Capítulo 6

Harry sabía por experiencia que en los hospitales podían cometerse muchos errores. Sentía pánico ante la sola idea de tener que ingresar alguna vez como paciente. En los centros del área de Manhattan se atendían a diario a miles de personas.

Médicos, enfermeras, técnicos y ayudantes sanitarios eran, en su mayoría, competentes, equilibrados y estaban consagrados a su profesión, pero no pasaba día sin que algún miembro del personal cometiese un error. Había demasiados pacientes que atender; demasiadas enfermedades, e intervenían tantas personas, con las flaquezas propias de los seres humanos, que era imposible que el sistema no tuviese fallos.

A lo largo de sus veinticinco años de ejercicio de la medicina, Harry había tenido que afrontar, directa o indirectamente, errores estrepitosos que, en muchos casos, superaban todo lo imaginable: inyección de zumo de naranja por vía intravenosa a cargo de una enfermera que, tras interpretar mal las instrucciones que el médico le dio por teléfono, no se atrevió a volver a llamarlo para asegurarse de haberlo entendido bien; una dosis letal de medicamento administrada a un niño porque, con las prisas, un médico omitió la coma de los decimales; transfusión de sangre del grupo B positivo a un paciente del grupo A negativo. Además, en innumerables ocasiones se inyectaban ampollas demasiado de prisa; se dejaban las barandillas de las camas bajadas, y se producían graves alteraciones psíquicas en los pacientes por no haber previsto su reacción a los tranquilizantes o somníferos.

Al margen de los desastres evitables, había que contar con las llamadas complicaciones (el aceptado 1 %, o 0,1 %, o 0,01 % de reacciones negativas a medicamentos, referido en la literatura médica, en el vademécum y en los prospectos, y del que sólo se hacía caso cuando le afectaba a uno).

Abrumado por estos temores, Harry iba por uno de los pasillos del Centro Médico de Manhattan hacia la unidad de neurocirugía del edificio Alexander.

Eran las ocho y cinco de la tarde y las visitas se dirigían ya hacia las salidas. En realidad, su intención había sido llegar un poco más temprano a la planta. Sin embargo, uno de sus pacientes, a quien trataba desde hacía mucho tiempo, había sido ingresado en urgencias vomitando sangre. Ahora, después de habérsele estabilizado la sangrante úlcera, había podido dejarlo en manos del médico de servicio.

Por la mañana había esperado a Evie en el vestíbulo para acompañarla a la oficina de ingresos. Se había ofrecido a quedarse con ella durante todo el ritual previo a la admisión, pero Evie no había querido. Estaba preocupada y abstraída y, desde luego, no era para menos ante semejante operación. No obstante, había algo más. Harry estaba seguro.

La noche anterior fueron a pie desde su apartamento al SeaGrill sin prácticamente decirse una palabra, y aunque hablaron un poco durante la cena, sólo trataron de un tema importante: Evie le hizo prometer que se opondría a que le prolongaran la vida si había cualquier tipo de lesión cerebral. Y al regresar, de nuevo a pie, ella se excusó por no haberse mostrado más enérgica en su matrimonio. Se lo dijo con agridulce solemnidad y, aunque Harry aceptó sus excusas, no acabó de entender el significado exacto de sus palabras.

En la planta 9 del edificio Alexander, que tenía forma de L y quince habitaciones en cada ala, apenas había actividad entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche.

Por los pasillos sólo se veía a una enfermera, que llevaba en silla de ruedas a un paciente desde el salón, y al portero, que iba de un lado a otro con su enceradora.

El mostrador de las enfermeras equidistaba de los ascensores y de la habitación de Evie. Una atractiva enfermera pelirroja, que llevaba las uñas pintadas con una llamativa laca escarlata, estaba sentada detrás del mostrador tomando notas. Harry no la había visto nunca.

– Hola, soy el doctor Corbett -la saludó.

– Ya lo sé -repuso ella-. Su esposa está perfectamente.

– Gracias. He hablado con ella por teléfono hace un rato y me ha parecido que estaba animada; sólo un poco contrariada por la compañera de habitación que le ha correspondido.

– No es la única -dijo la enfermera con el entrecejo fruncido-. Estamos todas hartas de Maura Hughes. Creo que las bebidas alcohólicas deberían grabarse con más impuestos, para sufragar el tratamiento médico de gente como ella. ¿No le parece?

– No sé por qué lo dice.

– Por los alcohólicos. ¿No se lo ha comentado su esposa? Su compañera de habitación, Maura, sufre una crisis de delírium trémens, pero, por desgracia, no había otra cama libre en la planta.

– Pues Evie no me ha dicho que fuese tan horrorosa.

– No, claro; mientras está bajo los efectos del Librium, no. Salió del quirófano hace tres días y, por lo visto, agarró una trompa descomunal, cayó por las escaleras de su casa y se fracturó el cráneo. El escáner reveló una serie de pequeñas hemorragias, por lo que había que intervenirla. Estuvo estupendamente hasta ayer, pero, de pronto, empezó a decir que había arañas en el techo y que tenía las sábanas llenas de hormigas.

– Sí, pues eso es delírium trémens.

– ¡Vaya que si lo es! No lo dude. Lleva a toda la planta a mal traer. Esos alcohólicos son de lo más egocéntrico y desconsiderado. Jamás se les ocurre pensar en las consecuencias de darse a la bebida.

Harry creyó haber oído ya bastante. ¿Dónde habría estado aquella enfermera en los últimos quince años?

– Perdone que haya venido después de las horas de visita-dijo Harry-, pero es que he tenido que atender a un paciente en urgencias, con una hemorragia. ¿Puedo pasar a ver a Evie un momento?

– Por supuesto. Si Maura se le pone insoportable, la sacamos al pasillo. También espera visita. Su hermano ha llamado hace un rato. Es policía… nada menos. No le coincide el horario en su turno de servicio, y quería verla. He estado tentada de decirle que no olvide traer la porra.

– Bueno, señorita Jilson -dijo Harry tras leer el nombre en la plaquita de identificación-, le agradezco que se salte las normas por mí.

– Siempre que lo necesite. Tiene usted una esposa preciosa, doctor Corbett.

– Sí… Sí, gracias…

Harry se alejó a toda prisa de la enfermera y enfiló pasillo adelante hacia la habitación 928.

– … son muy malos conmigo. Malos y antipáticos. No les caigo bien, porque ellos no paran de decir que esta asquerosa planta está inmaculada y yo les digo que no veo más que bichos por todas partes. ¡Con el asco que me dan! Odio a esta gente. Estirada, engreída, sabihonda…

Harry oyó las lamentaciones de Maura Hughes una decena de metros antes de llegar a la habitación. Durante su época de médico residente en Bellevue, y durante sus muchos años de ejercicio de la medicina en una de las zonas más depauperadas de la ciudad, había tratado a muchos alcohólicos. El delírium trémens, por más hilaridad que a veces provocasen los disparates del paciente, era potencialmente letal: taquicardia, aceleración del ritmo respiratorio, fiebre, intensa irritabilidad nerviosa, sudoración, fuerte hiperventilación y mínima, o nula, absorción de líquidos. Según algunos estudios, los ataques de delírium trémens resultaban mortales en un 25 % de los casos. Además, Maura Hughes había sufrido una craneotomía hacía tres días. Médicamente, era una bomba de relojería, la última compañera de habitación que Harry hubiese querido para Evie.

Harry dirigió la mirada hacia el vestíbulo. El portero pasaba la enceradora de un lado a otro. Llevaba un walkman y meneaba la cabeza al compás de la música, completamente desentendido de los dramas que se desarrollaban a vida o muerte a su alrededor. Harry se preguntaba cómo debía de sentirse uno sin más responsabilidad profesional que mantener el suelo bien brillante.

La cama de Evie era la que estaba junto a la ventana y la más alejada de la puerta. La cortina que separaba ambas camas estaba descorrida. Harry miró a Maura Hughes al pasar. Esta, sujeta a la cama con una especie de corsé, tenía las muñecas atadas a las barandillas con tiras de cuero. No era nada vieja. Eso era casi lo único que veía en ella. Llevaba en la cabeza un vendaje en forma de turbante y tenía los ojos y la cara amoratados. Su intubación nasal (de oxígeno) se le había desprendido y le ventilaba el oído izquierdo. Sus agrietados y resecos labios esbozaban un extraño rictus. La primera impresión que tuvo Harry fue que se burlaba de él haciéndole muecas. Luego reparó en que, en realidad, sonreía.

– Hola -la saludó-. Soy Harry, el esposo de Evie.

– Double, double, toil and trouble, fire burn and cauldron bubble… -dijo Maura de un tirón.

Harry sonrió, divertido, ante la evocación de Shakespeare y se acercó a la cama de Evie, que no correspondió a su beso en la frente.

– Conoce a los clásicos -dijo Harry.

– La verdad es que sabe mucho de todo; sólo que entre las arañas, las hormigas y las serpientes la tienen frita.

– Tendría gracia, si no fuese porque, en estos casos, lo ven demasiado real -observó Harry.

– ¡Fuera! ¡Fuera de mi cama, bicho asqueroso! ¿Es que no va a venir nadie a ayudarme?

– ¡Ve a llamar a alguien para que la tranquilice! -lo apremió Evie.

Harry se acercó a la cama de Maura y la miró.

– Eh… ya no hace falta, Gene -le dijo Maura-. Me ha picado y se ha escabullido.

– Perdone… -dijo Harry, que se percató entonces de que era aún más joven de lo que pensó; debía de tener treinta y tantos años-. No me llamo Gene, sino Harry -le aclaró.

– Bueno. Es que se parece mucho a Gene Hackman.

– Gracias. Gene Hackman me gusta.

– Y a mí también. Parece usted un actor.

– Pues no lo soy. ¿Por qué lo dice?

– Por su pin.

Así, de pronto, Harry no entendió a qué se refería, pero en seguida recordó el pin que su sobrina Jennifer (la hija mayor de Phil) le había regalado. Llevaba un minúsculo grabado del rostro de un actor, con la inscripción del premio que Jennifer ganó en la clase de arte dramático del instituto. Hacía cosa de un año que ella se lo prendió en la solapa de aquella chaqueta de sport, y allí se había quedado. No se había dado cuenta de que lo llevaba. Maura Hughes, en cambio, había visto el pin desde casi tres metros de distancia.

– Es usted muy observadora -dijo Harry.

– Pues sí, lo soy mucho -dijo Maura, que de pronto empezó a rebullirse y a porfiar por librarse de sus ataduras.

– ¡Puñeta, Gene! -masculló-. ¿No has traído el quitapenas? Me prometiste… ¡Joder, Gene! ¡Cuidado! ¡Ahí en la pared, junto a tu cabeza! ¿Qué es eso? ¿Un escorpión o una gamba?

Harry no tuvo más remedio que mirar a la pared.

– Intente descansar un poco -le dijo antes de volver a acercarse a su esposa, que estaba echada boca arriba y miraba al techo.

«No te me cierres en banda -sintió el impulso de decirle-. Después de nueve años juntos, por lo menos en un día como hoy podría sincerárseme.»

– No hay una sola cama libre en toda la planta -dijo, sin embargo, Harry-. No os pueden trasladar a ninguna de las dos. Pero si las enfermeras no pueden darle más medicamentos, quizá puedan darte algo a ti.

– A mí no quiero que me den nada -replicó Evie sin dejar de mirar al techo-. Deseo tener la cabeza completamente despejada el mayor tiempo posible.

– Lo entiendo, pero ya verás como todo va bien.

Entonces reparó Harry en el gotero. Una solución de dextrosa al 5 % que fluía por el tubo.

– ¿Cuándo te lo han puesto?

– Hace unas horas.

– No me había fijado. No entiendo por qué te lo han puesto ahora, en lugar de mañana en el quirófano. ¿Quién lo ha ordenado?

– El anestesista, según creo que ha dicho la enfermera.

– Hummm.

– ¿Qué importancia tiene?

– Supongo que ninguna.

Se hizo un embarazoso silencio que Evie se decidió a romper al cabo de unos momentos.

– Escucha, Harry, creo que necesito estar sola.

Sus palabras le sentaron como un bofetón. La miró sin saber qué replicar.

– ¿Podrías hacer el favor de decirme qué es lo que ocurre? -le preguntó al fin.

– No ocurre nada. Sólo que tengo… demasiadas cosas en la cabeza -contestó ella con un hondo suspiro que alivió un poco su tensión-. Mira, me han dicho que puedo comer hasta medianoche. ¿Me haces un favor? Me muero por un batido de chocolate de Alphano. Me traes uno y luego hablamos. ¿Te parece?

Alphano, la heladería de moda, estaba a dos manzanas de su apartamento -nada menos que quince minutos en coche, si el tráfico lo permitía-, pero con tal de hacer algo por ella, aunque fuese trivial, se resignó.

– De acuerdo -le dijo ya en pie-. Estaré de vuelta dentro de una hora, y… no tenemos por qué hablar; me conformo con quedarme un rato a hacerte compañía.

Harry se inclinó a besarla. Tampoco esta vez correspondió ella, pese a que él repitió el beso en la frente.

– Gene, Gene, ¿a que no sabes lo que canta el nene? -canturreó Maura al verlo pasar.

Harry hizo caso omiso y salió al pasillo. El portero había terminado de pasar la enceradora y estaba arrodillado en el suelo, mientras seguía con el walkman puesto y miraba con cara de circunstancias los entresijos del motor de la enceradora, que parecía fallar.

Al pasar junto a él, Harry sintió cierta complacencia al comprobar que el trabajo de aquel hombre no estaba del todo exento de complicaciones.

Siguió por el pasillo, y la enfermera Sue Jilson le sonrió al verlo acercarse.

– ¿Se marcha tan pronto?

– Es que mi esposa quiere un batido de chocolate que sólo preparan en una heladería de la avenida 19. Volveré sobre las nueve y media, si no le importa.

– No hay problema.

– ¿Quiere usted uno?

– Se lo agradezco, pero no. Les he prometido a mis téjanos que me los pondré. ¿Qué tal la quejica?

– Nerviosa y un poco desorientada. Quizá le toque ya darle la medicación.

– Iré a comprobarlo. No sabe cómo suspiramos todos por poder tranquilizar a Maura.

– Gracias. Hasta dentro de una hora.

Harry salió del hospital y fue en coche al West Side. Lloviznaba y el tráfico era intenso.

En Alphano había más cola de lo normal. Servían con una lentitud exasperante. Al corresponderle el turno pensó que, a lo mejor, el helado dulcificase a Maura Hughes, por lo que pidió dos. Si a ella no le apetecía, haría un sacrificio y se lo tomaría él.

No salió de la heladería hasta las nueve y media, y llegó al hospital casi a las diez. Después de las horas de visita, sólo quedaba abierta la puerta de la entrada principal. Harry cruzó el desierto vestíbulo y le mostró su identificación al vigilante de seguridad, cuya mesa bloqueaba el pasillo principal.

– Tendré que pedirle que firme aquí, doctor -le dijo el vigilante-. Son más de las nueve.

Harry garabateó su firma y anotó adónde iba.

– Planta nueve del edificio Alexander -leyó el vigilante-. ¿Va a…?

– ¡Doctor Richard Cohen! Acuda urgentemente a la habitación novecientos veintiocho del edificio Alexander -se oyó a través de los altavoces.

Harry echó a correr hacia los ascensores. Dedujo que algo debía de ocurrirle a Maura Hughes. No la había visto precisamente con muy buen aspecto, aunque tampoco parecía correr un peligro inminente. De pronto, recordó que Richard Cohen pertenecía al mismo grupo de neurocirujanos que Ben Dunleavy, que era el de Evie. Sin duda, Cohen debía de estar de servicio aquella noche. Le sobrevino un negro presentimiento. Pulsó nerviosamente el botón del ascensor hasta que bajó. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar a la planta 9 del edificio Alexander.

La habitación 928 estaba hacia mitad del pasillo de una de las alas. Ni tras el mostrador de las enfermeras ni en el pasillo adyacente se veía a nadie. Harry dejó la bolsa de Alphano en el mostrador con el corazón en un puño y echó a correr hacia la habitación. En cuanto asomó por el pasillo perpendicular vio confirmado su presentimiento: había media docena de enfermeras y de estudiantes de medicina frente a la puerta de la habitación 928, y todos trataban de ver lo que ocurría en el interior.

Maura Hughes, todavía sujeta a la cama, estaba al fondo del pasillo y, junto a ella, un joven agente de policía de uniforme le acariciaba la mano.

Al irrumpir en la habitación, Harry se encontró con un panorama con el que, por desgracia, se había encontrado muchas veces: entre una maraña de tubos y cables, varios médicos, enfermeras y técnicos iban de un aparato a otro, se cercaban a la cama y se alejaban como un pelotón de hormigas en pleno trajín. La diferencia estribaba en que, en esta ocasión, quien estaba en el centro del caos, intubada y con respiración asistida, era su esposa.

Aproximadamente cada diez segundos extendía los brazos, volvía las palmas de las manos hacia dentro y las separaba del cuerpo. Era una postura tan poco natural que sobrecogía (postura de «descerebración», la llamaban). Un síntoma de muy mal pronóstico. Casi con toda seguridad, su aneurisma había reventado. Se acercó a su cama. La enfermera Sue Jilson fue la primera en verlo.

– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Harry.

El neurocirujano que dirigía las medidas de reanimación alzó la vista.

– Es el doctor Corbett, su esposo -le aclaró la enfermera.

– Ah, perdone -dijo el neurocirujano-. Parece que su aneurisma ha reventado. El doctor Cohen le hace el turno al doctor Dunleavy. Me acaban de decir que viene de camino.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Harry-. Estaba con ella hace una hora y se encontraba perfectamente.

Sue Jilson meneó la cabeza.

– Una media hora después de que se marchase usted, he entrado para darle la medicación a Maura y he oído un quejido al otro lado de la cortina. Al mirar, he visto que su esposa había vomitado y que estaba casi inconsciente. Tenía la presión tan alta que me he alarmado. Además, tenía una pupila dilatada.

Al mirar a Evie, Harry no acabó de relacionar lo que veía con lo que sabía de las hemorragias cerebrales. Le levantó con suavidad los párpados. Tenía las pupilas tan dilatadas que apenas se veía el color del iris. Parecía imposible, pero estaba prácticamente muerta.

El doctor Richard Cohen irrumpió en aquel momento en la habitación. Estaba al corriente de la historia clínica de la paciente y se la refirió, casi sin resuello, al neurocirujano, que le hizo un apresurado resumen de lo ocurrido en los últimos treinta y ocho minutos.

– Ha hecho usted todo lo debido -le dijo Cohen al examinar los ojos de Evie con un oftalmoscopio.

El neurocirujano comprobó entonces los reflejos de la paciente y su reacción al dolor. Luego utilizó la cabeza del martillo para pasárselo por las plantas de los pies, describiendo un arco desde el talón al pulgar. El llamado «reflejo de Babinski» (que el pulgar se levante en lugar de encogerse) era un grave, gravísimo síntoma de que su corteza cerebral, la parte pensante de su cerebro, ya no enviaba órdenes de movimiento al resto de su cuerpo. Harry lo miró estupefacto.

– Le haremos un escáner -dijo Cohen visiblemente entristecido-, pero, con toda honestidad, dudo de que haya lugar a llevarla al quirófano. Tiene una enorme inflamación cerebral y graves papiledemas en ambos discos ópticos.

Papiledema: inflamación del nervio óptico causada por una grave y a menudo irreversible presión craneal. El dato no hacía sino agravar el estremecedor cuadro.

– Ella… Ella no quiere que se la mantenga viva a ultranza -musitó Harry.

– La presión sigue altísima -dijo otro médico.

– Pues es muy raro, porque la hemos atiborrado de antihipertensores, y como si nada -exclamó Cohen.

– Pero… ¿no cree que es lógico que tenga la presión tan alta después de una fuerte hemorragia? -preguntó Harry.

– Inicialmente, quizá. En casi todas las hemorragias cerebrales se produce un período de acusada subida, pero los pacientes casi siempre reaccionan a los tratamientos convencionales para bajarla, y los médicos que la han atendido aquí ya han agotado todos los recursos.

– Dios mío -exclamó Harry, tan abatido como desconcertado.

– Seguiremos intentando bajarle la presión -dijo el neurocirujano-. Y le haremos un escáner para documentar lo que ya sabemos. Entretanto, Harry, aunque me hago cargo de lo difícil de esta situación, hay algo en lo que debería pensar ya.

– Entiendo -musitó Harry.

Evie era una mujer joven y sana cuyo único problema orgánico era el aneurisma. En aquellos momentos, su cuerpo era lo que más podía ansiar un especialista en trasplante de órganos, fuente de vida para muchas personas.

– Hagan el escáner y luego les comunicaré mi decisión. Por si acaso, vayan preparando la documentación.

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