refería a su timba de póquer. Durante años, Dreiser, que era un conspicuo «laboradicto», se permitía la alegría de salir del despacho a las cuatro de la tarde el segundo y el cuarto martes de cada mes. La cosa no dejaba de ser curiosa, y Brenda era demasiado eficiente y observadora como para que le pasara inadvertida.
Una timba de póquer venía al pelo. Además del cargo, el despacho y la secretaria, Brenda Wallace tenía claro que había heredado también un sitio en aquel juego de envite, tan propicio a que le dejasen a uno sin camisa.
El segundo y el cuarto martes de cada mes, a las cuatro. Lo cierto era que Dreiser tuvo buen cuidado de corroborarle a Nancy, la esposa de Kevin, el cuento del póquer. El rito de rigor para escalar en la empresa era una cómoda coartada para explicar que, dos veces al mes, su esposo pasase la noche fuera de casa. El secreto, supuestamente obligado, que rodeaba el lugar de la timba justificaba que sólo pudiera comunicar con él a través del «busca».
– Me parece que sólo he ganado una vez en los cuatro meses que hace que juego -dijo Kevin muy serio-. Supongo que por eso debió de invitarme Burt a jugar. Adivinaría que soy un pardillo. Bueno… vayamos a lo nuestro. Deberíamos tener alguna atención con los de Oak Hills, que acaban de renovar la póliza de seguro escolar con nosotros. Tiene usted los nombres de los miembros del claustro de la escuela y el del presidente del sindicato. Envíeles una botella de champaña a cada uno o, casi mejor, una caja de bombones. Sea generosa, pero no se pase. Con unos cien dólares por persona va que arde. Y póngales unas palabras amables en las tarjetas.
– En seguida, señor Loomis.
Brenda salió tras dirigirle una sonrisa que habría podido fundir un glaciar. Brenda consideraba los éxitos de Kevin como propios; por consiguiente, que las escuelas Oak Hills hubiesen renovado la póliza con ellos era un triunfo. Las referidas escuelas eran las más importantes de Long Island, y una gran mayoría de sus profesores eran jóvenes y saludables (palabras mágicas para todo grupo de seguros de asistencia médica).
Kevin podía estar orgulloso de un triunfo que, sin embargo se debía a la Tabla Redonda. Comoquiera que la Crown había comprado un importante paquete de acciones de la Oak Hills, toda competencia para hacerse con la póliza tenía que proceder forzosamente de terceros, que era de quienes se ocupaba la Tabla Redonda.
El tanto que Kevin se había apuntado con la Oak Hills era significativo también en otro aspecto. Tras sustituir a Burt en la Tabla Redonda, Kevin estuvo cuatro meses en el centro de la polémica. Un comprometedor contratiempo obligó al grupo a trasladar sus reuniones del hotel Camelot al Garfield Suites, y aunque Kevin no hubiese tenido nada que ver, su nombre salió a relucir. Por fortuna así lo entendió la mayoría, pues pudo haber ocurrido cualquier cosa de no haber sido así.
Loomis cogió su maletín y su bolsa de viaje y se entretuvo a contemplar el panorama de la ciudad, el río y los campos que se extendían desde la orilla.
Kevin Loomis había escalado de botones a vicepresidente primero; desde un destartalado cubículo en un pueblo de mala muerte hasta un gran despacho que daba a dos calles. Sus padres se habrían sentido orgullosos (muy orgullosos) de cómo se había abierto camino. La pena era que ambos habían muerto ya. Tuvo que tragar saliva para contener la emoción que siempre sentía al recordarlos.
Al cabo de unos momentos, enfiló hacia los ascensores.
Así empezaba, el segundo y el cuarto martes de cada mes, su transformación en Tristán, caballero de la Tabla Redonda.
El Garfield Suites estaba en Fulton, a manzana y media del World Trade Center. Se tardaba veinte minutos en ir en taxi desde el edificio de la Crown hasta el centro. Kevin iba plácidamente sentado, y miraba por la ventanilla el paisaje urbano, aunque sin excesivo interés. El enorme cambio operado en su vida no hubiese podido ser más brusco de haberle tocado la lotería. No cabía duda de que era bueno (muy bueno) en lo que hacía, que, durante años, no había sido otra cosa sino vender seguros.
Durante cinco años consecutivos fue miembro del club del sector asegurador reservado a los agentes que superaban el millón de dólares de ventas. Luego ascendió a director de una delegación y finalmente a jefe de departamento en la sede central.
Para un hombre relativamente joven, de la zona más deprimida de Newark era todo un logro. Pero, de pronto, Burt Dreiser empezó a invitarlo a almorzar y, poco tiempo después, también a cenar.
«¿Qué opina de…? ¿Qué haría usted si…? ¿Y si le pidiesen qué…?»
Al principio, se limitó a hacerle preguntas, expresadas una y otra vez de mil maneras distintas. Luego, cuando las respuestas de Kevin le parecieron aceptables, le reveló ciertos secretos. Burt le explicó que el celebrado «club» de agentes de ventas tenía una réplica al más alto nivel ejecutivo, pero a diferencia del Club del Millón de Dólares, al que se pertenecía a título honorífico, sin más beneficio que explotarlo en los anuncios, en los membretes del papel de carta y en las tarjetas profesionales, la pertenencia «al otro club» no sólo estaba reservada a muy pocos sino que estaba rodeada del máximo secreto.
Al aceptar Kevin convertirse en sir Tristán y sustituir a Burt Dreiser como representante de la Crown, comprendió que sabía ya demasiadas cosas para poder rechazar el puesto sin perder el empleo. Su recompensa por aceptar el nombramiento fue el ascenso, un generoso aumento de sueldo, un complemento anual de cien mil dólares y el uno por ciento de lo que la Tabla Redonda le ahorrase o le hiciese ganar a la Crown (lo que equivaliese a una mayor cantidad). Según le aseguró Dreiser, las condiciones eran idénticas a las de los demás caballeros.
Debido al reciente contratiempo que obligó a cambiar la sede de sus reuniones, los caballeros optaron por tomar una serie de medidas para proteger a la pequeña organización y a sus miembros. Kevin dejó el taxi en Gold and Beekman, dio un rodeo de dos manzanas hasta Garfield Suites, cruzó unas galerías comerciales y volvió a Garfield Suites dando otro rodeo.
Cuando creyó estar seguro de que no lo habían seguido entró en el hotel. Tenía reservada habitación a nombre de George Trist. La factura ya estaba pagada. Cualquiera que pretendiese seguirle el rastro al nombre para localizar la fuente del pago, no encontraría más que una cuenta corriente con varios titulares muertos hacía mucho tiempo. Sir Galahad, encargado de la seguridad, hacía su trabajo a conciencia. Era un maniaco del detalle. Y después de que se les hubiese colado una periodista a fisgonear en sus asuntos (que fue lo que los decidió al cambio de hotel), su manía se había convertido en una obsesión.
Kevin vio que sir Perceval aguardaba el ascensor al fondo del vestíbulo. Perceval trabajaba para la Comprehensive Neighborhood Health Care, la más importante empresa de seguros médicos del estado. Eso era lo único que sabía Kevin acerca de él; no sabía ni su nombre ni el cargo que ocupaba en la Comprehensive. Burt le había advertido que no se preocupara por tales cosas (él tardó tres años en enterarse de cuáles eran los nombres de los otros seis caballeros).
Perceval y Kevin se miraron y, al instante, Perceval subió al ascensor. Kevin miró el reloj. Faltaban tres horas para que se reuniesen todos los caballeros en la planta 19.
Fue a recepción. El secreto, los nombres en clave, las ambiciosas metas… A Kevin lo entusiasmaban la intriga y el misterio que rodeaban a su pequeño clan. Y, poco a poco, aprendía a capear los aspectos menos agradables de todo el tinglado (algunos de los métodos empleados para conseguir sus objetivos y, por supuesto, el constante peligro de que los descubriesen).
La suite 2314 -dormitorio y salón- tenía una buena vista del World Trade Center. Kevin se entretuvo un momento en el salón y cogió una cerveza del amplio surtido del frigorífico. Luego se quitó la corbata y colgó la chaqueta en el respaldo de una silla. No había hecho más que quitarse los zapatos cuando notó algo que lo alarmó. No estaba solo, había alguien en el dormitorio, estaba absolutamente seguro. Dio un paso hacia la puerta del pasillo. Había varios teléfonos junto al ascensor. Podía llamar a Galahad o a seguridad del hotel.
– ¿Hay alguien ahí?
Era una voz femenina que procedía del dormitorio. Kevin dio media vuelta y abrió. Una joven de veintidós o veintitrés años estaba de pie junto a una enorme cama doble. Era obvio que había estado durmiendo, y se cepillaba su negra melena, que le llegaba a la cintura. Iba demasiado pintada para el gusto de Kevin, pero, en todo lo demás, era perfecta: facciones asiáticas, estilizada, pechos firmes y bien puestos, bonitas piernas. Perfecta. Llevaba un ajustadísimo vestido verde esmeralda con falda abierta hasta la cadera derecha.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Kevin.
Ella dejó el cepillo, se alisó el delantero del vestido y se humedeció los labios antes de hablar.
– Me llamo Kelly.
– ¿Quién la ha enviado aquí?
– No… No lo entiendo.
Kevin la fulminó con la mirada. Tras lo ocurrido con la periodista, aquello tenía que ser, por fuerza, una prueba o algo parecido.
– Espero que pueda contestarme unas preguntas muy sencillitas: ¿de dónde ha salido usted? ¿Cómo ha llegado aquí?
No había más que mirarla a los ojos para ver que estaba asustada.
– Nos ha traído un hombre, nos han dado habitación y nos han dicho que esperásemos. Yo… estoy aquí para complacerlo en lo que quiera.
– Pues… siéntese y quédese ahí -le dijo Kevin señalando a la cama-. ¡No! -le espetó al ver que llevaba la mano hacia atrás para bajarse la cremallera-. Sólo quédese ahí sentada.
Kevin enfiló entonces hacia el salón y cerró la puerta del dormitorio ruidosamente. Según Burt Dreiser, las mujeres fueron parte sustancial del segundo y cuarto martes de cada mes durante casi los seis años de existencia de la Tabla Redonda. Lancelot -el miembro más antiguo- era el encargado de contratarlas. Y, hasta hacía dos meses, nunca hubo el menor problema. Los caballeros que quisieran sexo, lo tenían, y quienes no quisieran más que un masaje o una encantadora compañía para cenar, lo tenían también. La agencia de azafatas que Lancelot utilizaba era una de las más lujosas y discretas de la ciudad, pero, insospechadamente, se les había colado una periodista.
Kevin cogió el teléfono de mal talante y aguardó a que contestase conserjería.
– Con la habitación del señor Lance, por favor.
Lancelot (Pat Harper, de la Northeast Life and Casualty) era el único miembro de la Tabla Redonda a quien Kevin había conocido antes de incorporarse. Harper fumaba gruesos puros y, por estatura y aspecto, era lo menos parecido a Lancelot que pudiera imaginarse. Tenía una prominente barriga, un rubicundo semblante y una risa aflautada. Se parecía más a Dickens que a Lancelot.
Kevin jugó con él una vez en un torneo de golf organizado con fines benéficos por el sector asegurador y perdió por doce golpes. Harper estaba casado y tenía tres o cuatro hijos mayores. Aparte de esto, lo único que Kevin sabía de Harper era que le gustaban las mujeres jóvenes y bonitas.
– Soy Tristán, Lancelot -dijo Kevin-. Creí que habíamos decidido que no habría más mujeres.
– Ah, sí, Kelly… ¿Qué te parece? Un diez alto, ¿no?
– Sí, pero no tendría por qué estar aquí.
– Vamos… alegra el ánimo, amigo mío. La vida es corta. Decidimos que no habría más mujeres de aquella agencia de azafatas. Kelly y las demás son de otra agencia. No te preocupes, que son de garantía. No volverán a darnos gato por liebre.
La referida periodista se había hecho llamar Désirée. Pasó dos martes con sir Gauvain y dos con Kevin. La patrona de la agencia de azafatas se enteró, por una de las chicas, de que la tal Désirée era una periodista que había querido entrevistarla. Además, la chica estaba segura de que la impostora grabó sus sesiones con sus dos clientes. Galahad convenció a los demás para que dejasen de utilizar los servicios de aquella agencia y para cambiar el lugar de sus reuniones.
Durante los tensos interrogatorios que siguieron al desenmascaramiento de la impostora, Kevin se enteró de algunas cosas acerca de Gauvain, que era el miembro del grupo con menor antigüedad, aparte de él. Desde el primer momento, el atildamiento y el acento de club universitario de Gauvain despertaron los recelos de Kevin.
Gauvain no desentonaba en absoluto de los demás, mientras que Kevin, criado en Newark, tenía un talante provinciano que lo situaba un poco al margen. Sin embargo, Kevin observó también que Gauvain y él tenían, por lo menos, una cosa en común: ambos eran felices padres de familia que no les pedían a sus azafatas más que, a lo sumo, un masaje y un poco de conversación.
Pese a ello, se le había dado, por lo visto, la luz verde a Lancelot para que contratase los servicios de otra agencia. Kevin iba a decirle que hiciesen el favor de no enviarle más mujeres a su habitación, pero recordó una de las advertencias que le hizo Burt Dreiser acerca de la Tabla Redonda.
«Hay tanto en juego -le había dicho Dreiser- que nadie se fía de nadie. Lo mejor que puede hacer es seguir la corriente, vaya hacia donde vaya. Si se comporta como los demás, todo le irá bien.»
Kevin había seguido la corriente en todo, menos en lo de acostarse con prostitutas, pero nunca se lo dijo a los demás. En realidad, si durante la investigación de Galahad no les hubiesen preguntado, a él y a Gauvain, si habían tenido relaciones sexuales con Désirée, ningún otro miembro del grupo se hubiese enterado.
– Escucha, Lance -dijo Kevin-. Espero que no lo tomes a mal. Kelly es preciosa, y estoy contento con ella. De lo único que he querido asegurarme es que no vamos a tener más problemas. Eso es todo.
Al volver al dormitorio y ver a Kelly que se cepillaba lentamente su preciosa melena negra, Kevin sintió un fuerte impulso sexual.
– Todo en orden -le dijo-. Y ahora, escucha: ¿qué te parece si llamamos al servicio de habitaciones y pedimos la cena? Tú pídete lo que quieras, yo pediré un filete poco hecho. Luego, podrías darme un masaje. ¿Qué tal se te da?
– Se me da muy bien -contestó ella.
Harry había vivido en Manhattan casi toda la vida, pero nunca había estado en Tiffany's. Con la ayuda de Mary Tobin, se había librado de la última hora y media en el consultorio. Había adelantado su ronda de visitas en el hospital y había vuelto antes a casa. La idea de comprarle a Evie algún detalle fue suya, pero la de comprárselo en Tiffany's fue de Mary.
Ahora, Harry tarareaba para sus adentros la nueva versión de Joe Kincaid de Moon River, y con un porte a lo George Peppard en Desayuno con diamantes se acercó a una dependienta que, tras el mostrador, exhibía gemas a cual más preciosa sobre un paño de terciopelo negro.
– Este brazalete de tenis es una preciosidad -dijo la dependienta-. El adorno, que simula un bordado, es de rubíes y diamantes, de un octavo de quilate cada uno.
– Mi esposa no juega muy a menudo al tenis… aunque… ¿qué precio tiene?
– Tres mil seiscientos, señor.
«Vaya… Quizá me convenga ver brazaletes de ping-pong.»
Al final, Harry se decidió por un colgante con un diamante de medio quilate flanqueado por dos pequeños rubíes. A Evie le encantaban las joyas. Con la ayuda de su ex marido y de su ex pretendiente, sospechaba Harry, había reunido una buena colección de joyas que, claro está, tenía ya cuando empezó a salir con ella.
«Quiero venderme todas las joyas -le había dicho Evie al poco de casarse-. Así podremos comprarnos una caravana para ir de camping.»
Harry sabía perfectamente que Evie no había acampado en caravana en su vida. Intuía que no era una enamorada de las moscardas ni de la comida campestre. Evie lo decía sólo porque quería cambiar su desenfrenado ritmo de vida por otro más plácido. Al final, sin embargo, dejó de hablar de los placeres de la vida sencilla y depositó sus joyas en la caja de seguridad de un banco. No habían salido de camping ni una sola vez.
«No pasa nada… Confío en que esto sea para nosotros como volver a empezar… Todo irá bien… Lo creas o no, hay muchos sitios a los que me gustaría llevarte para que puedas lucir esto…» Todas estas frases consideró Harry para la tarjeta, antes de desestimarlas y limitarse a un sencillo «te quiero».
«Tengo que hablar contigo, Harry…» No podía quitarse de la cabeza las palabras de Evie. Cogió un taxi y fue al piso que compraron poco después de casarse. Estaba en la sexta planta de un edificio muy cuidado de la zona alta del West Side, a una manzana del Central Park. Tenía cinco habitaciones bastante espaciosas y un minúsculo estudio. A lo largo de los ocho años que Evie había vivido allí, el apartamento había pasado, según ella, de ser «precioso» a «práctico», de «práctico» a «pequeño» y, en los últimos tiempos, a «deprimente».
«Tengo que hablar contigo…» ¿De qué? ¿De su salud? ¿De dinero? ¿De su matrimonio? ¿De su trabajo? ¿Se habría quedado embarazada? Hacía demasiado tiempo que, por lo visto, no necesitaba hablar con él acerca de nada relevante. Quizá hubiese decidido limar asperezas y empezar de nuevo.
En la sexta planta había dos apartamentos, y el pequeño rellano que los separaba siempre parecía impregnado de Evie (acaso una combinación de su perfume, de su champú y de su maquillaje). Como de costumbre, su fragancia se la evocaba de forma poderosa. Sin embargo, aquella tarde Harry estaba demasiado ensimismado para reparar en fragancias de ninguna clase. Llamó una vez con los nudillos y luego entró con la llave.
– ¿Eres tú, Harry? -dijo ella desde el dormitorio.
– Sí.
– En seguida salgo.
Por el tono de su voz, Harry dedujo que estaba al teléfono.
Harry dejó el estuche de Tiffany's en la mesa del comedor y deambuló displicentemente por la estancia.
El apartamento estaba inmaculado, y alegrado por varios jarrones con flores frescas (la inconfundible impronta de Evie). En la cadena sonaba un compacto de Eric Clapton, uno de los favoritos de Harry, que se preguntó si el hecho de que Evie lo hubiese puesto tendría algún significado.
– ¿Quieres una copa? -preguntó él.
– Tengo un vodka con tónica en la mesa de la cocina. Sólo ponle hielo…
Debía de haber terminado de hablar por teléfono, pensó Harry.
– … ya casi estoy. He reservado mesa en el SeaGrill. ¿Te parece bien?
– Estupendo -contestó Harry, que trató inútilmente de adivinar de qué iba el tema por el tono de voz de Evie.
Ella salió al fin del dormitorio con unos pantalones negros y una blusa roja de seda. Era una combinación de colores que a ella le sentaba muy bien, aunque la verdad era que casi todos los colores le quedaban bien. Lo besó en la mejilla, aunque tan levemente que Harry casi no lo notó.
– ¿Te ha costado librarte de las visitas? -le preguntó ella al alcanzarse el vaso.
– Pues no. Mary ha hecho juegos malabares con las horas. Se pinta sola para reorganizármelas.
– ¿Qué tal está?
– ¿Mary?
– Sí.
Harry no recordaba cuándo fue la última vez que Evie le preguntó por las enfermeras de su consultorio, por sus compañeros del grupo de jazz o por sus colegas del hospital.
– La artritis de las caderas la tiene mortificada, pero, por lo demás, está bien. ¿Y tú? ¿Estás bien tú?
– Dentro de lo que cabe, sí.
Evie bebió un sorbo de su «vodkatonic». Harry renunció a leer entre líneas en la intrascendente conversación y le dio el colgante. Ella pareció realmente encantada e impresionada con el regalo. Se quitó la cadenita de oro que llevaba al cuello y se puso el colgante.
– Eres un encanto -dijo ella tras leer la tarjeta.
– Es sólo para que veas que creo en nosotros.
Ella esbozó una enigmática sonrisa, aunque había una inequívoca tristeza en sus ojos.
– Tú siempre me dices que las cosas tienen la costumbre de pasar como es previsible.
– Palabras mías, sí. Harry Corbett, amable médico de día e impenetrable filósofo de noche.
– Pues bueno, me parece que en esto tienes razón, filósofo impenetrable. Las cosas acostumbran a pasar como era previsible.
Evie miró hacia la ventana mientras palpaba abstraídamente el colgante. La luz de las primeras horas de la noche hacía resplandecer su palidez y resaltaba su inmaculado perfil. Estaba, si cabe, más bonita que cuando la conoció.
– Bueno… Me has dicho que tenías que hablar conmigo.
Harry se dio a los demonios por ser tan impaciente. Ya abordaría ella la cuestión cuando lo considerase oportuno.
Evie ladeó la cabeza y lo miró, pero en seguida volvió a concentrarse en la ventana.
– Es sólo que… me apetecía que pasásemos esta noche un rato juntos charlando -dijo ella-. Mira, verás, la medicina habrá avanzado mucho, pero una operación de cerebro… sigue siendo una operación de cerebro.
– Comprendo -dijo Harry, aunque la verdad era que no estaba muy seguro de entenderlo-. Bueno… ¿Tienes ya apetito?
– Lo tendré en cuanto lleguemos allí.
– ¿Andando?
La pregunta era casi en sentido figurado, porque Evie era de las que tenía siempre demasiada prisa como para ir caminando a ninguna parte.
– Mira, pues sí -dijo ella no obstante-. Vamos a pie. Es un colgante precioso, Harry. Estoy… conmovida.
El trató de entrever en sus palabras el cinismo al que ella lo tenía acostumbrado, pero no lo vio por ninguna parte. Por un momento, las ilusiones que se había forjado de volver a encauzar su matrimonio le parecieron tener visos de realidad.
Harry no se percató de que sonaba el teléfono hasta que vio a Evie dar media vuelta y dirigirse al dormitorio.
– Ya me pongo yo -dijo Evie, que corrió a contestar a la llamada-. De paso, cojo el bolso.
Harry se encogió de hombros y, aunque todavía inquieto, fue a la cocina y dejó el vaso en el fregadero. A través de los ocho altavoces Bose distribuidos por todo el apartamento, Eric Clapton le recordaba aquello de que «todos te ignoran cuando estás en horas bajas».
Allá en el dormitorio, al fondo del pasillo, Evie hablaba casi inaudiblemente a través del teléfono.
– No… no, todavía no le he hablado de lo nuestro -musitó apenas-. Pero voy a decírselo.
Al colgar, Evie cogió un momento entre las manos el colgante.
«O, por lo menos, ésa es mi intención», pensó.